Churchill se levantó de nuevo e intentó tumbarle los pocos dientes que le quedaban al marinero que le había agredido. Pero la herida producida por el ladrillo había sido más grave de lo que pensaba. Apenas podía sostenerse en pie.
—¿Aún no tienes bastante? —chilló Snaggle-Tooth.
Había dado un salto atrás ante el movimiento amenazador de Churchill. Pero cuando vio su debilidad, avanzó confiadamente apuntando con su navaja el pecho de Churchill.
Se oyó un grito y un hombrecillo dio un salto y e interpuso su brazo en el camino de la hoja. Sobre la palma abierta de la mano apareció un punto rojo, que se repitió en el reverso de ésta.
Era Sarvant, que había tomado torpes pero efectivas medidas para salvar a su amigo de la muerte.
La navaja se detuvo solo por un instante. Otro de los marineros empujó a Sarvant tan violentamente que le hizo caer de espaldas, con la navaja aún clavada en su mano.
Luego, el marinero se dirigió hacia su objetivo original.
Pero se detuvo, porque un silbato llegó casi hiriente a sus oídos. El que lo había hecho sonar blandió una garrota de pastor y puso su extremo curvo en torno al cuello esquelético del marinero.
El hombre del silbato iba vestido de azul vivo, y tenía unos combativos y luminosos ojos azules. Pero estos ojos eran también gélidos.
—Estos hombres están protegidos por Columbia —dijo—. Vosotros dispersaos, o de lo contrario seréis colgados por el cuello en diez minutos. Y no intentéis vengaros más tarde de ellos. ¿Comprendido?
La curtida piel del rostro de los marineros palideció. Asintieron y luego echaron a correr.
—Le debo la vida —dijo Churchill agradecido—. ¿Cómo podría agradecérselo?
—Se la debes a la Gran Madre Blanca —respondió el hombre vestido de azul—. Ella te lo cobrará si así lo desea. Yo soy simplemente Su sirviente. Durante las próximas cuatro semanas, estaréis bajo Su protección. Espero que demostréis ser dignos de ella.
Miró la mano herida de Sarvant.
—Creo que le debes también a ese hombre la vida. Aunque ha sido solo el instrumento de Columbia, ha sido un buen instrumento. Ven conmigo. Te curaremos la mano.
Comenzaron a caminar tras él a lo largo de la calle. Churchill sostenía a Sarvant, que se quejaba de dolor.
—Este es el hombre que nos estaba siguiendo —dijo Churchill—. Afortunadamente para nosotros. Y… gracias.
La cara de Sarvant perdió su gesto de dolor y adquirió otro de éxtasis.
—Estaba contento de hacer eso por ti, Rud. Es algo que haría de nuevo, aun sabiendo que resultaría otra vez herido. Me siento justificado con ello.
Churchill no supo qué responder a aquellas palabras, y no dijo nada.
Caminaron en silencio hasta que salieron de la zona del puerto y llegaron a un templo situado en el extremo opuesto de la calle. Su guía les introdujo en el frío ulterior. Allí, se dirigió a una sacerdotisa ataviada con un largo vestido blanco y le dijo algunas palabras; la mujer los condujo a una habitación pequeña. Se le dijo a Churchill que esperara mientras se llevaban a Sarvant.
Churchill no se opuso. Estaba seguro de que no tenían malas intenciones con respecto a Sarvant… por el momento.
Caminó arriba y abajo durante una hora. La habitación estaba fresca y oscura; y había un gran reloj de arena sobre una mesa.
Estaba dándole la vuelta al reloj de arena cuando reapareció Sarvant.
—¿Qué tal la mano? —preguntó Churchill.
Sarvant la levantó para que el otro la viera. No llevaba vendas. El agujero estaba cerrado, y una película transparente cubría la herida.
—Me han dicho que puedo usarla ya para cualquier tipo de tarea —dijo Sarvant con tono asombrado—. Rud, puede que esta gente esté atrasada en muchos aspectos, pero por lo que respecta a la biología no tienen rival. La sacerdotisa me ha dicho que esta fina película es una seudocarne que regenerará la herida como si nunca hubiera existido. Me hicieron una transfusión sanguínea, y me dieron unos alimentos que me han llenado de energía. Pero no ha sido gratis —concluyó—. Me han dicho que me pasarán la cuenta.
