El ataque de los Pant-Elf cogió totalmente por sorpresa al Colegio Vassar para Sacerdotisas Pitonisas. De algún modo, los atacantes habían conseguido la información de que el Héroe Solar participaría en una ceremonia privada a medianoche en el campus del Vassar. Se había advertido a la gente de Poughkeespie que permaneciera alejada. El único varón en los terrenos del Colegio era Stagg, y había unas cien sacerdotisas.
Cuando el grupo de atacantes salió de la oscuridad a la luz de las antorchas, encontraron a las sacerdotisas desprevenidas. Las mujeres estaban demasiado ocupadas cantando y contemplando a Stagg con una joven novia, por lo que solo se apercibieron del ataque de los Pants-Elf cuando éstos empezaron a cortar las cabezas de las sacerdotisas situadas en el círculo exterior.
Stagg no recordaba lo que había ocurrido inmediatamente después. Había levantado la cabeza justo a tiempo de ver a un hombre abalanzándose contra él para asestarle un golpe de espada en la cabeza.
Se despertó colgado de un palo que era transportado a hombros por dos individuos.
Sus brazos y piernas estaban entumecidos a causa de las ligaduras, que le cortaban la circulación. Le parecía como si su cabeza estuviera ardiendo, pues no solo le dolía por el golpe, sino también por el exceso de sangre vertida a causa de su posición colgante. La luna llena estaba alta en el cielo. A su brillante luz vio los pies y los torsos desnudos de los hombres tras él. Volviendo la cabeza, vio el brillo de la luna sobre la oscura piel de los hombres y los blancos ropajes de una sacerdotisa.
Bruscamente, fue dejado sobre el duro suelo.
—Nuestro amiguito cornudo se ha despertado —dijo una profunda voz de hombre.
—¿Cortamos las ligaduras del gran bastardo, para que pueda caminar por sí mismo? —preguntó otra voz—. Estoy harto de cargar su inútil mole. Este poste me ha hecho un hoyo de una pulgada en el hombro.
—De acuerdo —dijo una tercera voz, obviamente la de un jefe—. Cortad sus ligaduras, pero atadle las manos a la espalda y ponedle un lazo alrededor del cuello. Si intenta escapar, se ahogará. Y tened cuidado. ¡Parece fuerte como un toro!
—¡Oh, es tan fuerte, tan magníficamente constituido! —exclamó una cuarta voz, más aguda que las otras—. ¡Menudo amante!
—¿Estás intentando ponerme celoso? —preguntó uno de los hombres que había hablado previamente—. Porque si es así, lo estás consiguiendo. Mira, no me exasperes, o te sacaré el hígado y se lo daré a comer a tu madre.
—¡No te atrevas a mencionar a mi madre, maldita cosa peluda! —gritó el de la voz aguda—. ¡Estoy empezando a hartarme de ti!
—¡En el nombre de Columbia, nuestra Bendita Madre! —exclamó el jefe—. Basta ya con estas peleas de amantes. Esta es una expedición guerrera, no una fiesta alrdedor de un tótem. Vamos, soltadlo, pero cuidado con él.
—No podría dejar de cuidarme de él —dijo la voz aguda en un susurro.
—¿Intentas poner sus cuernos en mi frente? —dijo el que había hablado anteriormente de sacarle el hígado—. Inténtalo, y te dejaré la cara de tal forma que ningún hombre volverá a mirarte.
—¡Por última vez, callaos! —espetó el jefe—. La próxima vez, rajaré la garganta del primero que provoque, ¿entendido? Vámonos. Tenemos un largo camino que hacer antes de salir de territorio enemigo, y ellos no tardarán en seguirnos la pista.
Stagg podía seguir la conversación bastante bien. El lenguaje de aquellos hombres era similar al de Deecee, probablemente más parecido aun que el alemán al holandés. Lo había oído hablar anteriormente, en Cadmen. Un grupo de Pants-Elf prisioneros, capturados en una incursión, habían sido degollados en una ceremonia en su honor.
