Ocho de ellos estaban allí: Churchill, Sarvant, Lin, Yastz-hembski, Al-Masyuni, Steinborg, Gbwe-hun y Chandra.
Ellos, junto con los ausentes Stagg y Calthorp, eran los diez supervivientes de los treinta hombres que habían dejado la Tierra hacía cientos de años. Se encontraban reunidos en una amplia habitación del edificio en donde habían estado prisioneros hacía ya seis semanas. En aquel momento, escuchaban lo que les decía Tom Tabaco.
Tom Tabaco no era el verdadero nombre de aquel sujeto, pero era el nombre por el que le conocían, Se lo habían preguntado en una ocasión, pero Tom Tabaco había replicado que no pensaba decírselo. Pero sí les había dicho que desde el día en que había llegado a ser Tom Tabaco había dejado de ser un hombre para convertirse en un dim. Parecía ser que dim venía a significar algo así como semidiós.
—Si todo hubiera transcurrido con normalidad —les estaba diciendo— no sería yo la persona que os estaría hablando en estos momentos, sino John Granodecebada. Pero la Madre Blanca creyó conveniente poner fin a su vida antes de los Ritos de Plantación. Tras una votación se ha decidido que yo, como jefe de la gran hermandad del Tabaco, tomara su lugar como gobernante de Deecee. Y estaré en este cargo hasta que sea demasiado viejo y débil, y después, lo que sea, será.
Ninguno le comprendió del todo, en parte a causa de su falta de conocimiento de la cultura de Deecee, y en parte por la dificultad que tenían en entendía su lenguaje. Tom Tabaco había nacido y se había educado en Norfolk, Virginia, la ciudad más al sur de Deecee. El lenguaje Nafek, o norfolkino, se diferenciaba tanto del Wahstin, o washingtoniano, como el español del portugués. No se trataba simplemente de que hubiera diferencias en algúnas palabras. El norfolkino no tenía la misma estructura del washingtoniano.
Tom Tabaco, al igual que su predecesor John Granodecebada, era un hombre alto y delgado. Llevaba un sombrero marrón con forma de puro, un peto hecho de un género rígido de color igualmente marrón que imitaba la forma de puro, un peto hecho de un género rígido de color igualmente marrón que imitaba la forma de las hojas del tabaco, una capa marrón, una falda verdosa de la que pendían dos largos cigarros, y botas marrones de piel. Sus largos cabellos eran castaños; llevaba unas gafas, puramente decorativas, teñidas de marrón, y sus dientes, amarillentos por la nicotina, aprisionaban un largo cigarro. Mientras hablaba, fue sacando cigarros de un bolsillo de su falda y se los fue ofreciendo a los prisioneros. Todos, a excepción de Sarvant, los aceptaron y los encontraron excelentes.
Tom Tabaco dejó escapar una densa nube de humo verde, y dijo:
—Seréis liberados tan pronto como yo me vaya, cosa que haré en breve. Soy un hombre ocupado. Tengo pendientes muchas decisiones que tomar, muchos papeles que firmar, muchas funciones que atender. Mi tiempo no me pertenece; pertenece a mi nación y a la Gran Madre Blanca.
Churchill aspiró una profunda bocanada de humo para darse tiempo de pensar lo que iba a decir. Los otros hablaban al mismo tiempo, pero cuando Churchill hablaba, ellos guardaban silencio. Ahora que Stagg no se encontraba allí, no solo llevaba él la voz cantante por ser el oficial de mayor graduación del Terra, sino por la fuerza de su personalidad.
Era un hombre bajo y rechoncho, con un cuello macizo y unos brazos y unas piernas gruesos. Su rostro era al mismo tiempo infantil y firme. Sus cabellos eran rojos y ensortijados y, como es común en los pelirrojos, tenía abundantes pecas. Sus ojos eran redondos y de un azul claro semejantes a los de un niño; su nariz, corta y redonda. Y aunque a primera vista tenía toda la indefensa apariencia de un niño, poseía también la habilidad de los niños de mandar a todos los que están a su alrededor. En cambio su voz no cuadraba en absoluto con su apariencia. Más bien bramaba.