—Tengo la impresión de que esta cultura no tolera a los desarraigados —dijo Churchill—. Será mejor que nos busquemos algún tipo de trabajo, y pronto.
Dejaron el templo y reemprendieron su interrumpido viaje hacia los muelles. Esta vez pasaron sin incidente por el río Potomac.
Los muelles se extendían por al menos dos kilómetros. Había numerosas naves, muchas ancladas en el mismo río.
—Parece un cuadro de un puerto de principios del diecinueve —dijo Churchill—. Embarcaciones de todo tipo y tamaño. No creo que haya buques a vapor, aunque la verdad es que nada nos autoriza a presuponer que esta gente no sepa construirlos.
—Las reservas de carbón y petróleo estaban agotadas mucho antes de que dejáramos la Tierra —dijo Sarvant—. Podrían quemar madera, pero tengo la impresión de que, aunque no hay escasez de árboles, solo los cortan lo indispensable. Y es evidente que han olvidado las técnicas termonucleares, o tal vez hayan suprimido ese conocimiento.
—El viento no es un medio de propulsión muy rápido —dijo Churchill— pero es gratis y te puede llevar a tu destino en un tiempo razonable. ¡Mira, ahí llega un bonito barco!
Señaló un yate de un solo mástil, de blanca quilla y vela roja. Estaba entrando en un embarcadero, precisamente en el dique sobre el que ellos se hallaban.
Churchill descendió los largos escalones hacia el embarcadero. Le gustaba charlar con los marineros, y la gente de aquel yate parecía del tipo de personas para las que había trabajado durante sus vacaciones escolares.
Al timón había un hombre fornido y de cabello gris, de unos cincuenta y cinco años. Los otros dos, un chico y una chica, parecían sus hijos. El hijo era alto y bien parecido, rubio y de unos veinte años; su hermana era una joven de busto desarrollado, largas piernas, y un rostro muy hermoso enmarcado en largo cabello de color miel. Podía tener de dieciséis a dieciocho años. Llevaba pantalones acampanados y una corta chaquetilla azul. Iba descalza.
La joven estaba de pie en la proa del barco, y al ver a los dos hombres esperando en el embarcadero sonrió y dijo: —¡Coge esta cuerda, marinero!
Luego rebuscó en su bolsillo y le lanzó a Churchill una moneda.
—Tenga, amigo, por su ayuda.
Churchill examinó la moneda. Era una columbia. Si aquella gente daba tan generosas propinas por un servicio tan pequeño, valía la pena trabar amistad con ellos.
Lanzó de nuevo la moneda a la joven, que, sorprendida, la cogió al vuelo diestramente con una sola mano.
—Gracias —dijo Churchill—, pero no soy un sirviente. La chica agrandó los ojos, y Churchill vio que eran de un oscuro azul grisáceo.
—No queríamos ofenderle —dijo. Tenía una hermosa voz aterciopelada.
—No me han ofendido en absoluto —aseguró Churchill.
—Veo por su acento que no es usted de aquí —dijo ella—. ¿Le molestaría que le preguntara de dónde es?
—Por supuesto que no. Nací en Manitowoc, una ciudad que ya no existe desde hace varios siglos. Mi nombre es Rudyard Churchill, y mi amigo es Nephi Sarvant. Nació en Mesa, Arizona. Tenemos ochocientos años, aunque estamos bastante bien conservados para nuestra edad. —¡Oh, los hermanos del Héroe Solar!
—De la tripulación de la nave del Capitán Stagg; sí —Churchill estaba encantado de causar tan fuerte impresión.
El padre les saludó con la mano, y por este gesto Churchill se dio cuenta de que Sarvant y él habían sido aceptados como iguales, al menos por el momento.
—Yo soy Res Whitrow. Este es mi hijo Bob, y ella mi hija, Robín.
—Posee un bonito barco —dijo Churchill, que sabía que aquélla era la mejor forma de estimular la conversación.
Res Whitrow comenzó entonces, efectivamente, a explicar las virtudes de su navío, mientras su hijo añadía comentarios entusiásticos. Tras un rato de conversación se produjo una pausa, pausa que aprovechó Robín para decir casi sin aliento:
—Oh, deben de haber visto ustedes tantas cosas, cosas maravillosas, si es cierto que han estado en las estrellas. ¡Me gustaría mucho que me hablaran de ellas!