Algunos de ellos habían sido hombres muy valerosos, que increparon a Stagg con todo tipo de obscenidades hasta que el cuchillo les seccionó las gargantas.
En aquel momento Stagg deseaba que todos los Pants-Elf hubieran sido degollados, pues sus brazos y piernas empezaban a dolerle terriblemente. Sentía impulsos de gritar, pero sabía que probablemente los Pants-Elf le golpearían de nuevo para mantenerlo tranquilo. Y no quería darles la satisfacción de reconocer que le habían lastimado.
Le ataron las manos a la espalda, le pusieron un lazo alrededor del cuello y le advirtieron que le hundirían un cuchillo en la espalda al menor movimiento sospechoso.
Luego lo empujaron hacia adelante.
Al principió Stagg no fue capaz de caminar. Pero tras un momento, cuando la sangre comenzó a circular normalmente y el dolor cedió, pudo seguir el paso de los otros.
Afortunadamente, pensó, pues cada vez que vacilaba el lazo se tensaba alrededor de su cuello, cortándole la respiración. Iban colina abajo, por un terreno boscoso. Los agresores eran alrededor de catorce, y avanzaban en doble fila. Llevaban alfanjes, mazas, arcos y flechas. No vestían ningún tipo de armadura, probablemente para tener mayor movilidad.
No llevaban el pelo largo, como los hombres de Deecee, sino muy corto. Sus rostros tenían una extraña apariencia, pues todos llevaban negros mostachos. Eran los primeros hombres con vello en el rostro que veía desde su regreso a la Tierra.
Dejaron el área boscosa y se aproximaron a la ribera del Hudson. Pudo ver mejor a los Pants-Elf y se dio cuenta de que los mostachos estaban pintados o tatuados.
Además, todos tenían tatuada sobre su pecho desnudo y en grandes letras la palabra Madre.
Había otros seis prisioneros además de él: cinco sacerdotisas y —su corazón dio un vuelco— Mary Casey. Ellas también tenían las manos atadas a la espalda. Stagg intentó aproximarse a Mary Casey para cuchichear con ella, pero la cuerda alrededor de su cuello se lo impedía.
El grupo se detuvo. Alguno de los hombres apartaron unos arbustos que ocultaban unas canoas apiladas en un hoyo, y las arrastraron a la orilla del río.
Los prisioneros fueron obligados a subir a las canoas, uno en cada una, y los hombres remaron hacia la otra orilla.
Cuando llegaron al otro lado empujaron las canoas río adentro para que la corriente las arrastrara, y el grupo comenzó a caminar a paso rápido a través del bosque.
Ocasionalmente, uno de los prisioneros trastabillaba y caía sobre sus rodillas o de bruces.
Los Pants-Elf los golpeaban y amenazaban con cortarles el cuello si no dejaban de portarse como torpes vacas.
Una vez, Mary Casey cayó. Uno de los hombres la pateó en las costillas y ella gimió agónicamente. Stagg se revolvió furioso y dijo: —¡Si alguna vez logro librarme, Pants-Elf, os arrancaré los brazos y os los anudaré alrededor del cuello! El hombre rió y dijo:
—Hazlo, tesoro, sería un placer ser manipulado por alguien como tú.
—¡Basta ya, por la Madre! —exclamó el jefe—. ¿Qué es esto, una acción de guerra o un devaneo?
Casi no se volvió a hablar durante el resto de la noche. A ratos corrían y a ratos caminaban.
Cuando por el este empezaba a clarear, el jefe ordenó detenerse.
—Nos esconderemos y dormiremos hasta el mediodía. Luego, si los alrededores están lo suficientemente desiertos, proseguiremos. Viajaremos más rápido de día, aunque las posibilidades de ser vistos sean mayores.