—Puede que usted sea un hombre ocupado, señor Tabaco, pero seguro que no tanto como para no poder decirnos, al menos, qué es lo que está pasando. Nos han mantenido encerrados aquí en contra de nuestra voluntad durante semanas. No hemos podido comunicarnos ni con nuestro capitán ni con el doctor Calthorp. Tenemos sobradas razones para sospechar que puedan estar implicados en algo desagradable. Sin embargo, cuando preguntamos por ellos lo único que se nos dice es que lo que ha de ser, será. ¡Magnífico! ¡Muy reconfortante!
»Ahora, señor Tabaco, exijo que se responda a nuestras preguntas. No creo que el hecho de que haya guardias estacionados al otro lado de la puerta nos impida despedazarle ahora mismo, si nos lo proponemos. ¡Queremos las respuestas, y las queremos ahora!
—Tome un cigarro y tranquilícese —dijo Tom Tabaco—. Está usted realmente confundido y acalorado. Pero no me hable de derechos. Ustedes no son ciudadanos de Deecee; y, además, se encuentran en una situación extremadamente precaria.
»No obstante, voy a darles algunas respuestas; para eso he venido aquí. En primer lugar, van a ser liberados. En segundo lugar, se les otorga un plazo de un mes para adaptarse a la vida de Deecee. En tercero, si finalizado el mes se ve con claridad que ustedes no van a llegar a convertirse nunca en unos buenos ciudadanos, los mataremos.
No los vamos a exiliar, los vamos a matar. Si les expulsáramos a otro país, podríamos incrementar la población de nuestros estados enemigos. Y no tenemos ninguna intención de que eso suceda.
—Bien, al menos sabemos ya a qué atenernos —dijo Churchill—, aunque, también es verdad, de una forma un tanto vaga. ¿Tendremos acceso al Terra? Los resultados de diez años de valiosos e insustituibles estudios están en esa nave.
—No, no podrán. Sin embargo, sus propiedades personales les serán devueltas.
—Gracias —ironizó Churchill—. ¿Se da cuenta de que, a parte de unos pocos libros, no tenemos propiedades personales? ¿Con qué dinero contaremos mientras encontramos trabajo? ¿Y qué clase de trabajos podremos hacer nosotros en una sociedad tan primitiva como ésta?
—La verdad es que no puedo responderles a eso —replicó Tom Tabaco—. Después de todo, han de agradecer que les hayamos dejado con vida. Hay quienes no querían que les dejáramos ni tan siquiera eso.
Se metió dos dedos en la boca y lanzó un silbido. Apareció un hombre con un saquito en la mano.
—Ahora, caballeros, debo irme. Asuntos oficiales me reclaman. Sin embargo, para que no puedan, por ignorancia, transgredir las leyes de esta santa nación, y también para quitarles cualquier tentación de hacerlo, este hombre les instruirá acerca de nuestras leyes y les entregará dinero suficiente para comer durante una semana, dinero que habrán de devolver cuando hayan encontrado trabajo… si es que lo encuentran. Columbia les bendiga.
Una hora más tarde, los ocho hombres se encontraban frente al edificio hasta el que les habían escoltado. Lejos de sentirse alegres, tenían más bien un aspecto ofuscado y casi de indefensión.
Churchill los miró a todos, y aunque se sentía como ellos, les dijo:
—En nombre del Cielo, ¡ánimo! Hemos pasado por situaciones peores que ésta. ¿Os acordáis de cuando estábamos en Wolf 69 III, atravesando aquel gran pantano jurásico en una balsa? ¿Os acordáis de que teníamos sobre nuestras cabezas a aquel ser-globo y de que se nos habían caído al agua nuestras armas y tuvimos que regresar a la nave desarmados? Estábamos mucho peor que ahora y no teníamos este aire tan angustiado. ¿Qué ha pasado? ¿Es que ya no sois los mismos de antes?
—Yo no estoy asustado —dijo Steinborg—. No es que hayamos perdido el valor. Es que esperábamos demasiado. Cuando aterrizábamos en planetas desconocidos, esperábamos lo inesperado y lo desastroso. Incluso lo buscábamos. Pero aquí, no sé, habíamos puesto demasiadas esperanzas… Aparte del hecho de encontrarnos indefensos. Estamos desarmados, y si nos encontramos ante una situación difícil no podremos tan siquiera tener la esperanza de poder regresar a nuestra nave y escapar.