—Sí, —dijo Whitrow—, a mí también me gustaría mucho escucharles. ¿Por qué no aceptan ambos ser mis huéspedes esta noche? A no ser, claro está, que ya tengan algún compromiso.
—Nos sentimos muy honrados —dijo Churchill—. Pero me temo que no estamos adecuadamente vestidos para sentarnos a su mesa.
—No se preocupen por eso —dijo sinceramente Whitrow—. Yo me encargaré de que vistan como corresponde a los hermanos del Héroe Solar.
—Quizá usted pueda decirme qué le ha pasado a Stagg —dijo Churchill.
—¿Quiere decir que no lo sabe? Ah, claro, supongo que no. Podremos hablar de ello esta noche. Evidentemente, hay algunas cosas que ustedes desconocen acerca de esa Tierra que ustedes abandonaron hace tanto tiempo. ¡Parece mentira! ¡Ochocientos años! ¡Columbia nos proteja!
Robin se había quitado la chaqueta y estaba desnuda de cintura para arriba. Poseía un busto magnífico, pero no parecía más orgullosa de ello que de cualquiera de sus otros atributos. Es decir, sabía que era atractiva, pero no permitía que aquel conocimiento interfiriera con su gracia de movimientos ni exhibía ningún tipo de coquetería.
Sarvant parecía estar muy afectado, porque no quería dirigir su mirada hacia ella, si no era durante muy breves intervalos. A Churchill le extrañó. Sarvant, pese a que condenaba la forma de vestir de las vírgenes de Deecee, no parecía azorado cuando caminaban por las calles de la ciudad. Quizás fuera que podía mirar a las otras muchachas de forma impersonal, como si fueran salvajes nativas de un país extranjero. Pero aquella situación era demasiado personal.
Ascendieron por las escaleras del muelle, al final de las cuales les aguardaba un carruaje. Estaba tirado por dos grandes ciervos rojizos, y junto al conductor había dos hombres armados sobre una pequeña plataforma.
Whitrow y su hijo se sentaron e invitaron a Sarvant a que se sentara junto a ellos.
Robin se sentó sin vacilar junto a Churchill, y muy cerca de él. Uno de sus pechos estaba junto a su brazo. Churchill sintió que un calor le subía desde el brazo a la cara, y se maldijo a sí mismo por exteriorizar lo mucho que la joven le impresionaba.
La marcha del carruaje atravesando las calles era rápida, importándole muy poco al conductor que los peatones tuvieran tiempo de apartarse o sufrieran las consecuencias de su poca agilidad. En quince minutos habían dejado atrás los edificios de gobierno y se hallaron en un distrito reservado a los ricos y poderosos. Luego doblaron para tomar un sendero de guijarros y se detuvieron ante una enorme casa blanca.
Churchill saltó del carro y le tendió una mano a Robin para ayudarla. Ella sonrió y dijo:
—Gracias. —Pero él estaba contemplando el enorme palo totémico que se levantaba en el jardín. Tenía cabezas estilizadas de varios animales, pero la que más se repetía era la del gato.
Whitrow se dio cuenta de lo que estaba haciendo Churchill y dijo:
—Yo soy un León. Mi mujer y mis hijas pertenecen a la hermandad de los Gatos Monteses.
—Precisamente me Jo estaba preguntando —dijo Churchill—. Sé que el tótem es un factor poderoso en su sociedad. Pero es una idea que me resulta extraña.
—Me he dado cuenta de que no llevan nada que les identifique con alguna hermandad —dijo Whitrow—. Pensaba que quizás pudiera hacer algo para introducirles en la mía. Es mejor pertenecer a alguna. De hecho, no conozco a nadie, a excepción de ustedes, que no pertenezca a ninguna.
Fueron interrumpidos por cinco muchachos que salieron de la entrada principal y se precipitaron, afectuosamente hacia su padre. Whitrow hizo las presentaciones de aquellos chicos y chicas desnudos, y a continuación, cuando llegaron al porche, les presentó a su mujer, una mujer gruesa, de mediana edad, que debía haber sido en otro tiempo muy hermosa.
Pasaron a una pequeña antesala y luego se introdujeron en una habitación que tenía la longitud de toda la casa. Era una mezcla de living, salón de juegos y comedor.
Whitrow encargó a su hijo Bob de que se cuidara de que los huéspedes se bañaran.