Encontraron una especie de cueva formada por el saliente de una gran roca. Allí los hombres desplegaron sus mantas y a los pocos minutos todos dormían, excepto los cuatro centinelas encargados de vigilar a los prisioneros y prevenir la posible llegada de deeceeanos.
Stagg tampoco dormía. Le dijo suavemente a uno de los guardianes:
—Hey, no puedo dormir. Estoy demasiado hambriento.
—Comerás cuando los demás lo hagamos. Es decir, si consigues algo para comer.
—No entiendes —dijo Stagg—. Yo no tengo las normales necesidades de comida. He de comer cada cuatro horas, y el doble que cualquier persona. Son estos cuernos.
Afectan a mi organismo de forma que he de comer como un alce para seguir vivo.
—Te daré un poco de heno —dijo el guardia riendo. Alguien detrás de Stagg susurró:
—No te preocupes, tesoro, yo te daré algo de comer. No puedo permitir que un ejemplar tan magnífico como tú muera de hambre. Sería un terrible desperdicio.
Hubo un crujido tras él al abrirse una bolsa. Los guardias miraron con curiosidad y luego se pusieron a reír.
—Parece que le has causado una fuerte impresión a Abner —dijo uno—. Pero a su amigo Luke no le va a gustar cuando despierte. Otro bromeó:
—Menos mal que no es Abner el que tiene hambre. Si no se te comería, ¡ñam, ñam!
El tipo que se había ofrecido a alimentarlo apareció en el campo visual de Stagg. Era el hombrecillo que se había mostrado tan admirativo la noche anterior. Llevaba media hogaza de pan, dos gruesas lonchas de jamón y un pellejo de vino.
—Siéntate, guapo. Mamá va a alimentar a su pequeño cuernecitos.
Los guardias rieron, aunque no demasiado fuerte. Stagg enrojeció, pero estaba demasiado hambriento para rechazar la comida.
El hombrecillo era un joven de unos veinte años, bajo y muy delgado. Al contrario de los otros Pants-Elf, no llevaba el pelo cortado a cepillo. Su cabello era castaño y muy rizado. Su rostro era bello, aunque el mostacho pintado le confería una extraña apariencia. Sus grandes ojos marrones estaban enmarcados por largas y oscuras pestañas. Sus dientes eran tan blancos que parecían artificiales, y su lengua era muy roja, posiblemente porque había estado masticando alguna substancia gomosa.
Stagg odiaba deberle algo a un tipo como Abner, pero su boca parecía abrirse automáticamente para engullir los alimentos.
Pasando sus delgados dedos por el cabello de Stagg, Abner le dijo: —¿Se siente mejor, mi cornudito? ¿Verdad que ahora el cornudito mostrará su agradecimiento con un gran beso?
—El cornudito te hará pedazos como te acerques un centímetro más —dijo Stagg.
Los grandes ojos de Abner se agrandaron aun más. Dio un paso atrás, con una mueca de resentimiento.
—¿Es esa la forma de tratar a un amigo que te ha salvado de morir de hombre? —preguntó con tono agrio.
—Admito que no —respondió Stagg—. Pero quería que supieras que si intentas lo que tienes en mente, puedes darte por muerto.
Abner sonrió y agitó sus largas pestañas.
—Oh, ya apartarás esos absurdos prejuicios, muñeco. Además, tengo entendido que vosotros los hombres cornudos tenéis la sexualidad exacerbada, y una vez en marcha no hay quien os pare. ¿Qué harás si no tienes mujeres a mano?
Sus labios se curvaron con desdén al aludir a las mujeres. «Mujeres» es un eufemismo de la palabra que empleó, una palabra que en tiempos de Stagg solo se usaba en un muy despectivo sentido anatómico. Posteriormente, Stagg comprobó que los Pants-Elf varones siempre empleaban esa palabra, entre ellos, para referirse a las mujeres, aunque en presencia de sus hembras las llamaban «ángeles».