—¿Y por eso estáis dispuestos a dejar que las cosas marchen al azar, esperando que todo vaya bien? —dijo Churchill—. ¡En nombre de Dios! Sois unos hombres escogidos entre miles de candidatos por vuestra inteligencia, vuestra educación, vuestro ingenio y valor físico, la flor y nata de la Tierra. ¡Estáis a merced de una gente cuyos conocimientos caben de sobra en vuestro dedo meñique! ¡Deberíais ser dioses y no sois más que ratones!
—Deja de decirnos esas cosas —dijo Lin—. Sabes muy bien que todavía estamos traumatizados. No sabemos qué hacer, y es eso lo que nos desconcierta.
—Bueno, yo no pienso seguir dando vueltas hasta que venga algún espíritu de lo alto a iluminarme —dijo Churchill—. ¡Voy a hacer algo ahora mismo!
—¿Y qué es exactamente lo que vas a hacer? —preguntó Yastzhembski.
—Voy a pasearme por Washington hasta que vea algo que requiera acción. Si queréis venir conmigo, podéis hacerlo. Pero si preferís seguir vuestro camino, allá vosotros.
Puedo ser vuestro jefe, pero no vuestro pastor.
—Tú no entiendes —dijo Yastzhembski—. Seis de nosotros no somos de este continente. Yo desearía regresar a Siberia. Gbwe-hun quiere regresar a Dahomey.
Chandra, a la India. Al-Masyuni a la Meca. Lin a Shanghai. Pero ello nos parece imposible. Steinborg desearía volver al Brasil. Pero si lo hiciera no encontraría más que desiertos, junglas y salvajes primitivos. De modo que…
—De modo que habréis de permanecer aquí y hacer lo que Tabaco quiere: que nos integremos. Bien, pues eso es lo que yo pienso hacer. ¿Alguno viene conmigo? Churchill no se quedó a discutir más. Echó a andar por la calle sin volver ni una sola vez la vista atrás. Sin embargo, cuando llegó a la primera esquina se detuvo a mirar a un grupo de chicas y chicos desnudos que jugaban a la pelota en la calle.
Estuvo mirándolos durante unos cinco minutos y luego prosiguió su camino.
Aparentemente, ninguno le había i. seguido.
Pero se equivocaba. En el momento en que se volvía para seguir andando, oyó que alguien le llamaba.
—Espera un momento, Churchill. Era Sarvant.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Churchill.
—Los asiáticos han decidido intentar regresar a sus lugares de origen. Cuando los dejé estaban todavía discutiendo si robar un barco y cruzar el Atlántico, o robar ciervos y cabalgar hasta el estrecho de Bering, desde donde cruzarían en barco hasta Siberia.
—No sé si pensar de ellos que son los más calientes del mundo… o los más estúpidos. ¿Pueden creer en realidad que lo lograrán? ¿Y se creen que allí encontrarán mejores condiciones que aquí?
—No saben lo que van a encontrar, pero están desesperados.
—Me gustaría, volver y desearles buena suerte —dijo Churchill—. Pero acabaría intentando convencerles de que abandonasen la idea. Son unos hombres valerosos.
Nunca lo he dudado, a pesar de haberles llamado ratones, lo hice porque intentaba animarlos. Y me temo que lo he conseguido demasiado bien.
—Les he dado mi bendición, aunque muchos de ellos son agnósticos —dijo Sarvant—. Pero me temo que sus huesos se pudrirán en este continente. —¿Tú qué piensas hacer? ¿Intentarás llegar a Arizona?
—Por lo que he podido ver de Arizona mientras girábamos en torno a la Tierra, diría que no solamente no hay allí ningún gobierno organizado, sino que no hay ni tan siquiera gente. Me gustaría ir a Utah, pero su aspecto no era mucho mejor. Incluso el Lago Salado se ha secado. No queda más que una capa de sal. Nada me impulsa, por lo tanto, a regresar allí. Y, además, aquí hay trabajo que hacer para toda una vida. —¿Trabajo? ¿No querrás decir rezando?
