Al final, todo se resuelve esperando. Si se sabe esperar, lo bueno acaba por llegar. Y lo malo. Reacher volvió a dirigirse a la segunda planta. La última puerta a la izquierda seguía cerrada. Entró en la cocina. Linsky estaba tendido en el suelo sobre un charco de sangre. Reacher volvió a encender la llama de la tetera. A continuación salió al pasillo. Caminó sin hacer ruido hacia la parte delantera de la casa, apoyándose sobre la pared exterior, junto a la última puerta a su izquierda.
Y esperó.
La tetera comenzó a hervir a los cinco minutos. El silbato empezó bajo y calmado, y acabó siendo fuerte y molesto. En solo diez segundos la segunda planta de la casa se inundó de un pitido insoportable. Diez segundos después, la puerta de la derecha de Reacher se abrió. Salió un hombre bajo de estatura. Reacher dejó que diera un paso. A continuación le hizo girar y le clavó la Smith 6o en la base de la garganta.
Le observó.
Era El Zec, un hombre gordo, viejo, encorvado y demacrado. Un fantasma, apenas humano. Estaba lleno de cicatrices y zonas de piel descoloridas. Tenía el rostro arrugado y marchito. Lucía una expresión de rabia y crueldad. No iba armado. Sus ruinosas manos no parecían capaces de sostener un arma. Reacher le obligó a atravesar el pasillo. Lo metió en la cocina, andando hacia atrás. Se detuvo junto a la tetera, el ruido era insoportable. Reacher apagó el fuego con la mano izquierda. A continuación arrastró a El Zec hacia la sala de estar. El sonido de la tetera fue disminuyendo, igual que una sirena al alejarse. La casa volvió a estar en silencio.
—Se acabó —dijo Reacher—. Has perdido.
—Nunca se acaba —contestó El Zec, con voz ronca, grave, gutural.
—Vuelve a probar —dijo Reacher. Continuaba clavándole la Smith con fuerza en la garganta, una zona demasiado baja y demasiado próxima para que El Zec pudiera ver el arma. Retiró el seguro lentamente, con cuidado. Haciendo ruido deliberadamente. Clic-cli-cli-crunch. Un sonido inconfundible.
—Tengo ochenta años —dijo El Zec.
—No me importa que tengas ochenta o cien —contestó Reacher—. Vas a morir igual.
—Idiota —replicó El Zec—. He sobrevivido a cosas peores que tú mucho antes de que nacieras.
—Nadie es peor que yo.
—No te pavonees. No eres nada.
—¿Eso crees? —dijo Reacher—. Esta mañana estabas vivo, sin embargo mañana ya no lo estarás. Al cabo de ochenta años. Lo cual significa que algo sí que soy, ¿no crees?
No hubo respuesta.
—Se acabó —repitió Reacher—. Créeme. Un camino largo y tortuoso. Muy bien, lo entiendo, pero esto es el final. Tenía que llegar.
No hubo respuesta.
—¿Sabes cuándo es mi cumpleaños? —preguntó Reacher.
—Obviamente, no.
—Es en octubre. ¿Sabes qué día?
—Por supuesto que no.
—Vas a averiguarlo por las malas. Voy a contar mentalmente. Cuando llegue a mi cumpleaños, apretaré el gatillo.
Empezó a contar con la cabeza. «Uno, dos». Observaba fijamente a El Zec a los ojos. «Cinco, seis, siete, ocho». No hubo respuesta. «Diez, once, doce».
—¿Qué quieres? —dijo El Zec.
«Hora de negociar».
—Quiero hablar —contestó Reacher.
—¿Hablar?
—El doce —repuso Reacher—, ahí es hasta donde has llegado. Ahí has renunciado. ¿Sabes por qué? Porque deseas sobrevivir. Es el instinto más básico que tienes. Evidentemente. Si no, ¿cómo habrías llegado a tu edad? Probablemente sea el instinto básico que menos logro entender. Un acto reflejo, un hábito, tirar los dados, permanecer con vida, dar el siguiente paso, la siguiente oportunidad. Está en tu ADN. Es lo que eres.
