Franklin echó la silla hacia atrás dejando espacio mientras los demás se apiñaron detrás de la pantalla. Reacher y Helen Rodin terminaron hombro con hombro. Sin rencores, solamente la emoción de aquel descubrimiento.
La mayor parte del documento la constituía el encabezamiento y la fuente de donde procedía dicha información. Letras, números, hora. El informe en sí era corto. Hacía dos meses la señora Oline Anne Archer había denunciado la desaparición de su marido, de nombre Edward Stratton Archer. Este había abandonado el hogar conyugal para asistir al trabajo, igual que todos los lunes por la mañana, pero el miércoles, fecha en que redactaron el informe, todavía no había vuelto.
—¿Sigue desaparecido? —preguntó Helen.
—Sí —contestó Franklin, señalando una letra A que había en la parte superior de la pantalla—. Sigue activo.
—Entonces, vayamos a hablar con los amigos de Oline —dijo Reacher—. Es preciso conocer los antecedentes.
—¿Ahora? —preguntó Franklin.
—Solo nos quedan doce horas —dijo Reacher—. No hay tiempo que perder.
Franklin anotó los nombres y las direcciones de la compañera de trabajo y de la vecina de Oline. Le entregó el papel a Ann Yanni, ya que era ella quien pagaba sus honorarios.
—Yo me quedaré aquí —dijo—. Revisaré si el marido aparece en las bases de datos. Podría ser una coincidencia. Tal vez tenga una mujer en cada estado. No sería la primera vez.
—Yo no creo en las coincidencias —repuso Reacher—. Así que no pierdas tiempo. Búscame un número de teléfono en lugar de eso. Un tipo llamado Cash, marine retirado. Es el dueño del campo de tiro adonde iba a disparar James Barr, en Kentucky. Llámale de mi parte.
—¿Y qué le digo?
—Dale mi nombre. Dile que meta el culo en su Humvee. Que venga hasta aquí, esta noche. Dile que se celebra un gran campeonato.
—¿Campeonato?
—Él lo entenderá. Dile que traiga su M24. Con una mira telescópica nocturna. Y cualquier otra cosa que tenga por ahí.
Reacher alcanzó a Ann Yanni y a Helen Rodin, que bajaban ya por las escaleras. Entraron en el Saturn de Helen. Las mujeres iban delante mientras que Reacher se sentó detrás. Reacher pensó que todos habrían preferido viajar en el Mustang, pero solo tenía dos asientos.
—¿Dónde vamos primero? —preguntó Helen.
—¿Cuál está más cerca? —preguntó a su vez Reacher.
—La compañera de trabajo.
—De acuerdo, pues iremos primero allí.
El tráfico era lento. Las calles estaban levantadas por las obras y por todos lados circulaba maquinaria de construcción. Reacher miró la hora en su reloj. A continuación miró por la ventanilla. La luz del día desaparecía. Estaba anocheciendo. «El tiempo pasa».
La compañera de trabajo vivía en las afueras, al este de la ciudad. La urbanización estaba formada por una cuadrícula de calles rectas residenciales. Las calles se alineaban a ambos lados de la calzada mediante modestas casas. Contaban con zonas pequeñas de aparcamiento, banderas en lo alto de mástiles, canastas en las puertas de los garajes y antenas parabólicas en el tabique de la chimenea. Algunos de los árboles que había plantados en la acera tenían restos de cinta amarilla atados a las ramas. Reacher supuso que simbolizaban solidaridad con las tropas que servían en el extranjero. En qué conflicto, no lo sabía. Para qué, tampoco. Había servido en el extranjero durante más de trece años y nunca había conocido a nadie a quien le importara lo que hubiese atado a un árbol cuando regresara a casa siempre y cuando alguien pagara sus facturas, comida, bebida y munición, y que sus mujeres les fueran fieles. Con eso, la mayoría de los hombres eran felices.
El sol comenzaba a ponerse. Helen conducía lentamente, inclinando la cabeza para distinguir los números de las casas. Divisó la que estaban buscando, avanzó por la entrada de la residencia y aparcó detrás de un sedán pequeño y nuevo. Reacher reconoció la marca del coche, la había visto en su paseo por la carretera de cuatro carriles: ¡la mejor garantía de América!
