XII

El rostro de Nephi Sarvant expresaba claramente su carácter. De perfil parecía un cascanueces o las curvadas pinzas de un par de alicates. Y era consecuente con su rostro: cuando se agarraba a algo, no lo soltaba.

Tras dejar la casa de Whitrow, juró no volver a poner sus pies en un lugar de tal iniquidad. Y también juró dedicar su vida a mostrar la Verdad a aquellos idólatras.

Caminó los cinco kilómetros que le separaban del Motel de las Almas Perdidas y pasó allí una noche de intranquilo sueño. Poco después del alba, dejó su habitación y salió a la calle.

Aunque era muy temprano, la calle ya estaba viva con el ajetreo de carruajes llenos de mercancías, marineros, mercaderes, mujeres haciendo la compra. Miró en algunos locales de comidas, los encontró demasiado sucios, y decidió desayunar con fruta comprada en un puesto callejero. Charló con el vendedor sobre sus posibilidades de conseguir un trabajo, y éste le dijo que había vacante un puesto de portero en el templo de la diosa Gotew. El vendedor lo sabía porque su cuñado había sido despedido del puesto la tarde anterior.

—No pagan mucho, pero te dan comida y alojamiento. Y hay otras compensaciones, puesto que puedes apadrinar a muchos niños —dijo el mercader, guiñándole un ojo a Sarvant—. Mi cuñado fue despedido por aprovecharse demasiado de estas ventajas y descuidar sus tareas de limpieza.

Sarvant no le preguntó qué quería decir. Le pidió la dirección del templo y se fue.

Aquel empleo, si lo lograba, sería un magnífico puesto de observación para conocer la religión de Deecee. Y sería su primer terreno de batalla para el proselitismo. Resultaría peligroso, desde luego, pero ¿qué misionero convencido de su tarea se arredra ante el peligro?

La dirección era complicada, y Sarvan se perdió. Se halló en un rico distrito residencial, sin nadie a quien preguntar la dirección excepto unos pocos que iban en carruajes o a lomos de ciervos. Y éstos no tenían aspecto de ir a detenerse para hablar con un hombre modestamente vestido.

Decidió volver sobre sus pasos y empezar de nuevo la búsqueda. Pero a los pocos metros vio a una mujer que acababa de salir de una gran casa. Estaba vestid» de un modo extraño, cubierta de la cabeza a los pies con, una vestidura con capucha. Al principio, Sarvant pensó que era una criada, pues los aristócratas nunca iban a pie. Pero al acercarse a ella vio que la ropa era de un tejido t demasiado costoso para pertenecer a una persona de clase baja.

La siguió unas cuantas manzanas calle abajo hasta encontrar el momento de abordarla con naturalidad. Finalmente, se decidió a hablarle:

—Señora, ¿puedo hacerle una pregunta?

Ella se volvió y le miró altivamente. Era una mujer alta, de unos veintidós años, cuyo rostro habría sido hermoso de ser menos adusto. Sus grandes ojos eran de un azul profundo, y la parte de su cabello que no estaba cubierta por la capucha mostraba un hermoso color dorado. Por la forma de colgarle las ropas, se adivinaba que era muy delgada.

Sarvant repitió la pregunta % ella asintió con la cabeza. Entonces le pidió la dirección del templo de Gotew.

Ella pareció enfadarse y dijo: —¿Acaso se está burlando de mí?

—No, no —protestó Sarvant—. ¿Por qué habría de hacerlo? No entiendo.

—Tal vez sea cierto —dijo ella—. Parece usted forastero, y, desde luego, sería absurdo que intentara ofenderme deliberadamente. Mi gente le mataría… aunque yo mereciera el insulto.

—Créame, no tenía tal intención. Si la he ofendido, le pido disculpas. Ella sonrió y dijo:

—Acepto sus disculpas, extranjero. Y ahora, dígame, ¿por qué desea ir al templo de Gotew? ¿Acaso su mujer está maldita como yo?

