I

La nave espacial giraba velozmente en torno a la Tierra.

Giraba donde acaba la atmósfera y comienza el espacio, del polo norte al polo sur, una y otra vez.

Finalmente, el capitán Peter Stagg apartó la vista de la pantalla.

—La Tierra ha cambiado mucho, desde que estuvimos aquí hace 800 años. ¿Cómo interpretas lo que estás viendo?

El doctor Calthorp se rascó su larga y blanca barba y después giró un mando del panel que había junto a la pantalla. Bruscamente, los campos, los ríos y los bosques se dilataron y desaparecieron de la vista. Ahora el amplificador mostraba una ciudad que se extendía a ambos lados de un río, presumiblemente el Potomac. La ciudad tenía unos cincuenta kilómetros cuadrados de extensión, y podía apreciarse en la pantalla con el mismo detalle que si la nave estuviera a cien metros sobre ella.

—¿Cómo interpreto lo que veo? —repitió Calthorp—. Me temo que tus apreciaciones iban a ser tan buenas como las mías. En mi calidad de antropólogo más viejo de la Tierra debería ser capaz de llevar a cabo un completo análisis de los datos presentes… quizá, incluso, de explicar cómo han llegado a producirse algunas de esas cosas. Pero no puedo. Ni tan siquiera estoy seguro de que eso sea Washington. Si lo es, ha sido reconstruida sin tener demasiado en cuenta la vieja ciudad. No lo sé; ni tú tampoco. De modo que ¿por qué no bajamos y echamos una mirada?

—No tenemos muchas más alternativas —dijo Peter Stagg—. Nos hemos quedado casi sin combustible.

De pronto, se golpeó la palma de la mano con el puño cerrado.

—Y una vez aterricemos, ¿qué? No he visto ni un solo edificio en ningún lugar de la Tierra que parezca ser adecuado para albergar un reactor. Ni máquinas como las que conocemos. ¿A dónde ha ido la tecnología? Ha retrocedido al tiempo de la carreta tirada por caballos… y ni tan siquiera eso, porque no hemos visto ni un solo caballo. Parecen haberse extinguido y haber sido sustituidos por una especie de ciervos sin cuernos.

—Para ser exactos, los ciervos tienen astas, no cuernos —dijo Calthorp—. Han criado ciervos o alces, o ambas especies, no solamente para que ocupen el lugar de los caballos, sino también del ganado. Si te has fijado te habrás dado cuenta de que hay una gran variedad de cérvidos. Los más grandes, como animales de tiro o para carne, algunos criados como los caballos de raza. Los hay a millones. —Dudó—. Pero estoy preocupado. Incluso la aparente carencia de combustible radiactivo no me preocupa tanto como…

—¿Como qué?

—Como el recibimiento que se nos dispensará cuando aterricemos. Por lo que puedo ver a través de la pantalla, la mayor parte de la Tierra se ha convertido en un desierto. La erosión ha azotado la faz del planeta. Mira lo que antes era la vieja USA: ¡Una cadena de volcanes, escupiendo fuego y polvo volcánico a lo largo de las costas del Pacífico! Todas las costas de este océano, tanto las americanas como las asiáticas, las de Australia y las de las islas del Pacífico, están cubiertas de volcanes en actividad. Todo este dióxido de carbono y polvo que expulsan a la atmósfera ha tenido un efecto radical sobre el clima terrestre. Los casquetes de hielo árticos y antárticos se están derritiendo. Los océanos han subido de nivel unos dos metros como mínimo, y continuarán subiendo. En Pennsylvania crecen las palmeras. Los en otro tiempo dulcificados desiertos del sudoeste americano parece como si hubieran sido castigados por el ardiente aliento del sol. El medio oeste se ha convertido en un tazón de polvo. Y…

—¿Qué tiene esto que ver con el recibimiento que se nos dispense? —preguntó Peter Stagg.

—Mucho. El litoral central atlántico parece ir camino de su restablecimiento. Por eso recomiendo que aterricemos allí. Pero el nivel tecnológico y social parece ser el de una sociedad agrícola. Has podido ver que la costa parece un enjambre de abejas. Cuadrillas de hombres plantando árboles, construyendo canales de irrigación, presas, carreteras. Casi toda su actividad, al menos en lo que hemos podido apreciar, está dirigida a la tarea de reconstruir el suelo.

»Y las ceremonias que hemos visto a través da la pantalla son, sin lugar a dudas, ritos de fertilidad. La ausencia de una tecnología avanzada puede indicar varias cosas. Una, que la ciencia, tal como nosotros la conocemos, se ha perdido. Dos, que existe un sentimiento de repulsión contra la ciencia y los científicos, considerada maldita por el holocausto que ha azotado a la Tierra.