La compañera era una mujer de aspecto cansado y agobiado, de unos treinta y cinco años. Abrió la puerta, caminó hacia el pórtico y volvió a cerrar, para aislar el ruido de lo que parecía una docena de críos corriendo como locos en el interior de la casa. La mujer reconoció enseguida a Ann Yanni, incluso miró detrás de ella para ver si había alguna cámara.
—¿Sí? —preguntó.
—Tenemos que hablar sobre Oline Archer —dijo Helen Rodin.
La mujer no dijo nada. Parecía molesta, como si hablar con periodistas sobre las víctimas de una tragedia fuera de mal gusto. Sin embargo, la presencia de Ann Yanni le hizo olvidar sus reticencias.
—De acuerdo —dijo—. ¿Qué quieren saber? Oline era una persona encantadora y todos los de la oficina la echamos muchísimo de menos.
«La naturaleza de la arbitrariedad», pensó Reacher. Los asesinatos al azar siempre tenían como víctimas personas encantadoras una vez muertas. Nadie decía nunca: Era una rata de cloaca y me alegro de que haya muerto. Quienquiera que lo hiciese, nos hizo a todos un gran favor. Eso nunca sucedía.
—Necesitamos saber algo sobre el marido de Oline Archer —repuso Helen.
—Yo nunca conocí a su marido —dijo la mujer.
—¿Le hablaba Oline de él? —le dijo.
—Un poco, supongo. De vez en cuando. Se llama Ted, creo.
—¿A qué se dedicaba?
—Tenía negocios. No estoy segura de qué tipo.
—¿Le habló Oline de su desaparición?
—¿Desaparición?
—Oline denunció su desaparición hace dos meses.
—Estaba muy preocupada. Creo que él tenía problemas en su negocio. De hecho, creo que los había tenido durante un año o dos. Por eso Oline se puso a trabajar de nuevo.
—¿No siempre había trabajado?
—Oh, no, señora. Creo que empezó y luego lo dejó. Pero tuvo que volver debido a las circunstancias. Igual que de pobres a ricos, pero al revés.
—De ricos a pobres —repuso Reacher.
—Sí, eso es —dijo la mujer—. Ella necesitaba el trabajo, económicamente. Aquello la avergonzaba.
—¿Pero le habló con detalle? —preguntó Ann Yanni.
—Era una persona muy cerrada —contestó la mujer.
—Es importante.
—De pronto se volvió distraída. Eso no era propio de ella. Una semana aproximadamente antes de que la mataran, faltó casi toda una tarde, cosa que tampoco era normal en ella.
—¿Sabe lo que hizo aquella tarde?
—No, la verdad es que no.
—Cualquier cosa que recuerde de su marido nos ayudaría.
La mujer sacudió la cabeza.
—Se llama Ted. Es lo único de lo que estoy segura.
—De acuerdo, gracias —le dijo Helen.
Helen se volvió y se dirigió al coche. Yanni y Reacher la siguieron. La mujer, en el pórtico, les observó, decepcionada, con la misma sensación de haber fracasado en una audición.
Ann Yanni dijo:
—Negativo. Pero no os preocupéis. Siempre pasa lo mismo. A veces pienso que debería saltarme la primera persona de la lista. Nunca saben nada.
A Reacher le molestaba algo en el asiento trasero del coche. En un bolsillo del pantalón llevaba una moneda que se le estaba clavando en el fémur. Se retorció en el asiento y la sacó. Se trataba de un cuarto de dólar, nuevo y brillante. Se quedó mirándolo un momento y a continuación lo guardó en el otro bolsillo.
—Estoy de acuerdo —dijo—. Deberíamos habérnosla saltado. Ha sido culpa mía. Era de esperar que una compañera de trabajo no supiera demasiado. La gente suele ser reservada con sus colegas. Especialmente la gente rica que pasa por malos momentos.
—La vecina sabrá algo más —repuso Yanni.
—Esperemos —contestó Helen.
Se incorporaron al tráfico de la ciudad, desde la periferia este hasta la periferia oeste. Fue un trayecto muy lento. Reacher comprobó la hora y después miró por la ventanilla. El sol estaba muy bajo, en el horizonte. Detrás de ellos ya había anochecido.
«El tiempo pasa».
Rosemary Barr se movió en la silla, forcejeando para librarse de la cinta adhesiva con que le habían atado las muñecas.
—Sabemos que fue Charlie —dijo.
—¿Charlie? —repitió El Zec.
—El tipo al que mi hermano consideraba un amigo.