Churchill miró incrédulo a Sarvant, como si viera por primera vez su verdadero carácter.
Nephi Sarvant era un hombre bajo, huesudo y de piel oscura, de unos cuarenta años.
La barbilla le sobresalía tanto que daba la impresión de que se curvaba hacia arriba en la punta. Sus labios eran tan finos que parecían un hilo y la nariz, al igual que la barbilla, estaba extraordinariamente desarrollada y se curvaba hacia abajo como si pretendiera encontrarse con aquélla. Sus compañeros de tripulación decían que de perfil parecía un cascanueces humano.
Sus grandes ojos castaños eran muy expresivos, y en aquel momento parecían encendidos por una luz interior. Se le habían encendido con frecuencia durante el viaje por las estrellas, cuando ensalzaba los méritos de su iglesia como la única verdadera de la Tierra. Pertenecía a una secta conocida con el nombre de los Últimos Fieles, el núcleo estrictamente ortodoxo de una iglesia que no había sucumbido a la trivialización que habían experimentado la mayoría de las iglesias. Creencia en otro tiempo de una gente peculiar, los miembros de esta secta podían distinguirse solamente por el hecho de que los demás cristianos todavía esperaban el adviento de su iglesia. Pero el fuego espiritual había muerto.
Sin embargo, no había sucedido esto con el grupo al que Sarvant pertenecía. Los Últimos Fieles se habían negado a adoptar los así denominados vicios de sus vecinos. Se habían reunido en un grupo en la ciudad Fourth of July, de Arizona, y desde allí habían enviado misioneros a un mundo indiferente o hedonista.
Sarvant había sido elegido como miembro de la tripulación del Terra por ser la mayor autoridad de su tiempo en el campo de la geología. Pero había sido aceptado bajo la condición de que no hiciera proselitismo. El nunca había hecho ningún intento explícito de convertir a nadie. Pero había repartido entre sus compañeros de la tripulación el Libro de su iglesia, rogándoles únicamente que lo leyeran. Y había discutido con ellos la autenticidad del libro.
—¡Por supuesto que me refiero a la oración! —dijo—. Este país está tan preparado para recibir el Evangelio como cuando desembarcó Colón. Te confesaré, Rud, que cuando vi la desolación que había abatido el sudoeste me sentí presa de la desesperación. Parecía que mi iglesia había sido borrada de la faz de la Tierra. De haber sido así, era muestra de que mi iglesia era falsa, porque estábamos seguros de que sería eterna. Pero oré, y una vez más la verdad llegó a mí. Quiero decir que… ¡yo todavía existo! Y por mi mediación, la iglesia puede crecer de nuevo, crecer como nunca lo hiciera, porque esas mentes paganas, una vez convencidas de la Verdad, se convertirán en los Primeros Discípulos. El Libro se propagara como el fuego. ¿Te das cuenta? Los Últimos Fieles llevarnos algo de ventaja a los demás cristianos, porque ellos pensaban que la verdadera iglesia la poseían ya. Pero la verdadera iglesia significaba para ellos poco más que un club social. No era un camino de verdad y de vida. Era…
—Respeto tu punto de vista —dijo Churchill—. Pero no me impliques a mí. Las cosas ya se presentan suficientemente difíciles. Bueno, vamos. —¿Ir? ¿Adonde?
—A algún lugar en donde podamos cambiar los trajes que llevamos por ropas del país.
Se encontraban en una calle llamada Conch. Iba de norte a sur, por lo que Churchill pensó que si se dirigían hacia el sur era muy probable que llegaran a la zona portuaria.
Allí, a menos que las cosas hubieran cambiado mucho, habría más de una tienda en la que cambiar sus ropas y, quizás, ganar un poco de dinero con el cambio. La calle Conch, a aquella altura, era una mezcla de zona residencial y de edificios del gobierno. Las residencias se hallaban rodeadas de bellos jardines y estaban construidas con ladrillo o cemento. Eran de diversas formas y estaban pintadas de varios colores. De un solo piso, presentaban una amplia fachada, y la mayoría de ellas tenían dos alas en los ángulos derechos de las fachadas. Y, en la parte delantera, todas tenían un grueso mástil totémico, la mayoría hechos de piedra, porque la madera la reservaban para construir barcos, carros, armas y como combustible.