Ambos penetraron en el interior de la casa, donde tomaron una ducha, y luego se vistieron con las finas ropas que Bob insistió en regalarles.
A continuación regresaron de nuevo a la gran habitación, donde Robin les ofreció dos vasos de vino. Churchill se anticipó al rechazo por parte de Sarvant de la bebida.
—Sé que va en contra de tus principios —le susurró—, pero olvídalos por una vez para no ofenderlos. Toma al menos un sorbito.
—Si me permito pequeñas debilidades, luego caeré en las grandes —dijo Sarvant.
—Está bien, compórtate como un necio —le susurró Churchill con rabia—. Pero sabes muy bien que no puedes emborracharte con un solo vaso.
—Tocaré la copa con los labios —dijo Sarvant—. Es lo más que puedo hacer.
Churchill estaba hambriento, pero no tanto como para no apreciar el exquisito bouquet del vino. Cuando estaba a punto de acabar el contenido de su copa, fueron llamados a la mesa. Allí Whitrow les invitó a sentarse a su derecha, el lugar de honor. A Churchill le situó junto a él.
Robin estaba sentada enfrente de Churchill. Este se sintió feliz, porque era un verdadero placer mirarla.
Ángela, la esposa, se sentó en el otro extremo de la mesa. Whitrow dijo unas oraciones, tomó la comida y se la pasó a sus huéspedes y familia. Ángela habló mucho, pero nunca interrumpía a su marido. Los chicos, aunque cuchicheaban entre sí, tuvieron buen cuidado de no molestar a su padre. Incluso la veintena larga de gatos que se paseaban por la habitación se mostraron bien educados.
La mesa no correspondía, por cierto, a un lugar donde la comida estaba estrictamente racionada. Además de los habituales frutas y vegetales, había venado y filetes de cabra, pollo y pavo, jamón, langosta y hormigas. Los criados iban llenando constantemente las copas vacías de vino y cerveza.
—Estoy muy interesado en escuchar el relato de su viaje por las estrellas —dijo cortésmente Whitrow—. Pero hablaremos de ello más tarde. Durante la comida voy a hablarles de nosotros, para que nos conozcan y se sientan a gusto.
Whitrow introducía en su boca grandes trozos de comida y, mientras masticaba, iba hablando. Había nacido en una pequeña granja situada al sur de Virginia, no lejos de Norfolk. Su padre era un hombre honorable, porque criaba cerdos, y como todos sabían, a excepción, quizás, de los hombres de las estrellas, un hombre que posee cerdos es muy respetado en Deecee.
Sin embargo, Whitrow no se ocupaba de cerdos. A él le gustaban los barcos, y tan pronto como acabó sus estudios dejó la granja y se fue a Norfolk. Los estudios de Whitrow debieron costarle a su padre una suma muy considerable, porque la educación no era ni obligatoria ni gratuita. La gran masa del pueblo eran analfabetos.
Whitrow hizo su aprendizaje como marino en un barco pesquero. A los pocos años había ahorrado el dinero suficiente para regresar al colegio. Pero esta vez en Norfolk, y se dedicó a enseñar náutica. Por las anécdotas que contó de su estancia allí Churchill averiguó que utilizaban aún la brújula y el sextante.
Whitrow, aunque era un hombre dedicado a la navegación, no se había iniciado en ninguna hermandad de marineros. Desde su juventud había puesto su mirada en metas superiores. Sabía que la hermandad más poderosa de Washington era la de los Leones.
No era fácil pertenecer a esa hermandad siendo un joven relativamente pobre, pero tuvo un golpe de suerte.
—La propia Columbia me puso bajo su protección —dijo. Luego golpeó la mesa tres veces—. No me estoy vanagloriando, Columbia; únicamente me propongo demostrar a estos hombres Tu poder.
»Sí, no era más que un marino vulgar, pese a estar graduado en Matemáticas en el Norkfolk College. Necesitaba el aval de un hombre rico para conseguir un nombramiento como profesor oficial. Y logré un protector. Sucedió cuando estaba en el mercante Petrel, rumbo a Miami, en Florida. Los floridenses acababan de perder una batalla naval y estaban negociando la paz. Nuestro barco era el primero de Deecee que llevaba mercancías a Florida en diez años. Los floridenses deberían recibir con alegría nuestros productos, aunque les repugnaran nuestras caras. Sin embargo, durante el viaje fuimos atacados por piratas karelianos.