—¿Y bien?
—Te propongo una competición. Lo que tú eres contra lo que yo soy.
—¿Y qué eres tú?
—Yo soy el tipo que acaba de tirar a Chenko por la ventana de un tercer piso, y he aplastado con mis propias manos a Vladimir hasta causarle la muerte. Porque no me gusta lo que le hicieron a esa gente inocente. Así pues, ahora tienes que poner a prueba tu deseo por sobrevivir contra mi deseo de dispararte a la cabeza y mearme después en el boquete que haya abierto la bala.
No hubo respuesta.
—Un disparo —continuó Reacher— en la cabeza. Las luces se apagarán. Tú eliges. Otro día, otros dados. O no.
Reacher pudo ver en los ojos de El Zec cómo calculaba este. Valoración, evaluación, especulación.
—Podría arrojarte por las escaleras —prosiguió Reacher—. Después podrías arrastrarte y echar una ojeada a Vladimir. Le corté el cuello después de matarle, solo por diversión. Eso es lo que soy. Así que no pienses que bromeo. Lo haré, y dormiré como un bebé el resto de mi vida.
—¿Qué quieres? —volvió a preguntar El Zec.
—Que me ayudes con un problema.
—¿Qué problema?
—Hay un hombre inocente que tengo que sacar de la cárcel. Así que necesito que le cuentes la verdad a un detective llamado Emerson. La verdad, la absoluta verdad, y nada más que la verdad. Necesito que señales a Chenko como autor del tiroteo, y a Vladimir por el asesinato de la chica, y a quienquiera que matase a Ted Archer. Y por todo lo demás que hayáis hecho. Todo, incluyendo vuestro plan con cada detalle.
Hubo un destello en los ojos de El Zec.
—Eso no tiene sentido. Me condenarían a la pena de muerte.
—Sí, así es —dijo Reacher—. Naturalmente que sí. Pero mañana estarías vivo. Y al día siguiente, y al otro. El proceso de apelación dura toda una vida. Diez años, a veces. Podrías tener suerte. Podría haber un desacuerdo por parte del jurado, podrías fugarte, podrían concederte el perdón, podría haber una revolución o un terremoto.
—Improbable.
—Mucho —repuso Reacher—. Pero ¿acaso no te lo tomas así? Eres un hombre que se aferra al más mínimo resquicio con tal de vivir un solo minuto más.
No hubo respuesta.
—Ya me has respondido una vez —dijo Reacher—. Iba por el doce de octubre. Has sido muy rápido. Octubre tiene treinta y un días. Según el promedio, no te habría pasado nada hasta llegar al quince o al dieciséis. Un jugador habría esperado hasta llegar al veinte. Pero tú no has pasado de doce. No porque seas un cobarde, nadie puede acusarte de ello, sino porque eres un superviviente. Eso es lo que eres. Ahora lo que quiero es que me lo confirmes en la práctica.
No hubo respuesta.
—Trece —continuó contando Reacher—, catorce, quince, dieciséis.
—De acuerdo —dijo El Zec—. Tú ganas. Hablaré con el detective.
Reacher le arrastró por el pasillo, apuntándole con la Smith. Cogió el teléfono móvil.
—¿Gunny?
—Sí.
—Venid, todos. Abriré la puerta. ¿Y Franklin? Despierta a esa gente, tal y como habíamos quedado.
La comunicación se cortó. Franklin había desconectado la red para hacer las llamadas.
