Peter Stagg preguntó: —¿Por qué miras hacia otro lado cuando hablas conmigo?
—Porque —respondió Mary Casey— me resulta difícil separaros a los dos. —¿A qué dos?
—Al Peter de por la mañana y al Peter de por la noche. Lo siento, pero no puedo evitarlo. Dejo que mis ojos se pierdan en la noche e intento pensar en otra cosa, pero no puedo apagar mis oídos. Y aunque sé que no puedes evitar lo que haces, te desprecio. Lo siento. No puedo evitarlo.
—Entonces, ¿por qué me has hecho señas para que viniera a hablar contigo?
—Porque so que no actúo caritativamente. Porque sé que a ti te gustaría liberarte de tu jaula de carne tanto como yo deseo librarme de mi jaula de hierro. Porque deseo que lleguemos a planear algún modo de escapar.
—Calthorp y yo hemos trazado algunos planes para huir, pero no sabemos cómo impedir que yo regrese después. En cuanto los cuernos comiencen a ejercer su influencia sobre mí, volveré a las mujeres. —¿No puedes utilizar el poder de tu voluntad?
—Ni un santo seria capaz de resistirse al poder de estos cuernos.
—Entonces no hay esperanza —dijo ella, tristemente.
—No es del todo desesperada la situación. No pienso seguir todo el camino que me lleva a Albany. Huiré al desierto. Es mejor morir en el intento que ir como un cordero al matadero.
Cambió de tema bruscamente.
—Habíame de ti y de tu pueblo. Una de las cosas que actúan en mi contra es mi ignorancia. Quiero conocer lo suficiente para indicarte una forma de escapar.
—Me encantará hacerlo —dijo Mary Casey—. Necesito a alguien con quien hablar, aunque sea… Lo siento.
Durante la hora siguiente Stagg permaneció junto a la jaula mientras ella, con los ojos clavados en el suelo, le contaba cosas de sí misma y de Caseyland. El la interrumpía de vez en cuando para formularle preguntas, porque ella tenía la tendencia a dar por sentado que el tenía conocimientos acerca de cosas que eran fundamentales.
Según le contó, Caseyland era un país que ocupaba el área donde en otro tiempo estuviera Nueva Inglaterra. No estaba tan densamente poblado como Deecee ni poseía un suelo tan rico. Su pueblo estaba fundamentalmente dedicado a la tarea de reconstruir el suelo, pero dependían en gran manera del ganado porcino y de los ciervos y de la pesca para su alimentación. Pese a estar en guerra con Deecee, con los karelianos, situados al norte, y con los iroquois, al noroeste, mantenían el comercio con sus enemigos. Poseían una peculiar institución conocida con el nombre de Tratado de Guerra.
Tal institución limitaba, por mutuo acuerdo, el número de guerreros que podían ser enviados a las expediciones bélicas en el término de un año, y también tenían reguladas ciertas normas para hacer la guerra. Los deeceeanos y los iroquois cumplían las reglas pero cada cierto tiempo, los karelianos las quebrantaban.
—¿Cómo pueden los bandos contendientes esperar vencer? —preguntó Stagg, confuso.
—En realidad, ninguno lo espera —respondió ella—. Supongo que el Tratado de Guerra fue adoptado por nuestros antepasados por una razón. Que supusiera una espita para dar escape a las energías de los hombres belicosos, mientras mantenían a la mayoría de la población ocupada en la tarea de reconstruir la tierra. Supongo que cuando la población de alguno de los países aumente excesivamente, veremos desencadenarse una guerra sin ningún tipo de reglas. Pero entretanto, ninguna se siente lo suficientemente poderosa como para llevar a cabo una guerra sin limitaciones. Los karelianos rompen de vez en cuando los tratados porque poseen una economía de guerra.
Siguió con un breve resumen de los orígenes de su nación. Había dos mitos que explicaban el por qué se le había dado al país el nombre de Caseyland. Uno decía que, tras la Desolación, una organización conocida como los Caballeros de Columbus había logrado fundar una ciudad-estado cerca de Boston. Esta, como la pequeña ciudad inicial de Roma, se había expandido hasta absorber a sus vecinos. Esta ciudad estado fue llamada K.C., y, tras un cierto período de tiempo, las iniciales se convirtieron en el nombre de un epónimo y mítico ancestro, Casey.