Churchill creyó en un principio que los karelianos debían ser los habitantes de las Carolinas, pero, por los detalles que Whitrow le estaba dando, hubo de desechar tal hipótesis. Tuvo entonces la impresión de que eran gentes venidas del otro lado de los mares. Si ello era cierto, entonces los americanos no estaban tan aislados como había supuesto.
Las naves karelianas rodearon el bergantín mercante y lo abordaron. Durante el combate que siguió, Whitrow tuvo la oportunidad de salvar a un rico pasajero de sen partido en dos por la espada de un kareliano. Los piratas fueron rechazados, aunque con graves pérdidas por parte del mercante. Todos los oficiales habían muerto y Whitrow tomó el mando de la nave. En lugar de regresar, llevó el barco a Miami y vendió la carga con saneados beneficios.
A partir de ese momento, su ascensión fue rápida.
Se le entregó un barco. Como capitán tenía muchas posibilidades de hacer una buena fortuna. Pero, además, el hombre cuya vida había salvado estaba en el mundo de los negocios de Washington y Manhattan, y le concedió diversas oportunidades financieras a Whitrow.
—Visitaba frecuentemente su casa —dijo Whitrow— y fue allí donde conocí a Ángela.
Cuando me casé con ella me convertí en el socio de su padre. Y aquí me ve, dueño de quince grandes barcos mercantes y una buena cantidad de granjas, y padre amante de unos muchachos sanos y hermosos; puede que Columbia desee seguir haciéndome más próspero.
—Brindo porque sea así —dijo Churchill, y bebió otro vaso de vino. Era el décimo.
Había hecho un esfuerzo por controlarse, ya que deseaba mantener su ingenio despierto.
Pero su anfitrión insistía constantemente en que bebiera y el huésped bebió. Sarvant se había negado a ello. Whitrow no dijo nada, pero ya no le dirigió más la palabra, salvo cuando Sarvant le hablaba directamente.
Por entonces la mesa se había convertido ya en un hervidero de voces. Los hijos bebían vino y cerveza, incluso el más pequeño, que no tenía más de seis años. Ya no hablaban entre susurros, sino que reían ruidosamente, especialmente cuando Whitrow se puso a contar unos chistes que hubieran hecho las delicias de Rabelais. Incluso los sirvientes, que permanecían de pie detrás de las sillas, reían hasta el punto de correrles las lágrimas por las mejillas y dolerles los costados.
Aquella gente tenía pocas inhibiciones visibles. Comían ruidosamente y no les importaba hablar con la boca llena. Cuando el padre eructaba ruidosamente, los hijos se esforzaban por superarle.
Al principio, ver a la encantadora Robín comer como un cerdo había desagradado a Churchill. Se dio cuenta del abismo que los separaba, un abismo que no era solo de años.
Pero tras su quinto vaso de vino pareció perder su repulsión. Se dijo que la actitud de aquella gente hacia la comida era mucho más sana que la de su tiempo. Además, las actitudes en la mesa no eran intrínsecamente buenas ni malas. Eran las costumbres de los países las que determinaban lo que era aceptable y lo que no lo era.
Sarvant no parecía pensar del mismo modo. A lo largo de la comida se fue quedando cada vez más silencioso, y al final ni siquiera levantaba los ojos de su plato.
Whitrow era cada vez más ruidoso. Cuando su mujer pasó junto a él mientras se dirigía a la cocina a ordenar unas cosas, le propinó un fuerte, aunque afectuoso, azote en su inmenso trasero. Se echó a reír y dijo que se estaba acordando de la noche en que Robín había sido concebida, y a continuación procedió a entrar en detalles acerca de lo sucedido aquella noche.
Bruscamente, en medio del relato, Sarvant se levantó y salió de la casa. Tras él dejó un silencio absoluto.
Finalmente, Whitrow dijo: —¿Está enfermo su amigo?
—En cierto modo, sí —respondió Churchill—. Procede de un lugar donde hablar del sexo es tabú. Whitrow estaba sorprendido.
—Pero… ¿cómo es posible? ¡Qué costumbre tan curiosa!
—Supongo que ustedes tienen sus propios tabúes —dijo Churchill— que deben resultarle a él igualmente curiosos. Si me excusa, voy a preguntarle qué es lo que intenta hacer; yo volveré después.
—Dígale que vuelva. Me gustaría observar de nuevo a un hombre que piensa de una forma tan extraña.
