Churchill no durmió bien aquella noche. No podía apartar de su mente la expresión extática que había visto en el rostro de Robin cuando le dijo que esperaba llevar dentro de sí al hijo del Héroe Solar.
En primer lugar, se maldecía por no haber sospechado que ella tenía que haber sido una de los cien vírgenes escogidas para hacer su debut durante los ritos. Era demasiado bella, y su padre demasiado importante, como para haber sido rechazada.
Pero luego se excusaba a sí mismo partiendo del razonamiento de que, en realidad, conocía muy pocas cosas dé la cultura de Deecee. El seguía comportándose como lo había hecho en el siglo xxi. La había tratado como si fuera una chica de aquella época, sin tener en cuenta que las jóvenes de aquella época no perdían su virginidad en ceremonias públicas de masas.
Se maldecía por haberse enamorado de Robin. Se había comportado como un jovenzuelo de veinte años en vez de como un hombre de treinta y dos… no, como un hombre de ochocientos treinta y dos años. Un hombre que había viajado miles de millones de kilómetros y que había hecho del espacio interestelar su dominio. ¡Enamorarse de una chica de dieciocho años, que no conocía más que una pequeña sección de la Tierra, una pequeña sección del tiempo! Pero Churchill era un hombre práctico. Los hechos eran los hechos. Y los hechos eran que deseaba hacer de Robin Whitrow su mujer… o lo había deseado, al menos, hasta que le dejó atónito con su declaración.
Por un momento odió a Peter Stagg. Ya en otras ocasiones había tenido resentimientos contra su capitán: Stagg era alto y apuesto y estaba en una posición que Churchill sabía que era capaz de detentar. Le agradaba Stagg y le respetaba. Pero, para ser honestos, había de confesarse a sí mismo que le tenía envidia.
Le resultaba intolerable pensar que Stagg, como era normal, le había vencido. Stagg era siempre el primero. Intolerable.
Como no podía dormir, Churchill se levantó de la cama, encendió un cigarro y comenzó a dar vueltas por la habitación; se obligó a ser franco consigo mismo.
Lo que había pasado no era culpa de Stagg ni de Robin. Y Robin no estaba en absoluto enamorada de Stagg. Stagg, pobre diablo, estaba sentenciado a una vida corta, por muy extática que fuera.
El problema inmediato que se le planteaba a Churchill era si deseaba casarse con una mujer que iba a tener un hijo de otro hombre. Que ni ella ni su padre podían ser culpados, estaba fuera de toda duda. El problema era si deseaba casarse con Robin y criar al niño como si fuera suyo.
Luego se tumbó de nuevo en su lecho y, relajándose mediante técnicas de neo-yoga, logró conciliar el sueño.
Despertó aproximadamente una hora después y salió de su habitación. Un criado le informó de que Whitrow había ido a la ciudad a ocuparse de sus negocios y que Robín y su madre habían ido al templo. Las mujeres regresarían en dos horas, o quizás antes.
Churchill preguntó por Sarvant, pero éste aún no había aparecido.
Desayunó con algunos de los niños. Le pidieron que les relatara la historia de su viaje a las estrellas. El les contó lo sucedido en Wolf, cuando la tripulación, mientras atravesaba un pantano en una balsa huyendo de los Lupines, había sido atacada por un globo-pulpo.
Se trataba de un ser enorme que flotaba en el aire mediante una bolsa interior que tenía llena de gas y que atrapaba a sus presas mediante sus largos tentáculos. Los tentáculos tenían el poder de lanzar una descarga eléctrica que paralizaba o mataba a sus víctimas, tras lo cual, el globo-pulpo despedazaba al cadáver con unas afiladas garras que tenía en la punta de sus ocho tentáculos musculares.
Los niños estaban en silencio y con los ojos muy abiertos mientras él les contaba la historia, y al final le miraron como si se tratara de un semidiós. Cuando terminó su desayuno se encontró de mejor humor, especialmente al recordar que había sido Stagg quien había salvado su vida, cortando un tentáculo que le aprisionaba.
Cuando se levantó de la mesa, los niños le rogaron que les contara más historias. Solo mediante la promesa de contarles más aventuras por la noche pudo librarse de ellos.
