II

—Peter, estás hecho todo un rey de la cabeza a los pies —dijo Calthorp—. ¡Salve, Pedro VI!

Pese a su tono irónico, sabía el alcance que tenía lo que estaba diciendo.

Stagg medía más de uno noventa de estatura, pesaba noventa kilos, tenía más de un metro veinte de contorno, ochenta centímetros de cintura y noventa de cadera. Su cabello dorado con tonalidades rojizas había crecido mucho porque en la nave no había barberos y la tripulación se había dejado crecer el pelo. Su rostro era. hermoso como podía serlo el de un águila. Precisamente en ese momento parecía un águila en su jaula, paseándose de arriba abajo, con las manos en la espalda como si fueran las alas plegadas, la cabeza erguida y sus ojos azul oscuro fieros y absortos. De vez en cuando miraba a Calthorp con el ceño fruncido.

El antropólogo se hallaba sentado en una silla chapada en oro, con una preciosa boquilla con diamantes bailándole en los labios. Al igual que Stagg, se había ido dejando crecer la barba. Al día siguiente del aterrizaje le habían bañado, enjabonado y dado un masaje. Los sirvientes los habían afeitado aplicándoles simplemente una crema en la cara y limpiándosela después con una toalla. Al principio pensaron que era una forma maravillosamente fácil de afeitado, hasta que descubrieron que aquella crema les había privado para siempre de su derecho a dejarse crecer la barba.

Calthorp estimaba mucho la suya pero no puso ninguna objeción a aquel afeitado definitivo, porque los nativos le hicieron saber claramente que consideraban las barbas como una cosa abominable, algo totalmente hediondo para la nariz de la Gran Madre Blanca. Ahora lamentaba su desaparición. No solamente había perdido con la barba su patriarcal aspecto, sino que había quedado al descubierto su barbilla enclenque.

Súbitamente, Stagg se detuvo ante el espejo que cubría una de las paredes de la enorme habitación. Contempló hoscamente su figura, con aquella corona sobre la cabeza.

Era de oro y estaba adornada con catorce enormes diamantes. Contempló severamente el abultado cuello de terciopelo verde que le habían puesto y su vigoroso torso sobre el que estaba pintado un flamígero sol. Miró con repugnancia el cinturón de piel de jaguar que rodeaba su cintura, el faldellín escarlata, el enorme símbolo fálico negro cosido en la parte delantera del faldellín y las brillantes y blancas botas de cuero que le llegaban a la rodillas. Contemplaba al rey de Deecee en todo su esplendor. Lanzó un gruñido. Se quitó la corona y la arrojó violentamente contra el suelo. Esta fue a chocar contra la pared opuesta y regresó rodando a sus pies.

—¡De modo que he sido coronado monarca de Deecee! —gritó—. Rey de las Hijas de Columbia. O, como ellos dicen en su degenerado idioma, Re d’hijas C’lumpia.

»¿Qué especie de monarca soy yo? No se me permite ejercer ninguno de los poderes y privilegios que se espera ha de tener un rey. He sido rey de esta tierra gobernada por mujeres durante dos semanas, y han organizado todo tipo de fiestas en mi honor. Me han entonado alabanzas, literalmente, en todas partes por donde he ido, seguido siempre de mi Guardia de Honor del único pecho. He sido iniciado en la hermandad tótem de los Alces… y, permíteme que lo repita, eran los ritos más extraños que jamás haya conocido. Y fui elegido Gran Alce del Año…

—Naturalmente, con un nombre como el tuyo, Stagg, habías de pertenecer a los Alces —dijo Calthorp—. Has tenido suerte de que no hayan llegado a saber que tu segundo nombre es Leo. Hubieran perdido el diablo sabe la cantidad de tiempo en decidir si habías de pertenecer a los Alces o a los Leones. Únicamente… Frunció el entrecejo. Stagg no se dio cuenta y continuó hablando, furioso.