Churchill encontró a Sarvant en una situación muy peculiar. Estaba encaramado aproximadamente en el centro del mástil totémico, agarrado a la cabeza de uno de los animales para no caerse.
Churchill vio la escena a la luz de la luna e inmediatamente regresó al interior de la casa. —¡Ahí fuera hay una leona! ¡Está atacando a Sarvant!
—Oh, debe ser Alice —dijo Whitrow—. La soltamos cuando anochece para asustar a los ladrohes. Le pediré a Robín que se ocupe de ella. Robín y su madre dominan a los grandes felinos mucho mejor que yo. Robín, ¿quieres encerrar a Alice en su cubil?
—Prefiero que se quede conmigo —dijo Robin. Luego añadió, dirigiéndose a su padre—: ¿Qué te parece si el señor Churchill me acompaña al concierto ahora? Puede hablar contigo después. Estoy segura de que aceptará tu invitación de que sea nuestro huésped por tiempo indefinido.
Parecía que algo pasaba entre el padre y la hija. Whitrow sonrió maliciosamente y dijo:
—Por supuesto. Señor Churchill, ¿aceptaría ser mi huésped? Estaremos encantados de tenerle con nosotros hasta que desee partir.
—Es para mí un honor —respondió Churchill—. ¿La invitación incluye a Sarvant?
—Si él lo desea. Pero no estoy seguro de que se encuentre a gusto entre nosotros.
Churchill abrió la puerta y dejó paso a Robín. Ella salió sin vacilación y cogió a la leona del collar.
—Sarvant, baja —llamó Churchill—. No es el momento de arrojar a un cristiano a los leones. Con desconfianza, Sarvan bajó del tótem.
—Me cogió por sorpresa. Era lo último que esperaba encontrarme.
—Nadie te acusa de intentar ponerte a salvo —dijo Churchill—. Yo hubiera hecho lo mismo. Un león es algo con lo que no puede uno andarse con contemplaciones.
—Aguarde un minuto —dijo Robin—. Voy a coger una correa para llevar a Alice.
Acarició la cabeza de la leona y la rascó bajo la barbilla. El enorme felino ronroneó tan fuerte como si una tormenta se estuviera acercando, y luego, a una orden de su dueña, la siguió en su camino hacia la casa.
—Muy bien, Sarvant —dijo Churchill—. ¿Por qué te escapaste como el pájaro del proverbio? ¿No sabes que podías haber ofendido seriamente a nuestros anfitriones?
Afortunadamente, no parece que haya sido así. Has podido echar por tierra la oportunidad más afortunada que podamos tener en mucho tiempo.
Sarvant le miró malhumorado. —¿No esperarías que iba a permanecer allí sentado tolerando una conducta tan bestial? ¿Y esas obscenas descripciones de sus cohabitaciones con su mujer?
—Eso no tiene nada de malo en este tiempo y lugar —replicó Churchill—. Esta gente es… bueno… muy basta. Pero nada más. Les divierte una buena sesión de cama, y les divierte también recordarlo en una conversación.
—Buen Dios, ¿no los estarás defendiendo? —dijo Sarvant.
—Sarvant, no te entiendo. Viste centenares de costumbres más desagradables, incluso repulsivas, cuando estábamos en Vixa. Sin embargo, nunca te mostraste indignado.
—Era distinto. Los vixanos no son humanos.
—Son humanoides. Y aunque esta gente sea humana, no puedes juzgarla según nuestros puntos de vista. —¿Quieres decir que te divierten sus anécdotas sobre su conducta sexual?
—Me disgustó oírle hablar sobre la concepción de Robin.
Pero supongo que fue porque ella estaba delante. Sin embargo, es evidente que Robín no estaba molesta en absoluto; se reía… —¡Esta gente está degenerada! ¡Merecen un castigo!
—Creía que eras un ministro del Príncipe de la Paz.
—¿Qué? —dijo Sarvant, obviamente sorprendido. Quedó en silencio durante un momento, y luego dijo en un tono más tranquilo:
—Tienes razón. He reaccionado con odio en vez de con amor. Pero, después de todo, no soy más que un ser humano. Sin embargo, incluso un pagano como tú hace bien en reprocharme que hable de castigo.
—Whitrow te invitó a volver. Sarvant movió la cabeza.