—Chenko —repuso El Zec—. Se llama Chenko. Y sí, fue él. Tácticamente, fue su plan. Lo ejecutó con éxito. Por supuesto, su físico ayudó. Fue capaz de meter sus propios zapatos en los de tu hermano. Tuvo que remangarse los pantalones y las mangas de la gabardina.
—Pues nosotros lo sabemos —dijo Rosemary.
—Pero ¿quién más lo sabe? ¿Y quién les ha invitado a la fiesta?
—Helen Rodin lo sabe.
—La despedirás como abogada. Dejará de representarte. Será incapaz de repetir cualquier cosa que hubiese averiguado durante vuestra relación como abogado y cliente. ¿No es así, Linsky?
Linsky asintió. Se encontraba a dos metros, sentado en el sofá, con la espalda apoyada en el respaldo.
—Así es la ley —repuso— aquí, en América.
—Franklin lo sabe —dijo Rosemary—. Y Ann Yanni.
—Rumores —contestó El Zec—. Teorías, especulaciones e insinuaciones. Ambos carecen de pruebas contundentes. Y también de credibilidad. Los detectives privados y las periodistas de televisión son precisamente el tipo de personas que difunden razones ridículas para explicar hechos como este. Será de esperar. Lo extraño sería que no dijeran nada. Según parece, en este país asesinaron a un presidente hace catorce años y gente como ellos afirma que la verdad aún no se ha descubierto.
Rosemary no dijo nada.
—Tu declaración será definitiva —prosiguió El Zec—. Irás a ver a Rodin y jurarás ofrecer testimonio de que tu hermano planeó lo sucedido y te contó lo que pensaba hacer, con todo tipo de detalle. La hora, el lugar, todo. Dirás que, con gran pesar, no le tomaste en serio. A continuación un abogado de oficio echará una ojeada a las pruebas, le declarará culpable y todo habrá acabado.
—No lo haré —dijo Rosemary.
El Zec la miró fijamente.
—Lo harás —dijo—, te prometo que lo harás. Dentro de veinticuatro horas nos suplicarás hacerlo.
La habitación quedó en silencio. Rosemary miró a El Zec como si tuviera algo que decir. Después apartó la mirada. Pero, de todos modos, El Zec le contestó. Había podido leer el mensaje alto y claro.
—No, no iremos a declarar contigo —le dijo—. Pero nos enteraremos de lo que digas al cabo de unos minutos. Y ni se te ocurra dirigirte a la estación de autobuses. Por dos razones: la primera, mataremos a tu hermano; la segunda, no habrá país en el mundo donde no podamos encontrarte.
Rosemary no dijo nada.
—Pero bueno —continuó—, no discutamos. No es productivo y no tiene sentido. Le contarás lo que nosotros digamos. Lo harás, ya lo sabes. Y desearás hacerlo. Desearás que hubiésemos solicitado la citación mucho antes. Hasta entonces, te pasarás el tiempo de rodillas rogándonos una oportunidad de demostrarnos lo bien que haces tu papel. Así es como sucede normalmente. Somos muy buenos en lo que hacemos. Hemos tenido los mejores maestros.
—Mi hermano sufre la enfermedad de Parkinson —dijo Rosemary.
—¿Cuándo fue diagnosticada? —preguntó El Zec, pues conocía la respuesta.
—Se le está desarrollando.
El Zec negó con la cabeza.
—Demasiado subjetivo. ¿Quién va a decir que no se trata de un estado similar producido por su reciente lesión? Y si confirman que es Parkinson, ¿quién dirá que tal estado significa un impedimento real en un tiroteo de tan corto alcance? Si el abogado de oficio lleva un experto al estrado, Rodin llevará tres. Habrá médicos que juren que Annie Oakley sufría Parkinson desde el mismo día de su nacimiento.
—Reacher lo sabe —dijo Rosemary.
—¿El soldado? El soldado estará muerto mañana. Estará muerto o habrá huido.
—No huirá.
—Entonces estará muerto. Vendrá a por ti esta noche. Estamos preparados para recibirle.
Rosemary no dijo nada.
—Ya nos han perseguido por la noche —dijo El Zec— muchas veces, en muchos lugares. Sin embargo, todavía seguimos aquí. ¿Da, Linsky?
Linsky asintió de nuevo.
—Todavía seguimos aquí —repitió.