—Ellos dicen que soy el Padre de Mi País. Si lo soy ¿por qué no me dan la oportunidad de ser padre? ¡Nunca han permitido que una mujer estuviera a solas conmigo! Cuando me quejo de ello, esa adorable bruja, la Sacerdotisa Suprema, me dice que yo no debo hacer discriminaciones en favor de una sola mujer. Yo soy padre, amante e hijo ¡de todas las mujeres de Deecee!

La mirada de Calthorp se hacía cada vez más sombría. Se levantó de su asiento y se dirigió hacia las enormes ventanas de aquella Casa Blanca que vivía una segunda historia. Los nativos creían que la real mansión se llamaba así en honor de la Gran Madre Blanca. Calthorp fue lo suficientemente inteligente como para no discutírselo.

Se dirigió hacia Stagg y le obligó a que mirara fuera.

Stagg lo hizo, pero a su nariz llegó un olor que le hizo contraer el gesto.

Calthorp señaló hacia una de las calles. Había un enorme carro allí detenido y unos hombres estaban metiendo un enorme barril en la parte de atrás.

—«Los que hurgan en la miel» era el nombre que les daban entonces —dijo Calthorp—. Llegaban todos los días y recogían los desperdicios para los campos. Este es un mundo en el que hasta el más mínimo suspiro es para la gloria de la nación y el enriquecimiento del suelo.

—Estás pensando que nosotros estamos siendo utilizados para eso —dijo Stagg—. Pero el olor parece que cada día es más fuerte.

—Bueno, no es este un olor nuevo en los alrededores de Washington, si bien antes era menos de persona y más de vaca.

Stagg suspiró y dijo: —¿Quién iba a pensar que América, el país de las casas con dos cuartos de baño, se convertiría algún día en una casita con la media luna en la puerta? A excepción de que las casitas no tienen puertas. Y no será porque no sepan nada de fontanería. Nosotros tenemos agua corriente en nuestro departamento.

—Todo lo que sale de la tierra ha de volver a la tierra.

Ellos no pecan contra la naturaleza arrojando millones de toneladas de fosfatos y otros productos químicos, que el suelo necesita, al océano. Ellos no son como éramos nosotros, locos ciegos y estúpidos que matábamos nuestra tierra en nombre de la sanidad.

—Pero éste no era el motivo por lo que me has traído a la ventana —dijo Stagg.

—Sí, lo era. Deseaba explicarte las raíces de esta cultura. O intentarlo, al menos. No lograba hacerlo porque estaba perdiendo la mayor parte del tiempo estudiando el lenguaje.

»Es básicamente inglés. Un derivado del americano, como éste lo era del anglosajón.

»Ha degenerado, en el sentido lingüístico del término, mucho más de lo que se podía suponer. Probablemente a causa del aislamiento en pequeños grupos a que se han visto reducidos tras la Desolación. Y también porque la gran masa del pueblo es analfabeta.

Los conocimientos son patrimonio casi exclusivo de los sacerdotes y del diradah. —¿Diradah?

—Los aristócratas. Creo que la palabra debe proceder de deer-riders [jinetes de venados]. Solo los privilegiados podían montar en venados. Diradah. Análogo al caballero español o al cavalier francés. Es decir, los que «montan a caballo».

—Tengo varias cosas que mostrarte —continuó Calthorp—, pero antes veamos de nuevo aquel mural.

Se dirigieron hacia el extremo opuesto de la larga habitación y se detuvieron ante un enorme mural, brillantemente coloreado.

—Esta pintura —dijo Calthorp— describe el gran mito básico de Deecee. Como puedes ver —dijo señalando la figura de la Gran Madre Blanca, que se elevaba sobre pequeñas llanuras y montañas y sobre una gente aún más pequeña— está muy enojada. Está ayudando a su hijo, el Sol, a acabar con las criaturas de la Tierra y, para ello, enrolla el escudo azul que una vez ella colocara alrededor de la Tierra para protegerla de los rayos destructores de su hijo.

