—¡Qué mareo! —gruñó Stagg.
—Me temo que lo han hecho —dijo una voz que Stagg reconoció enseguida como la de Calthorp.
Stagg se incorporó y lanzó un alarido de dolor y sorpresa. Saltó de la cama y cayó de rodillas, presa de una gran debilidad; luchó por ponerse en pie, y finalmente logró cruzar tambaleándose la habitación hasta el espejo que ocupaba una de las paredes. Se dio cuenta de que estaba desnudo, pero en aquel momento su mente no estaba como para preocuparse por cosas como esa, ni por ninguna otra, a excepción de aquellas cosas horribles que vio que le salían de la frente.
—¡Cuernos! ¿Qué es lo que han hecho ésos? ¿Qué han puesto ahí? Por Dios que si llego a poner mis manos sobre el bromista que ha hecho esto… —e intentó arrancarse aquellas cosas de la cabeza. Aulló de dolor y apartó las manos mientras se contemplaba en el espejo. Había una mancha de sangre en la base de uno de los cuernos.
—No son cuernos —dijo Calthorp—. Son astas. Me gusta ser específico. Astas, y no son duras ni mortíferas, sino suaves, cálidas y aterciopeladas. Si pones el dedo aquí podrás notar el pulso de la arteria, justo bajo la superficie. Puede que lleguen algún día a ser las astas duras y mortíferas de —no te ofendas por la palabras— una cabra adulta. No lo sé.
El capitán estaba alterado y buscaba algo sobre lo que descargar su furia.
—¡Muy bien, Calthorp! —rugió—. Ahora me vas a decir si has tenido algo que ver con este asunto. Porque, si es así, ¡voy a despedazarte!
—No solo tienes el aspecto de una bestia, sino que comienzas a comportarte como si lo fueras —murmuró Calthorp.
Stagg estuvo a punto de agredir al hombrecillo por su comentario, creyendo ver en él un humor de pésimo gusto. Pero vio que las manos de Calthorp temblaban. Estaba pálido y su actitud era la de un hombre realmente asustado.
—Muy bien —dijo Stagg, tranquilizándose un poco—. ¿Qué es lo que ha pasado?
Con voz temblorosa, Calthorp le contó que los sacerdotes habían intentado trasladar su cuerpo inconsciente a su habitación. Pero que, en aquel momento, había aparecido un tropel de sacerdotisas que se había abalanzado sobre él con el propósito de arrebatárselo a aquéllos. Por un angustioso momento, Calthorp había temido que fueran a partirle en dos. No obstante, luego resultó que aquella lucha era pura comedia, es decir, un simple ritual; estaba convenido que las sacerdotisas lograran apoderarse de su cuerpo.
Calthorp había intentado seguirlas a la habitación don de se lo habían llevado, pero fue brutalmente derribado por el suelo.
—Enseguida me di cuenta de lo que sucedía. Ellas no deseaban la presencia de ningún hombre en la habitación, excepto, naturalmente, tú. Incluso los cirujanos eran mujeres. Créeme, cuando vi que entraban en tu habitación llevando sierras, trépanos, vendajes y todo tipo de instrumentos, pensé volverme loco. Especialmente, cuando me di cuenta de que los cirujanos estaban borrachos. Bueno, de hecho, todas aquellas mujeres lo estaban. ¡Qué manada de salvajes! John Granodecebada me hizo salir de allí. Me dijo que, en aquellos momentos, esas mujeres eran capaces de despedazar literalmente a cualquier hombre con el que toparan. Me insinuó, además, que algunos de los músicos no se habían presentado voluntariamente como candidatos a sacerdotes castrados; simplemente, no habían sido lo suficientemente ágiles para apartarse del camino de aquellas damas la noche del solsticio de invierno.
»Granodecebada me preguntó si yo era un Alce. Únicamente los hermanos totémicos del Gran Stagg estaban comparativamente a salvo en aquellos momentos. Le respondí que no era un Alce, pero que era miembro del Club de los Leones… si bien mis cuotas hacía mucho tiempo que no habían sido pagadas. Me contestó que, en ese caso, habría estado a salvo el año anterior, en que el Héroe Solar fue un León. Pero que en esta ocasión me encontraba en grave peligro, e insistió en que dejara la Casa Blanca hasta que el Hijo —se refería a ti— hubiera nacido. Y eso fue lo que hice. Estuve dando vueltas de un lado para otro hasta que todo el mundo salió, excepto tú. Luego permanecí a tu lado hasta que te despertaste.