Dio órdenes a los criados de que le dijeran a Sarvant que le esperase y que informaran a Robín de que había ido en busca de sus compañeros de tripulación. Los criados insistieron en que se llevara un carruaje. No deseaba estar en deuda con Whitrow más de lo que ya estaba, pero pensó que si rechazaba el ofrecimiento podía ofenderle.
Conduciendo el carruaje, se dirigió por la Conch Avenue hacia el estadio donde se encontraba el Terra.
Churchill tuvo dificultades para encontrar a las autoridades adecuadas. Pero Washington no había cambiado en ciertos aspectos. Con un poco de dinero aquí y allá obtuvo la información correcta, y en aquel momento se encontraba en el despacho del hombre que tenía el Terra a su cargo.
—También me gustaría saber dónde está la tripulación —dijo.
El oficial se excusó. Estuvo ausente unos quince minutos, al parecer consultando los expedientes de los ex-miembros del Terra. Al volver, le dijo a Churchill que todos excepto uno estaban en el Motel de las Almas Perdidas. Le explicó que era un local que suministraba alojamiento y comida a forasteros y viajeros que no podían encontrar un motel administrado por miembros de su propia hermandad.
—Si usted fuera el Héroe Solar, podría alojarse en el centro social de los Antas —le dijo el oficial—. Pero hasta que sea iniciado en una hermandad, debe alojarse donde buenamente pueda. No siempre es fácil encontrar un sitio.
Churchill le dio las gracias y se marchó. Siguiendo las instrucciones del oficial, condujo su carruaje al Motel de las Almas Perdidas.
Allí encontró a sus compañeros. Como él, iban vestidos con ropas nativas. Como él, habían vendido su anterior indumentaria.
Cambiaron noticias sobre lo que les había ocurrido hasta el día anterior. Churchill preguntó dónde estaba Sarvant.
—No hemos sabido nada de él —dijo Gbwe-hun—. Y todavía no sabemos lo que vamos a hacer.
—Si tenéis paciencia —dijo Churchill— tal vez podáis embarcaros hacia casa.
Les explicó lo que sabía sobre la industria marítima de Deecee y las posibilidades de conseguir un barco.
—Si consigo una embarcación —terminó—, tendréis un puesto en ella. Pero primero tenéis que alcanzar una posición de hombres de mar. Eso significa que habréis de iniciaros en una hermandad náutica, y luego tendréis que hacer prácticas de navegación.
El plan completo llevará tiempo. Si no os gusta la idea, siempre podéis intentarlo por tierra.
Discutieron las diversas posibilidades y luego, tras un par de horas, decidieron seguir a Churchill.
Finalmente, éste se levantó de la mesa.
—De acuerdo. Ya sabéis dónde localizarme. Hasta la vista y buena suerte.
Churchill permitió al tiro de su carruaje que caminara a su gusto, a paso lento. Tenía miedo de lo que pudiera hallar a su vuelta a la mansión de Whitrow, y todavía no sabía cómo reaccionaría.
Al fin, el carruaje se detuvo ante la casa. Los criados desengancharon a los animales, y Churchill se obligó a entrar. Encontró a Robín y a su madre sentadas a la mesa, charlando como un par de alegres cotorras.
Robin saltó de su asiento y corrió hacia él. Sus ojos brillaban y su sonrisa era de puro éxtasis.
—Estás bromeando, supongo.
—Por supuesto. Pero has de darte cuenta, Robin, querida, de que yo no sé mucho sobre las costumbres de Deecee.
Es solo curiosidad.
—Bueno, yo no haría nada. Pero sería una terrible afrenta para mi, padre y mi hermano. Ellos tendrían que matarte.
—Solo quería saberlo.
La semana siguiente estuvo muy ocupado. Además de los preparativos de la boda, Churchill tenía que decidir a qué hermandad quería pertenecer. Era inconcebible que Robin se casara con un hombre sin tótem.
—Yo me atrevería a sugerir —dijo Whitrow— mi propio tótem, el León. Pero sería mejor para ti estar en una hermandad directamente relacionada con tu trabajo, bendecida por el espíritu tutelar del animal ligado a tus negocios.
—¿Quieres decir una de las hermandades de los peces, o tal vez la de la Marsopa?