—Ella murió hace mucho —respondió Sarvant—. Y no entiendo por qué dice usted que está maldita. Busco el templo para pedir el puesto de portero. Soy uno de los que llegaron del cielo… —y le contó su historia, de la forma más escueta posible.

—Entonces —dijo ella— puede usted hablarme de igual a igual, supongo, aunque es difícil imaginarse a un diradah fregando suelos. Un verdadero diradah preferiría morir de hambre. Veo que no lleva usted ningún símbolo totémico. Si estuviera bajo la protección de uno de los grandes tótems, podría encontrar un trabajo digno de usted. ¿O necesita usted a alguien que le avale?

—¡Los tótems son superstición e idolatría! —dijo él—. Yo nunca me uniré a uno de ellos. Ella enarcó las cejas. —¡Es usted realmente extraño! No sé cómo clasificarle. Como hermano del Héroe Solar, es usted un diradah. Pero desde luego no lo parece ni actúa como tal. Mi consejo es que se comporte usted como corresponde a su rango, para que la gente sepa cómo debe comportarse con usted.

—Gracias —dijo él—. Pero debo ser lo que soy. Y ahora, ¿podría indicarme cómo llegar hasta el templo?

—No tiene más que seguirme —respondió ella, y comenzó a caminar. Perplejo, él la siguió a unos pasos de distancia. Hubiera querido aclarar alguno de los puntos mencionados por ella, pero había algo en la actitud de la mujer que no invitaba a la conversación.

El templo de Gotew estaba en el límite entre la zona portuaria y un rico barrio residencial. Era un imponente edificio de hormigón con la forma de una enorme concha de ostra semiabierta, pintado a rayas rojas y blancas. Anchos escalones de granito conducían al borde de la concha inferior, y el interior era fresco y penumbroso. La valva superior de la concha estaba apoyada sobre esbeltos pilares de piedra esculpidos con la imagen de la diosa Gotew, una estática figura de rostro triste y con una oquedad donde debería haber estado el estómago. En dicho hueco había una reproducción en piedra de una clueca rodeada de huevos.

En la base de cada cariátide había mujeres sentadas.

Todas llevaban ropas similares a las de la mujer que le había guiado. Algunas de las ropas eran modestas y otras finas, pero no había separación de clases bajo aquel techo.

Ricas y pobres se sentaban juntas.

La mujer caminó resueltamente hacia un grupo del interior. Había alrededor de doce mujeres sentadas alrededor de la cariátide, y debían de estar esperando a la rubia, pues había un sitio reservado para ella.

Sarvant halló a un sacerdote de cabello blanco al fondo del templo, junto a una hilera de cubículos de piedra, y le preguntó por el puesto de portero. Para su sorpresa, se enteró de que estaba hablando con el jefe oficial del templo; esperaba que hubiera una sacerdotisa ocupando aquel cargo.

El sacerdote, Obispo Andi, sintió curiosidad por su acento extranjero y le hizo el mismo tipo de preguntas que los demás. Sarvant contestó con total sinceridad, pero suspiró de alivio al ver que el obispo no le preguntaba si era seguidor de Columbia. El obispo lo presentó a un sacerdote, que le dijo cuáles serían sus deberes, cuánto cobraría, y dónde y cuándo comería y dormiría. Terminó preguntándole: —¿Es usted padre de muchos hijos?

—Siete —respondió Sarvant, sin añadir que habían muerto hacía ocho siglos. Cabía dentro de lo posible que el propio sacerdote fuera un descendiente de Sarvant; era incluso concebible que todos los que estaban bajo aquel techo tuvieran en él a un antepasado de treinta generaciones atrás.

—¿Siete? ¡Excelente! —dijo el sacerdote—. En ese caso, tendrá los mismos privilegios que cualquier otro hombre de probada fertilidad. De todos modos, tendrá que pasar por un examen médico. No podemos aceptar la simple palabra de un hombre en una cuestión de tanta trascendencia. Pero debo advertirle de que no abuse del privilegio. Su predecesor fue despedido por no atender debidamente sus tareas de limpieza.