—¿Cuándo vendrá? —preguntó El Zec.
—No lo sé —respondió Rosemary.
—A las cuatro de la mañana —dijo Linsky—. Es norteamericano. Les enseñan que las cuatro de la mañana es la mejor hora para un ataque sorpresa.
—¿Dirección?
—Lo más lógico sería desde el norte. La cantera podría ocultar su zona de acantonamiento a una distancia de unos doscientos metros campo a través. Pero no creo que nos lo ponga tan fácil. Evitará el norte, porque es la mejor opción.
—Tampoco accederá desde el oeste —dijo El Zec.
Linsky negó con la cabeza.
—Coincido contigo. No será por el camino de entrada. Demasiado recto y amplio. Vendrá por el sur o el este.
—Di a Vladimir que vaya con Sokolov —comentó El Zec—. Que vigilen atentamente el sur y el este, pero que no pierdan de vista el norte y el oeste. Las cuatro direcciones tienen que ser controladas continuamente, por si acaso. Luego coloca a Chenko a la entrada del piso superior, armado con su rifle. De este modo podría disparar desde cualquier ventana si lo considerase oportuno. Con Chenko un disparo es suficiente.
A continuación se volvió hacia Rosemary Barr.
—Mientras tanto, te llevaremos a algún lugar seguro —le dijo—. Tus lecciones comenzarán en cuanto enterremos al soldado.
La periferia oeste estaba formada por una comunidad dormitorio de gente que trabajaba en la ciudad. Así pues, siguió con atascos durante todo el trayecto. Las casas eran mucho más elegantes que en el este. Eran todas de dos plantas, distintas unas de las otras y bien conservadas. Tenían grandes zonas de aparcamiento, piscinas y vistas verdes estupendas. Con la luz de crepúsculo por detrás, parecían sacadas de un folleto.
—La media clase pudiente —dijo Reacher.
—A lo que todos aspiramos —repuso Yanni.
—No querrán hablar —dijo Reacher—. No es su estilo.
—Hablarán —objetó Yanni—. Todo el mundo habla conmigo.
Pasaron por la casa de Archer, muy despacio. Había una placa de metal debajo del buzón que decía: Ted y Oline Archer. Al fondo, detrás de un gran jardín, se erguía la casa. Cerrada, oscura, silenciosa. Se trataba de una casa de estilo Tudor. Maderas mate de color marrón, estuco color crema. Había tres coches en el garaje. «Nadie en casa», pensó Reacher.
La vecina a quien buscaban vivía en la acera contraria, una manzana a la derecha. Su casa tenía casi el mismo tamaño que la de los Archer, pero era de estilo italiano. Adornos de piedra, pequeños torreones, toldos para el sol de color verde oscuro en las ventanas situadas al sur de la casa. La luz vespertina daba paso a la oscuridad, al tiempo que se encendían lámparas en el interior detrás de las cortinas. Toda la calle se fundía en un ambiente agradable, relajado, silencioso y de satisfacción consigo mismo. Reacher dijo:
—Duermen tranquilos en sus camas porque tienen gorilas que se encargan de aquellos que pueden hacerles daño.
—¿Conoces a George Orwell? —preguntó Yanni.
—Fui a la universidad —contestó Reacher—, West Point es una universidad técnica.
Yanni dijo:
—El orden social existente es una estafa, y la mayoría de sus creencias son una ilusión.
—No es posible que nadie medianamente inteligente viva en una sociedad como la nuestra y no quiera cambiarla —repuso Reacher.
—Estoy segura de que la gente que vive aquí es agradable —dijo Helen.
—Pero ¿hablarán con nosotros?
—Hablarán —afirmó Yanni—. Todo el mundo habla.
Helen avanzó por una larga entrada de piedra caliza y aparcó seis metros detrás de un todoterreno importado con neumáticos enormes y llantas cromadas. La puerta frontal de la casa era de madera de roble, antigua y gris. Sobre la madera, había bandas de metal sujetas por clavos enormes con cabezas del tamaño de pelotas de golf. Parecía como si al cruzar aquella puerta fuera uno a adentrarse en el período del Renacimiento.
—La propiedad es un robo —dijo Reacher.
—Proudhon —acertó Yanni—. La propiedad es deseable, es un bien positivo del mundo.
—Abraham Lincoln —repuso Reacher—. En su primer Estado de la Unión.