»El hombre, con su ceguera, su codicia y su arrogancia, ha ensuciado el regalo que le diera la Diosa: la tierra. Sus populosas ciudades arrojaron sus desperdicios en los ríos y los mares, convirtiéndolos en inmensas alcantarillas. Y envenenó el aire con vapores mortíferos. Supongo que esos humos no son solo producto de la industria, sino de la radiactividad. Ahora bien, Deecee no sabe nada acerca de bombas atómicas.

»Después, Columbia, incapaz de permitir por más tiempo el envenenamiento que de la Tierra estaba llevando a cabo el hombre y cansada de que ya no la tributara el culto que le debía, quitó el escudo protector que había colocado alrededor de la Tierra… y dejó que el Sol abrasara con toda la fuerza de sus rayos a todos los seres vivientes.

—Veo hombres y animales caídos por tierra —dijo Stagg—. En las calles, en los campos, en el mar y en el aire. Los árboles y la hierba se secaron. Solamente los seres humanos y los animales que tuvieron la suerte de ser protegidos de los dardos del Sol sobrevivieron.

—No fueron tan afortunados —dijo Calthorp—. Lograron escapar al fuego del Sol, pero tenían que comer. Los animales devoraban carroña y se devoraban entre sí. Los hombres, cuando acabaron las conservas alimenticias, comieron animales. Y más tarde, el hombre comió al hombre.

»Afortunadamente, los rayos mortíferos actuaron durante poco tiempo, quizá menos de una semana. Luego la Diosa se calmó y volvió a colocar el escudo protector.

—¿Pero qué fue la Desolación? —preguntó Stagg.

—Solo puedo hacer conjeturas. ¿Recuerdas que, justo antes de que dejáramos la Tierra, el Gobierno había encargado a una compañía de investigación que desarrollara un sistema que emitiera energía sobre toda la superficie del planeta? Había que clavar un tubo en el interior de la tierra, tan profundo que llegara al calor que irradia el núcleo. El calor había de ser convertido en electricidad y transmitido por todo el mundo, utilizando la ionosfera como medio de conducción.

»Teóricamente, todos los sistemas eléctricos del planeta podrían aprovecharse de esta energía. Ello significaría que, por ejemplo, la ciudad de Manhattan podría extraer de la ionosfera toda la energía que necesitaba para alumbrar y calentar sus edificios, encender todas las televisiones y, después que hubieron comenzado a utilizarse los motores eléctricos, mover todos los vehículos.

»Me parece que la idea debió llevarse a la práctica unos veinticinco años después de que abandonásemos la Tierra. Y también creo que las advertencias de algunos científicos, especialmente las de Cardón, estaban justificadas.

Cardón predijo que la primera capa de energía irradiada acabaría con una parte del manto de ozono.

—¡Dios mío! —exclamó Stagg—. ¡Si una buena parte del ozono de la atmósfera quedaba destruido…!

—Las ondas más cortas del espectro ultravioleta no serían ya absorbidas por P! ozono y caerían sobre todos y cada uno de los seres vivos expuestos a los rayos solares. Los animales, incluido el hombre, morirían a causa de las quemaduras producidas por el sol. Supongo que las plantas se fortalecerían. Pero, pese a ello, los efectos debieron ser lo suficientemente devastadores como para convertir una gran extensión de la superficie terrestre en todos esos desiertos que hemos visto.

»Y por si todo esto fuera poco, la naturaleza (o la Diosa, si así lo prefieres) volvió a golpear al hombre precisamente cuando volvía a incorporarse trémulamente sobre sus pies. El desequilibrio del ozono debió mantenerse durante muy poco tiempo. Luego, el proceso natural restableció la cantidad normal. Pero unos veinticinco años después, precisamente cuando el hombre estaba comenzando a formar pequeñas sociedades aisladas aquí y allá (la población debió quedar reducida de diez mil millones de seres a un millón en cosa de un año), los volcanes extintos en toda la tierra entraron en erupción.

»No sé, quizás las sondas que el hombre había introducido en el interior de la tierra fueran las causantes de este segundo cataclismo. El hecho de que se produjera veinticinco años después es porque la Tierra actúa con lentitud, pero actúa.