—Deja que el futuro se ocupe de sí mismo —dijo Stagg, y cerró los ojos y se puso a dormir.
Le pareció que solo había transcurrido un minuto cuando le despertaron, pero el sol estaba ya en su cénit. Parpadeó, se incorporó y miró a su alrededor en busca de Mary Casey. Tenía las manos desatadas y estaba comiendo, con un hombre armado con una espada de guardia junto a ella.
El jefe resultó llamarse Raf. Era un hombre alto, de anchos hombros y cintura estrecha, un robusto atleta de rostro frío y cabello rubio. Sus ojos azules eran muy pálidos y fríos.
Se acercó a Stagg y dijo:
—Esa Mary Casey me ha contado que no eres de Deecee. Dice que llegaste de los cielos en una nave de metal, y que dejaste la Tierra hace más de ochocientos años para explorar las estrellas. ¿Es eso cierto?
Stagg contó su historia, contemplando atentamente a Raf mientras lo hacía. Tenía la esperanza de que Raf decidiera no darle el tratamiento que usualmente dedicaban a los de Deecee que caían en poder de los Pants-Elf.
—¡Fantástico! —exclamó Raf con entusiasmo, aunque sus ojos siguieron igual de fríos—. Y esos cuernos son increíbles. Te dan un aspecto realmente masculino. Tengo entendido que cuando vosotros los Reyes Cornudos os ponéis en acción, valéis por cincuenta.
—Eso es algo bien sabido —dijo Stagg secamente—. Lo que me gustaría saber es qué va a pasar con nosotros.
—Decidiremos eso cuando hayamos salido del territorio de Deecee y crucemos el río Delaware. Tenemos dos días de dura marcha ante nosotros, aunque estaremos prácticamente a salvo cuando hayamos cruzado los montes Shawangunk. Al otro lado hay una tierra de nadie donde la única gente con que podemos encontrarnos son grupos de incursión, ya sean amistosos u hostiles.
—¿Y si me desatarais? —dijo Stagg—. No puedo regresar a Deecee, y mi suerte está ligada a la vuestra.
—¿Estás bromeando? —dijo Raf—. ¡Dejar suelto a un alce loco es lo último que haría en mi vida! Soy un tipo condenadamente fuerte, muñeco, pero no querría vérmelas contigo… es decir, no en un combate. No, seguirás atado.
El grupo siguió adelante con paso rápido. Dos exploradores corrían en cabeza para asegurarse de que no caerían en ninguna trampa. Cuando llegaron a los montes Shawangunk, avanzaron cautelosamente, ocultándose hasta que los exploradores daban la señal de seguir adelante. A media noche el grupo se tendió a descansar tras una elevada prominencia rocosa.
Stagg intentó hablar con Mary Casey para infundirle ánimos. Tenía un aspecto muy fatigado y abatido. Además, Abner se mostraba especialmente duro con ella; parecía odiarla.
La razón no era difícil de ver. Sabía que Stagg se interesaba por ella.
La tarde del tercer día cruzaron el río Delaware por una zona poco profunda.
Durmieron, se alzaron al alba y prosiguieron. A las ocho de la mañana hicieron una entrada triunfal en la pequeña ciudad fronteriza de High Queen.
High Queen tenía una población de unas cincuenta mil personas, amontonadas en cúbicos edificios de piedra circundados por un muro de unos ocho metros de altura. Los edificios no tenían ventanas en el lado que daba a la calle, y sus accesos se adentraban profundamente en los muros. Las ventanas estaban en las paredes interiores y daban a un patio.
Las casas no tenían patios delanteros, pues daban directamente a la calle. Sin embargo, estaban separadas unas de otras por zonas de terreno herboso en el que las cabras pacían, las gallinas picoteaban y los niños, sucios y desnudos, jugaban.