El otro mito contaba que había existido en realidad una familia llamada Casey que había fundado la ciudad y de la cual había ésta tomado su nombre. Y ellos habían sido el origen del actual sistema de clan, por el que todo el mundo en el país se llamaba Casey.
Había una tercera versión, no demasiado aceptada, que era una combinación de los dos mitos anteriores. Había existido un hombre llamado Casey que había sido el jefe de los Caballeros de Columbus.
—Quizás ninguno de esos mitos sea la verdadera historia —dijo Stagg.
A Mary no pareció gustarle tal sugerencia. Pero era esencialmente una persona de mente abierta. Dijo que era posible.
—¿Y qué hay acerca de lo que afirman los de Deecee? —preguntó Stagg—. Dicen que adoráis a un dios padre llamado Columbus y que habéis tomado el nombre de la diosa Columbia. Que habéis masculinizado a todas sus diosas y sus nombres. ¿No es cierto que vuestro dios posee dos nombres, Jehovah y Columbus?
—¡Eso no es cierto! —respondió ella irritada—. Los de Deecee han confundido el nombre de nuestro dios con el de San Columbus. Es cierto que rezamos con frecuencia a San Columbus para que interceda por nosotros ante Jehovah. Pero no le adoramos. —¿Y quién era San Columbus?
—Todo el mundo sabe que llegó procedente del este, del otro lado del océano, y que se estableció en Caseyland. Fue él quien convirtió a los ciudadanos de la primitiva ciudad de Casey a la verdadera religión y fue el fundador de los Caballeros de Columbus. Si no hubiera sido por San Columbus, seguiríamos siendo paganos.
Stagg comenzaba a estar fatigado, pero le hizo todavía otra pregunta antes de marcharse.
—Sé que mascota es la palabra utilizada para denominar a las vírgenes. ¿Tienes alguna idea de por qué esta palabra ha venido a ser utilizada en este sentido?
—Siempre ha tenido el mismo —contestó ella, mirándole directamente por primera vez—. Ya sabes que una mascota da buena suerte. Quizá hayas observado que los de Deecee tocan el cabello de una mascota joven siempre que tienen la oportunidad de hacerlo. Esto a veces trae buena suerte. Y, por supuesto, en las expediciones guerreras los hombres llevan siempre consigo a una mascota para que les de buena suerte. Yo iba con una de estas expediciones contra Pough-keepsie cuando fui capturada. El letrero miente al decir, que fui capturada en una incursión de Deecee contra Caseyland. Es totalmente lo contrario. Pero, naturalmente, no se puede esperar la verdad de un pueblo que adora a la Madre de los Mentirosos.
Stagg sacó la conclusión de que los habitantes de Caseyland poseían unos mitos tan falsos como los de Deecee. Pero sería inútil discutírselo o intentar reconstruir la verdadera historia de los hechos a través de los mitos. Aparentemente, la Desolación había destruido la civilización de una forma tan total que los supervivientes habían perdido todo conocimiento del pasado.
Las grandes arterias situadas en la base de sus astas comenzaron a palpitar con violencia, al tiempo que las propias astas se erguían.
—Ahora tengo que irme —dijo Stagg—. Hasta mañana.
Se volvió y comenzó a alejarse despacio. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echar a correr.
Y así pasaron los días y las noches. Por las mañanas todo era debilidad y discusiones de los planes de huida, las tardes se pasaban comiendo, bebiendo, gastando salvajes, y a veces bestiales, bromas. Las noches… las noches eran visiones espantosas de carne blanca gritando mientras su pulso palpitaba al unísono del corazón de la propia tierra, transformándose de un individuo en una fuerza de la naturaleza. Éxtasis irracionales, mientras el cuerpo obedecía la voluntad de un Principio. Era un agente sin capacidad de elección, que no podía hacer otra cosa sino obedecer a aquello que le poseía.
La Gran Ruta le llevó de Washington a Columbia Pike, por lo que en otro tiempo fuera la carretera nacional 1, a través de Baltimore, donde pasaron a lo que también en otro tiempo fuera la carretera nacional 40, y que ahora se conocía con el nombre de Camino de Mary. Dejaron el Camino de Mary a las afueras de Wimlin (Wilmington, Delaware) para seguir la que antes fuera carretera de Nueva Jersey y ahora Turnpike. Esta carretera se llamaba también N’Juhzi, nombre de una de las hijas de Columbia.
