16

Permanecieron un instante en la penumbra y el silencio del parking, debajo de las ventanas iluminadas de la oficina de Franklin. Seguidamente, Yanni fue a su Mustang a buscar el CD de Sheryl Crow. Se lo entregó a Cash. Cash abrió la puerta del Humvee con la llave, se inclinó hacia el interior y colocó el CD en el reproductor. A continuación le dio las llaves a Franklin. Franklin se subió en el asiento del conductor. Cash subió al asiento de copiloto, con la M24 apoyada sobre las rodillas. Reacher, Helen Rodin y Ann Yanni se apiñaron en el asiento trasero.

—Pon la calefacción —pidió Reacher.

Cash se inclinó hacia la izquierda y puso el aire acondicionado al máximo. Franklin encendió el motor. Se incorporó a la carretera marcha atrás. Giró y tomó dirección oeste. A continuación giró hacia el norte. El motor sonaba con fuerza. La carretera estaba llena de baches. La calefacción empezó a funcionar, expulsando aire caliente. En el interior, poco a poco, la temperatura fue elevándose. Hacía calor. Giraron en dirección oeste, norte, oeste, norte, siguiendo las cuadrículas de los campos de cultivo. Era un trayecto a base de caminos largos e irregulares, cuyas curvas formaban ángulos de noventa grados. Finalmente tomaron la última curva. Franklin, detrás del volante, pisó a fondo el acelerador.

—Eso es —dijo Yanni—. Sigue hacia adelante, unos cinco kilómetros más.

—Enciende la música —ordenó Reacher—. Canción número ocho.

Cash pulsó el botón.

Every day is a winding road.

—Más alto —pidió Reacher.

Cash subió el volumen. Franklin siguió conduciendo, a cien kilómetros por hora.

—Tres kilómetros —repuso Yanni. Luego—: Kilómetro y medio.

Franklin continuó. Reacher miró por la ventana situada a su derecha. Vio los campos al pasar, igual que destellos en la oscuridad. La luz de los faros apenas alcanzaba a enfocarlos. Las bombas de riego giraban tan despacio que parecía que estuvieran quietas. Una bruma teñía el ambiente.

—Pon las luces largas —dijo Reacher.

Franklin las encendió.

—La música a tope —pidió Reacher.

Cash giró el botón al máximo.

EVERY DAY IS A WINDING ROAD.

—Ochocientos metros —exclamó Yanni.

—Ventanas —gritó Reacher.

Cuatro pulgares pulsaron los botones y las cuatro ventanas se abrieron tres centímetros. El aire caliente y la música a todo volumen invadieron el paisaje. Reacher miró hacia la derecha y vio el perfil oscuro de la casa. Lejana, aislada, cuadrada, maciza, imponente, en el interior se distinguía una luz débil. El terreno que les rodeaba era completamente llano. El camino de la entrada estaba construido con piedra caliza, era de color claro, larguísimo, y recto como una flecha.

Franklin mantuvo el pie en el acelerador.

—Una señal de stop a una distancia de trescientos metros —exclamó Yanni.

—Preparaos —gritó Reacher—. Llegó la hora del espectáculo.

—Cien metros —exclamó Yanni.

—Puertas —gritó Reacher.

Las puertas se abrieron tres centímetros. Franklin pisó a fondo el pedal del freno. Se detuvo en la línea. Reacher, Yanni, Helen y Cash salieron precipitadamente del vehículo. Franklin no dudó, volvió a arrancar, como si se tratara de una simple parada reglamentaria. Reacher, Yanni, Cash y Helen se revolcaron en la arena. Se reagruparon en el cruce y miraron hacia el norte, hasta que las luces, el rugido del motor y el sonido de la música desaparecieron en la distancia y la oscuridad.

Sokolov se había percatado de las señales de calor en el monitor oeste y en el monitor sur en el momento en que el vehículo se encontraba a unos ochocientos metros de la casa. Hubiese sido difícil no percatarse. Un vehículo grande y potente, a toda velocidad, dejando una columna de aire caliente procedente de las ventanas. ¿Acaso podía pasar desapercibido? En las pantallas parecía un cohete volando en horizontal. Poco después Sokolov oyó también el ruido a través de las paredes de la casa. Motor potente, música alta. Vladimir le miró.

—¿Alguien que pasa por aquí?

—Ahora lo veremos —repuso Sokolov.

El coche no redujo la velocidad. Avanzó como un rayo. Dejó atrás la casa y prosiguió en dirección norte. En la pantalla, dejó un rastro de calor comparable a una cápsula de reentrada. Oyeron la música retumbar en las paredes, igual que una sirena de ambulancia.

—Solo es alguien que pasa por aquí —dijo Sokolov.

—Algún gilipollas —añadió Vladimir.

Arriba, en la tercera planta, Chenko también lo había oído. Entró en un dormitorio vacío cuya ventana daba al oeste. Miró hacia el exterior. Vio una forma grande y negra a una velocidad de unos cien kilómetros por hora, con las luces largas, los faros traseros iluminados y la música tan alta que se oían vibrar las puertas del coche a una distancia de doscientos metros. El coche rugió al pasar. No redujo la velocidad. Chenko abrió la ventana, se asomó, estiró el cuello y vio una ráfaga de luz al norte, a lo lejos. La luz desapareció por detrás de una maraña de máquinas. Sin embargo, aún se podía percibir cierto resplandor en el ambiente. Cuatrocientos metros más adelante, la luz cambió de color. Esta vez roja, no blanca. Luces de frenos, frente a la señal de stop. Durante un segundo el resplandor desapareció. A continuación la luz roja dio paso de nuevo al resplandor blanco y el coche volvió a avanzar, rápido.