La multitud que agasajó a los guerrilleros estaba compuesta principalmente por hombres; las pocas mujeres presentes pronto se marcharon a las órdenes de sus maridos. Las mujeres llevaban velos y ropas que no permitían apreciar las formas de sus cuerpos. Evidentemente, las mujeres ocupaban un rango inferior entre los Pants-Elf, a pesar de que el único ídolo en la ciudad era una estatua de granito de la Gran Madre Blanca.
Posteriormente, Stagg se enteró de que los Pants-Elf también adoraban a Columbia, pero eran considerados por los de Deecee como una secta herética. Según la teología de los Pants-Elf, cada mujer era una encarnación viviente de Columbia, y por tanto una sagrada vasija de maternidad.
Pero los Pants-Elf sabían también que la carne era débil, y se aseguraban de que sus mujeres no tuvieran oportunidad de mancillar su pureza.
Su función era la de ser buenas siervas y buenas madres, nada más, por lo que eran apartadas de la vida pública lo más posible, y también de la tentación. Los varones solo tenían relaciones sexuales con sus mujeres para tener hijos, y todo tipo de relaciones sociales y familiares con ellas estaban reducidas al mínimo. Eran polígamos, porque la poligamia era una excelente institución para repoblar un país dispersamente colonizado.
De este modo, las mujeres, apartadas de los hombres y confinadas a la compañía de las de su sexo, se volvían a menudo lesbianas. Incluso eran alentadas por los hombres a ello; pero se acostaban con los hombres al menos tres veces por semana. Era un deber sagrado entre marido y mujer, aunque fuera desagradable para uno o ambos. El resultado era una casi continua preñez, lo cual constituía \ una situación deseable para el hombre.
Según su secta herética, una mujer preñada estaba ritualmente impura. No debía ser tocada, excepto por otra mujer impura o por los sacerdotes.
Los prisioneros fueron encerrados en uno de los más grandes edificios de piedra. Las mujeres les llevaron comida, aunque antes a Stagg le hicieron ponerse un faldellín para que no las impresionara. Los guerrilleros y los hombres del poblado celebraron la hazaña emborrachándose.
Aproximadamente a las nueve de la noche, irrumpieron en la celda y llevaron a Stagg, Mary Casey y las sacerdotisas a la plaza central de la ciudad. Allí se erguía la estatua de Columbia, y a su alrededor había un círculo de montones de leña. En el centro de cada montón se alzaba un poste.
Y a cada poste fue atada una sacerdotisa.
Stagg y Mary no fueron atados a postes, pero les obligaron a quedarse y mirar.
—Es necesario purificar a estas brujas del diablo mediante el fuego —dijo Raf—. Por eso las hemos traído hasta aquí. Nos compadecemos de ellas. Las que matamos con la espada están perdidas para siempre, almas condenadas que vagarán por la eternidad. Pero éstas serán purificadas por el fuego e irán al país de las almas felices.
»Es una lástima —añadió— que en High Queen no haya osos sagrados, para que devoren a las brujas. Los osos son un instrumento de salvación mucho mejor que el fuego, ¿sabes? Por último, Raf dijo:
—No te preocupes, no te pasará nada aquí. No queremos desperdiciarte en esta pequeña población. Irás a Feelee, donde el gobierno se encargará de ti.
—¿Feelee? ¿Filadelfia, la Ciudad del Amor Fraterno? —dijo Stagg con el último toque de humor de que fue capaz aquella noche.
Las hogueras fueron encendidas, y el ritual de purificación comenzó.
Stagg miró por un momento; luego cerró los ojos. Afortunadamente, las sacerdotisas no podían gritar, pues estaban amordazadas. Las sacerdotisas que eran quemadas vivas tenían la costumbre de lanzar maldiciones sobre los Pants-Elf; de ahí las mordazas.
Pero el olor a carne quemada no podía ser ignorado. Stagg y Mary se marearon, y encima tuvieron que soportar las burlas de sus captores.
