Dos goletas de altos mástiles navegaban entre la bruma. Estuvieron sobre el bergantín de Deecee antes de que el vigía tuviera tiempo de dar la alarma. Los marineros del The Divine Dolphin, de todos modos, no tuvieron dudas acerca de la identidad de los atacantes.
«¡Los Karelianos!», se oyó gritar a coro. Luego todo fue confusión.
Uno de los bajeles piratas se acercó navegando paralelamente al The Divine Dolphin.
Los karelianos lanzaron garfios para sujetar la nave, y, con increíble rapidez, estuvieron a bordo.
Eran hombres altos que no vestían más que calzones cortos de brillantes colores, con anchos cinturones de cuero de los que colgaban diversas armas. Estaban tatuados de la cabeza a los pies y blandían hachas y grandes mazas erizadas de púas. Increpaban ferozmente en su finlandés nativo y golpeaban con tal furia que a menudo alcanzaban a sus propios hombres.
Los deeceeanos fueron cogidos por sorpresa, pero lucharon valientemente. No tenían la menor intención de rendirse; ello hubiera significado ser vendidos como esclavos, por lo que luchaban a muerte. La tripulación del Terra estaba entre los defensores. Aunque no sabían manejar espadas, luchaban lo mejor que podían. Incluso Robín cogió una espada y luchó junto a Churchill.
El desenlace era inevitable, pues la segunda nave pirata los abordó por el otro lado.
Los karelianos de la segunda nave irrumpieron en la escena del combate y atacaron por detrás a los de Deecee antes de que pudieran darse la vuelta.
Gbwe-hum, el dahomeyano, fue el primero de los astronautas en caer. Había matado a un pirata con un golpe afortunado y había herido a otro, pero un hachazo desde atrás le cercenó un brazo, y luego la cabeza. Yastzhembski fue el siguiente, de una cuchillada que le abrió la frente.
Súbitamente, Robin y Churchill se vieron atrapados bajo una red lanzada desde el peñol de la verga, y les golpearon a puñetazos hasta dejarlos inconscientes. Cuando Churchill despertó, vio que le habían atado las manos a la espalda. Robín estaba junto a él, también atada. El ruido de las armas había cesado, y ni siquiera se escuchaban los gemidos de los heridos. Los deeceeanos que resultaron malheridos habían sido arrojados por la borda, y los malheridos karelianos se negaban a gritar.
El capitán pirata, un tal Kirsti Anundila, se detuvo frente a los prisioneros. Era un hombre alto y moreno, con un parche sobre un ojo y una cicatriz en la mejilla izquierda.
Hablaba deeceeano con un marcado acento.
—Me he enterado —dijo— de quiénes sois vosotros. A mí no se me engaña. Vosotros dos —dijo señalando a Churchill y a Robín— me vais a proporcionar un buen rescate.
Estoy seguro de que Whitrow pagará mucho a cambio de que se le devuelvan sanos y salvos a su hija y a su yerno. Con los demás espero sacar un buen precio cuando lleguemos a Aino.
Churchill sabía que Aino era una ciudad kareliana situada en la costa de lo que en otro tiempo fuera Carolina del Norte.
Kirsti ordenó que encadenaran a los prisioneros. Yastz-hembski se encontraba entre ellos, pues los piratas habían considerado que se recuperaría de sus heridas.
Tras haber sido encadenados, y una vez que los piratas se hubieron ido, Lin les habló:
—Ahora me doy cuenta de que fue una locura pensar que podríamos regresar a nuestros países. No estaremos mejor allí que aquí. Encontraremos a nuestros descendientes tan ajenos a nosotros y tan hostiles como Churchill ha encontrado a los suyos.
»Ahora bien, desde hace algún tiempo he venido pensando en una cosa que habíamos olvidado en nuestro deseo por volver a la Tierra. ¿Qué sucedería con los terrestres que colonizaron Marte?
—No lo sé —dijo Churchill—. Pero pienso que si los colonos de Marte, por una razón u otra, no hubieran sido destruidos, habrían enviado naves espaciales a la Tierra hace ya mucho tiempo. Después de todo, ellos eran autosuficientes y poseían sus propias naves.