Los edificios del gobierno no estaban rodeados de jardines y eran de ladrillo o mármol.
Los muros eran curvos y estaban circundados por porches de altas columnas. Sobre cada una de las cúpulas se elevaba una estatua.
Churchill y Sarvant caminaban sobre el asfaltado pavimento (no existían aceras) y de vez en cuando habían de pegarse a los edificios para no ser arrollados por los ciervos o los carros conducidos por hombres frenéticos. Los jinetes parecían ser aristócratas, porque estaban ricamente vestidos y obviamente esperaban que los viandantes se retiraran de su camino, pues en caso contrario serían pisoteados. Los conductores de carros semejaban algún tipo de correo.
Abruptamente el aspecto de la calle se deterioró.
Los edificios presentaban una apariencia sólida, separados por alguna que otra callejuela. Eran, evidentemente, edificios del gobierno alquilados a agentes privados, y se habían convertido en pequeñas tiendas o en viviendas. Frente a ellos jugaban niños desnudos.
Pero no estaban tan limpios como los que habían visto antes.
En ese momento, Churchill dio con la tienda que había andado buscando. Entró en ella, con Sarvant a sus talones. El interior de la tienda era una pequeña habitación repleta de ropas de toda especie. Tanto el escaparate como el suelo, de cemento, estaban sucios y el olor a excremento de perro inundaba la tienda. Dos perros de raza indefinida intentaron ponerse de patas sobre ambos hombres.
El propietario era un hombre bajo, barrigudo y calvo, y llevaba dos enormes pendientes de latón. Se parecía mucho a los tenderos de cualquier otro siglo, excepto por aquel indefinido aspecto cervino peculiar de la gente de aquella era.
—Deseamos vender nuestros vestidos —dijo Churchill.
—¿Poseen algún valor? —preguntó el propietario.
—Como vestidos, no mucho —contestó Churchill—. Como objetos curiosos, pueden valer mucho. Somos de la tripulación de la nave interestelar.
Los ojillos del propietario se agrandaron. —¡Ah, hermanos del Héroe Solar!
Churchill no conocía todas las implicaciones de aquella exclamación. Sabía solamente lo que Tom Tabaco había mencionado casualmente. Que el capitán Stagg se había convertido en el Héroe Solar.
—Estoy seguro de que usted podrá vender cada una de las piezas de nuestras ropas por una buena suma. Estas ropas han estado en las estrellas, en lugares tan lejanos que si ustedes tuvieran que caminar hasta allí sin detenerse a comer o a descansar, habrían recorrido medio camino hacia la eternidad. La luz de soles lejanos y el aire de mundos exóticos están pegados en las fibras de estos trajes. Y los zapatos aún conservan restos de la tierra en donde monstruos mayores que este edificio caminaban produciendo auténticos terremotos.
Al dueño de la tienda aquello no le impresionó.
—Pero bueno, ¿ha tocado el Héroe Solar estas ropas? —preguntó.
—Muchas veces. En una ocasión llevó puesta esta chaqueta. —¡Abhh!
Fue una muy significativa exclamación. Pero enseguida se dio cuenta de que su exclamación le había traicionado, mostrando a las claras su interés por aquellos objetos.
Bajó los ojos y puso cara de humildad.
—Todo eso está muy bien, pero yo soy un hombre pobre. Los marineros que frecuentan esta tienda no tienen mucho dinero. Después de pasar por las tabernas, no tienen más remedio que venir aquí a vender sus ropas.
—Eso es probablemente cierto. Pero estoy seguro de que usted tiene contactos con gentes que pueden vender esto a patrones más ricos.
El dueño sacó del bolsillo de su falda algunas monedas.
—Le doy cuatro columbias por el lote.
Churchill hizo un gesto a Sarvant y comenzó a caminar hacia la puerta. Pero antes de llegar a ella se encontró con que el dueño de la tienda le cerraba el paso.