Reacher ató a El Zec por las muñecas con cable eléctrico. Lo colocó sobre el suelo de la sala de estar. Después bajó a la planta baja. Echó una ojeada a la sala de vigilancia. Vladimir estaba tumbado sobre un charco de sangre. Tenía los ojos abiertos, igual que la garganta. Vio el hueso a través de la herida. Sokolov tenía la cara desplomada sobre la mesa. Había sangre suya por todas partes, había debido de extenderse por el sistema eléctrico de los monitores, ya que la pantalla del sur se había apagado. Las demás imágenes seguían allí, verdes y fantasmales. En el monitor del oeste se distinguían cuatro figuras caminando por el paseo de la entrada. Aureolas amarillas, interiores rojos. Todas juntas, avanzando con rapidez. Reacher apagó las luces y cerró la habitación. Salió al pasillo y abrió la puerta delantera de la casa.
Yanni entró en primer lugar, luego Cash, Rosemary y Helen. Esta última iba descalza y llevaba los zapatos en la mano. Iba llena de barro. Se detuvo en la entrada y abrazó a Reacher con fuerza. Le mantuvo así un buen rato y a continuación se separaron.
—¿A qué huele? —preguntó Yanni.
—A sangre —contestó Cash—. Y a otros fluidos orgánicos de diversos tipos.
—¿Están todos muertos?
—Todos menos uno —respondió Reacher.
Subieron las escaleras, encabezados por Reacher, quien detuvo a Rosemary al llegar a la sala de estar.
—El Zec está ahí dentro —le dijo—. ¿No te importará verle?
Rosemary asintió.
—Quiero verle —dijo—. Quiero hacerle una pregunta.
Rosemary entró en la sala de estar. El Zec estaba en el suelo, donde Reacher lo había dejado. Rosemary se puso delante de él, serena, digna, aunque sin regocijarse. Sentía curiosidad.
—¿Pero por qué? —le dijo—. Hasta cierto punto entiendo lo que estabais haciendo, mirándolo desde vuestra perversa perspectiva. Pero ¿por qué no disparó Chenko desde la carretera? ¿Por qué tuvisteis que utilizar a mi hermano?
El Zec no contestó. Se limitó a mirar a la nada, contemplando algo, seguramente no a Rosemary Barr.
—Psicología —intervino Reacher.
—¿La suya?
—Nuestra, del público.
—¿Cómo?
—Tenía que haber una historia —repuso Reacher—. Mejor dicho, había una historia, y él tenía que manejar los hilos. Al conocer la existencia de un tirador, la historia se centró en ese tirador. Si no le hubiesen descubierto, entonces la historia se habría centrado en las víctimas. Y si hubiera sido así, la gente habría empezado a hacerse muchas preguntas.
—Así que sacrificó a James.
—Eso es lo que hace. Hay una larga lista.
—¿Por qué?
—Una muerte es una tragedia, un millón es una estadística.
—Joseph Stalin —dijo Yanni.
Reacher pateó a El Zec en el costado y acercó el sofá que había junto a la ventana. Le cogió por el cuello de la camisa, le levantó y le dejó caer en un extremo del sofá. Lo colocó con la espalda recta.
—Nuestro testigo estrella —dijo.
Reacher pidió a Cash que se sentara en el alféizar de la ventana, detrás del sofá, y le dijo a Yanni que fuera a buscar tres sillas de comedor. Empujó los sillones contra las paredes de la sala. Yanni volvió tres veces consecutivas con las tres sillas. Reacher las alineó de cara al sofá. Cuando terminó, había dispuesto los muebles formando un cuadrado: sofá, sillas de comedor y sillones a los lados.
La ropa casi se le había secado, aún sentía algo de humedad en las costuras más gruesas. Se pasó los dedos por el pelo. Comprobó la hora en su reloj. Casi las cuatro de la mañana. Menos resistencia, funcionamiento del biorritmo.
—Ahora a esperar —repuso.