Sarvant tomó la gran escoba que le tendían y comenzó a barrer. Al llegar junto a la columna donde estaba sentada la mujer rubia, vio a un hombre hablando con una de las que estaban sentadas junto a ella. No pudo oír lo que decían, pero la mujer enrojeció y abrió sus vestiduras.

Bajo la encapuchada capa, estaba desnuda.

Al parecer, al hombre le gustó lo que vio, pues asintió con la cabeza. La mujer le tomó de la mano y se encaminaron a uno de los cubículos del fondo del templo, Entraron, y la mujer corrió una cortina frente a la puerta.

Sarvant se quedó mudo de asombro. Pasaron minutos antes de que pudiera dedicarse de nuevo a su escoba. Para entonces se había dado cuenta de que por todo el templo se repetían episodios similares.

Su primer impulso fue soltar la escoba y echar a correr lejos del templo para no volver jamás. Pero se dijo que a cualquier lugar de Deecee que fuera encontraría la misma perversión. Era mejor quedarse allí e intentar hacer algo al servicio de la Verdad.

Entonces se vio obligado a presenciar algo que casi le hizo vomitar. Un corpulento marinero se acercó a la delgada rubia y empezó a hablar con ella. La mujer enrojeció y apartó sus ropas, y luego ambos fueron a un cubículo.

Sarvant se estremeció de rabia. Ya le había trastornado bastante verlo hacer a las otras, pero que ella, ¡ella…!

Se obligó a recapacitar. ¿Por qué los actos de ella le molestaban más que los de las otras? Porque —tuvo que admitir— ella le atraía. Mucho. Había sentido por ella lo que no había sentido por ninguna mujer desde que había conocido a su esposa.

Dejó su escoba, se dirigió a la oficina del sacerdote que le había atendido y le pidió que le explicara que pasaba allí.

El sacerdote estaba perplejo. —¿Tan nuevo es usted en nuestra religión que no sabe que Gotew es la patrona de las mujeres estériles?

—No, no lo sabía —respondió Sarvant con voz temblorosa—. ¿Pero qué tiene eso que ver con la prostitución que tiene lugar en el templo?

—¡Claro que tiene que ver! Son mujeres desgraciadas, maldecidas con un regazo estéril. Vienen a nosotros tras intentar durante un año, sin resultado, concebir con sus maridos, y aquí las sometemos a exámenes fisiológicos. Algunas tienen trastornos que se pueden diagnosticar y curar, pero no todas. Con ésas no hay nada que nosotros podamos hacer.

»Así, donde la ciencia falla, la fe puede triunfar. Esas desventuradas mujeres vienen aquí cada día —excepto los días sagrados, en que hay alguna ceremonia— y ruegan a Gotew que les envíe un hombre que ponga vida en sus regazos muertos. Si en un plazo de un año no son bendecidas con un niño, generalmente entran en una orden para dedicar su vida al servicio de su diosa y su pueblo.

—¿Y Arva Linkon? —dijo Sarvant, mencionando a la rubia—. ¡Se hace difícil concebir a una mujer de su refinamiento ofreciéndose al primero que llega!

—Alto, mi querido amigo. No al primero que llega. Tal vez no haya observado usted que esos varones pasan antes por una estancia lateral, donde mis buenos hermanos los examinan para asegurarse de que son portadores de esperma adecuado. Así, cualquier hombre que padezca una enfermedad o que de algún modo sea inadecuado para ser padre, es rechazado. En cuanto a la belleza o fealdad de los candidatos, no nos fijamos en eso; lo que interesa aquí es la fecundación. Las personalidades y los gustos personales no cuentan.

»Pero, ya que estamos hablando de ello, ¿por qué no se hace examinar usted también? No hay razón para que reserve su fuerza generatriz a una sola mujer. Tiene usted una deuda con Gotew, como con cualquier otra manifestación de la Gran Madre Blanca.

