PRELUDIO

La multitud que se agolpaba frente a la Casa Blanca era tan ruidosa como lo han sido siempre todas las multitudes. Se echaba de menos un peculiar tono agudo entre aquellos múltiples sonidos, porque los niños se habían quedado en casa al cuidado de sus hermanos y hermanas mayores todavía impúberes. No resultaba adecuado que vieran lo que iba a suceder aquella noche. Aquella noche iba a realizarse uno de los más sagrados ritos de la Gran Madre Blanca. Los pequeños no lo entenderían.

Al principio, pero de eso hacía ya varios siglos (corría el año 2860, Viejo Estilo), habían llevado a los niños para que asistieran y muchos de ellos murieron en medio de aquel frenesí. Fueron literalmente despedazados.

Ya era suficientemente malo para los adultos. Siempre había mujeres que eran horriblemente apaleadas y algunas encontraban allí la muerte. Y siempre había hombres que eran asaltados por una multitud de mujeres provistas de largas uñas y afilados dientes, que les arrancaban de cuajo aquello que hace a los hombres hombres, y que después corrían gritando por las calles a depositar sus trofeos en el altar de la Gran Madre Blanca.

Al día siguiente, desde luego, los agresores serían reprendidos. Pero sabían que lo peor que les iba a pasar es que les dijeran unas duras palabras. Después de todo, lo que habían hecho no era más que el resultado de un exceso de celo religioso.

Y, además, las víctimas tenían muy poco de qué quejarse. Serían quemadas en un altar. Se dirían oraciones por su alma y se les harían sacrificios para que sus espíritus pudieran beber la sangre.

La multitud se iba apaciguando a medida que moría la noche y los representantes de las grandes hermandades iban formando filas en la Pennsylvania Avenue. Estalló una violenta disputa entre el jefe de la hermandad de los Alces y el jefe de la de los Antas.

Ambos sostenían que era su hermandad la que debía encabezar la parada. ¿Acaso no estaban compuestas ambas de hombres astados? ¿Y no era ese año el Héroe Solar un astado?

El organizador de los ritos eran John Granodecebada. Intentó poner fin a la disputa.

Pero como era habitual, estaba demasiado borracho a esas horas de la noche como para hablar con claridad. Lo único que logró fue enfurecer mucho más a ambos jefes, cosa por otra parte en extremo fácil de lograr, ya que ellos mismos estaban ya algo más que un poco bebidos. Llegaron incluso a poner las manos en los mangos de sus navajas.

Afortunadamente, un destacamento de la Guardia de Honor de la Casa Blanca dejó su puesto para acabar con el incidente. Aquellas jóvenes de elevada estatura salieron del vestíbulo, donde se encontraban, con sus elevados cascos de forma cónica que brillaban a la luz de las antorchas, su largo cabello cayéndoles sobre la espalda y sus blancas ropas resplandecientes como inmaculada virginidad. Llevaban el arco en una mano y una flecha en la otra. A diferencia del resto de las vírgenes de la ciudad de Washington, llevaban al descubierto uno solo de sus senos, el izquierdo. La ropa les ocultaba el otro… o, mejor dicho, la falta del otro. Tradicionalmente, una joven que llegaba a convertirse en arquero de la Casa Blanca permitía gustosa que le amputaran su seno derecho para que no fuera un obstáculo al disparar el arco. Su falta no constituía una desventaja para encontrar marido cuando abandonaban el cuerpo. Aquella noche, cuando el Héroe Solar plantase en ellas la semilla de la divinidad, podrían elegir marido. Un hombre cuya mujer hubiera sido Guardia de Honor podía sentirse orgulloso de ello.

La capitana de la Guardia de Honor preguntó ásperamente el motivo de aquel jaleo.

Tras escuchar a ambos jefes, dijo:

—Esta es la primera vez que todo está mal preparado. ¡Creo que estamos necesitando un nuevo John Granodecebada!

Señaló con la flecha que sostenía en la mano al jefe de la hermandad de los Alces.