Al cabo de media hora, oyeron coches a lo lejos, aproximándose por el camino. Neumáticos sobre la calzada, ruido de motor, tubos de escape. Los sonidos se hacían más audibles. Los coches disminuyeron la velocidad. Crujían al atravesar el camino de piedra caliza. Cuatro coches. Reacher fue a la planta baja y abrió la puerta. Vio el Suburban negro de Franklin. Emerson salió de un Crown Vie gris. Vio a una mujer menuda de pelo negro y corto salir de un Ford Taurus azul. Donna Bianca, supuso. Alex Rodin salió de un BMW plateado y cerró el vehículo con su mando a distancia. Fue el único que lo hizo.
Reacher permaneció a un lado y dejó que entraran todos al recibidor. A continuación les condujo por las escaleras. Pidió a Alex Rodin, Donna Bianca y Emerson que se sentaran en las sillas de comedor, de izquierda a derecha; Franklin en el sillon, junto a Yanni. Rosemary Barr y Helen Rodin en los sillones del lado opuesto de la sala. Helen miraba a su padre. Alex Rodin la miraba a ella. Cash estaba sentado en el alféizar de la ventana. Reacher entró y se inclinó sobre el marco de la puerta.
—Empieza a hablar —ordenó Reacher.
El Zec permaneció callado.
—Si no, le pediré a esta gente que se vaya —le dijo Reacher—. Me resultará tan fácil como haberles pedido que vengan. Entonces volveré a contar, desde el diecisiete.
El Zec suspiró. Empezó a hablar. Al principio despacio, luego más rápido.
Les explicó una larga historia, tan larga y compleja que era confusa. Se le escaparon detalles de crímenes anteriores no relacionados. Más tarde explicó cómo consiguió que la ciudad le contratara para las obras públicas. Dio el nombre del funcionario al que había sobornado. No se trataba solo de dinero. También ofrecían chicas, las llevaban en grupos pequeños a una villa del Caribe, algunas de ellas muy jóvenes. Habló de la furia de Ted Archer, su búsqueda durante dos años y lo cerca que estuvo de averiguar la verdad. Explicó la emboscada que le tendieron, la mañana de un lunes. Utilizaron a Jeb Oliver. El Dodge Ram rojo fue la recompensa por aquel trabajo. Luego El Zec hizo una pausa, pensó, pasó a otro tema. Describió la decisión de librarse de Oline Archer dos meses después cuando comenzó a convertirse en un peligro. Describió la trampa que Chenko le tendió a James Barr, un plan precipitado aunque minucioso. Explicó cómo lograron que James Barr cayera en la trampa prometiéndole una cita con Sandy Dupree, y cómo acabaron con Jeb Oliver. Les dijo dónde podían encontrar su cuerpo. Les contó que Vladimir mató a Sandy con el propósito de apartar a Reacher del caso. En total, estuvo hablando durante más de media hora, con las manos atadas a la espalda. De repente dejó de hablar. Reacher vio maquinación en sus ojos. Ya estaba pensando en su próximo movimiento, en sus próximos dados. Un desacuerdo por parte del jurado. Una fuga. Un proceso de apelación de diez años.
La habitación quedó en silencio.
Donna Bianca dijo:
—Increíble.
Reacher dijo:
—Sigue hablando.
El Zec le miró.
—Hay algo que te has dejado —le dijo Reacher—. Tienes que decirnos quién es el topo. Es lo que todos estamos deseando oír.
El Zec apartó la vista. Miró a Emerson, luego a Donna Bianca, luego a Alex Rodin. De derecha a izquierda, uno detrás de otro. Seguidamente volvió a mirar a Reacher.
—Eres un superviviente —le dijo Reacher—, pero no eres idiota. No habrá desacuerdo del jurado ni habrá ninguna fuga. Tienes ochenta años y no sobrevivirás a un proceso de apelación de diez años. Ya lo sabes. Sin embargo, has aceptado hablar. ¿Por qué?
El Zec no dijo nada.
—Porque sabías que tarde o temprano hablarías con un amigo, uno de los tuyos, aquel a quien compraste. ¿Tengo razón?
El Zec asintió, lentamente.
—Alguien que está aquí, ahora mismo.