Finalmente las hogueras se extinguieron y los dos prisioneros fueron devueltos a la celda. Allí Mary fue sometida a otro desagradable episodio. La desnudaron, le pusieron un cinturón de castidad de hierro y luego una falda para cubrirlo.
Stagg protestó. Los hombres lo miraron sorprendidos.
—¿Qué? —exclamó Raf— ¿Dejarla abierta a la tentación? ¿Permitir que la pura vasija de Columbia sea mancillada? ¡Debes de estar loco! Si la dejáramos contigo, un Rey Cornudo, sin protección, el resultado sería inevitable… y, probablemente, conociendo tu capacidad, fatal para ella. Deberías darnos las gracias por esto. ¡Sabes lo que liarías, si no!
—Si no me dais más de comer —replicó Stagg— no podría hacer nada. Estoy muy débil por falta de alimento.
Por una parte, Stagg no quería comer. Su exigua dieta había disminuido notablemente la actividad de sus astas. Todavía estaba abochornado por una erección que había sido embarazosamente evidente y que había sido objeto de divertidos y admirativos comentarios por parte de sus captores; pero aquello no era nada comparado con la satiriasis de que había sido presa en Deecee.
Ahora tenía miedo de que, si comía, atacaría a Mary Casey, con o sin cinturón de castidad. Pero también tenía miedo de estar muerto por la mañana si no comía.
Tal vez, pensó, podía comer lo suficiente para alimentar su cuerpo y sus astas, pero no lo suficiente para que su compulsión se volviera incontrolable.
—Si estáis tan seguros de que voy a atacarla, ¿por qué no me encerráis en otra habitación? —preguntó.
Raf se mostró sorprendido. Pero lo hizo tan teatral-mente que Stagg comprendió que había estado manipulándolo para que le hiciera precisamente aquella sugerencia.
—¡Por supuesto! Estoy tan cansado que no pienso con claridad —dijo Raf—. Te encerraremos en otra habitación.
Pero le dejaron puesto a la chica el cinturón de castidad.
La otra habitación estaba en el mismo edificio, al otro lado del patio interior. Desde su ventana Stagg podía ver la del cuarto de Mary. Ella no tenía luz en su habitación, pero la luna iluminaba pálidamente su rostro, apretado contra los barrotes de hierro.
Stagg esperó durante veinte minutos; luego se produjo el sonido esperado: el de una llave girando en la cerradura de la puerta de hierro.
La puerta se abrió con el chirrido de las bisagras mal engrasadas. Abner entró con una gran bandeja. La apoyó sobre la mesa y le dijo al guardia que le llamaría cuando lo necesitara. El guardia abrió la boca para objetar, pero al ver la expresión de Abner volvió a cerrarla. Era un lugareño y, por tanto, aquel guerillero de Filadelfia le imponía un gran respeto.
—Mira, cuernecitos —dijo Abner—, cuánta buena comida para ti. ¿No crees que me debes algo por todo esto?
—Seguro —dijo Stagg, que habría hecho casi cualquier cosa por una comida—. Has traído más que suficiente. Pero en el caso de que luego necesite más, ¿puedes conseguirla fácilmente?
—Por supuesto. La cocina está aquí mismo. Las mujeres se han ido a sus aposentos, pero a mí me ha encantado hacer un trabajo de mujer para ti, ¿Y si me dieras un besito de gratitud?
—No podría poner entusiasmo sin antes haber comido —dijo Stagg, obligándose a sonreír a Abner—. Luego ya veremos.
—No seas recatado, cuernecitos. Y, por favor, come deprisa. No tenemos mucho tiempo. Sospecho que ese mal bicho de Raf está planeando venir aquí esta noche. Y también estoy nervioso por mi amigo, Luke. ¡Si se entera de que he estado a, solas contigo aquí…!
—No puedo comer con las manos atadas a la espalda.