»La mayor parte del Japón se hundió. Krakatoa desapareció. Hawai voló. Sicilia se partió en dos. Manhattan se hundió en el mar algunos metros para salir después hasta una altura de quince metros sobre su superficie. El Pacífico se pobló de volcanes en erupción. El Mediterráneo fue también un infierno. Y olas de cientos de metros de altura penetraron profundamente tierra adentro, sin detenerse hasta topar con las montañas. Las montañas fueron sacudidas, y todos aquellos que habían logrado escapar de las olas gigantes quedaron enterrados bajo las avalanchas de tierra y rocas.

»Resultado: el hombre retrocedió al nivel de la Edad de la Piedra, la atmósfera se llenó con el polvo y el dióxido de carbono que logra estas magníficas puestas de sol y este clima subtropical de Nueva York, derritió los casquetes polares…

—No dudo que debieron haber muy pocos elementos de continuidad entre nuestra sociedad y la de los supervivientes de la Desolación —dijo Stagg—. Sin embargo, podrían haber redescubierto la pólvora.

—¿Por qué? —preguntó Calthorp.

—¿Por qué? Porque hacer pólvora negra es una cosa en extremo simple y obvia.

—Seguro —respondió Calthorp—. Tan simple y tan obvia que la humanidad no tardó más que la pequeña cantidad de cien mil años en aprender que mezclando carbón de leña, azufre y nitrato de potasio en las proporciones adecuadas, el resultado era una mezcla explosiva. Así de sencillo.

»Ahora bien, piensa en un doble cataclismo como la Desolación. Casi todos los libros quedaron destruidos. Hubo un período de unos cien años durante el cual los escasísimos supervivientes —que, además, debían estar sufriendo a causa del shock— estarían tan ocupados en sobrevivir que no tuvieron tiempo de enseñar a las jóvenes generaciones ni tan siquiera a leer. ¿El resultado? Una ignorancia abismal, la más completa pérdida de su historia. Para esa gente, el mundo había sido creado de nuevo en el año 2100. Es decir, el año 1 después de la Desolación, su era. Sus mitos nos hablan de ello.

»Te daré un ejemplo. El cultivo del algodón. Cuando abandonamos la Tierra ya no se cultivaba el algodón porque había sido sustituido por el plástico como fibra textil. ¿Sabías que la planta del algodón ha sido redescubierta hace solamente doscientos años? El trigo y el tabaco no desaparecieron. Pero hasta hace trescientos años, la gente se vestía con pieles de animales, o con nada. Más frecuentemente con nada.

Calthorp condujo de nuevo a Stagg hasta la ventana abierta y prosiguió:

—Estoy haciendo conjeturas, pero es que muy poco más podría hacer. Mira allí, Pete.

Estás contemplando Washington, o Wazhtin como ahora la llaman. La ciudad ha sido arrasada por dos veces desde que nosotros partimos, y la ciudad actual fue construida hace doscientos años en el mismo lugar de las otras dos. Ha existido la intención de construirla siguiendo el trazado de la metrópolis anterior. Pero un Zeitgeist diferente poseía a los constructores. La construyeron de acuerdo con lo que les dictaban sus creencias y sus mitos.

Señaló hacia el Capitolio. En algunos aspectos recordaba al que ellos habían conocido.

Pero tenía dos cúpulas en vez de una, y sobre cada una de ellas habían levantado sendas torrecillas rojas.

—Está diseñada inspirándose en los pechos de la Gran Madre Blanca —dijo Calthorp.

Luego señaló hacia el monumento a Washington, situado ahora a unos cien metros a la izquierda del Capitolio. No era el original. Era una torre de cien metros de alto, construida en acero y hormigón, pintada como el anuncio de una barbería, a rayas rojas, blancas y azules, y coronada por una estructura redonda en rojo.

—No necesito decirte qué es lo que quiere representar. El mito habla de que pertenece al Padre de Su País. Se cree que el propio Washington está enterrado debajo. El propio John Granodecebada me contó esta historia anoche.