El Zec volvió a asentir.
—Hay una cosa que siempre me ha mosqueado —dijo Reacher—. Al principio no sabía si tenía razón o si me estaba dejando llevar por mi ego. Pensé en ello una y otra vez. Finalmente, creí que no me equivocaba. Lo cierto es que en el ejército yo era un estupendo investigador, quizás el mejor que habían tenido. Me habría medido con cualquiera. ¿Y sabes qué?
—¿Qué? —preguntó Helen Rodin.
—Nunca habría pensado en vaciar aquel parquímetro, ni en un millón de años. Jamás se me habría ocurrido hacer algo así. Así pues, se me ocurrió la siguiente pregunta: ¿era Emerson mejor investigador que yo? ¿O sabía que el cuarto de dólar estaba allí?
Nadie dijo nada.
—Pero pensé que Emerson no era mejor que yo —continuó Reacher—, no era posible. Estaba convencido. —A continuación se volvió hacia El Zec—. La moneda fue rizar el rizo. ¿Te das cuenta? Aquello no era normal. ¿Fue idea de Chenko?
El Zec asintió.
—No deberías haberle hecho caso —repuso Reacher. Se volvió hacia Emerson—: Y tú deberías haberla dejado ahí. No la necesitabas en absoluto.
—Eso son sandeces —replicó Emerson.
Reacher sacudió la cabeza.
—Después todo encajó. Leí los expedientes policiales y oí las conversaciones entre los coches patrulla. Desde el principio tomaste decisiones con una rapidez increíble. Habías recibido un montón de llamadas incoherentes de gente aterrorizada, sin embargo, en veinte segundos ya les estabas diciendo a tus compañeros que se trataba de un pirado con un rifle automático. Aquella conclusión carecía de fundamento. Seis disparos, secuencia irregular. Podría haberse tratado de seis críos con una pistola cada uno. Pero tú sabías que no había sido así.
—Tonterías —insistió Emerson.
Reacher volvió a sacudir la cabeza.
—La prueba final ha sido la negociación con él. Le dije que tendría que contarle la verdad a un detective llamado Emerson. Podría haberle dicho a la policía, en general, o a Alex Rodin, el fiscal de distrito, pero no fue así. Te nombré a ti específicamente y vi en sus ojos un destello de luz. Se hizo de rogar un minuto más, por disimular, pero aceptó rápidamente, porque supuso que no le pasaría nada si te encargabas del caso.
Silencio. A continuación Cash dijo:
—Pero Oline Archer acudió a Alex Rodin. Eso fue lo que descubriste.
Reacher volvió a negar con la cabeza.
—Descubrimos que Oline fue a la oficina del fiscal del distrito. Yo también fui. Fue lo primero que hice al llegar a la ciudad. ¿Y sabes qué? Rodin cuenta con un par de brujas que vigilan su puerta. Por otra parte, no le gusta recibir visitas. Apuesto lo que quieras a que no la dejaron entrar. Era asunto de la policía, le dirían. La compañera de trabajo de Oline nos dijo que pasó la mayor parte de la tarde fuera. Supongo que las brujas le dirían que cruzara la ciudad a pie y acudiera a la comisaría, donde ella habló con Emerson.
Silencio en la habitación.
El Zec se encogió de hombros en el sofá.
—Emerson, haz algo, por el amor de Dios.
—No puede hacer nada —repuso Reacher—. No soy tonto. Me he adelantado. Estoy seguro de que tiene una Glock debajo del brazo, pero yo estoy detrás de él y tengo un revólver del calibre 38 y un cuchillo, y delante tiene a Cash con un rifle de francotirador escondido debajo del sofá. De todos modos, ¿qué puede hacer? Supongo que podría intentar matarnos a todos y decir que fue una especie de masacre masiva, pero ¿cómo se lo explicaría a la NBC?
Emerson miró a Reacher.
—¿NBC? —repitió Cash.