El Zec llamó a Chenko desde el piso inferior.

—¿Era él?

—No —contestó Chenko—. Será algún niñato rico que ha salido de paseo.

Reacher lideraba el grupo, en plena oscuridad. Una fila india de cuatro personas caminando por el asfalto. A su izquierda, la alambrada alta que delimitaba la fábrica. A su derecha, campos enormes y circulares. Cuando el rugido del motor diésel y el sonido de la música a todo volumen desparecieron, hubo silencio absoluto. No se oía nada excepto el siseo del agua de regadío. Reacher levantó la mano e hizo que los demás se detuvieran en el punto en que la alambrada giraba hacia la derecha, extendiéndose en dirección este. El poste de la esquina tenía doble grosor y estaba rodeado de alambre reforzado. En el arcén, las hierbas y los hierbajos crecían alcanzando gran altura. Reacher caminaba, a la vez que comprobaba lo que había a su alrededor. Se hallaba en medio de una diagonal perfecta que llegaba a la esquina noroeste de la casa. Por lo tanto, poseía un campo de visión equivalente a un ángulo de cuarenta y cinco grados. Podía divisar las fachadas norte y oeste. La casa estaba a unos trescientos metros de distancia. La visibilidad era muy mala. El reflejo de la luna proporcionaba algo de luz entre las nubes, pero aparte de eso, todo estaba oscuro.

Retrocedió. Señaló a Cash. A continuación señaló la base del poste situado en la esquina.

—Esta será tu posición —le susurró—. Compruébala.

Cash avanzó, abriéndose paso entre los hierbajos. A dos metros de distancia ya no podían verle. Cash activó la visión nocturna de la mira telescópica y levantó el rifle. Revisó, despacio, de izquierda a derecha, de arriba abajo.

—Tres plantas y un sótano —le susurró—. Un único tejado a dos aguas, aleros de madera, muchas ventanas, una puerta visible en el costado oeste. Ningún lugar donde ocultarse, en ninguna dirección. Han nivelado todo el terreno de alrededor. No crece nada en las proximidades. Parecerás un escarabajo entre las sábanas de una cama.

—¿Cámaras?

El rifle trazó una línea recta de izquierda a derecha.

—Debajo de los aleros. Una en el norte, otra en el oeste. Podemos suponer lo mismo en los otros dos lados que no vemos.

—¿Cómo son de grandes?

—¿Cómo quieres que sean de grandes?

—Lo suficiente para que aciertes.

—Qué gracioso. Si fueran cámaras espías ocultas en encendedores, podría alcanzarlas desde aquí.

—Muy bien, entonces escucha —susurró Reacher—. Lo haremos así: voy a desplazarme hasta mi posición inicial. Después esperaremos a que Franklin regrese a la oficina y conecte los cinco teléfonos. Luego avanzaré. Si no me siento seguro te ordenaré que inicies fuego contra esas cámaras. Una sola palabra y acabarás con ellas. Dos disparos, bang, bang. Eso les distraerá, tal vez diez o veinte segundos.

—Negativo —dijo Cash—. No dispararé a una estructura de madera dentro de la cual sabemos que se encuentra una rehén.

—Rosemary estará en el sótano —repuso Reacher.

—O en el desván.

—Tú dispararías a los aleros.

—Exacto. Ella está en el desván, oye disparos, se tira al suelo, precisamente hacia donde yo estoy apuntando. El límite de un hombre acaba donde empieza el límite de otro.

—Escúchame —le dijo Reacher—. Tendrás que correr el riesgo.

—Negativo. No funcionará.

—Por Dios, Gunny, eres un marine cabeza cuadrada, ¿lo sabías?

Cash no dijo nada. Reacher volvió a avanzar. Intentó distinguir algo detrás del poste. Observó detenidamente lo poco que pudo en la oscuridad y regresó junto a los demás.

—De acuerdo —dijo—. Nuevo plan. Vigila solamente las ventanas del costado oeste. Si ves destellos procedentes de la boca de un arma, dispara a la habitación de donde provengan. Es de suponer que la rehén no estará en la misma habitación que el francotirador.

Cash no dijo nada.

—¿Harás eso al menos? —preguntó Reacher.

—Por entonces podrías haber entrado ya en la casa.

—Asumo la responsabilidad. Asumo voluntariamente el riesgo, ¿de acuerdo? Helen es testigo de mi consentimiento. Es abogada.

Cash no dijo nada.

—No me extraña que quedaras tercero —repuso Reacher—. Necesitas relajarte.

—De acuerdo —contestó Cash—. Si veo fuego hostil, responderé igual.

—Fuego hostil es el único fuego que verás, ¿no crees? Puesto que solo me has traído este maldito cuchillo.

—El ejército terrestre —repuso Cash—. Siempre fastidiando.

—¿Qué hago yo? —preguntó Helen.

—Nuevo plan —contestó Reacher. Tocó la alambrada con la palma de la mano—. Agáchate y sigue la alambrada más allá de la esquina. Detente frente a la casa. Permanece allí. No podrán verte. Está demasiado lejos. Mantente atenta al teléfono. Si necesito distraerles te pediré que corras un poco hacia la casa y luego regreses a tu posición. En zigzag, o en círculos. Hacia delante y hacia detrás. Muy deprisa. No correrás peligro. Cuando se dispongan a apuntarte tú ya habrás vuelto junto a la alambrada.

Helen asintió. No dijo nada.

—¿Y yo? —preguntó Ann Yanni.

—Tú quédate con Cash. Harás de policía. Si se resiste a ayudarme, dale una patada en el culo, ¿entendido?

Nadie dijo nada.

—¿Todos listos? —preguntó Reacher.

—Listos —contestaron, uno tras otro.