Había una aldaba de hierro con forma de aro en boca de un león. Helen lo asió y llamó a la puerta. A continuación vio un timbre eléctrico y también lo pulsó. No oyeron ningún ruido a modo de respuesta procedente del interior. La puerta era enorme, las paredes gruesas. Helen volvió a probar con el timbre y antes de retirar el dedo la puerta se abrió como una cámara acorazada. Apareció un hombre con la mano apoyada en el pomo interior.
—¿Sí? —dijo.
Tenía cuarenta y tantos años. De apariencia seria, respetable, probablemente socio del club de golf, tal vez miembro de los Elks o de los Rotarios. Llevaba encima unos pantalones de pana y un jersey con dibujo. Era el tipo de hombre que llegaba a casa y se cambiaba de ropa inmediatamente, siempre la misma rutina.
—¿Se encuentra su mujer en casa? —preguntó Helen—. Nos gustaría hablar con ella sobre Oline Archer.
—¿Sobre Oline? —preguntó el hombre. Miraba a Ann Yanni.
—Soy abogada —dijo Helen.
—¿Qué queda por decir sobre Oline?
—Tal vez más de lo que usted crea —respondió Yanni.
—Usted no es abogada.
—Estoy aquí como periodista —dijo Yanni—. Pero no me interesa la historia humana. Nada de sensacionalismo. Podría estar cometiéndose un error judicial. Eso es lo que me importa.
—¿Un error judicial en qué sentido?
—Podrían haber arrestado al hombre equivocado por el tiroteo del viernes. Por eso estoy aquí. Por eso estamos todos aquí.
Reacher observó al hombre. De pie, sujetando la puerta, intentando decidirse. Al final, simplemente suspiró y dio un paso hacia atrás.
—Mejor entren —dijo.
Todo el mundo habla.
El hombre les guio por un pasillo amarillo y oscuro que conducía a la sala de estar. La habitación era espaciosa y estaba impecable. Sofás de terciopelo, mesas pequeñas de madera de caoba, una chimenea de piedra. No había televisor. Probablemente tenían una habitación separada para ello. Un estudio, un home cinema. O quizás no vieran la televisión. Reacher vio a Ann Yanni calculando las probabilidades.
—Iré a llamar a mi mujer —dijo el hombre.
Volvió un minuto más tarde, con una mujer atractiva, algo más joven que él. La mujer llevaba unos vaqueros ajustados y una sudadera del mismo color amarillo que las paredes del pasillo. Calzaba mocasines, sin calcetines. Llevaba un corte de pelo caro, cepillado de tal modo que parecía informal y despeinado. Era de mediana estatura y tan delgada como las mujeres que aparecen en los libros de dieta y asisten a clases de aeróbic.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Ted Archer —dijo Helen.
—¿Ted? Pensaba que le habían dicho a mi marido que querían hablar sobre Oline.
—Pensamos que puede haber una conexión entre la situación de él y la de ella.
—¿Cómo podría haber una conexión? Estoy segura de que lo que le sucedió a Oline fue algo totalmente inesperado.
—Quizás no lo fuese.
—No lo entiendo.
—Sospechamos que Oline podría haber sido una víctima preseleccionada, oculta entre las demás.
—¿Eso no sería asunto de la policía?
Helen hizo una pausa.
—Por el momento la policía parece satisfecha con lo que tiene.
La mujer miró a su marido.
—Entonces no sé si debería hablar —dijo.
—¿Con todos? —preguntó Yanni—. ¿O solo conmigo?
—No estoy segura de querer salir en televisión.
Reacher sonrió para sí. «El otro lado de la moneda».
—Lo que hablemos solo constituirá el telón de fondo —dijo Yanni—. Y es decisión propia que sus nombres salgan a la luz.
La mujer se sentó en el sofá. El marido se sentó a su lado, muy cerca. Reacher sonrió de nuevo para sí mismo. Subconscientemente, habían adoptado la pose habitual de las parejas entrevistadas por televisión. Dos rostros juntos, ideal para encuadrarlos en un primer plano. Yanni aprovechó para sentarse en un sillón frente a ellos, con las piernas cruzadas e inclinada hacia delante. Tenía los codos reposados sobre las rodillas, y en el rostro lucía una expresión sincera y abierta. Helen tomó asiento en una silla. Reacher se acercó a la ventana y, con los dedos, corrió la cortina. Fuera se había hecho completamente de noche.