—Antes he visto a Yanni juguetear con el móvil. Imagino que está retransmitiendo todo lo que decimos a los estudios.
Yanni sacó su Nokia.
—Canal abierto —dijo—. Grabación de audio digital en tres discos duros por separado, además de dos cintas de seguridad. Lo conecté antes de subir al Humvee.
Cash la miró.
—Por eso me hiciste aquella pregunta estúpida sobre la mira telescópica. Por eso hablabas sola como si retransmitieras un partido.
—Es periodista —dijo Reacher—. Va a ganar un Emmy.
Nadie dijo nada. De repente todo el mundo se quedó cohibido.
—Detective Bianca —prosiguió Reacher en voz alta—, la acaban de ascender a detective jefe de homicidios. ¿Cómo se siente?
Yanni hizo una mueca. Reacher avanzó, se inclinó sobre Emerson por detrás y deslizó la mano por debajo de su abrigo. Extrajo una Glock 9 milímetros. Se la entregó a Bianca.
—Proceda al arresto —dijo.
De pronto El Zec sonrió. Chenko había entrado a la habitación.
Iba cubierto de barro. Tenía el brazo derecho roto, o el hombro, o la clavícula, o quizás las tres cosas. Reposaba la muñeca en el interior de la camisa, a modo de cabestrillo. Pero no sufría daños en el brazo izquierdo. En absoluto. Reacher se volvió y vio que sostenía una escopeta de cañón recortado en la mano izquierda. Se hizo una pregunta intranscendente: «¿De dónde la había sacado? ¿De su coche? ¿Estarían aparcados los coches en el lado este?».
Chenko miró a Bianca.
—Baje la pistola, señora —le ordenó.
Bianca dejó la Glock de Emerson en el suelo. El arma no hizo sonido alguno al caer en la moqueta.
—Gracias —le dijo.
Nadie dijo nada.
—Bueno, he estado fuera un rato —repuso Chenko—, pero debo decir que ya me siento muchísimo mejor.
—Sobrevivimos —dijo El Zec, desde el fondo de la habitación—. Siempre lo hacemos.
Reacher no prestó atención, tenía la mirada clavada en el arma de Chenko. Se trataba de una Benelli Nova Pump de culata corta y cañón recortado. Calibre 12. Recámara para cuatro cartuchos. Un arma preciosa, de carnicero.
—Emerson —dijo El Zec—. Ven aquí y desátame.
Reacher vio que Emerson se levantaba, pero no le miró. Avanzó un paso en diagonal hacia Chenko. Reacher medía treinta centímetros más que él y le doblaba en corpulencia.
—Necesito un cuchillo —repuso Emerson.
—El soldado tiene uno —dijo Chenko—, seguro, después de lo que ha hecho a mis amigos.
Reacher avanzó un poquito más. Un hombre enorme frente a otro menudo, cara a cara. Solo le separaba un metro. La mayoría del espacio lo ocupaba la Benelli. Chenko llegaba con el pecho a la cintura de Reacher.
—Cuchillo —pidió Emerson.
—Ven y cógelo —contestó Reacher.
—Pásamelo por el suelo.
—No.
—Dispararé —dijo Chenko—. Una bala al estómago.
Reacher pensó: «¿Y luego qué? Una escopeta de pistón no sirve de mucho a un hombre de un solo brazo».
—Pues dispara —le dijo.
Reacher sintió todos los ojos de la habitación sobre él. Sabía que todo el mundo le estaba mirando fijamente. El silencio hizo que le zumbasen los oídos. De repente, percibió los olores que había en la habitación. Olía a polvo de la moqueta, a muebles viejos, a miedo y tensión, a la humedad nocturna que se colaba por las ventanas abiertas en la planta inferior y superior, a campos de cultivo y fertilizantes.
—Adelante —dijo—, dispara.