Reacher comenzó a caminar, adentrándose en la oscuridad por el desvío.

Continuó avanzando, a lo largo de la carretera, por el arcén, por el camino pedregoso que delimitaba los campos de cultivo. Continuó caminando en dirección a un campo, se adentró en una parcela empapada de agua. Esperó a que la bomba de riego girara lentamente y le alcanzara. A continuación giró noventa grados y avanzó en dirección sur, al mismo paso que la máquina, justo debajo de esta, manteniendo el ritmo, permitiendo que el agua le cayera constantemente encima, empapándole el pelo, la piel y la ropa. La bomba iba separándose de Reacher a medida que seguía su trayectoria circular. Reacher, en cambio, caminaba en línea recta, en dirección al siguiente campo. Volvió a esperar a que la siguiente bomba le alcanzara. Volvió a caminar debajo de esta, manteniendo la misma velocidad que la máquina, levantando los brazos y separándolos para absorber tanta agua como le fuera posible. Seguidamente la bomba se alejó, y Reacher caminó rumbo a la próxima. Y la próxima, y la próxima. Cuando finalmente se halló en el campo que había frente a la entrada de la casa, se limitó a caminar en círculos, debajo de la última bomba, esperando que el móvil le vibrara. Parecía un hombre atrapado en un monzón.

El teléfono móvil de Cash le vibró en la cintura. Lo cogió y descolgó. Oyó la voz de Franklin, en tono prudente y bajo.

—Probando, por favor —dijo.

Cash oyó a Helen decir:

—Presente.

Yanni dijo un metro por detrás de él:

—Presente.

Cash dijo:

—Presente.

A continuación oyó a Reacher decir:

—Presente.

Franklin dijo:

—Muy bien, os oigo alto y claro. Ahora es vuestro turno.

Cash oyó a Reacher indicarle:

—Gunny, comprueba la casa.

Cash levantó el rifle y lo desplazó de izquierda a derecha.

—Ningún cambio.

Reacher dijo:

—Voy para allá.

Seguidamente no hubo nada excepto silencio. Diez segundos. Veinte. Treinta. Un minuto entero. Dos minutos.

Cash oyó a Reacher preguntar:

—Gunny, ¿me ves?

Cash volvió a levantar el rifle. Recorrió con el cañón el camino que conducía hasta la casa.

—Negativo. No te veo. ¿Dónde estás?

—A unos treinta metros desde el principio del camino.

Cash movió el rifle. Calculó treinta metros desde el principio del camino y miró por la mira telescópica. No vio nada. Nada en absoluto.

—Buen trabajo, soldado. Continúa.

Yanni se acercó lentamente a Cash. Le susurró al oído:

—¿Por qué no le ves?

—Porque está chalado.

—No, explícamelo. Tienes una mira de visión nocturna, ¿no?

—La mejor que se pueda adquirir —repuso Cash—. Distingue el calor, igual que esas cámaras —apuntó a lo lejos con el dedo—. Imagino que Reacher ha atravesado los campos y que se ha empapado de agua. Esa agua procede del acuífero, una capa de piedra muy fría. Así que ahora mismo Reacher tiene una temperatura muy parecida a la temperatura ambiente. Yo no puedo verle, ellos tampoco.

—Inteligente —dijo Yanni.

—Valiente —repuso Cash—, pero también de locos. Porque a cada paso que da se va secando y recuperando la temperatura corporal.

Reacher avanzó, a través de la oscuridad, por el camino de tierra que conducía a la casa. Ni deprisa, ni despacio. Tenía los zapatos calados y se enganchaban al barro. Casi los pierde. Tenía tanto frío que temblaba bruscamente. Algo malo. El temblor es una reacción psicológica concebida para calentar rápidamente un cuerpo frío. Y él no quería estar caliente. Todavía no.

Vladimir siempre mantenía el mismo ritmo. Miraba el monitor del este durante cuatro segundos, luego el del norte durante tres segundos. Este, dos, tres, cuatro, norte, dos, tres, este, dos, tres, cuatro, norte, dos, tres. Sin moverse de la silla. Solamente se inclinaba un poquito hacia un lado, y luego al otro. A su lado, Sokolov hacía más o menos lo mismo con los monitores del sur y del oeste a intervalos ligeramente diferentes. No estaban perfectamente sincronizados. Pero Sokolov era igual de bueno que Vladimir, pensaba este último. Tal vez incluso mejor, pues Sokolov había pasado mucho tiempo dedicado a la vigilancia.

Reacher continuó caminando. Ni deprisa, ni despacio. En el mapa la entrada parecía medir algo menos de doscientos metros de largo. Sobre el terreno, aquello parecía una pista de aterrizaje. Recta como una flecha. Amplia. Y larga, muy muy larga. A Reacher le daba la impresión de llevar allí toda la vida, cuando en realidad se encontraba a mitad de camino de la casa. Siguió avanzando hacia adelante. Miraba al frente a cada paso que daba, contemplando las ventanas a lo lejos, entre las sombras.

Se dio cuenta de que el pelo ya no le chorreaba.

Se tocó una mano con la otra. Seca. No estaba caliente, pero tampoco fría.

Continuó avanzando. La idea de comenzar a correr le tentaba. Si corriera llegaría antes. Pero correr haría que la temperatura de su cuerpo se elevara. Se acercaba a un punto donde ya no habría salida. No sabía si echar a correr o retroceder. Ya no temblaba. Levantó el teléfono.

—Helen —susurró—, necesito que les distraigas.