Stagg salió al balcón que corría a lo largo del segundo piso, donde se encontraba su apartamento. Calthorp salió también y caminó hasta el primer recodo. Stagg le siguió y se dio cuenta de que contemplaba con atención la barandilla. Estaba formada por pequeñas cariátides de mármol que soportaban grandes bandejas sobre sus cabezas. Calthorp señaló por encima del huerto que crecía en torno a la Casa Blanca. —¿Ves aquel edificio con una estatua enorme de una mujer en lo alto? Es Columbia, la Gran Madre Blanca, que vigila y protege a su pueblo. Para nosotros no es más que una figura de una religión pagana. Pero para su pueblo (nuestros descendientes), es una fuerza viva y vital que dirige la nación hacia su destino. Y lo hace utilizando medios auténticamente crueles. Cualquiera que se interponga en su camino es aplastado… de una forma o de otra.

—Vi el templo cuando llegamos a Washington —dijo Stagg—. Pasamos junto a él cuando vinimos a la Casa Blanca. Recuerda que Sarvant casi se muere de vergüenza al ver las figuras esculpidas en sus muros. —¿Qué opinaste tú cuando las viste? Stagg enrojeció y gruñó:

—Yo creía que era un hombre curtido, ¡pero esas estatuas! Desagradables, obscenas, absolutamente pornográficas! ¡Y decoran un lugar destinado al culto!

Calthorp sacudió la cabeza.

—En absoluto. Están realizadas con gran dignidad y belleza. La religión estatal es un culto a la fertilidad, y esas figuras son la representación de diversos mitos. Cuentan historias cuya clara enseñanza es que el hombre llegó a destruir la tierra a causa de su terrible avaricia. El, con su ciencia y su arrogancia, destrozó el equilibrio de la naturaleza.

Ahora que ha sido restablecido, el hombre se ha visto obligado a mostrarse humilde y a colaborar con la Naturaleza, a la que consideran una diosa viviente, cuyas hijas se desposan con héroes. Si te has dado cuenta, las diosas y los héroes representados en su muros resaltan mediante sus posturas la importancia del culto a la naturaleza y a la fertilidad. —¿Sí? Pues yo diría que algunas de las posiciones que allí he visto no van a fertilizar nada. Calthorp sonrió.

—Columbia es también la diosa del amor erótico.

—Tengo la sensación —dijo Stagg— de que estás intentando decirme algo, pero estás haciéndolo de una forma muy indirecta. Y tengo igualmente la sensación de que no me va a gustar lo que estás intentando decirme.

En aquel momento oyeron el sonido de un gong en la habitación que acababan de abandonar. Se apresuraron a volver a ella para ver lo que pasaba.

Llegaron a tiempo de ser saludados por un griterío de trompetas y un redoble de tambores. En la estancia penetraba una banda de sacerdotes músicos de la cercana Universidad de Georgetown. Se trataba de individuos que se habían castrado a sí mismos en honor de la Diosa… y también, de paso, para conseguir posiciones vitalicias de prestigio y seguridad. Como las mujeres, vestían blusas de cuello alto y mangas largas, y faldas hasta los tobillos.

Tras ellos iba un hombre conocido con el nombre de John Granodecebada. Stagg no sabía cual era su auténtico nombre: era evidente que «John Granodecebada» era un tituló. Tampoco tenía Stagg una idea exacta de cuál era su posición en el Gobierno de Deecee. Vivía en la Casa Blanca, en el tercer piso, y parecía tener mucho que ver con la administración del país. Su función era, probablemente, similar a la del Primer Ministro de la antigua Gran Bretaña.

Los héroes solares, al igual que el monarca de aquel país, debían ser también figuras nominales, representantes de lealtades y tradiciones, que auténticos gobernantes. O, al menos, eso le parecía a Stagg, que había sido obligado a sufrir y contemplar toda una serie de extraños fenómenos mientras estuvo prisionero.

John Granodecebada era un hombre muy alto y delgado de unos treinta y cinco años.