Chenko no hizo nada. Simplemente permaneció allí. Reacher se quedó inmóvil enfrente. Repasó la distribución de la habitación. La había preparado él. La dibujó en su mente. Chenko se hallaba a la entrada, de cara a la ventana. Todos los demás en dirección contraria. Reacher estaba situado delante de Chenko, cara a cara, tan cerca que se hubieran podido tocar. Cash estaba al fondo, de espaldas a la pared, cerca del sofá, sobre el alféizar de la ventana. Emerson en mitad de la sala, cerca de El Zec, de pie, indeciso, expectante. Yanni, Franklin, Helen y Rosemary Barr estaban sentados en los sillones que había colocados junto a las paredes laterales, girando la cabeza. Finalmente, Bianca y Alex Rodin estaban sentados en las sillas de comedor, girando la cintura y con los ojos completamente abiertos.
Reacher sabía dónde se ubicaba todo el mundo y hacia dónde estaban mirando.
—Dispara —repitió—. Apúntame al cinturón. Venga. Hazlo.
Chenko no hizo nada. Permaneció observándole. Reacher estaba tan cerca y era tan grande que no podía ver nada más aparte de él. Solos los dos, como si fueran los únicos en la habitación.
—Voy a ayudarte —dijo Reacher—. Contaré hasta tres. Entonces apretarás el gatillo.
Chenko se limitó a permanecer allí.
—¿Entiendes? —preguntó Reacher.
No hubo respuesta.
—Uno —comenzó Reacher.
Ninguna reacción.
—Dos —prosiguió.
Seguidamente se apartó. Dio una zancada rápida y larga hacia la derecha. Cash disparó desde detrás del sofá, justo a la altura donde Reacher tenía el cinturón un segundo antes. El pecho de Chenko saltó por los aires.
A continuación Cash volvió a dejar el rifle en el suelo, tan silenciosamente como lo había cogido.
Llegaron dos coches patrulla del turno nocturno, y se llevaron a El Zec y a Emerson. Luego llegaron cuatro ambulancias para las víctimas. Bianca le preguntó a Reacher qué les había sucedido a los tres primeros. Reacher contestó que no tenía la más remota idea de lo que había ocurrido, a ninguno de ellos. Especuló con que pudiera haberse tratado de alguna disputa interna. ¿Una pelea entre ladrones, quizás? Bianca no insistió. Rosemary Barr le tomó prestado a Franklin el teléfono móvil y llamó a los hospitales de la zona, con el fin de buscar una plaza para su hermano. Helen y Alex Rodin se sentaron el uno junto al otro, y hablaron. Gunny Cash se sentó en una silla y se durmió. Un viejo hábito de los soldados. Duerme cuando puedas. Yanni se aproximó a Reacher y le dijo:
—Los tipos duros siempre están listos para actuar por la noche.
Reacher, consciente de que le estaban grabando, contestó:
—Normalmente a las doce de la noche estoy durmiendo.
—Yo también —repuso Yanni—. Sola. ¿Te acuerdas de mi dirección?
Reacher volvió a sonreír y asintió. A continuación bajó por las escaleras y se dirigió al porche delantero. Rodeó la casa hasta situarse en el costado este. Estaba amaneciendo. En el horizonte, la oscuridad daba paso al color púrpura. Se volvió y vio que cargaban la cuarta ambulancia. El viaje final de Vladimir, a juzgar por el tamaño del cuerpo que ocupaba la camilla. Se vació los bolsillos. Formó una pila pequeña y ordenada con la tarjeta rota de Emerson, la servilleta de papel de Helen Rodin, la llave grande de latón del motel, la Smith 6o y el cuchillo Navy Seal SRK de Gunny Cash. Seguidamente preguntó a los sanitarios si podía ir con ellos hasta la ciudad. Desde el hospital echaría a caminar en dirección este y llegaría a la estación de autobuses al punto de amanecer. Estaría en Indianápolis a la hora de comer, se compraría un par de zapatos nuevos y se iría a cualquier otro lugar antes de que el sol volviera a ponerse.