—He de volver a barrer —musitó Sarvant, y salió rápidamente.

Se las arregló para terminar de limpiar el suelo, pero solo lo logró con un, enorme esfuerzo de voluntad. No pudo evitar mirar hacia Arva Linkon de vez en cuando. Ella se marchó al mediodía y no volvió por la tarde. Gracias a ello Sarvant se sintió menos conturbado.

No durmió bien aquella noche. Soñó con Arva entrando en el cubículo con todos aquellos hombres… diez, en total; los había contado. Y, aunque sabía que debía detestar el pecado pero amar al pecador, en el fondo de su ser detestaba a cada uno de aquellos diez hombres.

Por la mañana, juró no odiar a los hombres que fueran con ella aquel día. Pero sabía que no podría cumplir su juramento.

Aquel día contó siete hombres. Cuando el séptimo salía del cubículo, tuvo que retirarse a su aposento, para evitar correr tras el hombre y agarrarlo por el cuello.

La tercera noche, rezó pidiendo consejo. ¿Debía dejar el templo y buscar trabajo en algún otro sitio? Si permanecía allí, estaría aprobando indirectamente y colaborando directamente con aquella abominación. Por otra parte, podría tener sobre su conciencia el terrible pecado de dar muerte a un hombre, la sangre de un hombre manchando sus manos. No quería que sucediera eso. ¡Sí, si lo quería! ¡Pero no debía desearlo, no debía!

Pero si se marchaba no habría hecho nada para combatir la maldad; huiría como un cobarde. Además, si huía no podría hacerle ver a Arva que estaba escupiendo al rostro de Dios con aquella prostitución disfrazada de rito religioso. Y deseaba apartarla del templo más de lo que había deseado ninguna otra cosa en su vida… incluso más de lo que había deseado viajar en el Terra para llevar la Palabra a otros planetas.

No había logrado una sola conversión durante aquellos ochocientos años. Pero lo había intentado. Había hecho todo lo que había podido; no tenía la culpa si los oídos estaban sordos a la Palabra y los ojos ciegos a la luz de la Verdad.

Al día siguiente, esperó hasta que Arva salió del templo a mediodía. Entonces apoyó su escoba en la pared y la siguió fuera, a la luz y al bullicio de las calles de Deecee.

—¡Señora Arva! —la llamó—. Tengo que hablar con usted.

Ella se detuvo. Su rostro quedaba velado por la sombra de la capucha, pero le pareció como si estuviera profundamente avergonzada y dolorida. ¿O se lo parecía porque deseaba que fuera de ese modo?

—¿Puedo acompañarla a casa? —preguntó. Ella estaba asombrada.

—¿Por qué?

—Porque enloqueceré si no lo hago.

—No sé —dijo ella—. Por una parte, es usted hermano del Héroe Solar, por lo que no supone ninguna pérdida de dignidad caminar a su lado. Pero, por otra, no tiene usted tótem, y hace usted las tareas propias del más bajo de los criados. —¿Y quién es usted, precisamente usted, para hablar de bajezas? Usted, pecadora.

Ella parpadeó asombrada.

—¿Qué he hecho yo de malo? ¿Cómo se atreve a hablarle a una Linkon de esa manera?

—¡Es usted una puta! —exclamó él.

—¿Qué significa eso?

Pasaron unos instantes antes de que él pudiera seguir hablando. No sabía que aquella palabra hubiera desaparecido.

—¡Una prostituta! —dijo, hablando aún en tono elevado.

—Tampoco conozco esa palabra. Si ha de insultarme, hágalo con palabras que pueda entender.

Sarvant intentó calmarse. Habló en voz baja aunque excitada.

—Arva Linkon, solo quiero hablar con usted. Tengo algo que decirle, algo que es lo más importante que habrá oído en su vida. De hecho, la única cosa importante.