—Quizás no hayan querido venir —dijo Chandra—. Pero, sea como fuere, creo que sé lo que Lin ha querido decirnos. Hay minerales radiactivos en Marte. Y los medios para extraerlos han de seguir allí, aun en el caso de que el planeta se encuentre ahora deshabitado.
—Eh, un momento —dijo Churchill—. ¿Estáis proponiendo que llevemos allí al Terra?
Tenemos combustible suficiente para ir, pero no para volver. ¿O estás sugiriendo que utilicemos el equipo para producir más combustible y luego dirigirnos de nuevo a las estrellas?
—Encontramos un planeta en el que los aborígenes no estaban lo suficientemente avanzados, tecnológicamente, como para combatirnos —dijo Lin—. Me refiero al segundo planeta de Vega. Posee cuatro grandes continentes, más o menos del tamaño de Australia cada uno, separados por amplias extensiones de agua. Uno de estos continentes está habitado por humanoides que están, tecnológicamente hablando, al nivel de los antiguos griegos. Otros dos están habitados por neolíticos. El cuarto se halla deshabitado. Podríamos ir a Vega y colonizar el cuarto continente.
Durante un momento, todos permanecieron en silencio.
Churchill reconocía que la proposición de Lin tenía muchas cosas a su favor. Solo tenía una pega, y era que no tenían forma de llevarla a cabo. En primer lugar, tendrían que recuperar su libertad. Luego, habría que apoderarse del Terra, y estaba tan bien guardado que los astronautas, que ya lo habían discutido antes de abandonar su prisión de Washington, habían descartado la idea.
—Aun en el caso de que pudiéramos apoderarnos de la nave —dijo—, y se trata de un caso muy hipotético, deberíamos ir a Marte. Y este es el riesgo mayor de todos. ¿Qué pasará si las condiciones allí son tales que no logramos obtener más combustible?
—Entonces nos establecemos allí y comenzamos a preparar el equipo necesario —dijo Al-Masyuni.
—Sí, pero aceptando que Marte nos proporcione lo que necesitamos, y que logramos llegar a Vega, hemos de tener mujeres. Si no, la raza se extinguiría. Ello significa que me tendría que llevar, de buen grado o por la fuerza a Robín. Y también significa que tendríamos que llevarnos a otras mujeres de Deecee.
—Una vez que lleguemos a Vega, no les quedaría más remedio que contentarse —dijo Steinborg.
—Violencia, rapto, violación —dijo Churchill—. ¡Bonita manera de comenzar un nuevo mundo!
—¿Existe otro modo? —dijo Wang.
—Recuerda el rapto de las mujeres Sabinas —dijo Steinborg.
Churchill no replicó nada a esto, pero añadió una nueva objeción.
—Además, somos tan pocos que al cabo de algún tiempo nuestros descendientes se habrían degenerado. No queremos formar una raza de idiotas.
—Podríamos raptar también niños.
Churchill lanzó un gruñido. Parecía que no había más medios para lograr su proyecto que la violencia. Claro que violencia había sido toda la historia del hombre.
—Pero si nos llevamos niños lo suficientemente pequeños que todavía no hablen y que no puedan recordar después la Tierra, nos veríamos obligados a llevar un buen número de mujeres para que los cuidaran. Y ello nos aporta otro problema. Poligamia. No sé cuál será la opinión de las otras mujeres, pero conozco la de Robin y sé que se opondría rotundamente.
—Explícale que se trataría solo de una cosa temporal —dijo Yastzhembski—. Además, se podría hacer con ella una excepción. Haremos algo divertido. Propongo que hagamos una incursión en una ciudad de los Pant-Elf. Allí las mujeres están acostumbradas a la poligamia y, además, les gustará tener maridos que les presten alguna atención. Las podríamos liberar así de una esclavitud que no creo que les haga mucha gracia.
—Muy bien —dijo Churchill—. Estoy de acuerdo. Pero hay una cosa que habéis pasado por alto hasta ahora.
—¿De qué se trata? —¿Cómo vamos a salir del lío en que nos encontramos ahora metidos?
De nuevo se hizo un silencio, muy profundo. Después, Yastzhembski dijo: —¿No crees que Whitrow dará el dinero suficiente para redimirnos a todos?