Tenía el cabello largo y teñido de un verde brillante. Llevaba unas gafas igualmente verdes. Su nariz ganchuda era roja, como el resto de su cara. Cara y nariz estaban cubiertas de venas rojas y rotas. Sobre la cabeza, un alto sombrero verde. De su cuello pendía un collar de espigas de trigo. Llevaba el torso desnudo, una falda verde y de su cinturón colgaban cosas que tenían la forma de las hojas del trigo. Sus sandalias eran amarillas.

En la mano derecha llevaba su emblema oficial, una gran botella de rayo blanco.

—¡Salve, hombre y mito! —saludó a Stagg—. ¡Saludos al Héroe Solar! ¡Saludos al ciervo saltarín y resoplante del tótem de los Alces! ¡Saludos al Padre de Su País y al Hijo y Amante de la Gran Madre Blanca!

Tomó un largo trago de la botella, se pasó la lengua por los labios y luego se la entregó.

—Lo necesito —dijo el capitán, y bebió un largo trago. Un minuto después, tras atragantarse, toser y derramar gruesas lágrimas, le devolvió la botella.

Granodecebada estaba exaltado. —¡Lo ha hecho espléndidamente, Noble Alce! Ha de haber sido asistido por la potencia especial de la propia Columbia para ser afectado de esa forma por el rayo blanco. ¡Verdaderamente, eres divino! Ahora arrebátame. No soy más que un pobre mortal, y cuando bebí por primera vez rayo blanco quedé impresionado. Debo confesar que cuando entré por primera vez al servicio de la divinidad, siendo aún un muchacho, era capaz de sentir la santa presencia de la Diosa en la botella y de sentirme afectado tanto como tú.

Pero un hombre puede llegar a endurecerse incluso ante la divinidad. Ella me perdone por lo que estoy diciendo. ¿Te he contado alguna vez la historia de cómo Columbia licuó por primera vez un rayo y lo embotelló? ¿Y de cómo se lo entregó al primer hombre, que no era otro sino el mismísimo Washington? ¿Y que éste obró de forma vergonzosa y atrajo sobre sí la cólera de la Diosa?

»¿Lo hice? Bueno, a lo que veníamos, pues. He precedido a la Sacerdotisa Jefe para darte un mensaje. Mañana se celebra el nacimiento del Hijo de la Gran Madre Blanca. Y tú, el Hijo de Columbia, nacerás mañana. Y después, lo que ha de ser, será.

Bebió otro trago, se inclinó hacia Stagg y estuvo a punto de caer sobre él; pero logró mantener el equilibrio y salió de la habitación tambaleándose. Stagg le llamó. —¡Un momento! Quiero saber qué ha sido de mi tripulación. Granodecebada parpadeó.

—Te dije que estaban en un edificio situado en el campus de la universidad de Georgetown. —¡Quiero saber dónde están ahora, en este momento!

—Están siendo muy bien tratados. Tienen todo lo que desean, excepto su libertad. Y ésta la obtendrán también pasado mañana. —¿Por qué precisamente entonces?

—Porque también tú serás liberado. Claro que tú no podrás verlos entonces. Tú estarás en la Gran Carretera. —¿Qué es eso?

—Te será revelado a su debido tiempo.

Granodecebada inició de nuevo la salida, pero Stagg dijo:

—Dime por qué tenéis a esa mujer en una jaula. Ya sabes, la que tiene un letrero encima que dice: «Mascota, capturada en una incursión en Caseyland».

—Eso también te será revelado, Héroe Solar. Ahora, permíteme indicarte que es impropio de un hombre de tu importancia rebajarse a hacer preguntas. La Gran Madre Blanca te lo explicará todo a su debido tiempo.

Una vez Granodecebada hubo salido, Stagg le preguntó a Calthorp: —¿Qué insensatez está tratando de ocultar? El hombrecillo se encogió de hombros.

—Me gustaría saberlo. Después de todo, mis posibilidades de examen de los mecanismos sociales de esta cultura han sido más bien limitadas. Pero, precisamente hay una cosa…

—¿Qué? —preguntó Stagg ansiosamente. La mirada de Calthorp era más bien lúgubre.