Helen se quitó los zapatos de tacón y los dejó con cuidado, el uno al lado del otro, al pie de la alambrada. Durante un momento ridículo, se sintió como una persona que amontona toda su ropa en la playa antes de entrar en el mar para ahogarse. A continuación colocó la palma de las manos sobre el suelo, igual que un corredor en la línea de salida, y salió disparada. Corrió como una loca, seis metros, nueve, doce. De repente, se detuvo en seco y permaneció inmóvil de cara a la casa, con los brazos extendidos, como si fuera un objetivo. «Disparadme —pensó—. Por favor, disparadme». Poco después le asustó la idea de que aquello se cumpliera, se volvió y corrió hacia el punto de salida haciendo zigzag. Cuando llegó, se tiró al suelo y se arrastró a los pies de la alambrada hasta que encontró sus zapatos.

Vladimir la vio en el monitor del norte. Nada reconocible. Solo una llamarada que duró unos segundos y que, debido a la tecnología fosforescente, se representaba por una imagen borrosa y algo retardada. Sin embargo, Vladimir acercó la cara a la pantalla y observó la imagen. Un segundo, dos. Sokolov notó la interrupción del ritmo de Vladimir y echó una ojeada también. Tres segundos, cuatro.

—¿Un zorro? —preguntó Vladimir.

—No se ve bien —dijo Sokolov—. Pero probablemente.

—Se va por donde ha venido.

—Entonces sí.

Sokolov volvió a mirar a sus dos monitores. Observó la imagen del lado oeste, comprobó la del sur, retomando así el ritmo.

Cash también llevaba su propio ritmo. Desplazaba la mira nocturna de su arma a lo largo de lo que podía ser la velocidad de un hombre a pie. Pero de repente, cada cinco segundos, daba marcha atrás y adelante, por si acaso se equivocaba en los cálculos. Durante uno de sus rápidos recorridos, divisó lo que le pareció una sombra color verde claro.

—Reacher, te veo —susurró—. Eres visible, soldado.

La voz de Reacher le respondió:

—¿Qué mira tienes?

—Litton —respondió Cash.

—Cara, ¿verdad?

—Tres mil setecientos dólares.

—Debe ser mejor que una cámara térmica de mierda.

Cash no contestó.

Reacher dijo:

—Bueno, o eso espero.

Reacher continuó aproximándose a la casa. Probablemente fuese el acto más antinatural al que una persona pueda obligarse a sí misma, avanzar a paso lento hacia un edificio desde donde seguramente le estarían apuntando de pleno. Si Chenko poseía algún tipo de sentido común esperaría, y esperaría, y esperaría, hasta que el blanco estuviera lo bastante cerca. Y Chenko parecía poseer mucho sentido común. Cuarenta y cinco metros estaría bien. O treinta y dos, la misma distancia desde la que había disparado en el parking. Chenko era muy bueno a una distancia de treinta y dos metros. Había quedado patente.

Reacher avanzó. Sacó el cuchillo del bolsillo, lo desenfundó y lo empuñó en la mano derecha, relajadamente, a la altura de la cintura. Se pasó el teléfono a la mano izquierda, acercándoselo al oído. Oyó a Cash decir:

—Ahora eres totalmente visible, soldado. Brillas igual que la estrella polar. Igual que si estuvieras en llamas.

Treinta y seis metros por recorrer.

Treinta y cinco.

Treinta y cuatro.

—¿Helen? —dijo—, hazlo otra vez.

Oyó la voz de Helen:

—De acuerdo.

Continuó avanzando. Aguantó la respiración.

Treinta y dos metros.

Treinta y uno.

Treinta.

Expulsó el aire. Caminó, empeñado en terminar. Veintisiete metros. Oyó jadeos en su oído. Helen, corriendo. Oyó a Yanni preguntar, por detrás del micrófono del teléfono:

—¿A qué distancia está?

Oyó a Cash responder:

—No lo bastante cerca.

Vladimir se inclinó hacia delante y dijo:

—Ahí está otra vez.

Apuntó con el dedo en la pantalla, como si tocándolo averiguara algo más. Sokolov había pasado muchas más horas que Vladimir delante de los monitores. Su trabajo había sido, principalmente, vigilar, igual que Raskin.

—Eso no es un zorro —dijo—. Es demasiado grande.

Observó la imagen cinco segundos más. La mancha zigzagueaba de izquierda a derecha, en el límite del campo de visión que abarcaba la cámara. Tamaño reconocible, forma reconocible, movimientos inexplicables. Vladimir se puso de pie y se asomó por el pasillo.

—¡Chenko! —gritó—. ¡Al norte!

A sus espaldas, en el monitor oeste, una forma del tamaño de un pulgar se iba ampliando cada vez más. Parecía un dibujo fosforescente de esos que se forman uniendo números. Verde lima por fuera, amarillo cromo por dentro y en el centro de un color rojo intenso.

Chenko se dirigió a una habitación vacía. Deslizó hacia arriba el cristal inferior de la ventana tanto como pudo. A continuación echó el cuerpo hacia atrás, resguardándose en la oscuridad de la habitación. De este modo no podrían verle desde abajo y sería invulnerable, excepto en el caso de que le dispararan desde una tercera planta de un edificio contiguo, pero no había ninguno. Encendió la visión nocturna de su mira telescópica y levantó el rifle. Revisó el terreno llano en un radio de doscientos metros. Arriba y abajo, a izquierda y derecha.

Vio a una mujer. Corría como loca, descalza, zigzagueando, yendo hacia atrás y hacia adelante, como si estuviera bailando o jugando a fútbol con una pelota imaginaria. Chenko pensó: «¿Qué?». Retiró el seguro del arma e intentó anticiparse al siguiente movimiento. Trató de adivinar dónde tendría el pecho ella una fracción de segundo después de disparar. Esperó. De pronto la mujer dejó de moverse. Se quedó completamente quieta, de cara a la casa, con los brazos abiertos como si quisiera que le dispararan.