—No sé si debo desatarte —dijo Abner, dudando—. Eres tan grande y fuerte. Podrías despedazarme con tus manos…
—Sería una estupidez —replicó Stagg—. Entonces no tendría a nadie que me alimentara y moriría de hambre.
—Eso es cierto. Además, tú no me harías daño, ¿verdad? Soy tan pequeño e indefenso. Y además yo te gusto un poco, ¿no es cierto? ¿Verdad que no pensabas realmente lo que me dijiste durante el viaje?
—Por supuesto que no —respondió Stagg, tragando pan con jamón y mantequilla—. Lo dije para que Luke no sospechara de nosotros.
—No solo eres terriblemente apuesto, sino también astuto —dijo Abner, con los ojos brillantes—. ¿Te sientes más fuerte ahora?
Stagg estaba a punto de decir que necesitaba comer todo lo que había allí para recuperar las fuerzas, pero no tuvo que decir nada, pues se oyó una conmoción justo al otro lado de la puerta. Apoyó la oreja contra el hierro para escuchar.
—Es Luke —le dijo a Abner—. Le está diciendo al guardia que sabe que estás aquí conmigo, y quiere que le deje entrar.
Abner se puso pálido. —¡Madre mía! ¡Nos matará a los dos! ¡Es tan celoso!
—Hazle entrar. Yo me encargaré de él. No voy a matarlo, solo zarandearlo un poco.
Que se entere de cómo están las cosas entre tú y yo.
Abner se estremeció de placer. —¡Eso es divino!
Palpó los brazos de Stagg y adoptó una expresión de éxtasis. —¡Madre mía, qué bíceps! ¡Tan grandes, tan fuertes! Stagg golpeó la puerta y llamó al guardia.
—Abner dice que le dejes entrar.
—Sí —dijo Abner tras él—. Es cierto. Deja entrar a Luke. Besó a Stagg en la parte de atrás del cuello.
—Puedo imaginarme la expresión de su cara cuando le hables de nosotros. Ya estaba cansado de sus malditos celos, de todos modos.
La puerta se abrió y Luke irrumpió en el cuarto, con la espada en la mano. El guardia cerró la puerta tras él, con lo que los tres quedaron encerrados.
Stagg no perdió el tiempo. Con el canto de la mano, golpeó el cuello de Luke, que se derrumbó dejando caer su espada.
Abner emitió un leve gemido. Luego abrió la boca para gritar cuando Stagg se abalanzó sobre él, pero antes de poder hacerlo yacía en el suelo.
Su cabeza formaba un grotesco ángulo con el cuerpo, pues el puño de Stagg le había golpeado tan fuerte que le había roto el cuello.
Stagg arrastró los cuerpos a un lado, para que no fueran visibles desde la puerta.
Cogió la espada de Luke y con un fuerte tajo cortó la cabeza de éste.
Luego se acercó a la puerta y gritó, con lo que esperó fuera una aceptable imitación de la voz de Abner: —¡Guardia! ¡Ven, Luke está abusando del prisionero!, Giró la llave en la cerradura y el guardia entró. Llevaba la espada en la mano, pero Stagg atacó desde detrás de la puerta.
La cabeza del guardia cayó de su cuerpo, mientras del cuello cercenado brotaba un chorro de sangre.
Stagg se puso al cinto el cuchillo del guardia y salió a la estancia contigua, débilmente iluminada por una antorcha en el lado opuesto. Esperó que la cocina estuviera allí. Tuvo suerte. La puerta en el lado opuesto daba a una amplia habitación bien provista de comida. Encontró un saco de tela y lo llenó de alimentos y botellas de vino.
Al volver sobre sus pasos, se encontró con Raf, que entraba en aquel momento en el edificio.
Se movía furtivamente, y en su nerviosismo no se había percatado de que el guardia no estaba. Iba desarmado, a excepción de un cuchillo que colgaba de su cinturón.