—¿Entonces?

—Entonces esa gente probablemente ha olvidado que una vez la Tierra envió una nave para explorar el espacio interestelar y localizar planetas vírgenes. Pueden considerarnos como demonios o monstruos, especialmente si representamos para ellos la ciencia que han aprendido a despreciar como espíritu del mal. Sabes que no estoy haciendo conjeturas sobre la base de la pura imaginación. Las imágenes representadas en los muros de su templo y las estatuas que hemos visto, y esos espectáculos públicos que hemos presenciado, muestran claramente un odio hacia el pasado. Si nos presentamos ante ellos con la ciencia de ese pasado es muy probable que seamos rechazados. Y ello resultaría fatal para nosotros. Stagg comenzó a caminar de un lado a otro.

—Hace ochocientos años que dejamos la Tierra —murmuró—. ¿De qué ha servido?

Nuestra generación, nuestros amigos, nuestros enemigos, nuestras mujeres, novias, hijos, sus hijos y los hijos de sus hijos… todos criando hierba. Y esa hierba se convirtió en polvo. El polvo que cubre el planeta es el polvo de los diez mil millones de personas que vivieron cuando nosotros vivíamos allí. Y el polvo de Dios sabe cuántos millones más.

Había una mujer con la que no llegué a casarme porque preferí esta gran aventura…

—Tú estás vivo —dijo Calthorp—. Y tienes ochocientos treinta y dos años, tiempo terrestre.

—Pero solo treinta y dos años en tiempo psicológico —respondió Stagg—. ¿Cómo vamos a explicarles a esas gentes sencillas que mientras nuestra nave se dirigía a las estrellas nosotros dormíamos congelados como trozos de pescado? ¿Acaso saben algo acerca de técnicas de animación suspendida? Lo dudo. Así que ¿cómo van a comprender que permanecimos en animación suspendida el tiempo suficiente que nos permitiría llegar a las estrellas y buscar planetas del tipo terrestre? ¿Y que descubrimos diez con esas características, uno de los cuales está preparado para ser colonizado?

—Podemos dar dos vueltas a la Tierra mientras tú preparas un discurso —bromeó Calthorp—. ¿Por qué no haces bajar de una vez este cacharro y podremos así saber a qué habremos de enfrentarnos? Y así podrás tener una mujer que ocupe el lugar de la que tuviste que abandonar.

—¡Mujeres! —gritó Stagg, olvidando sus preocupaciones.

—¿Qué? —preguntó Calthorp, sorprendido por la repentina violencia del capitán.

—¡Mujeres! ¡Ochocientos años sin ver una única, solitaria, sola, abandonada mujer! He tomado ya mil noventa y cinco pastillas, las suficientes como para convertir a un toro en un capón. ¡Pero están perdiendo su efecto! ¡He generado defensas contra ellas! Con píldoras o sin ellas, necesito una mujer. Podría hacer el amor incluso con mi desdentada y ciega tatarabuela. Me siento como Walt Whitman cuando alardeaba de haber echado los cimientos de las futuras repúblicas. ¡Yo tengo una docena de repúblicas dentro de mí!

—Me agrada ver lo rápido que ha desaparecido en ti el nostálgico poeta para volver a ser el de siempre —dijo Calthorp—. Pero deja de dar patadas en el suelo. Enseguida Podrás darte tu atracón de mujer. Por lo que he visto en |a pantalla, parece que son las mujeres las que llevan la iniciativa, y tú sabes que no podrás resistir a una mujer dominante.

Stagg, imitando a los gorilas, ensanchó su ancho y poderoso pecho. —¡Cualquier mujer que se me acerque va a saber lo que es bueno! Luego se echó a reír y dijo:

—En realidad, estoy asustado. Hace tanto tiempo que no he hablado con una mujer que no sabría qué decir.

—Lo único que tienes que hacer es recordar que las mujeres no cambian. Ya sea en la Edad de la Piedra o en la Atómica, la mujer del coronel y Judy O’Grady son siempre la misma.

Stagg se echó a reír de nuevo y le dio una palmada afectuosa a Calthorp en la espalda.

Luego dio las órdenes para el aterrizaje. Pero, mientras descendían, dijo: —¿Crees que hay alguna posibilidad de que nos dispensen una acogida decente?

Calthorp se encogió de hombros.

—Pueden ahorcarnos, o pueden hacernos reyes. Y así sucedió. Dos semanas después de su entrada triunfal en Washington, Stagg fue coronado.