Stagg pasó una semana en Campt (Camden) y constató el gran número de soldados que había en la ciudad. Se le dijo que se debía a que Philadelphia, al otro lado del río Delway (Delaware) era la capital de la nación hostil dé Pants-Elf (al este de Pennsylvania).
Los soldados acompañaron a Stagg a su salida de Camden por la anteriormente carretera 30, hasta que se encontró lo suficientemente al interior del país para estar a salvo. Se retiraron una vez allí, y entonces él y su séquito se dirigieron a la ciudad de Berlín.
Tras las consabidas orgías, Stagg siguió por la ex-carretera 30 hasta Talant (Atlantic City).
En Atlantic City permaneció durante dos semanas. Era una metrópolis de 30.000 habitantes, pero cuya población se quintuplicó cuando la gente de los alrededores llegó a esperar los ritos del Héroe Solar. Desde aquí Stagg siguió por la antigua Carden State Parkway, para girar luego por la que había sido la State Highway 72. De la 72 pasó a la 70, y de allí a la ex-carretera nacional 206, que Je llevó a Trint (Trenton), donde se encontró de nuevo con una numerosa guarnición.
Cuando dejó Trenton se encontró una vez más en la Columbia’s Pike, ex-nacional 1.
Tras efectuar su habitual paseo por las relativamente grandes ciudades de Elizabeth, Newark, y Jersey City, tomó un ferry que le llevaría a la isla de Manhattan. Permaneció mucho tiempo en el área de Nueva York, porque Manhattan tenía 50.000 habitantes y las ciudades de los alrededores tenían una magnitud aproximada. Además, este fue el comienzo de las Grandes Series.
Stagg no solamente hubo de abrir el primer partido de béisbol de la temporada, sino que tuvo que asistir a todos los juegos. Por primera vez se dio cuenta de lo mucho que había cambiado. El juego se desarrollaba ahora de tal forma que era rara la partida en la que ambos equipos no sufrían numerosos daños e infortunios.
La primera parte de las Grandes Series se jugaba entre los campeones de las diversas ligas de los estados. El encuentro final del campeonato nacional era entre el Manhattan Yanks y el Washington Sentahs. Ganaron los Yanks, pero perdieron tantos hombres que se vieron obligados a utilizar a la mitad de los hombres del equipo de los Sentahs como reservas en los campeonatos, internacionales que siguieron.
Los torneos internacionales de las Grandes Series se celebraban entre los campeones nacionales de Deecee, Pants-Elf, Caseyland, la Liga Iroquois, y los piratas Karelianos, Florida y Buffalo. Esta última nación ocupaba un territorio que incluía parte de las costas de los lagos Ontario y Erie.
El juego final de las Grandes Series fue una lucha sangrienta entre el equipo de Deecee y el de Caseyland. Los caseylandenses llevaban polainas rojas como parte de su uniforme, pero, hacia el final del juego, los jugadores estaban rojos de pies a cabeza. Los ánimos estaban muy enconados, no solo entre los jugadores, sino también entre los hinchas. Los caseylandeses habían reservado una sección del Yank Stadium para ellos, y estaban separados de las otras secciones por una alta valla de alambre de púas.
Además, la policía de Manhattan había estacionado hombres cerca para protegerlos si los ánimos se exaltaban demasiado.
Desafortunadamente, el arbitro, un kareliano a quien se suponía neutral, puesto que odiaba por igual a ambos bandos, tomó una decisión que tuvo efectos desastrosos.
Era el noveno turno, y el marcador estaba 7-7. Les tocaba batear a los Yanks; Había un hombre en la tercera base y, aunque tenía un corte en el cuello, era lo suficientemente fuerte para correr a casa si tenía oportunidad de ello. Había dos hombres fuera de juego (literalmente fuera de juego). Uno de ellos, cubierto por una manta, yacía en el lugar en que había sido derribado, entre la segunda y la tercera base. El otro estaba sentado en la trinchera y se quejaba mientras un médico le curaba las heridas de la cabeza.
El bateador era el mejor de Deecee y se enfrentaba al mejor tirador de pelota de Caseyland. Llevaba un uniforme que no había cambiado mucho desde el siglo xix y su carrillo estaba hinchado por un gran rollo de tabaco. Balanceaba su bate adelante y atrás.