—No sé. Creo que está usted algo loco.

—Le juro que no tengo el menor deseo de hacerle daño. —¿Lo jura por el sagrado nombre de Columbia?

—No, no puedo hacer eso. Pero le juro por mi Dios que no le haré el menor daño.

—¡Dios! —exclamó ella alarmada—. ¿Usted sirve al Dios de Caseyland?

—¡No, no a ése! ¡Al mío, el verdadero Dios! —¡Ahora estoy segura de que está usted completamente loco! De lo contrario, no se atrevería a hablar de Dios en este país, especialmente conmigo. No quiero oír ni un momento más las blasfemias que salen de su boca envenenada.

La mujer se alejó rápidamente.

Sarvant dio unos pasos tras ella. Luego, dándose cuenta de que no era el momento de hablar con ella, y de que no se había portado acertadamente, regresó. Tenía los puños crispados y apretados los dientes. Caminaba como un ciego, tropezando a menudo con la gente. Los que tropezaban con él le imprecaban, pero él no les prestaba atención.

Volvió al templo y recogió su escoba.

Tampoco pudo dormir aquella noche. Planeó un centenar de veces la forma de hablarle suave y convincentemente a Arva. Le mostraría los errores de sus creencias de forma irrefutable. Y eventualmente ella sería su primera conversa.

Juntos, emprenderían la tarea de limpiar de pecado aquella ciudad, igual que los primitivos cristianos habían hecho con la antigua Roma.

Al día siguiente, sin embargo, Arva no fue al templo. Sarvant se sintió desesperado. Tal vez nunca volviera.

Luego se dio cuenta de que era una de las cosas que deseaba que ella hiciera. Tal vez había hecho más progresos de lo que pensaba. ¿Pero cómo podría verla de nuevo?

La mañana del siguiente día, Arva, aún vestida con las ropas de las mujeres estériles, entró en el templo. Apartó los ojos y permaneció en silencio cuando él la saludó. Tras rezar al pie de la cariátide junto a la que se sentaba normalmente, fue al fondo del templo y se puso a hablar con el obispo.

Sarvant temió que estuviera denunciándole. ¿Era razonable pensar que guardaría silencio? Después de todo, a los ojos de ella constituía una blasfemia el mero hecho de que él se encontrara en aquel lugar que para ella era sagrado.

Arva volvió a su puesto a los pies de la cariátide. El obispo hizo una seña a Sarvant.

Este dejó su escoba y se dirigió hacia él. La ansiedad hacía que le temblaran las piernas. ¿Estaba destinado a quedarse allí, en aquel momento, antes de haber plantado la semilla de la fe para que pudiera multiplicarse cuando él se hubiera ido? Sí le sucedía algo ahora, la Palabra se perdería para siempre, porque él era el último de su secta.

—Hijo mío —dijo el obispo— acabo de saber que todavía no eres un creyente. Debes recordar que has recibido un gran privilegio, puesto que eres uno de los hermanos del Héroe Solar. De no ser así, haría tiempo que te hubieran ahorcado. Pero se te ha concedido un mes para que comprendieras el error de tus creencias y reconocieras la verdad. El plazo todavía no ha concluido, pero te advierto que debes mantener la boca cerrada y no hablar de tus falsas creencias. De lo contrario, el plazo quedará anulado. Me ha afectado esto, porque esperaba que tu aplicación en el trabajo significaba que estabas a punto de declarar tu deseo de sacrificarte a nuestra Madre. —¿Entonces Arva te lo ha contado?

—Bendita sea esa mujer auténticamente devota. Sí, lo ha hecho. Ahora, ¿me prometes que no se repetirá el incidente de ayer?

—Lo prometo —dijo Sarvant. El obispo no le había pedido que se abstuviera de hacer proselitismo. Lo único que le había pedido era no repetir el incidente. A partir de ahora habría de ser desconfiado como un pájaro, astuto como una serpiente.