Chenko apretó el gatillo.

Entonces lo entendió. Volvió al pasillo.

—¡Es un señuelo! —gritó—. ¡Es un señuelo!

Cash vio el destello procedente de la boca del arma y dijo:

—Disparo.

Desplazó la mira hasta la ventana norte. El cristal inferior estaba levantado, el superior estaba fijo. No merecía la pena intentar disparar por la abertura. Dado que la trayectoria era ascendente sería un disparo fallido. Así que Cash disparó al cristal. Pensó que si rompía unos cuantos cristales al menos les estropearía la noche.

Sokolov miraba aquella imagen caliente corriendo como poseída en el monitor de Vladimir cuando oyó el disparo de Chenko y seguidamente el grito de advertencia. Miró hacia la puerta y a continuación hacia el monitor sur. No había nada. Entonces oyó otro disparo en respuesta y cristales rotos en el piso superior. Se apartó de la mesa y se dirigió a la puerta.

—¿Estás bien? —le preguntó a Chenko.

—Es un señuelo —exclamó en repuesta Chenko—. Tiene que serlo.

Sokolov volvió a la sala y comprobó las cuatro pantallas, detenidamente.

—No —dijo—. Negativo. Definitivamente nada se acerca.

Reacher tocó el muro frontal de la casa. Madera vieja, pintada en numerosas ocasiones. Se encontraba a tres metros al sur de la puerta delantera, cerca de una ventana que daba a una habitación oscura y vacía. La ventana tenía forma de rectángulo. Tenía dos cristales: el inferior, que se deslizaba hacia arriba, y el superior. Quizás el superior también se deslizara hacia abajo. Reacher no conocía el nombre de aquel tipo de ventanas. Rara vez había vivido en una casa y nunca la había tenido propia. «¿Ventana de guillotina? ¿Doble ventana?» No estaba seguro. La casa era mucho más vieja de lo que parecía de lejos. Tal vez tuviese unos cien años. Una casa de cien años de antigüedad, una ventana de cien años de antigüedad. ¿Pero la cerradura de la ventana también tendría cien años? Pegó la mejilla en el cristal inferior y echó una ojeada al interior.

No pudo ver nada. Demasiado oscuro.

Entonces oyó los disparos. Dos tiros, uno cerca, el otro no. Cristales rotos.

A continuación oyó a Cash por el móvil:

—¿Helen? ¿Estás bien?

No hubo respuesta.

Cash volvió a preguntar:

—¿Helen? ¿Helen?

No hubo respuesta.

Reacher guardó el teléfono en el bolsillo. Introdujo la hoja del cuchillo en el punto donde el marco del cristal superior encajaba con el marco del cristal inferior. Movió la hoja de derecha a izquierda, lenta y cuidadosamente, buscando una cerradura. Encontró una, justo en el centro. La pinchó, ligeramente. Tenía forma de lengüeta de metal duro. Se trataba de una de esas cerraduras que se debían girar noventa grados para abrirlas y para cerrarlas.

¿Pero hacia dónde debía girarla?

Reacher probó de derecha a izquierda. No se movió. Extrajo el cuchillo y volvió a colocarlo en el extremo izquierdo de la ranura, a una pulgada del centro. Deslizó la hoja hasta que volvió a encontrar la lengüeta. Empujó, de izquierda a derecha.

Se movió.

Empujó con fuerza y consiguió girar la cerradura hacia la derecha.

Fácil.

Corrió el cristal inferior hacia arriba y se coló en la habitación por el alféizar de la ventana.

Cash avanzó unos pasos y desplazó el rifle noventa grados, hasta la zona situada al este de la alambrada. Observó por la mira. No vio nada. Volvió a su posición inicial. Levantó el teléfono.

—¿Helen? —susurró.

No hubo respuesta.

Reacher atravesó la habitación vacía en dirección a la puerta. Estaba cerrada. Pegó la oreja en la madera. Escuchó atentamente. No oyó nada. Giró el pomo, lentamente, con mucho cuidado. Abrió la puerta, muy despacio. Se asomó. Comprobó el pasillo.

Vacío.

Vio luz procedente de una puerta abierta, cinco metros a su izquierda. Se detuvo. Levantó un pie y se limpió las suelas de los zapatos en los pantalones. Hizo lo mismo con el otro pie. Se limpió la palma de las manos. Dio un paso. Comprobó el suelo. No crujía. Avanzó hacia adelante, lentamente, silenciosamente. «Zapatos náuticos. Sirven para algo». Caminó arrimado a la pared, ya que el suelo en esa zona era más sólido. Se detuvo a un metro de la puerta iluminada. Tomó aliento. Continuó avanzando.

Se detuvo en la entrada.

Se halló justo detrás de dos tipos. Estaban sentados uno al lado del otro, delante de una mesa larga, de espaldas a Reacher. Observaban unos monitores de televisor en los cuales aparecían imágenes verdes y fantasmales en plena oscuridad. A la izquierda, Vladimir. A la derecha, un hombre al que no había visto antes. «¿Sokolov? Debe de ser». A la derecha de Sokolov, a casi un metro de distancia, había un revólver al final de la mesa. Una Smith & Wesson modelo 6o. El primer revólver de acero inoxidable que se había producido en el mundo. Cañón de dos pulgadas y media. Capacidad para cinco balas.

Reacher avanzó un paso, sin hacer ruido. Se detuvo. Aguantó la respiración. Cogió al revés el cuchillo, sujetando la hoja entre el pul gar y el nudillo del índice. Levantó el brazo. Tomó impulso llevándose el cuchillo detrás de la cabeza. Echó el brazo hacia delante.