—Tú irás al frente de la parada. Y tú y tus hermanos tendréis el honor de conducir al Héroe Solar.

El jefe de la hermandad de los Antas era un hombre valiente, o un loco, porque protestó. —¡Estuve bebiendo anoche con Granodecebada y me dijo que los Antas tendríamos ese honor! ¡Exijo saber por qué los Alces han sido elegidos en vez de nosotros!

La capitana le miró fríamente, y después ajustó la muesca de su flecha en la cuerda del arco. Pero estaba suficientemente bien educada políticamente como para disparar contra uno de los miembros más poderosos del gremio de los Moose.

—Granodecebada debió de estar poseído por otros espíritus en vez de por la Divinidad —dijo—. Estaba decidido desde hacía tiempo que serían los Alces los que escoltarían al Héroe Solar hasta el Capitolio. ¿Acaso no es el Héroe Solar un ciervo? ¿Acaso no se llama Stagg? Tu sabes que un Alce macho es un ciervo, y que, en cambio, el Anta macho es un toro.

—Eso es verdad —dijo el jefe Anta, que había palidecido en el momento en que vio la flecha acoplarse al arco—. No debí haber escuchado a John Granodecebada. Pero nos tocaba el turno a los Antas. El año pasado fueron los Leones y el anterior, los Corderos.

Nosotros deberíamos haber sido los siguientes.

—Y así hubiera sido… de no haber sucedido eso.

Señaló tras él, hacia la Pennsylvania Avenue. El Anta se volvió a mirar. La calle partía de la Casa Blanca y acababa bruscamente, tras seis manzanas de casas, en un estadio de béisbol en forma de torre. Pero, asomando por encima de él, se veía la brillante silueta de una nave, algo que nadie había visto desde hacía setecientos sesenta años. Hacía un mes que había llegado, rugiendo y relampagueando, desde los cielos de Noviembre y se había establecido en pleno campo de béisbol.

—Tienes razón —dijo el jefe Anta—. Nunca antes había descendido el Héroe Solar hasta nosotros desde los cielos, enviado por la propia Gran Madre Blanca. Y, ciertamente, dejó bien claro a qué hermandad le concedía el honor de incluirse entre sus hermanos cuando le llamó Stagg.

Se fue para encabezar la marcha de sus hombres, justo a tiempo.

Sonó un grito, procedente del Capitolio, situado a seis manzanas de la Casa Blanca. El grito tuvo la virtud de enmudecer a la multitud; la paralizó e hizo que los hombres palidecieran. Las mujeres abrieron los ojos, pero al contrario que ellos parecían impacientes, especiantes. Algunas cayeron al suelo, retorciéndose. Sonó otro grito, pero esta vez procedía de las gargantas de un buen número de mujeres jóvenes que descendían por las escaleras del Congreso.

Eran sacerdotisas, recientemente graduadas en el divino Colegio de Vassar. Llevaban altos sombreros cónicos negros, de alas estrechas y su cabello, suelto, les llegaba hasta las caderas; sus senos estaban desnudos como los de las demás vírgenes; pero aún debían servir durante cinco años más antes de que pudieran pasar a la situación de matronas. La semilla del Héroe Solar no sería para ellas aquella noche; su participación quedaba limitada a ser la iniciación de las ceremonias. Llevaban unas resplandecientes faldas acampanadas y, bajo ellas, muchas enaguas; algunas llevaban serpientes cascabel vivas ceñidas a la cintura, las demás mortíferas culebras sobre sus hombros; en las manos sostenían látigos de diez puntas hechos de piel de serpiente, y con ellos azotaban a la multitud para evitar que se les acercaran demasiado.

Los tambores comenzaron a sonar; una trompeta destacó sobre los tambores; los címbalos atronaron; las trompetas aullaron.