—Quizá pueda ofrecerle cinco columbias. Churchill señaló una falda y unas sandalias. —¿Cuánto vale eso? Quiero decir, ¿por cuánto lo vendería usted?
—Por tres peces.
Churchill reflexionó. Una columbia debía equivaler más o menos a un billete de cinco dólares de su tiempo. Un pez era un cuarto de dólar.
—Usted sabe tan bien como yo que va a sacar un cien por cien de beneficio. Quiero veinte columbias por todo.
El dueño levantó las manos en un gesto de desesperación.
—Aún sale ganando —dijo Churchill—. Podría ir casa por casa por la avenida de los millonarios vendiendo esto. Pero no tengo tiempo. ¿Va a darnos veinte columbias o no?
Es mi última oferta.
—Les está quitando el pan de la boca a mis pobres hijos… pero acepto su oferta.
Diez minutos después, los dos astronautas salían de la tienda. Llevaban sandalias y faldellines y sombreros redondos de ala. De sus anchos cinturones de cuero pendían fundas que contenían sendas navajas de acero, y cada uno tenía ocho columbias en sus bolsillos. Cada uno llevaba un saco que contenía un poncho para protegerse de la lluvia.
—El próximo paso, los muelles —dijo Churchill—. Acostumbraba a pilotar yates para los ricos durante el verano cuando estudiaba.
—Ya sé que sabes pilotar yates —dijo Sarvant—. ¿Has olvidado que fuiste tú quien gobernaba aquella nave que robamos cuando escapamos de la prisión en el planeta Vixa?
—Lo había olvidado —dijo Churchill—. Quiero ver qué oportunidades hay de encontrar un trabajo. Después iremos a echar una mirada por ahí. Quizá podamos saber qué ha pasado con Stagg y Calthorp.
—Rud —le dijo Sarvant a Churchill—, ha de haber muchas más formas de encontrar trabajo además de ésa. ¿Por qué intentarlo en los barcos precisamente? Sé muy bien que posees conocimientos a más de un nivel.
—Está bien. Ya sé que no eres un chismoso. Si encuentro un barco apropiado, podemos entregárselo a los muchachos de Yastzhembski para que puedan llegar a Asia, vía Europa.
—Estoy muy contento de oírte decir eso —dijo Sarvant—. Llegué a pensar que te habías desentendido de ellos, que no te importaban nada. Pero, ¿cómo harás para encontrarlos?
—¿Bromeas? —rio Churchill—. Todo lo que tenemos que hacer es preguntar en el templo más cercano.
—¿Templo?
—Seguro. Es evidente que el gobierno va a tenernos vigilados. De hecho, los hemos tenido pegados a los talones desde que salimos de la prisión. —¿Dónde están?
—No mires ahora. Hay uno, pero te lo señalaré más tarde. Sigue caminando.
Churchill se detuvo bruscamente. Su paso se vio cortado por un círculo de hombres arrodillados sobre la carretera. Nada le impedía a Churchill dar un rodeo y seguir su camino, pero prefirió enterarse de qué hacían.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Sarvant.
—Están jugando a una versión del siglo XXIX de los dados.
—Va en contra de mis principios incluso mirar cómo juegan —dijo Sarvant—. Espero que no estés pensando en unirte a ellos.
—Pues sí, es eso exactamente lo que voy a hacer.
—No lo hagas, Rud —le rogó Sarvant tomando a Churchill por un brazo—. No sale nada bueno de estos juegos.
—Capellán, no soy un miembro de tu feligresía. Probablemente estos hombres se atengan a las reglas del juego. Eso es todo lo que deseo. —Dicho y hecho, Churchill sacó tres columbias de su bolsillo y preguntó con voz profunda—: ¿Puedo participar en esta tirada?
—Seguro —le respondió un hombre de piel oscura que llevaba un parche sobre su ojo—. Puedes jugar cuanto quieras mientras te quede dinero. ¿Acabas de desembarcar?
—No hace mucho —dijo Churchill. Se arrodilló y puso una columbia en el suelo—. Me toca a mí, ¿eh? Vamos, pequeños. Poppa necesita un bolsillo lleno de centeno.