Sacudió la cabeza y le sonrió con simpatía.
—¿Sabes? —dijo Stagg—, parece que me voy acordando de algo. Retazos vagos y confusos, pero puedo recordar lo que pasó después de tomar aquella bebida. Me sentía débil e indefenso como un niño. Hacían mucho ruido a mi alrededor. Había mujeres gritando como si estuvieran a punto de dar a luz…
—Tú eras el niño —dijo Calthorp.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Las cosas comienzan a no resultarme ya tan poco familiares.
—No me dejes sumido en la oscuridad cuando tú puedes ver la luz —le rogó Stagg—. Bueno, como te iba diciendo estuve solo semiinconsciente la mayoría del tiempo. Intenté resistirme cuando me colocaron sobre una mesa y me pusieron un corderito blanco sobre la cabeza. No tenía la menor idea de lo que planeaban… hasta que le cortaron la garganta. Quedé cubierto de sangre de los pies a la cabeza.
»Luego me quitaron el cordero de encima y me obligaron a pasar a través de una estrecha abertura triangular. La abertura debía tener un armazón de metal, pero estaba forrada de un material esponjoso rosado. Había dos sacerdotisas empujándome por los hombros a fin de obligarme a pasar por la abertura. Las demás aullaban como trasgos.
Estaba drogado y sentía la sangre helada. ¡No había oído en tu vida tales chillidos, que asustarían al mismísimo Dios!
—Sí, los oí —dijo Calthorp—. Todo Washington los escuchó, porque todo el mundo se encontraba agolpado ante las puertas de la Casa Blanca.
—Me quedé atascado en aquella maldita abertura y las sacerdotisas empujaban con violencia. Mis hombros no pasaban. De pronto noté que un chorro de agua corría por mi espalda; alguien debía estar enchufándome con una manguera. Recuerdo que pensé que debía de haber algún tipo de bomba en la casa, porque el agua salía á una presión espantosa.
»Finalmente logré atravesar la abertura, pero no caí al suelo. Dos de las sacerdotisas me cogieron por las piernas y me sostuvieron así, cabeza abajo. Luego me propinaron unos azotes, unos fuertes azotes. Estaba tan sorprendido que grité.
—Que es lo que ellas deseaban que hicieras.
—Luego me colocaron en otra mesa. Me limpiaron la nariz, la boca y los ojos. Es curioso, pero no me había dado cuenta de que mi boca y mis narices estaban cubiertas de una sustancia mucosa. Ello debió de haberme creado dificultades para respirar, pero no fui consciente de ello. Luego… luego… —¿Luego? Stagg enrojeció.
—Luego me llevaron junto a una sacerdotisa enormemente gorda que se hallaba tumbada sobre mi cama, entre almohadones. Nunca la había visto antes.
—Quizá proceda de Manhattan —dijo Calthorp—. Granodecebada me dijo que allí la suma sacerdotisa era una enorme matrona.
—Enorme es la palabra adecuada para esta de la que te hablo —siguió relatando Stagg—. Era la mujer más grande que jamás haya visto. Estaba seguro de que, de pie, sería de mi estatura. Y debía pesar unos ciento cincuenta kilos. Tenía todo el cuerpo empolvado… para lo cual debieron necesitar todo un barril de polvos. Era blanda, redonda y blanca. Una auténtica abeja reina humana, nacida para no hacer otra cosa en su vida que poner millones de huevos y…
—¿Y qué? —preguntó Calthorp, al ver que Stagg permanecía callado.
—Me colocaron de tal forma que mi cabeza estaba sobre uno de sus pechos. Era el pecho más enorme del mundo, Puedo jurarlo. Parecía tan grande como la mismísima curva de la Tierra. Luego tomó mi cabeza y la giró. Intenté resistirme, pero me sentía tan débil que no pude lograrlo. No podía hacer nada.