Cinco minutos después había olvidado su resolución.

Un hombre alto y bien parecido, por cuyas ropas se adivinaba que era un aristócrata, se aproximó a Arva. Esta le sonrió, se levantó y le condujo al cubículo.

La culpable de todo fue aquella sonrisa.

Antes, ella nunca había sonreído a los hombres que se le acercaban. Su rostro se había mantenido inexpresivo, como esculpido en mármol. Pero ahora, viendo aquella sonrisa, Sarvant sintió que algo se revolvía en su interior. Algo que nacía en sus riñones, corría por su pecho, le abrasaba la garganta y le cortaba el aliento. Finalmente, explotó.

En torno a él todo se hizo oscuro y no pudo oír nada.

No supo durante cuánto tiempo había permanecido en aquel estado, pero cuando recuperó parcialmente sus sentidos se dio cuenta de que se encontraba en el despacho del sacerdote médico.

—Inclínate para que pueda dar un masaje a tu próstata y aplicarte algún medicamento —estaba diciendo el sacerdote.

Automáticamente, Sarvant obedeció. Mientras el sacerdote examinaba algo a través de un microscopio, Sarvant se estuvo quieto como un bloque de hielo. En su interior ardía un fuego. Estaba animado por una fiereza que jamás había conocido; sabía lo que iba a hacer, pero no le preocupaba. En aquel momento hubiera desafiado a cualquier ser, o Ser, que hubiera intentado detenerle.

Después de algunos minutos, salía del despacho. Sin vacilar, se dirigió hacia Arva, que acababa de regresar del cubículo, y se disponía a sentarse.

—¡Quiero que vengas conmigo! —dijo con una voz clara y profunda.

—¿A dónde? —preguntó ella. Luego, viendo la expresión de su rostro, comprendió—. ¿Qué es lo que me llamaste el otro día? —preguntó desdeñosamente.

—El otro día no es hoy.

La tomó de la mano y la arrastró hacia el cubículo. Ella no se resistió, pero cuando estuvieron dentro y él hubo corrido la cortina, dijo: —¡Ahora me doy cuenta! ¡Has decidido sacrificarte a la Diosa!

Ella se quitó la ropa y sonrió extáticamente, pero estaba mirando hacia arriba, no a él. —¡Gran Diosa, te doy las gracias por haber hecho de mí el instrumento de conversión de este hombre a la verdadera fe!

—¡No! —dijo roncamente Sarvant—. ¡No digas eso! Yo no creo en tu ídolo! Lo que pasa, Dios me ayude, es que te quiero. No puedo soportar verte ahí dentro con cada hombre que te lo pide. ¡Arva, te amo!

Por un momento ella le miró con horror. Luego recogió su ropa y se tapó con ella. —¿Crees que voy a permitir que me toques? ¡Tú, un pagano! ¡Y bajo este techo sagrado!

Ella se volvió para marcharse pero el se interpuso en su camino. Arva abrió la boca para gritar, pero él le tapó la boca con su propia ropa y le enrolló el resto alrededor de la cabeza; la empujó hacia atrás y cayó sobre la cama, y él encima.

Ella se debatió y retorció para escapar a su presa, pero él la sujetaba con una fuerza terrible. Entonces ella intentó mantener sus rodillas juntas, pero él se zambulló como un gran pez, embistiendo con las caderas, con lo que logró separar sus piernas.

Ella intentó reptar hacia atrás sobre su espalda. Pero su cabeza topó con la pared.

Súbitamente dejó de debatirse.

Sarvant acarició su espalda con sus manos, presionando su rostro contra la ropa que envolvía el de ella. Quería sentir sus labios sobre los de la mujer, pero había un doble pliegue de ropa cubriéndolos y no pudo sentir nada. Hubo un ramalazo de lucidez, el pensamiento de que él siempre había odiado la violencia, y especialmente la violación, y ahora estaba forzando a la mujer a la que amaba. Y lo que era mucho. peor, ella se había entregado voluntariamente a un centenar de hombres en los últimos diez días, hombres que no sentían por ella el menor cariño, sino que solo querían desahogar su lujuria con ella. Sin embargo, ella se le resistía como una virgen mártir de la vieja Roma en manos de un emperador pagano. Aquello no tenía sentido.