Treinta minutos más tarde, un Churchill sonriente se acercaba a Sarvant con un puñado de monedas de plata.
—El premio al pecado —dijo.
La sonrisa desapareció de su rostro cuando oyó un ronco griterío a su espalda. Se volvió y vio que los jugadores de dados avanzaban hacia él.
El tuerto le gritaba:
—Espera un momento, amigo, que vamos a arreglar contigo un par de asuntos.
—¡Eh! —le previno con disimulo a Sarvant—. Prepárate a correr. Todos esos muchachos son malos perdedores.
—No les has hecho trampas, ¿verdad? —preguntó Sarvant nervioso.
—¡Por supuesto que no! Deberías conocerme mejor para pensar eso de mí. Además, difícilmente hubiera podido con ese puñado de brutos.
—Escucha, amigo —dijo el tuerto—. Hablas de una forma muy curiosa. ¿De dónde eres? ¿De Albany?
—De Manitowoc, Wisconsin —respondió Churchill.
—Nunca oí hablar de ese lugar. ¿Es alguna ciudad pequeña del norte?
—Del noroeste —dijo Churchill—. ¿Por qué quieres saberlo?
—No nos gustan los extranjeros que ni siquiera pueden hablar correctamente en Deecee. A los extranjeros les suelen suceder cosas curiosas, especialmente cuando hacen trampas jugando a los dados. Hace solo una semana, cogimos a un marinero procedente de Norfolk que usaba la magia para controlar los dados. Le rompimos los dientes, le llevamos al puerto, y le arrojamos al agua con una piedra atada al cuello. Nadie le ha vuelto a ver.
—Si pensabais que os estaba haciendo trampas, podíais habérmelo dicho mientras estaba jugando, ¿no?
El marinero tuerto ignoró la respuesta de Churchill y dijo:
—No veo que lleves ningún símbolo de ninguna hermandad. ¿A qué hermandad perteneces?
—Kapa Alfa Ro —dijo Churchill, al tiempo que se llevaba la mano a la funda de su cuchillo.
—¿Qué clase de jerga es esa? ¿Quieres decir la hermandad del Cordero?
Churchill podía ver claramente que tanto él como Sarvant podían considerarse corderos, pero corderos para el matadero a menos que pudieran demostrar que se encontraban bajo la protección de alguna hermandad poderosa. No pensaba, en una situación como aquélla, provocar mayores problemas. Pero un resentimiento que había ido creciendo dentro de él durante las últimas seis semanas estalló con repentina furia.
—¡Pertenezco a la raza humana! —gritó—. ¡Y eso es mucho más de lo que puede decirse de ti!
El marinero tuerto enrojeció. Luego comenzó a lanzar juramentos y amenazas:
—¡Por los pechos de Columbia, voy a arrancarte el corazón! Ningún sucio extranjero va a hablarme de esa forma!
—¡Atreveos a eso, ladrones! —aulló Churchill. Sacó el cuchillo de la funda, al tiempo que le gritaba a Sarvant—: ¡Corre con todas tus fuerzas!
El tuerto había sacado también su navaja y amenazaba a Churchill con la hoja.
Churchill arrojó un puñado de monedas de plata al ojo de aquel hombre, dando al tiempo un paso adelante. La palma de su mano izquierda se dirigió veloz hacia la muñeca de la mano del otro hombre que sujetaba la navaja hasta obligarle a soltarla. Luego, Churchill hundió su cuchillo en la abultada barriga del marinero.
Sacó la navaja del cuerpo de su contrario y dio un paso atrás, preparándose para hacerles frente a los demás. Pero aquellos hombres sabían luchar suciamente como cualquier marinero. Uno de ellos extrajo un ladrillo de un montón de escombros y se lo arrojó a Churchill a la cabeza. En aquel instante, el mundo se volvió negro en torno a él, y solo fue vagamente consciente de que la sangre que brotaba de la herida de su frente le caía sobre los ojos. Cuando recobró el sentido, vio que le habían despojado de la navaja y que dos fuertes marinos le sujetaban las manos.
Un tercer hombre, bajo y delgado, que gruñía a través de sus dientes rotos, avanzó hacia Churchill y dirigió la hoja de su cuchillo al vientre.