»De repente, me sentí como un bebé. No era un hombre maduro. Era el Pete Stagg recién nacido. Debía ser por el efecto de la droga. Se trata de un agente hipnótico, podría jurarlo. Sea como fuere, yo estaba… estaba…
—¿Hambriento? —preguntó Calthorp en voz baja. Stagg asintió con la cabeza.
Después Stagg, en un evidente esfuerzo por eludir el tema, se llevó las manos a las astas y dijo:
—Hmmm. Los cuernos están sólidamente enraizados.
—Astas —corrigió Calthorp—. Pero puedes seguir llamándolos así, aunque sea inadecuado. He notado que los habitantes de Deecee utilizan esta inexacta palabra también. Pero bueno, distingan o no entre astas y cuernos en el lenguaje común, el hecho es que sus científicos son unos biólogos maravillosos. Quizá no estén muy fuertes en física y en el electrónica, pero son unos soberbios artistas en lo referente a la carne. Por cierto, esas astas son algo más que algo simbólico u ornamental. Poseen una función, Apuesto mil contra uno a que contienen glándulas que están bombeando todo tipo de hormonas en tus venas.
Stagg se estremeció. —¿Qué es lo que te hace decir eso?
—En primer lugar, porque Granodecebada me hizo algunas insinuaciones acerca de lo que se proponía. En segundo lugar, me hace pensar eso tu asombrosamente rápida recuperación de una operación de tal envergadura. No hay que olvidar que para ella ha sido necesario abrir dos agujeros en tu cráneo, implantar las astas, cortar venas, conectarlas a los canales sanguíneos de las astas y quién sabe cuantas cosas más.
Stagg lanzó un gruñido y dijo:
—Alguien va a lamentar esto. ¡Esa Virginia está detrás de todo esto! Voy a despedazarla la próxima vez que la vea. Estoy cansado de que me utilicen de esta forma tan salvaje.
Calthorp le miraba angustiado. Le preguntó: —¿Te sientes bien ahora?
Stagg abrió las ventanas de su nariz e hinchó el pecho.
—Antes no. Pero ahora me siento como si pudiera partir en dos el mundo. Solo me sucede una cosa: estoy hambriento como un oso que acaba de despertar de la hibernación. ¿Cuánto tiempo estuve sin sentido?
—Unas treinta horas. Como puedes ver, está oscureciendo —Calthorp puso su mano sobre la frente de Stagg—, Tienes fiebre, pero no es de extrañar. Tu cuerpo brama como un horno, generando nuevas células, bombeando hormonas como un loco en tu sangre.
Necesitas combustible para el horno.
Stagg golpeó la mesa con el puño. —¡Y necesito beber también! ¡Me estoy abrasando!
Golpeó con el puño el gong repetidas veces, hasta que sus notas llegaron al último rincón del palacio. Súbitamente, como si hubieran estado esperando la señal, unos criados aparecieron en la puerta. Llevaban mesas transportables llenas de platos y copas, repletos de comida y licores.
Stagg, olvidando hasta el más mínimo resto de buenas maneras, arrebató una bandeja de manos de un sirviente y comenzó a engullir carne y patatas y trigo y tomates, y pan y mantequilla, sin dar el menor respiro a sus mandíbulas, excepto para beber enormes tragos de cerveza. Tenía ya el pecho y las piernas manchados de comida y líquido, pero aunque él siempre había sido un correcto comensal, ahora no le prestó la más mínima atención.
Tras un formidable eructo, que casi dejó fuera de combate a uno de los criados, bramó:
—Puedo seguir comiendo, bebiendo…
Otro eructe gigante le interrumpió, y siguió comiendo igual que un cerdo en su pocilga.
Enfermo, no solo por lo que veía sino también por las implicaciones de todo aquello, Calthorp se dio la vuelta. Evidentemente, las hormonas habían barrido las inhibiciones del capitán, dejando al descubierto la parte puramente animal de aquel ser humano. ¿Qué era lo que iba a pasar después?