Gritó al liberarse súbitamente de ochocientos años de represión.

No se dio cuenta de que estaba gritando. No era en absoluto consciente. Así, cuando el obispo y el sacerdote irrumpieron en el cubículo, y Arva, gimiendo y llorando, les contó lo sucedido, Sarvant no comprendía nada. Hasta que el templo estuvo atestado de gente furiosa y alguien apareció con una cuerda, no entendió lo que sucedía.

Y entonces era demasiado tarde.

Demasiado tarde para intentar explicarles lo que le había impulsado. Demasiado tarde, incluso suponiendo que ellos hubieran sabido de qué estaba hablando. Y demasiado tarde aunque no le hubieran pateado y golpeado hasta arrancarle los dientes y dejarle los labios demasiado tumefactos para poder hablar.

El obispo intentó intervenir. Pero fue empujado a un lado y Sarvant fue sacado a la calle. Allí le arrastraron por las piernas hasta que llegaron a una plaza donde se elevaba un patíbulo. Estaba hecho a imagen de una horrible y vieja deidad, Alba, la que corta el aliento de los hombres. Sus manos de hierro, pintadas de un blanco mortecino, se cernían como si fueran a agarrar a los viandantes.

La cuerda fue pasada sobre una de las manos del ídolo, y su extremo atado alrededor de la muñeca. Unos hombres sacaron una mesa de una casa y la pusieron bajo la cuerda colgante. Subieron a Sarvant encima y le ataron las manos a la espalda. Dos hombres le sujetaron mientras un tercero le ponía la soga al cuello. Se produjo un momento de silencio cuando los gritos de los enfurecidos hombres cesaron, así como sus intentos de despedazar con sus manos la carne de aquel blasfemo.

Sarvant miró a su alrededor. No podía ver claramente, pues tenía los ojos hinchados y cubiertos de sangre que manaba de las heridas de su cabeza. Murmuró algo.

—¿Qué dices? —preguntó uno de los hombres que lo sujetaban.

Sarvant no pudo repetirlo. Estaba pensando que siempre había querido ser un mártir.

Era un terrible pecado de orgullo aquel deseo. Pero, realmente lo había deseado, aunque nunca se lo había admitido a sí mismo. Y siempre se había imaginado yendo hacia la muerte con dignidad y con el valor suministrado por el conocimiento de que sus discípulos seguirían adelante y acabarían triunfando.

Pero no iba a ser así. Iban a colgarle como a un criminal de la peor especie, no por difundir la Palabra, sino por violación.

No había convertido a una sola persona. Moriría sin dejar rastro, prácticamente sin nombre. Su cuerpo sería arrojado a los cerdos. Y lo peor no era lo de su cuerpo, sino el pensamiento de que su nombre y sus ideas morirían también. Esto le hacía clamar al cielo.

Pensó. Ninguna religión nueva logra arraigo si la vieja no se ha debilitado. Y aquella gente creía sin una sombra de duda, con la ciega intensidad de la convicción. Creían con una fuerza que la gente de su tiempo no había tenido.

De nuevo dijo algo entre dientes. Ahora se encontraba solo sobre la mesa, temblando, pero dispuesto a no dejar traslucir su terror.

—Demasiado pronto —dijo en un lenguaje que los que le escuchaban no podían haber comprendido aunque lo hubiera pronunciado con toda claridad—. He vuelto a la Tierra demasiado pronto. Debería haber esperado otros ochocientos años, cuando los hombres hubieran comenzado a perder su falsa fe y a burlarse de ella en secreto. ¡Demasiado pronto!

Entonces la mesa fue arrancada de debajo de sus pies.