La luz del sol arrancaba destellos a sus bordes de metal, porque la mitad superior del bate estaba cubierto por finas láminas de latón. Esperó a que el arbitro gritara ¡Pelota!, pero cuando oyó el grito no dio un paso fuera de la plataforma.
En lugar de hacer eso, se volvió y esperó a que la mascota Yank corriera desde la trinchera hasta donde él se encontraba.
La mascota era una bella morenita vestida con el uniforme de los jugadores de béisbol.
La única diferencia con los antiguos trajes era la abertura triangular de su blusa, que dejaba al descubierto sus pequeños pero firmes senos.
Gran Bill Manzano, el bateador, lanzó sus manos hacia los negros cabellos de la mascota, la besó en la frente y luego le dio un azote juguetón mientras corría de vuelta a la trinchera. Dio un paso dentro de la caja, un cuadrado pintado con yeso sobre el suelo, y adoptó la antigua postura del bateador dispuesto a recibir la pelota.
El larguirucho John Sobre-La-Colina-Y-Sobre-El-Río-Jordán-Está-La-Poderosa-Casey escupió tabaco y resopló. Tema en la mano derecha una pelota de medidas reglamentarias. Cuatro clavos de acero de una longitud de un centímetro sobresalían de la pelota, una de cada polo de la esfera y dos de su ecuador. John Casey tenía que sostener la pelota de forma que no pudiera cortarse los dedos al lanzarla. Esto suponía un impedimento para él desde el punto de vista de un antiguo lanzador de pelota. Pero se encontraba seis metros más cerca del bateador, lo cual subsanaba la torpeza con que por fuerza había de lanzar la pelota.
Esperó a que la mascota del caseylandés hubiera llegado junto a él para tocarle la cabeza. Entonces agitó el brazo y lanzó la pelota.
La agresiva pelota pasó silbando a un centímetro de la cara de Gran Bill Manzano.
Manzano pestañeó, pero no vaciló.
La multitud lanzó un rugido de admiración ante su muestra de coraje.
—¡Pelota uno! —gritó el arbitro.
La multitud lanzó un sonoro abucheo. Desde donde estaban sentados les había parecido ver que la pelota, aunque cerca del rostro de Manzano, había ido exactamente en línea con la marca de tiza de la caja. Por ello, el tiro no podía haber sido un pelota.
Manzano golpeó la siguiente y falló. —¡Golpe uno!
Al tercer lanzamiento, Manzano se balanceó y golpeó. La pelota, sin embargo, se desvió hacia la izquierda. La pelota fue fuera de las líneas de cuadro. —¡Segundo golpe!
Al siguiente lanzamiento la pelota fue directamente al vientre de Manzano. Este dio un rápido salto atrás, suficiente para evitar ser herido, pero volvió a fallar. Se le gritó un nuevo lanzamiento.
En éste, Manzano falló. Pero la pelota no. Y Manzano cayó al suelo con el clavo de la pelota todavía clavado en su cuerpo.
La multitud gritó y después quedó comparativamente en silencio mientras el arbitro comenzaba a contar.
Manzano tenía diez segundos para levantarse y batear, o de lo contrario se le marcaría otro lanzamiento.
La mascota de los deeceeanos se dirigió hacia él corriendo y le tocó la cara para darle suerte y pasarle algo de su fuerza virginal. Era la única a quien se permitía tocarle.
A la cuenta de ocho, Manzano se incorporó. La multitud aullaba. Incluso los caseylandeses le tributaron una ovación, porque todos honraban la valentía en un jugador.
Manzano sé extrajo el clavo, tomó el vendaje que le había llevado la mascota y se lo aplicó sobre la herida. El vendaje se adhirió sin necesidad de cintas, porque su seudocarne lanzaba unos pequeños zarcillos que lo sujetaban.
Hizo un gesto al arbitro para indicar que estaba preparado. —¡Pelota!
Ahora le tocaba el turno a Manzano de lanzar la pelota. Se le permitía un intento para derribar al lanzador. Si lo lograba, podría ir a la primera base.
Lanzó la pelota. John Casey estaba sobre el estrecho cuadrado utilizado para tal ocasión. Si daba un paso fuera de él cometía una falta y Manzano podría ir a la segunda base.
Se mantenía firme en pie, pero con las rodillas dobladas de forma que pudiera inclinar el cuerpo a ambos lados.