Lanzó el cuchillo.

La hoja se hundió cinco centímetros en la nuca de Sokolov.

Vladimir miró hacia la derecha, hacia el lugar donde se había producido el chasquido. Reacher estaba en movimiento. Vladimir se volvió. Le vio. Comenzó a levantarse, calculando la distancia que le separaba del arma, decidido a cogerla. Reacher se propuso evitarlo. Arremetió contra Vladimir, golpeándole con el hombro en el pecho, rodeándole la espalda con ambos brazos e inmovilizándole. Le levantó del suelo y le apartó de la mesa.

Y luego apretó.

La mejor manera de acabar de manera silenciosa con un tipo tan corpulento como Vladimir era aplastarle hasta matarle. Ni golpearle, ni dispararle. Ningún ruido en absoluto, siempre y cuando los brazos y las piernas del otro no tocasen nada sólido. Nada de gritos, nada de chillidos. Solo un sonido procedente de la garganta, ahogado y apenas audible. Un último aliento que jamás sería reemplazado.

Reacher estrujó a Vladimir con todas sus fuerzas. Le aplastó el pecho en una especie de abrazo de oso tan brutal, constante e intenso que ningún humano habría sobrevivido a ello. Vladimir no se lo esperaba. Pensó que era solo un preámbulo, no el golpe definitivo. Cuando se percató de lo que estaba sucediendo, enloqueció de pánico. Intentó golpear a Reacher con los brazos y con las piernas. «Estúpido —pensó Reacher—. Solo estás consumiendo oxígeno. Y no vas a respirar más, amigo. Será mejor que me creas». Apretó aún más. Le aplastaba cada vez más fuerte. Y más fuerte. Y más fuerte, siguiendo un ritmo despiadado y subliminal que decía más, y más, y más. Los dientes le chirriaban. El corazón le iba a mil por hora. Los músculos se le hincharon, estaban tan duros como rocas y comenzaron a arderle. Podía sentir cómo la caja torácica de Vladimir se movía, se partía, crujía, aplastándose. Y su último aliento de vida al ser expulsado de los pulmones.

Sokolov se movió.

Reacher se desplazó tambaleándose a la vez que continuó apretando a Vladimir. Levantó una pierna torpemente. Pegó una patada a la empuñadura del cuchillo con el talón. Sokolov dejó de moverse. Vladimir también. Reacher continuó ejerciendo presión sobre el pecho de Vladimir un minuto más. A continuación, aflojó poco a poco los brazos, se inclinó y dejó el cuerpo con cuidado sobre el suelo. Se agachó, respirando con dificultad. Comprobó el pulso de Vladimir.

No tenía pulso.

Se puso de pie, retiró el cuchillo de Cash de la nuca de Sokolov y lo utilizó para cortarle el cuello a Vladimir, de oreja a oreja. «Esto por Sandy», pensó. A continuación se volvió hacia Sokolov e hizo lo mismo con su garganta. «Por si acaso». La sangre empapó toda la mesa, goteando sobre el suelo. No salía a chorros, solo goteaba, ya que el corazón había dejado de bombear. Reacher volvió a agacharse y limpió la hoja del cuchillo en la camisa de Vladimir. Por un lado, luego por el otro. Extrajo el teléfono de su bolsillo. Oyó a Cash decir: ¿Helen?

—¿Qué pasa? —susurró Reacher.

—Han disparado, no puedo encontrar a Helen —contestó Cash.

—Yanni, ve hacia la izquierda —dijo Reacher—. Búscala. Franklin, ¿estás ahí?

—Sí —contestó Franklin.

—Prepárate para llamar a una ambulancia —le dijo Reacher.

—¿Dónde estás? —preguntó Cash.

—En la casa —respondió Reacher.

—¿Resistencia?

—Derribada —contestó Reacher—. ¿Desde dónde dispararon?

—Desde la ventana norte de la tercera planta. Tiene sentido, estratégicamente. Tienen colocado al francotirador ahí arriba. Pueden indicarle hacia dónde disparar dependiendo de lo que ven por las cámaras.

—Ya no —dijo Reacher. Guardó el teléfono en el bolsillo. Cogió el revólver. Comprobó el tambor. Completamente cargado. Smith & Wesson calibre 38 de cinco balas. Salió al pasillo, empuñando el cuchillo en la mano derecha y el arma en la izquierda. Inició la búsqueda de la puerta del sótano.

Cash oyó a Yanni hablando sola mientras se desplazaba hacia la izquierda. En voz baja, pero clara. Parecía una comentarista de carreras. Decía:

—Ahora me estoy desplazando hacia el este, agachada, arrimada a la alambrada, en mitad de la oscuridad. Estoy buscando a Helen Rodin. Sabemos que le han disparado. No contesta al teléfono. Esperamos que esté bien, pero nos preocupa que no sea así.

Cash la escuchó hasta que ya no pudo oírla más. Sacudió la cabeza, confundido. A continuación colocó el ojo detrás de la mira y observó la casa.

Rosemary Barr no estaba en el sótano. Reacher tardó menos de un minuto en comprobarlo. El sótano era un espacio abierto, que olía a humedad, vagamente iluminado y totalmente vacío, excepto por los cimientos de tres chimeneas de ladrillo.

Reacher se detuvo frente a la caja de fusibles. Le tentó la idea de apagarlos. Pero Chenko disponía de un rifle con visión nocturna y él no. Así pues, volvió a subir por la escalera.

Yanni encontró los zapatos de Helen Rodin al tropezar con ellos. Estaban colocados perfectamente el uno al lado del otro, al pie de la alambrada. Tacón alto, charol negro, brillaban ligeramente a la luz de la luna. Yanni les dio una patada por accidente y fue entonces cuando se percató de que estaban allí. Se inclinó y los recogió. Los colgó de la alambrada por los tacones.