—¿Qué? ¡No, claro que no! Me refiero al tótem del Cerdo. No sería razonable estar criando cerdos y al mismo tiempo tener como tótem el León, un animal que persigue a los cerdos.
—Pero —protestó Churchill— ¿qué tengo yo que ver con los cerdos? Ahora fue Whitrow el sorprendido.
—Entonces, ¿no lo has hablado con Robin? No me extraña. Habéis tenido tan poco tiempo para hablar. Aunque habéis estado solos cada noche, desde la medianoche hasta por la mañana. Pero supongo que entonces estaríais demasiado ocupados en otras cosas… ¡Ah, quién fuera joven de nuevo! Bueno, muchacho, la situación es ésta: yo heredé algunas granjas de mi padre, y necesito que tú dirijas esas granjas para mí por varias razones.
»Primera, no confío en el actual encargado. Creo que me está estafando, y tu primera tarea puede ser demostrármelo.
»Segunda, los karelianos han estado haciendo incursiones en mis granjas, llevándose lo mejor de mis piaras y a las mujeres más hermosas. Si no lo han arrasado todo es porque no quieren matar la gallina de los huevos de oro. Tú detendrás estas incursiones.
»Tercera, tú eres un geneticista, y tal vez puedas mejorar mi ganado.
»Cuarta, cuando yo regrese al seno de la Gran Madre Blanca, tú heredarás algunas de las granjas. La flota mercante la dejaré a mis hijos.
Churchill se levantó.
—Tendré que hablar con Robin de todo esto —dijo.
—Hazlo, hijo. Pero ya verás como está de acuerdo conmigo.
Whitrow tenía razón. Robin no quería que su marido fuera un navegante. No quería estar separada de él tan a menudo.
Churchill objetó que ella podía acompañarle en sus viajes.
Robin replicó que eso no era posible. Las mujeres de los marinos no podían acompañarles. Constituían un estorbo, gastos extra, y, lo peor de todo, daban mala suerte al barco. Incluso cuando las embarcaciones llevaban mujeres como pasajeros de pago, debían recibir una bendición especial de un sacerdote capacitado para conjurar el infortunio.
Churchill dijo que si ella realmente le amaba, superaría sus largas ausencias.
A lo que ella replicó que si él la amaba realmente no querría dejarla por tanto tiempo.
Además, ¿y los niños? Era bien sabido que los niños que crecían en una casa de la que el padre faltaba o estaba a menudo ausente solían tener problemas psicológicos. Los niños necesitaban un padre fuerte siempre disponible para impartir amor o disciplina.
Churchill se tomó diez minutos para reflexionar.
Si se volvía atrás de su promesa de casarse con ella, debería enfrentarse con Whitrow y su hijo. Alguien resultaría muerto, y Churchill tenía la convicción de que ese alguien sería él. Y aunque matara al padre y al hermano, tendría que enfrentarse con el siguiente pariente varón. Y eran muy numerosos.
Por supuesto, podía mantenerse en su postura y obligar a Robin a rechazarle. Pero no quería perderla.
Finalmente, dijo:
—De acuerdo, querida, seré un criador de cerdos. Solo pido una cosa. Quiero hacer un último viaje por mar antes de eso. ¿Podemos tomar un barco a Norfolk y luego viajar por tierra hasta las granjas?
Robin secó sus lágrimas, sonrió y le besó, y dijo que sería realmente una desalmada si le negara eso.
Churchill dijo a sus compañeros de astronave que debían tomar pasaje en el barco en el que viajarían Robin y él. Lo arregló para que tuvieran dinero para los pasajes. Después de perder la costa de vista, se apoderarían de la nave y cruzarían el Atlántico hacia el este. Era lamentable que no hubieran tenido oportunidad de aprender a navegar.
Deberían aprender sobre la marcha.
—¿No se enfadará tu mujer? —preguntó Yatzhembsky.
—Más que eso —respondió Churchill—. Pero si realmente me ama, vendrá conmigo. Si no, la dejaremos en tierra, junto con la tripulación, antes de partir.
Tal como fueron las cosas, la tripulación del Terra nunca tuvo oportunidad de apoderarse de la nave. El segundo día de viaje fueron atacados por piratas karelianos.