—No. No soltará pasta más que para librarnos a Robin y a mí de las manos de estos piratas.
—Bueno —dijo Steinborg—. Al menos tú saldrás. ¿Qué pasará con nosotros?
Churchill se levantó, y comenzó a entrechocar sus cadenas llamando a voces al capitán.
—¿Por qué haces eso? —preguntó Robin. Esta no había comprendido más que algunas palabras de la conversación, porque se había desarrollado en americano del siglo XXI.
—Intento hablar con el capitán para proponerle una especie de trato —contestó en deeceeano—. Creo que tenemos una posibilidad, pero depende de la soltura con que sea capaz de hablar con él y de lo receptivo que sea.
Apareció la cabeza de un marinero y preguntó qué diablos sucedía.
—Dile a tu capitán que sé cómo puede obtener mil veces más dinero de lo que espera —dijo Churchill—. Y la suficiente gloria como hará convertirse en un héroe.
La cabeza desapareció. Al cabo de cinco minutos, dos marineros entraron y desencadenaron a Churchill.
—Hasta la vista —dijo a los que se quedaban—. Pero no me esperéis despiertos.
No sabía lo ciertas que iban a ser sus palabras.
Pasó el día y no regresó. Robin estaba al borde de la histeria. Especulaba con la posibilidad de que el capitán se hubiera enfadado con su marido y le hubiera matado. Los demás intentaban calmarla con argumentos razonables, tales como que un buen hombre de negocios como el kareliano no destruiría una tan magnífica inversión. Sin embargo, pese a estos razonamientos, todos estaban preocupados. Podía haber sucedido que Churchill hubiera insultado sin querer al kareliano y que éste se hubiera visto obligado a matarle para salvar su prestigio. O podían haberle alcanzado intentando escapar.
Algunos comenzaron a adormilarse, pero Robin se mantuvo despierta. Una y otra vez murmuraba oraciones dedicadas a Columbia.
Finalmente, la puerta se abrió. Churchill descendió las escaleras acompañado de dos marineros. Se tambaleaba e hipaba violentamente. Cuando volvieron a encadenarle, los otros comprendieron lo que le había pasado. Su aliento olía a cerveza y arrastraba las palabras al hablar.
—He bebido como un camello antes de salir con su caravana —dijo—. Todo el día y toda la noche. Hablé mucho con Kirsti, pero creo que él me emborrachó a mí. Conozco un montón de cosas acerca de esos finlandeses. Durante la desolación tuvieron más suerte que el resto de la gente, y luego se dedicaron a explorar Europa, como los antiguos vikingos. Ocuparon lo que antes era de los escandinavos, los germanos y los bálticos.
Ahora poseen también el noroeste de Rusia, el este de Inglaterra, la mayor parte del norte de Francia, las regiones costeras de España y el norte de África, Sicilia, Sudáfrica, Islandia, Groenlandia, Nueva Escocia, Labrador y Carolina del Norte. Y Dios sabe qué más, porque han enviado expediciones a China y la India.
—Muy interesante, pero ya hablaremos de ello en otro momento —dijo Steinborg—. ¿Cómo te ha ido con el capitán? ¿Ha aceptado el negocio?
—Es un tipo muy desconfiado y cauteloso. Me ha costado un montón de tiempo convencerle.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Robin.
Churchill le contó en deeceeano, para no tenerla preocupada, lo que había sucedido.
Luego lo repitió en su lengua natal. —¿Habéis intentado explicar alguna vez lo que son generadores antigravitatorios y propulsión iónica a alguien que ni siquiera sabe que existen cosas como moléculas y electrones? Entre otras cosas, otras muchas cosas, le tuve que dar una lección de teoría atómica básica, y…
Su voz se fue apagando, inclinó la cabeza y se quedó dormido.
Exasperada, Robin le sacudió hasta hacerle despertar de su atontamiento.
—Oh, eres tú, Robin —murmuró torpemente—. Robin, no te va a gustar la pequeña trampa que he urdido. Vas a odiarme…
Volvió a dormirse. Esta vez, todos los esfuerzos de la mujer fueron en vano.