Gritando y con los ojos enloquecidos, las jóvenes sacerdotisas corrieron por la Pennsylvania Avenue, abriéndose camino con sus látigos. Enseguida llegaron a la puerta del patio que rodea la Casa Blanca. Hubo un breve simulacro de lucha cuando la Guardia de Honor hizo como si resistiera la invasión. Sin embargo, aquello no era tan inocente, porque tanto las arqueras como las sacerdotisas tenían una bien merecida reputación de pequeñas zorras viciosas. Hubo algunos tirones de pelo, arañazos y retorcimiento de pechos, pero la sacerdotisa de más edad aplicó su látigo sobre las desnudas espaldas de las más entusiastas. Aullando, las jóvenes se fueron retirando y recordando lo que las había llevado allí.

Extrajeron de sus cinturones pequeñas hoces doradas, y las blandieron con un aire amenazador, pero, al mismo tiempo, obviamente ritual. Súbitamente, como si hubiera ensayado una dramática entrada en escena —y, efectivamente, lo había hecho— John Granodecebada apareció en la entrada de la Casa Blanca. En una mano llevaba una botella de whisky semi vacía. No había la menor duda de adonde había ido la parte de su contenido que faltaba. Se inclinó hacia delante y hacia atrás mientras buscaba a tientas la cuerda que pendía de su cuello, hasta lograr dar finalmente con el silbato anudado a su extremo. Después se colocó el silbato en la boca y pitó de una forma estridente.

Inmediatamente después brotó un aullido procedente de la calle donde se habían reunido los Alces.

Una buena cantidad de ellos se abrió paso entre la Guardia y corrieron al interior del porche. Aquellos hombres llevaban gorros de piel de gamuza con pequeños cuernos a ambos lados, capas de piel de gamuza y cinturones de los que pendían rabos también de gamuza. Sus calzones tenían protuberancias en formas fálicas. No corrían ni andaban; en realidad hacían cabriolas sobre la punta de sus pies, como bailarines de ballet, imitando la forma de marchar de los ciervos. Amenazaron a las sacerdotisas; las sacerdotisas se mostraron temblorosas como si les tuvieran miedo y se apartaron a un lado para permitir la entrada de los Alces en la Casa Blanca.

Una vez allí, en el gran salón de recepción, John Granodecebada hizo sonar de nuevo su silbato y colocó a cada uno en el puesto que le correspondía según su rango en el gremio. Después comenzó a subir, tambaleante, por las escaleras de caracol que conducían al segundo piso.

Desafortunadamente, perdió el equilibrio y cayó oprobiosamente en los brazos del jefe Alce.

El jefe tomó a Granodecebada y lo empujó a un lado. En circunstancias ordinarias no hubiera tratado de una forma tan brusca al portavoz de la Casa, pero saber que aquel hombre había caído en desgracia le hizo envalentonarse. Granodecebada se tambaleó, perdió el equilibrio y, finalmente, cayó por un borde de la escalera, yendo a dar de cabeza contra el suelo de mármol del salón de recepción. Allí quedó inmóvil, con el cuello colocado en un extraño ángulo. Una joven sacerdotisa se dirigió hacia él, le tomó el pulso, contempló sus ojos vidriosos y luego extrajo de su cintura la pequeña hoz de oro.

En aquel instante, un látigo le cruzó sus desnudos hombros y el pecho, dejando una línea marcada de la que brotó sangre.

—¿Qué es lo que pretendes hacer? —le gritó la sacerdotisa de más edad. La joven se agachó, apartando la cabeza, pero no hizo ademán alguno con sus manos para protegerse del látigo.

—Estaba ejerciendo mi derecho —sollozó—. El Gran John Granodecebada está muerto. Yo soy una encarnación de la Gran Madre Blanca; iba a segarle el vientre.

—Yo no te detendría —repuso la sacerdotisa de mayor edad—. Estarías en tu derecho de castrarle… si no fuera por una cosa. El ha muerto por accidente, no durante los ritos de Plantación. Tú lo sabes.