—No, no tengo estómago para ello. Solo Dios sabe lo que podría ocurrir si paso la noche allí. No me sorprendería que me enviara a su mujer.
Churchill se echó a reír y dijo:
—No lo creo. Whitrow no es un esquimal. Y no creo que porque diga ciertas cosas en sus conversaciones, ello signifique que no tengan un código sexual más estricto que el que teníamos nosotros en nuestro tiempo. ¿Qué vas a hacer?
—Voy a buscar un motel o algo parecido para pasar la noche. ¿Qué es lo que piensas hacer tú?
—Ahora creo que Robin quiere llevarme a algún lugar fuera de la ciudad. Más tarde, pasaré la noche aquí. No quiero perder esta oportunidad. Whitrow puede ayudarnos a lograr una buena posición en Deecee. Washington no ha cambiado nada en algunos aspectos; todavía es interesante conocer a alguien influyente.
Sarvant levantó la mano. Su rostro de cascanueces, con su enorme nariz y su barbilla curvada hacia arriba, estaba serio.
—Dios sea contigo —dijo, y desapareció en la oscuridad de la calle.
En aquel momento regresó Robin. Llevaba la correa en una mano, y en la otra un amplio bolso de piel. Evidentemente, en todo aquel tiempo había hecho algo más que coger una correa para el collar de la leona. Incluso a la luz de la luna, Churchill pudo darse cuenta de que se había cambiado de ropa y se había maquillado de nuevo. La joven había cambiado también sus sandalias por unos zapatos de tacón alto.
—¿Dónde ha ido su amigo? —preguntó.
—A buscar algún lugar donde pasar la noche. —¡Estupendo! La verdad es que no me gusta mucho. Y temía ser poco correcta si no le invitaba a venir con nosotros.
—No puedo imaginarla siendo poco correcta… y no hace falta que derroche demasiada simpatía con él. Creo que le gusta sufrir. ¿Dónde vamos?
—Pensaba ir al concierto, en el parque. Pero ello significaría permanecer sentados demasiado tiempo. Podríamos ir al parque de atracciones. ¿Tenían cosas así en su época?
—Sí. Me parece interesante ver si han cambiado mucho. Pero no me importa dónde vayamos. Lo único que me importa es estar con usted.
—Me imaginaba que yo le gustaba —dijo ella sonriendo.
—¿Y a qué hombre no? Pero debo admitir que estoy sorprendido de que usted parezca corresponderme. No soy ninguna maravilla; no soy mas que un pelirrojo con cara de niño.
—Me gustan los niños —dijo ella riendo—. Pero no debería mostrarse sorprendido.
Apuesto a que ha estado con cientos de chicas.
Churchill se estremeció. No era tan insensible al lenguaje directo de los de Deecee como Sarvant creía.
Fue lo suficientemente astuto como para no alardear de ello.
—Puedo asegurarle —dijo— que usted es la primera mujer que he tocado en ochocientos años. —¡Gran Columbia! Resulta asombroso que no haya explotado.
La joven se echó a reír, y Churchill enrojeció. Se alegró de no estar en un lugar bien iluminado.
—Tengo una idea —dijo ella—. ¿Por qué no salimos a navegar esta noche? Hay luna llena, y el Potomac estará bellísimo, y además así nos libraremos de este calor. Allí soplará la brisa.
—Magnífico. Pero es un largo paseo. —¡Virginia nos proteja! ¿Creyó usted que íbamos a ir andando? El carruaje nos está esperando.
La joven buscó en un bolsillo de su falda y extrajo de él un pequeño silbato.
Inmediatamente se oyó el sonido de unas pezuñas y de ruedas sobre la grava del sendero. Churchill la ayudó a subir al carruaje. La leona subió tras ellos y se echó en el suelo a sus pies.
A una voz del cochero, el carruaje inició una veloz carrera a lo largo de la calle iluminada por la luna. Churchill se preguntaba por qué ella había querido llevar consigo a la leona, ya que los dos servidores armados continuaban sobre la plataforma trasera del carruaje. Pensó que llevando a Alice se sentiría doblemente, protegida. En caso de pelea, el animal debía valer por diez hombres.
Los tres bajaron del carruaje. Robín ordenó a los sirvientes que esperaran hasta que regresara del paseo en barco.
Mientras caminaban hacia el embarcadero, Churchill dijo: —¿No se aburrirán de esperarnos?