Stagg se abalanzó hacia él. Raf volvió los ojos y vio al hombre astado que se le acercaba corriendo, con una espada ensangrentada en una mano y un gran saco sobre su hombro.
Raf se volvió e intentó huir por la puerta. No llegó a alcanzarla.
La espada de Stagg le cortó el cuello.
Stagg pasó sobre el cuerpo, del que aún manaba sangre a borbotones, y salió al patio.
Encontró a dos hombres durmiendo sobre el suelo. Como la mayoría de los habitantes de High Queen, habían llegado más allá de la borrachera. Stagg no quiso darles la oportunidad de perseguirle más tarde, y además quería matar a todos los Pants-Elf con los que se encontrara. Hizo dos rápidos tajos en sus cuellos y prosiguió.
Cruzó el patio y entró en una estancia exactamente igual a la que había dejado. Había un guardia apostado junto a la celda de Mary, bebiendo de una botella.
No vio a Stagg hasta que estuvo prácticamente sobre él, y por un instante quedó paralizado de estupor. Era todo lo que Stagg necesitaba. Le lanzó una estocada.
La punta de la espada alcanzó al guardia exactamente en la «a» del «Madre» tatuado en su torso. El guardia se tambaleó hacia atrás debido al impacto, agarrando la hoja con la mano. Curiosamente, su otra mano no soltó la botella.
La punta no se había clavado profundamente, pero Stagg soltó su saco, saltó tras la espada, la agarró y empujó fuerte. La hoja se abrió camino entre las costillas y atravesó los pulmones.
Mary Casey se llevó un sobresalto cuando la puerta se abrió y vio al hombre cornudo y ensangrentado en el vano.
—¡Peter Stagg! ¿Cómo…? —balbuceó.
—¡Rápido! —la atajó él—. Tenemos que alejarnos de High Queen antes de que descubran esos cuerpos.
Corrieron juntos, amparándose en las sombras, de un edificio a otro, hasta que llegaron a la alta puerta en el muro por la que habían entrado en la ciudadela. Había dos centinelas al pie de la puerta y otros dos en sendas torretas, sobre ella.
Afortunadamente, los cuatro hombres estaban durmiendo la borrachera. Stagg no tuvo dificultad en hundir sus cuchillos en los tórax de los dos hombres de abajo. Luego subió sigilosamente por los escalones de las torretas e hizo lo mismo con los otros dos.
Tampoco tuvo dificultad en apartar el pesado tablón de roble que mantenía juntas las dos puertas.
Tomaron el mismo camino por el que habían llegado. Se alejaron corriendo a ratos y a ratos caminando.
Llegaron al Delaware y lo cruzaron por el mismo vado poco profundo. Mary quería descansar, pero Stagg dijo que debían seguir a toda costa.
—Cuando despierten y encuentren todos esos cuerpos decapitados, nos perseguirán sin tregua. No pararán hasta encontrarnos, a no ser que logremos llegar al territorio de Deecee antes de que nos alcancen. Y entonces tendremos que guardarnos de los de Deecee. Intentaremos ligar a Caseyland.
Llegó un momento en que tuvieron que aflojar el paso, pues Mary no aguantaba el ritmo. A las nueve de la mañana, se sentó.
—No puedo dar ni un paso más si antes no duermo un poco.
Encontraron una oquedad a unos cien metros. Mary quedó dormida en el acto, pero Stagg comió y bebió antes de tumbarse. Luego también se durmió. Hubiera querido quedarse de guardia, pero sabía que necesitaba descansar para poder proseguir.
Necesitaba todas sus energías, pues tal vez tuviera que llevar a Mary a cuestas.
Se despertó antes que Mary, y comió de nuevo.
Cuando ella abrió los ojos unos minutos después, vio a Stagg inclinado sobre ella.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Cállate. Estoy intentando quitarte el cinturón de castidad.