—Columbia, perdóname —sollozó la sacerdotisa—. No pude contenerme. Es el ambiente de esta noche; la encarnación del Hijo, el coronamiento del Rey Astado, la desfloración de las mascotas.

En el rostro inflexible de la sacerdotisa de mayor edad se dibujó una sonrisa.

—Estoy segura de que Columbia te perdonará. Después de todo, hay algo en el aire esta noche que nos enloquece. Es la divina presencia de la Gran Madre Blanca, bajo su aspecto de Virginia, la novia del Héroe Solar y el gran Ciervo. Yo lo siento también, y…

En aquel momento se oyó un bramido. Las dos mujeres levantaron la vista. En las escaleras se había concentrado una multitud de Alces y sobre sus hombros y sus manos llevaban al Héroe Solar.

El Héroe Solar era un hombre desnudo magníficamente constituido en todos los aspectos. Aunque iba sentado sobre los hombros de dos Alces se veía claramente que era muy alto. Su cara, con los arcos supraorbitales prominentes, nariz larga y ganchuda y fuerte barbilla, podía haber sido la de un bien parecido campeón de pesos pesados. Pero en aquel momento todo lo que podía evocar cosas como «belleza» o «fealdad» había desaparecido de su rostro. Tenía un aspecto que solo podía ser descrito como de «poseído». Era éste exactamente el término que cualquiera en la ciudad de Washington de la nación de Deecee habría utilizado. Su largo pelo, entre rojizo y dorado, le caía sobre los hombros. Por encima de la ensortijada masa de su cabello, justo encima de la frente, asomaban un par de astas.

No eran cuernos artificiales como los que llevaban los Alces. Los del Héroe eran órganos vivos.

No se trataba de una cornamenta enorme. Debían sobresalir unos treinta centímetros por encima de la cabeza, y entre los extremos de ambos deberían haber unos cincuenta.

Estaban cubiertos con una piel lustrosa de un tono pálido, surcada de venas azules. En la base de ambos una gran arteria palpitaba al ritmo del corazón del Héroe Solar. Resultaba obvio que habían sido insertados muy recientemente en la cabeza del hombre, porque había restos de sangre seca en la base.

La cara de aquel hombre de los cuernos hubiera destacado inmediatamente entre la multitud. Los rostros de los Alces estaban bien individualizados, pero todos ellos poseían los rasgos propios de su era y podía describirse como de aspecto cervino. Triangulares, con grandes ojos oscuros y largas pestañas, altos pómulos, bocas pequeñas pero carnosas, y barbillas afiladas, estaban fundidos en el molde de su tiempo. Pero cualquier observador podría darse cuenta a primera vista de que aquel hombre que iba a hombros de los cervinos, aquel hombre con el rostro vaciado de inteligencia, pertenecía a una era anterior. Cualquier estudioso que, contemplando un retrato, pudiera decir «pertenece al mundo antiguo», o «este hombre ha nacido durante el Renacimiento», o «ese hombre vivió en la edad industrial», ante este rostro hubiera dicho: «Este hombre nació cuando la Tierra bullía de humanidad. Recuerda vagamente a los insectos. Sin embargo, existe una diferencia. Tiene también el aspecto del originario de esos tiempos, el hombre que intentaba ser un, individuo entre los insectos».

Descendieron las escaleras hacia el gran porche de la Casa Blanca.

Cuando apareció en la calle, la multitud profirió un tremendo aullido que parecía proceder de la garganta de un gigante. Los tambores tronaban, las trompas sonaban como la de Gabriel, las trompetas chillaban. Las sacerdotisas, en el porche, blandían las hoces contra los hombres vestidos de ciervos, pero no cortaban, salvo por accidente. Los Alces empujaban a las sacerdotisas, que perdían el equilibrio y llegaban a caer de espaldas. Y allí permanecían, con las piernas al aire, gritando y retorciéndose.