—No lo creo. Tienen una botella de rayo blanco y un par de dados.
Alice subió la primera al barco y se instaló en la pequeña cabina, donde probablemente esperaba que el agua no la salpicara. Churchill soltó amarras, dio un empujón y saltó a la embarcación. Luego Robín y él se ocuparon de desplegar las velas y poner a punto todo lo necesario para la navegación.
Tuvieron una travesía deliciosa. La luna llena les proporcionaba toda la luz que necesitaban o que deseaban, y la brisa era lo suficientemente fuerte como para hinchar las velas. La ciudad era un monstruo blanco con un centenar de ojos centelleantes: las antorchas de la gente que estaba en las calles. Churchill se sentó sujetando el timón y Robín junto a él. El le contó el aspecto que tenía Washington en su tiempo.
—Había muchas torres unidas por el aire mediante puentes y bajo tierra por multitud de túneles. Las torres se elevaban a más de un kilómetro, y profundizaban otro tanto. Por la noche, no era de noche de tan brillantes que eran las luces.
—Y ahora todo ha desaparecido, destruido y cubierto por el polvo —dijo Robín.
La joven se estremeció como si el pensamiento de todo aquel esplendor de piedra y acero y de los millones de personas desaparecidas le produjeran frío. Churchill la rodeó. con su brazo, y como ella no se resistiera, la besó.
Ella tampoco se resistió a esto último.
Churchill creyó llegado el momento de arriar las velas y echar el ancla. Se preguntaba si la leona subiría a cubierta, pero pensó que Robín debía saber cómo actuar en tales circunstancias. Podía incluso suceder que él y Robín se metieran en la pequeña cabina, aunque prefería permanecer en cubierta. Era posible que ella no opusiera objeción alguna si se encerraban en la cabina.
Pero no sucedió nada. Cuando él le explicó llanamente por qué deseaba arriar las velas, se enteró de que aquella noche no iba a suceder. De ninguna manera.
Robín le hablaba con suavidad y le sonreía. Le dijo incluso que lo sentía.
—No tienes idea de lo que me has hecho, Rud —dijo ella—. Creo que me he enamorado de ti. Pero no estoy segura de si a quien quiero es a ti o al hermano del Héroe Solar. Tú eres algo más que un hombre para mí; eres un semidiós, en cierto modo. Has nacido hace ochocientos años y has viajado a lugares tan lejanos que apenas me atrevo a pensar en ello. Para mí hay una luz en torno a tu persona que resplandece incluso cuando es de día. Pero yo soy una buena chica. No puedo permitirme hacer eso contigo… Pero sé cómo has de sentirte. ¿Por qué no vas al templo de Gotw mañana?
Churchill no sabía de qué estaba hablándole. Lo único que le importaba era haberla ofendido tanto que no pudiera verla de nuevo. No era solo sensualidad lo que le arrastraba hacia ella. Estaba seguro. Amaba a aquella bella joven; la hubiera deseado aunque hubiera tenido una docena de mujeres.
—Volvamos —dijo ella—. Temo que esto pueda matar en ti tu buena disposición. Es culpa mía. No debía haberte besado. Pero deseaba besarte.
—Entonces, ¿no te has enfadado conmigo? —¿Por qué habría de hacerlo?
—Por ninguna razón. Pero soy feliz de nuevo. Pero después de que amarraran el barco al muelle, y cuando comenzaban a subir las escaleras, él la detuvo.
—Robín, ¿cuánto tiempo crees que pasará antes de que estés segura?
—Mañana iré al templo. Podré decírtelo cuando regrese. —¿Irás allí a pedir consejo o a algo parecido?
—Iré a rezar. Pero no voy principalmente para eso. Deseo que una sacerdotisa me haga una prueba.
—¿Y después de esa prueba sabrás si deseas o no casarte conmigo?
—¡Por Dios, no! Tengo que conocerte mucho mejor antes de pensar en casarme contigo. No. Tengo que hacer esta prueba para saber si debo o no acostarme contigo.
—¿Cuál es esa prueba?
—Si no la conoces, no debes preocuparte por ella. Pero estaré segura mañana.
—¿Segura de qué? —preguntó él anhelante.
—Sabré si debo dejar de actuar como, una virgen. El rostro de la joven se iluminó cuando prosiguió:
—Sabré si llevo dentro de mí al hijo del Héroe Solar.