—Mañana es el solsticio de invierno. La mitad del invierno, cuando el sol es más débil en el hemisferio norte y ha alcanzado su posición más al sur. En el calendario que nosotros conocemos sería el 21 ó 22 de diciembre. Si no recuerdo mal, esta era una fecha muy importante en las épocas prehistóricas, e incluso en las históricas. Había todo tipo de ceremonias relacionadas con ella, tales como… ¡ahhh!

Fue más un gemido que una exclamación de quien recuerda súbitamente algo.

Stagg se sentía cada vez más alarmado. Estaba a punto de preguntarle qué era lo que sucedía cuando fue interrumpido por otro trompeteo de la banda de músicos. Los músicos miraron a la puerta y cayeron de rodillas. Entonces gritaron al unísono: —¡Sacerdotisa, carne viviente de Virginia, Hija de Columbia! ¡Santa doncella! ¡Virginia la bella! Virginia, pronto ofrecerás al vigoroso ciervo, macho salvaje y atolondrado, tu santo y tierno abrazo. ¡Santa y juiciosa Virginia!

—Una joven alta, de dieciocho años, penetró con paso altivo en el departamento. Era bella, pese a tener una nariz algo grande y el rostro muy blanco. Sus labios, carnosos, eran rojos como la sangre. Sus ojos azules tenían las pupilas de un gato. El cabello, color de miel, le caía hasta las caderas. Ella era Virginia, graduada en el Colegio Vassar para sacerdotisas oraculares y la hija encarnada de Columbia.

—Salve, mortales —dijo con una voz alta y clara. Luego miró a Stagg.

—Salve, inmortal.

—Salve, Virginia —respondió él. Sintió que la sangre le hervía en la carne y que un dolor crecía en su pecho y cada vez que se encontraba con ella sentía aquel deseo irreprimible. Sabía que si le dejaban a solas con aquella mujer la tomaría, sin importarle las consecuencias.

Virginia no daba ninguna muestra de haber comprendido el efecto que ejercía sobre él.

Le miraba con la fría expresión de una leona.

Virginia, como todas las mascotas, iba vestida con unas ropas de cuello alto y largas hasta los tobillos. Pero sus vestiduras estaban cubiertas de perlas enormes. Una generosa abertura triangular dejaba al descubierto sus abundantes pero firmes senos. Los pezones estaban pintados de rojo y rodeados por dos círculos en azul y blanco.

—Mañana, inmortal, te convertirán en Hijo y Amante de la Madre. Por ello es necesario que te prepares.

—¿Y qué es lo que debo hacer para prepararme? —preguntó Stagg—. ¿Y por qué debo hacerlo?

La miró y sintió un enorme dolor que le recorría todo el cuerpo, de tanto como la deseaba.

Ella hizo un ademán con una mano. Al instante, John Granodecebada, que debía haber estado esperando tras un recodo, apareció, Ahora llevaba dos botellas, la de rayo y otra de un licor de color oscuro. Uno de los sacerdotes eunucos le ofreció una copa.

Granodecebada la llenó con el licor oscuro y se la tendió a la sacerdotisa.

—Solamente tú, Padre de Tu País, puedes beber esto. —dijo, ofreciéndole la copa a Stagg—. Es el mejor. Hecho de las aguas de los tallos.

Stagg tomó la copa. La miró dubitativamente, pero intentó mostrar indiferencia.

—Bien, allá vamos. Nadie dirá que Peter Stagg no puede beber su mejor licor de tiernos tallos. ¡Ajáaaaaauoog!

Las trompetas sonaron, los tambores repicaron, los asistentes aplaudieron y prorrumpieron en gritos.

Fue entonces cuando Stagg oyó las protestas de Calthorp.

—Capitán ¡Has entendido mal! ¡No ha dicho agua de los tallos, sino agua de la Estigia! ¡E-S-T-I-G-I-A! ¿Lo entiendes?

Stagg lo había entendido, pero ya no podía hacer nada. La habitación giró a su alrededor y la oscuridad cayó sobre él como un gran murciélago negro.

Sintió, en medio de trompetas y gritos, que caía el suelo cuan largo era.