Sacaron al hombre astado por las puertas de hierro y le llevaron por el medio de la Pennsylvania Avenue. Iba sentado a lomos de un ciervo de enloquecidos ojos negros. El ciervo intentaba encabritarse; pero los hombres lo sujetaban por los cuernos y por el largo pelaje de sus flancos, impidiéndole echar a correr calle abajo. El hombre que montaba al animal se cogía a sus cuernos para no ser arrojado. Su espalda se hallaba encorvada.

Los músculos se le marcaban fuertemente en los brazos mientras intentaba mantener erguido el cuello del animal. El ciervo bramaba y el blanco de sus ojos brillaba a la luz de las antorchas. Súbitamente, cuando parecía que su cuello iba a romperse ante la fuerza de los brazos del hombre, cesó de oponer resistencia y se puso a temblar. Babeaba y sus ojos, todavía desencajados, decían a las claras que estaba asustado. Su actitud demostraba que reconocía en el jinete a su amo.

Los Alces formaban en filas de doce tras el ciervo y su jinete. Detrás de ellos iba una banda de músicos, perteneciente también a la hermandad de los Alces. Y detrás, la hermandad de los Antas y sus músicos. Después iba un grupo de Leones, con cráneos de pantera a modo de cascos y capas de piel del mismo animal, con las largas colas arrastrando por el cemento. Sujeto con cuerdas llevaban un globo que sobresalía cuatro metros sobre sus cabezas. Tenía la forma de una larga salchicha y una abultada nariz redonda. Debajo colgaban dos góndolas redondas, en cada una de las cuales iban sentadas mujeres embarazadas que arrojaban flores y arroz sobre la multitud que llenaba la calle. A continuación iban los representantes de la hermandad de los Gallos llevando su tótem: una elevada pértiga al final de la cual había una enorme cabeza de gallo con una cresta roja y elevada y un largo pico lleno de bultos.

Tras éstos, los jefes de otras hermandades de la nación: las de los Elefantes, los Mulos, los Conejos, las Truchas, las Cabras y muchas otras. A continuación, las representantes de las grandes hermandades de mujeres: las Gamas Salvajes, las Abejas Reina, las Gatas Montesas, las Leonas y todas las demás.

El Héroe Solar no prestaba atención a los que venían tras él. Miraba al frente, a lo que había en la calle. A ambos lados se agolpaban multitudes, que, evidentemente, no se agrupaban al azar. Estaban organizadas en infinitos rangos. En primera fila estaban las muchachas jóvenes, entre catorce y dieciocho años. Llevaban blusas de cuello alto y largas mangas, abiertas por delante de forma que dejaban los senos al descubierto. Sus piernas estaban ocultas por faldas blancas acampanadas, bajo las cuales llevaban infinidad de enaguas, y en los pies, cuyas uñas iban pintadas de rojo, llevaban sandalias blancas. Sus largos cabellos estaban sueltos y les llegaban hasta las caderas. Cada una llevaba en la mano derecha un ramo de rosas blancas. Tenían los ojos muy abiertos y se mostraban anhelantes; gritaban, una y otra vez, «¡Héroe Solar! ¡Rey astado! ¡Ciervo poderoso! ¡Gran Hijo y Amante!»

Detrás estaban las matronas que parecían sus madres a juzgar por los consejos que les daban. Estas llevaban blusas de cuello alto y largas mangas también, pero tenían el pecho cubierto. Las faldas carecían de las enaguas que les daban la forma acampanada; caían rectas hasta el suelo excepto por delante, donde se habían puesto unos polisones para darles la apariencia de estar embarazadas. Tenían el cabello recogido en un moño con lazos del que colgaban rosas rojas, una por cada hijo que habían tenido.

Tras las matronas se encontraban los padres, cada uno vestido con las ropas de su hermandad correspondiente y llevando en una mano el tótem de aquella. En la otra llevaban una botella, de la que bebían frecuentemente y que pasaban a veces a su mujer.