—¿Helen? —susurró—. Helen, ¿dónde estás?

Entonces oyó una voz.

—Aquí.

—¿Dónde?

—Aquí. Sigue andando.

Yanni siguió andando. Encontró una silueta negra arrimada al pie de la alambrada.

—He perdido el teléfono —dijo Helen—. No puedo encontrarlo.

—¿Estás bien?

—No me han dado. Me he puesto a correr como una loca. Pero casi me alcanzan. Me he asustado. Solté el teléfono y eché a correr.

Helen se sentó. Yanni se agachó a su lado.

—Mira —dijo Helen. Llevaba algo en la palma de la mano. Algo brillante. Una moneda. Un cuarto de dólar, nuevo y reluciente.

—¿Qué es eso? —preguntó Yanni.

—Un cuarto de dólar —contestó Helen.

—¿Qué significa?

—Me lo dio Reacher.

Helen sonreía. Yanni distinguió su blanca dentadura a la luz de la luna.

Reacher avanzó por el pasillo. Iba abriendo puertas y buscando habitaciones a izquierda y derecha. Todas estaban vacías. No se utilizaban para nada. Se detuvo al pie de las escaleras. Retrocedió hacia una sala vacía de veinte metros de largo por veinte metros de ancho, un espacio que podría haber sido utilizado en su día como salón. Se puso de cuclillas, depositó el cuchillo sobre el suelo y sacó el móvil de su bolsillo.

—¿Gunny? —susurró.

Cash respondió:

—¿Has vuelto con nosotros?

—Tenía el teléfono en el bolsillo.

—Yanni ha encontrado a Helen. Está bien.

—Perfecto. En el sótano y en la planta baja no hay nada. Creo que, después de todo, tenías razón. Rosemary debe de estar en el ático.

—¿Vas a subir ahora?

—Creo que debo hacerlo.

—¿Recuento?

—Dos blancos derribados, por el momento.

—Habrá muchos más arriba, entonces.

—Tendré cuidado.

—Recibido.

Reacher volvió a guardar el teléfono en el bolsillo y recogió el cuchillo del suelo. Se puso en pie y se dirigió al pasillo. La escalera estaba situada en la parte trasera de la casa. Era de caracol y de dos colores. Bastante alta. A mitad de tramo, antes de llegar a la primera planta, había un descansillo. Reacher comenzó a subir el primer tramo caminando hacia atrás. Tenía sentido. Quería saber si había alguien en el rellano de la segunda planta asomado a la barandilla. Avanzaba arrimado a la pared, pues era donde las tablillas crujían menos. Subió lentamente, palpando el suelo con los talones, pisando cuidadosa y pausadamente. Y en silencio. «Zapatos náuticos. Sirven para algo». Después de recorrer cinco peldaños, tenía la cabeza al mismo nivel que el suelo de la segunda planta. Levantó el arma. Dio un paso más. Desde allí veía el pasillo entero. Estaba vacío. Se trataba de un espacio enmoquetado y tranquilo, iluminado solamente por la luz procedente de una bombilla de bajo voltaje. No había nada que ver, excepto seis puertas cerradas, tres a cada lado. Reacher tomó aliento y ascendió hasta el descansillo. Una vez allí, continuó hasta el rellano del segundo piso. Llegó al pasillo.

«¿Y ahora qué?»

Seis puertas cerradas. «¿Quién habrá detrás de cada una?» Se dirigió lentamente hacia la parte frontal de la casa. Escuchó a través de la primera puerta. No oyó nada. Avanzó. Tampoco oyó nada a través de la segunda. Volvió a avanzar, pero antes de llegar a la tercera, oyó sonidos procedentes del piso superior a través del techo. Sonidos que Reacher no llegaba a comprender. Roces, arañazos, crujidos, chirridos, repetidos rítmicamente, y un solo paso ligero después de cada secuencia. Roce, arañazo, crujido, paso. Roce, arañazo, crujido, paso. Reacher elevó los ojos al techo. De repente la tercera puerta se abrió y Grigor Linsky salió al pasillo, colocándose justo delante de Reacher. Linsky se quedó helado.

Llevaba su traje habitual de corte cruzado color gris, hombros rectangulares y pantalones remangados. Reacher le apuñaló en la garganta. Instantáneamente, con la mano derecha, de forma instintiva. Hundió la hoja del cuchillo y seguidamente lo recuperó. «Córtale la tráquea. Que no pueda decir nada». Se apartó a un lado para evitar que la sangre, que salía a borbotones, le salpicara. Le cogió por las axilas y lo volvió a meter en la habitación de donde había salido. Era una cocina. Linsky había estado preparando té. Reacher apagó el fuego del fogón donde se estaba calentando la tetera. Dejó el revólver y el cuchillo sobre la repisa. Se inclinó, agarró con ambas manos a Linsky por la cabeza, la giró hacia la izquierda y tiró con fuerza hacia la derecha. Le partió el cuello. El ruido fue lo bastante fuerte como para que lo oyesen. Era una casa muy silenciosa. Reacher recogió el revólver y el cuchillo y escuchó atentamente detrás de la puerta. No oyó nada, excepto el roce, arañazo, crujido, paso. Roce, arañazo, crujido, paso. Volvió a salir al pasillo. Entonces supo qué era.

«Cristal».

Cash había devuelto el fuego a través de la ventana que Chenko había elegido como lugar estratégico al norte. Como todos los buenos francotiradores, Cash había intentado que su primer disparo causara el máximo daño posible. A cambio, como todos los buenos francotiradores, Chenko mantenía su lugar de operaciones en condiciones óptimas. Estaba limpiando los cristales rotos. Había un veinticinco por ciento de probabilidades de que volviera a utilizar la misma ventana para disparar, y quería tener el paso libre.