La pelota fue un fallo técnico, pese a que la punta de uno de los clavos le hizo un corte en la cadera derecha.
Luego Casey tomó la pelota y comenzó a balancearla.
Los hinchas de Deecee oraban en silencio, cruzando los dedos o tocando los cabellos de la mascota más cercana. Los caseylandeses gritaban hasta quedarse roncos. Los demás, Pants-Elf, Iroquois, Floridanos y Buffalianos aullaban insultos contra el equipo que odiasen más.
El jugador del equipo de Deacee estaba sobre la tercera base, dispuesto a correr a casa si se le ofrecía la oportunidad. Casey no le perdía de vista, pero no hizo ningún movimiento amenazador.
Lanzó con toda su fuerza la pelota, prefiriendo herir a Manzano que fallar y que le marcasen otra pelota. Cuatro pelotas y Manzano llegaría a la primera base.
El mejor bateador de Deecee golpeó la pelota. Pero, como con frecuencia sucedía, uno de los lanzadores también fue golpeado. La pelota pasó por lo alto, entre casa y la primera base, y luego cayó en un punto intermedio entre ambas.
Manzano lanzó el bate al pitcher, como era su derecho, y corrió hacia la primera base.
Cuando estaba a mitad de camino, la pelota le hirió en la cabeza. El primer baseman corrió hacia él y le empujó. Manzano se dio un fuerte golpe contra el suelo, pero rebotó como una pelota y se volvió a poner de pie, corrió algunos pasos y dio un patinazo hacia la primera base.
Sin embargo, el primer baseman, todavía en el suelo, había tomado la pelota y había hecho un pase con ella a Manzano. Inmediatamente después dio un salto y llegó a casa.
La pelota golpeó contra el amplio y grueso guante del catcher justo antes de que el hombre que estaba en la tercera resbalara dentro de la plataforma.
El arbitro hizo salir al jugador de Deecee, sin discusión. Pero el primer baseman fue hacia el arbitro y con voz ronca le dijo que él había tocado a Manzano mientras corría. No obstante, la decisión del arbitro quedó en pie.
Manzano negó haber sido tocado.
El primer baseman dijo que podía probarlo. Había hecho un corte en el tobillo derecho de jugador con uno de los clavos de la pelota.
El arbitro ordenó a Manzano que se quitara el calcetín.
—Tienes una herida reciente ahí. Aún sangra —dijo—. Estás fuera de juego.
—¡No lo estoy! —rugió Manzano, escupiéndole a la cara del arbitro jugo de tabaco—. Estoy sangrando también por otros dos cortes, y me los había hecho antes. ¡Ese adorador de un dios-padre es un embustero!
—¿Entonces como podía saber que tenías una herida en el tobillo, si no te la había hecho él? —aulló el arbitro a su vez a Manzano—. ¡Yo soy el arbitro y te digo que estás fuera de juego!
Se lo deletreó en la fonética de Deecee: —¡F-U-E-R-A! ¡Fuera!
La decisión no les sentó nada bien a los hinchas de Deecee. Le abuchearon y le gritaron el tradicional ¡A matar al arbitro!
El kareliano palideció, pero se mantuvo firme. Desafortunadamente, su valentía e integridad no le sirvieron para nada. La multitud se arrojó al estadio y le colgaron de una viga. Y no paró ahí la cosa. Comenzaron también a golpear a los miembros del equipo caseylandés. Estos estuvieron a punto de morir bajo tan salvaje agresión, de no haber sido por la acción de la policía de Manhattan, que rodeó a los hinchas agresores y les golpeó con la parte plana de sus espadas. También lograron cortar la cuerda de la que pendía el kareliano, antes de que el nudo corredizo cumpliera su misión.
Entretanto, los hinchas caseylandeses habían intentado acudir en ayuda de su equipo.
No llegaron junto a los jugadores, pero se cebaron en los fans del equipo de Deecee.
Stagg estuvo contemplando el tumulto durante un rato. Al principio pensó saltar dentro de aquella masa de cuerpos que luchaban furiosamente y comenzar a darles golpes a diestro y siniestro con sus grandes puños. La lascivia que las glándulas vertían en su sangre comenzó a crecer. Cuando estaba a punto de saltar en medio de aquella turba, un grupo de mujeres comenzó a descender hacia él, no para luchar, sino para unos fines bien diferentes.