Todos ellos gritaban y aullaban y empujaban hacia delante como si quisieran invadir la calzada, cosa que no llegarían a hacer porque sabían que debían dejar vía libre a la parada. Las Guardias de Honor y las graduadas en Vassar marchaban precipitadamente al frente del ciervo y su jinete. La Guardia golpeaba con sus flechas a los que se atrevían a cruzar una línea blanca marcada en el bordillo de la acera, y las sacerdotisas les azotaban con sus látigos. Las vírgenes de primera fila no gritaban ni se horrorizaban a la vista de su sangre; mas bien parecía que les gustase.

Se produjo un súbito silencio. Tambores, trompas y flautas cesaron de sonar.

Enseguida pudo verse la razón de aquella interrupción. De la Casa Blanca salieron unas doncellas llevando a hombros una silla en la que yacía el cuerpo de John Granodecebada. Las doncellas vestían los atuendos de su hermandad: largas vestiduras de un verde pálido que parecían las hojas del trigo y, sobre sus cabezas, altas coronas amarillas que recordaban la forma de las espigas. Pertenecían a la hermandad del Trigo y transportaban al único miembro masculino de la hermandad. Estaba muerto, pero la multitud no pareció darse cuenta de ello, pues estallaron en carcajadas cuando vieron el cuerpo. No era la primera vez que aparecía así en público, y nadie, excepto las doncellas del Trigo, notó la diferencia. Ocuparon el lugar que tenían asignado en la procesión junto a la Guardia y las sacerdotisas, justo delante del Héroe Solar.

Los tambores sonaron de nuevo; las trompetas gritaron, las flautas lanzaron sus agudas notas, los hombres aullaron, las mujeres gritaron. Y el ciervo siguió su camino con su jinete.

Había que impedir constantemente al hombre que lo montaba que se bajase y se lanzara sobre las adolescentes alineadas en el borde de la acera. Estas le gritaban cosas que hubieran ruborizado a un marinero, y las respuestas del Héroe no se quedaban atrás.

Su cara, de la que había desaparecido todo rasgo de inteligencia desde que descendiera las escaleras, estaba ahora animada por un espíritu que podía ser definido únicamente como demoníaco. Pugnaba por apearse del animal. Cuando lo conseguía, los Alces volvían a montarlo de nuevo. Entonces él los golpeaba con los puños hasta hacerlos caer de espaldas, con las narices rotas y sangrantes, y una vez en el suelo eran pisoteados por la multitud. Pero otros tomaban su lugar y agarraban al Héroe Solar.

—¡Sigue montado, Gran Ciervo! —le gritaban—. ¡Espera a que lleguemos a las cúpulas! ¡Allí te soltaremos y podrás hacer lo que deseas! ¡Allí espera la Gran Sacerdotisa Virginia, bajo el aspecto de Gran Madre Blanca doncella! ¡Y allí aguardan también las mascotas más bellas de Washington, tiernas doncellas, embebidas por la divina presencia de Columbia y de América, su hermana! ¡Esperan ser colmadas con la divina semilla del Hijo!

El hombre astado parecía no escucharlos o no entenderlos, lo cual en parte podía ser explicado por el hecho de que su lenguaje, aunque también americano, era una variante del de ellos, y en parte también por lo que le poseía, que le hacía insensible a todo lo que no fueran los gritos y la sangre.

Aunque los que participaban en el desfile hacían esfuerzos por mantener un paso lento, no pudieron evitar acelerarlo cuando se aproximaron a su destino. Quizá los insultos y las amenazas que les gritaban las jóvenes, en el sentido de que los despedazarían si no se apresuraban, influyeran en ello. Los látigos y las flechas hicieron brotar más sangre, pero las jóvenes continuaban pugnando por acercarse e, incluso, una vez una de ellas dio un fantástico salto en el aire y cayó sobre una sacerdotisa. Se levantó y saltó de nuevo sobre las espaldas de un Alce. Pero perdió el pie y cayó de cabeza en medio del grupo. Allí el trato que recibió fue más bien salvaje; los hombres le quitaron la ropa y la pellizcaron y la arañaron por todas partes hasta hacerle brotar la sangre. Un hombre intentó anticiparse al Héroe Solar, pero los demás impidieron que cometiera tal blasfemia: le golpearon en la cabeza y llevaron a la joven de nuevo a la fila.