Roce, arañazo, crujido, paso. Retiraba los cristales hacia un lado con el pie, amontonándolos en una pila. Avanzaba un paso y repetía la operación. Quería tener una vía libre de más de medio metro para no correr el riesgo de resbalar o tropezar.

«¿Hasta dónde habría limpiado?»

Reacher subió por el segundo tramo de la escalera. Era idéntico al primero. Amplio, a dos colores, de caracol. Ascendió de espaldas, agudizando el oído. Roce, arañazo, crujido, paso. Atravesó el descansillo. Siguió avanzando hacia adelante. El pasillo de la tercera planta tenía la misma distribución que el de la segunda, pero no estaba enmoquetado. Era de tablillas de madera. En mitad del pasillo, había una silla. Todas las puertas estaban abiertas. El norte se encontraba a la derecha. Reacher notaba la brisa nocturna procedente de aquella dirección. Caminó arrimado a la pared. Llegó al rellano. Los ruidos se hicieron más claros. Reacher pegó el cuerpo a la pared. Tomó aliento. Se giró lentamente y entró en una habitación situada a su izquierda.

Chenko se encontraba a una distancia de tres metros y medio, de espaldas a él, encarado hacia la ventana. El panel inferior se sobreponía al superior. Ambos cristales se habían roto en pedazos. Hacía frío en la habitación. El suelo estaba lleno de cristales. Chenko estaba limpiando el paso entre la puerta y la ventana. Le quedaban unos noventa metros para terminar. Su rifle estaba apoyado de pie contra la pared, a metro y medio de él. Chenko estaba encorvado, miraba hacia abajo, concentrado en lo que hacía. Era importante arreglarlo. Resbalar sobre trozos de cristal podría costarle un tiempo precioso en un tiroteo. Era un francotirador disciplinado.

Y le quedaban diez segundos de vida.

Reacher se guardó el cuchillo en el bolsillo. Liberó su mano derecha. La flexionó. Avanzó hacia delante, lentamente y en silencio, por el camino que Chenko había despejado. Cuatro pasos completamente silenciosos. Chenko notó su presencia. Se incorporó. Reacher le cogió del cuello por detrás con una mano y le apretó con fuerza. Dio una gran zancada y lo lanzó por la ventana, de cabeza.

—Te lo advertí —susurró asomado a la ventana—. Debiste haberme matado cuando tuviste la oportunidad.

A continuación volvió a coger el teléfono móvil.

—¿Gunny? —susurró.

—Sí.

—En la ventana de la tercera planta, por donde devolviste el fuego. ¿Me ves?

—Te veo.

—Acabo de tirar a uno. Si ves que se levanta, dispárale.

Volvió a guardar el móvil y se dirigió a la puerta del ático.

Encontró a Rosemary Barr completamente ilesa, sentada sobre el suelo del ático. Tenía los pies y las muñecas atadas, y la boca amordazada. Le puso los dedos sobre los labios rogándole que no dijera nada. Rosemary asintió. Le deshizo las ataduras con el cuchillo manchado de sangre y la ayudó a ponerse en pie. Durante un instante ella se tambaleó. A continuación se agitó e hizo un gesto de asentimiento. Sonrió. Aquella mujer aguantaba el miedo que había pasado y la reacción en el momento de su liberación por una absoluta determinación de ayudar a su hermano. Y si ella había sobrevivido, él también lo haría. Aquella era su creencia.

—¿Se han ido? —susurró.

—Todos menos Raskin y El Zec —contestó Reacher.

—No, Raskin se ha suicidado. Les oí decirlo. El Zec le obligó a hacerlo, porque permitió que le robaras el móvil.

—¿Dónde puede estar El Zec?

—Pasa la mayor parte del tiempo en la sala de estar, en la segunda planta.

—¿Qué puerta?

—La última a la izquierda.

—De acuerdo. Quédate aquí —susurró Reacher—. Iré a por él y volveré.

—No puedo quedarme. Tienes que sacarme de aquí.

Reacher hizo una pausa.

—De acuerdo, pero tienes que estar muy callada, y no debes mirar a izquierda ni derecha.

—¿Por qué no?

—Hay gente muerta.

—Me alegro —dijo ella.

Reacher la cogió del brazo al bajar por las escaleras, en dirección al pasillo de la tercera planta. A continuación bajó él solo hasta la segunda. Todo estaba tranquilo. La última puerta a la izquierda continuaba cerrada. Hizo gestos a Rosemary para que bajara. Bajaron juntos a la planta baja, a la parte frontal de la casa. Fueron a la habitación por donde Reacher había entrado. Ayudó a Rosemary a cruzar por el alféizar y a salir por la ventana. Le indicó:

—Sigue el camino de la entrada —le dijo—. Gira a la derecha. Les diré a los demás que vas para allá. Hay un hombre vestido de negro con un rifle. Es de los nuestros.

Rosemary se quedó inmóvil un segundo. A continuación se inclinó, se quitó los zapatos de tacón bajo, los sostuvo en las manos y empezó a correr como alma que lleva el diablo, en dirección oeste, por el camino de tierra. Reacher cogió el teléfono.

—¿Gunny? —susurró.

—Sí.

—Rosemary Barr va hacia allí.

—Excelente.

—Reúnete con los demás y recibidla a mitad del trayecto. No hace falta que continúes vigilando. Luego esperadme. Volveré.

—Recibido.

Reacher guardó el teléfono. Volvió a caminar por la silenciosa casa, con el propósito de encontrar a El Zec.