Finalmente, con el estómago hinchado como el de un gorila, Stagg se levantó. Hinchó el pecho y gritó:
—¡Me siento grande, grande! Eh, Calthorp, ¡tú también deberías tener un par de cuernos! —Y añadió—: Pero, ¿qué digo? Olvidaba que ya te pusieron unos. Fue por eso por lo que abandonaste la Tierra, ¿no es cierto, Calthorp? ¡Ja, ja!
El menudo antropólogo, con el rostro encarnado y desencajado, lanzó un aullido y se abalanzó contra Stagg. Este se echó a reír, lo cogió por la camisa y lo mantuvo así, con el brazo extendido, de forma que aunque Calthorp intentaba golpearle, sus cortos bracitos no llegaban a tocar a Stagg. Súbitamente, Calthorp se sintió arrojado con violencia y cayó con gran estrépito dentro de algo. Se oyó un sonido metálico y se dio cuenta vagamente, pese a estar semiinconsciente en el suelo, de que había sido arrojado contra el gong.
Luego notó que una poderosa mano le atenazaba la muñeca y tiraba de él, obligándole a ponerse en pie. Temiendo que Stagg fuera a matarle, se dispuso a lanzarle un valiente, aunque inútil, puñetazo.
Sin embargo, en el último instante, detuvo su puño.
Stagg estaba llorando.
—Gran Dios, ¿qué me sucede? —dijo Stagg— ¡Debo estar completamente fuera de mí para hacerte esto a ti, mi mejor amigo! Es horrible. ¿Cómo he podido hacer esto?
Atrajo a Calthorp hacia sí y lo estrechó afectuosamente. Entonces Calthorp temió por sus costillas. Stagg, dándose cuenta de que le hacía daño, le soltó.
—Está bien, te perdono —dijo Calthorp, retrocediendo cautelosamente. Se daba cuenta de que Stagg no era responsable de lo que hacía. En algunos aspectos se había convertido en un niño. Pero un niño no es nunca completamente egoísta; posee también un corazón tierno. Stagg estaba auténticamente apenado y dolorido.
Calthorp no podía seguir enfadado por lo que Stagg había dicho y hecho. Se dirigió hacia los ventanales y miró fuera.
—La calle está llena de gente y resplandeciente por la luz de miles de antorchas —dijo—. Deben de tener otra fiesta hoy.
A él mismo, aquello le sonó falso. Sabía suficientemente bien que el pueblo de Deecee estaba allí reunido para llevar a cabo una ceremonia en la que su capitán iba a ser el invitado de honor.
—Querrás decir otra orgía —corrigió Stagg—. Esta gente no se detiene ante nada cuando organiza sus diversiones. Se despojan de sus inhibiciones como las culebras de su pie. Y no reparan en que alguien pueda salir dañado.
Luego hizo una afirmación que sorprendió a Calthorp.
—Espero que la fiesta comience pronto. Cuanto antes, mejor.
—En nombre del Cielo, ¿por qué? —preguntó Calthorp—. ¿No has visto ya suficientes cosas como para estar asustado?
—No sé. Pero hay algo en mí que no estaba antes. Puedo sentir una violencia y un poder, un poder real, como nunca antes había conocido. Me siento… me siento… ¡como un dios! ¡Reviento de poder, de todo el poder del mundo! ¡Quiero explotar! Tu no puedes comprender cómo me siento. ¡Ningún hombre común podría!
Fuera, las sacerdotisas gritaban corriendo por las calles.
Ambos dejaron de hablar y escucharon. Permanecieron inmóviles como estatuas de piedra mientras escuchaban el simulacro de combate entre las sacerdotisas y la Guardia de Honor. Luego el enfrentamiento entre los Alces y las sacerdotisas.
Después oyeron el ruido de pasos en el salón contiguo a su apartamento, el crujir de la puerta que estaba siendo echada abajo a fuerza de golpes: los Alces la golpeaban con sus cuerpos de forma tan violenta que acabó saltando de sus goznes.
Y Stagg fue izado a hombros y sacado fuera.
Por un instante, Stagg pareció recuperar su personalidad normal. Se volvió y gritó: —¡Ayúdame, Doc! ¡Ayúdame!
Pero Calthorp no podía hacer otra cosa que lamentarse.