—¡Espera tu turno, dulzura! —le gritaron. Se echaron a reír y uno le dijo—: ¡Si el Gran Ciervo no te basta, los cervatillos nos ocuparemos de ti después, nena!

Mientras esto sucedía, la procesión se había detenido a los pies de la escalera del edificio del Capitolio. Aquí se produjo una momentánea confusión, mientras las Guardias y las sacerdotisas intentaban contener a las doncellas. Los Alces bajaron al Héroe Solar del ciervo y comenzaron a subirle por las escaleras.

—¡Espera un minuto, Gran Ciervo! —decían—. Espera a que subamos las escaleras. ¡Después te soltaremos!

El Héroe Solar les miraba enfurecido, pero les dejó hacer. Miró la estatua de la Gran Madre Blanca que había en lo alto de las escaleras, en la entrada al edificio. Labrada en mármol, era la imagen de una mujer de cinco metros de alto, con unos enormes senos, que amamantaba a su hijo. Con los pies aplastaba un dragón barbado.

La multitud comenzó a gritar: «¡Virginia! ¡Virginia!»

La gran sacerdotisa de Washington salió de las sombras entre las grandes columnas del inmenso porche que recorría el Capitolio.

La luz de las antorchas arrancó blancos destellos de su larga falda y de sus hombros y senos desnudos. Oscureció sus cabellos color de miel que le caían por la espalda.

Oscureció su boca, que a la luz del día era roja como una herida. Oscureció sus ojos, que con el sol eran de un azul profundo.

El Héroe Solar bramaba como un ciervo en época de celo que ha olfateado una hembra. Entonces gritó: —¡Virginia! ¡Ya no podrás apartarme de ti! ¡Nada podrá detenerme ahora!

La oscura boca se abrió y los dientes brillaron de blancura a la luz de las antorchas. Un brazo blanco, largo y delgado se tendió hacia él, que se libró de las manos que le sujetaban y corrió escaleras arriba. El solo se daba cuenta de que los tambores, las trompetas y las flautas tras él iban subiendo el tono y que la muchedumbre de jóvenes gritaba cada vez más fuerte, hasta llegar a su punto álgido. Apenas se daba cuenta de ello… pero no era consciente en absoluto de que su cuerpo de guardia luchaba por defender su vida de las largas y agudas uñas de las vírgenes. Ni vio que mezclados con los cuerpos caídos de los hombres estaban las faldas y las blusas blancas de las jóvenes.

Solo una cosa le hizo detenerse por un segundo. Fue la súbita aparición de una joven encerrada en una jaula de hierro que estaba colocada en la base de la estatua de la Gran Madre. Era una mujer joven también, pero vestida de forma diferente a las demás.

Llevaba un sombrero picudo, como el de un jugador de béisbol, una amplia camisa con algunos signos que no se veían muy bien, unos amplios pantalones, calcetines finos y zapatos planos. Sobre la jaula había un letrero:

MASCOTA

Capturada en una incursión en Caseyland

La joven le dirigió una aterrorizada mirada, después se cubrió los ojos con las manos y le volvió la espalda.

La expresión de asombro desapareció de su cara y corrió hacia la gran sacerdotisa.

Estaba frente a él, con los brazos extendidos, como si le estuviera bendiciendo. Pero su espalda encorvada y la posición de sus caderas dejaban bien claro que su larga espera había finalizado. Ella no resistiría.

Lanzó un gruñido tan profundo que parecía proceder de las raíces de su espina dorsal.

Le agarró la ropa y se la quitó.

Tras él, la multitud de gargantas prorrumpieron en aullidos enloquecedores y bruscamente, rodeado de carne, desapareció de la vista de las madres y los padres agolpados al pie de las escaleras.