El tiempo pasa.
—Háblennos de Ted Archer —les pidió Yanni—, por favor.
Una simple petición, solo seis palabras, pero su tono decía: Ustedes son las personas más interesantes del mundo y me encantaría ser su amiga. Por un momento Reacher pensó que Yanni se había equivocado de camino. Habría sido una gran policía.
—Ted tenía problemas en su negocio —dijo la mujer.
—¿Por eso desapareció? —preguntó Yanni.
La mujer se encogió de hombros.
—Eso fue lo primero que pensó Oline.
—¿Pero?
—Más tarde se negó a esa explicación. Y creo que tenía razón. Ted no era de ese tipo de hombres. Y los problemas tampoco eran de ese tipo. Lo cierto es que le estaban jodiendo. Él estaba furioso y luchaba por salir adelante. Y la gente que lucha por salir adelante no huye, ¿verdad?
—¿Cómo le estaban jodiendo?
La mujer miró a su marido. Este se inclinó hacia delante. Cosas de hombres.
—Su cliente más importante dejó de comprarle. Cosas que pasan. Los altibajos del comercio son normales. Así que Ted le ofreció negociar, bajar el precio. No hubo trato. Le ofreció bajárselo más. Me dijo que llegó a bajárselo tanto que prácticamente se lo estaba dejando gratis. Sin embargo, no hubo trato. Simplemente no quería comprar.
—¿Qué cree que sucedió? —preguntó Yanni. «Siga hablando, por favor».
—Corrupción —comentó el hombre—. Incentivos camuflados. Era obvio. Un competidor estaba pagándoles para que dejaran de trabajar con Ted. No hay manera de que un hombre honrado compita contra eso.
—¿Cuándo empezó?
—Hace unos dos años. Fue un problema grave para ellos. Económicamente, cayeron en picado. No tenían dinero. Tuvieron que vender el coche, Oline volvió a trabajar, en la oficina de tráfico. La hicieron supervisora al cabo de un mes de entrar —sonrió levemente, orgulloso de su clase—. Dentro de un año, habría dirigido el departamento, la habrían hecho jefa.
—¿Qué hacía Ted por su parte?
—Intentaba averiguar qué competidor le estaba haciendo aquello.
—¿Lo averiguó?
—No lo sabemos. Lo estuvo intentando durante una buena temporada, y luego desapareció.
—¿Oline hizo referencia a ello en su denuncia?
El hombre se reclinó en el sofá y su esposa se volvió a inclinar hacia delante. Negó con la cabeza.
—No quería, por entonces. No había nada seguro, eran especulaciones. No quería ir lanzando acusaciones. No habría ninguna relación. Supongo que tal y como lo estamos contando ahora, todo parece más obvio de lo que parecía por entonces. Pero Ted no era Sherlock Holmes ni nada por el estilo. No se dedicaba a investigar las veinticuatro horas del día. Continuaba viviendo con normalidad. Solamente hablaba con alguien cuando podía, hacía preguntas, comparaba sus anotaciones, precios. Intentaba encajar las piezas. Fue un período de dos años. Conversaciones ocasionales, llamadas telefónicas, preguntas, cosas así. Desde luego no parecía peligroso.
—¿Oline le contó alguna vez esto a alguien? ¿Más tarde, tal vez?
La mujer asintió.
—Los dos meses después de que su marido desapareciera estuvo muy preocupada. Entre nosotras hablábamos. No dejaba de pensar en ello. Finalmente concluyó que debía de haber una relación. Yo le di la razón. Oline no sabía qué hacer. Le dije que llamara a la policía.
—¿Y lo hizo?
—No llamó. Fue personalmente. Pensó que la tomarían más en serio si se presentaba en persona. Pero por lo visto no fue así. No ocurrió nada. Fue como tirar una piedra a un pozo y no oír el chapoteo.
—¿Cuándo fue?
—Una semana antes de que sucediera lo del viernes pasado en la plaza.
Nadie dijo nada. A continuación, amablemente, con delicadeza, Ann Yanni hizo la pregunta evidente:
—¿No sospecharon una relación?
La mujer sacudió la cabeza.
—¿Por qué íbamos a pensarlo? Parecía una absoluta coincidencia. Fue un tiroteo al azar, ¿no es así? Eso dijeron ustedes en las noticias de la televisión. Usted misma lo decía. Cinco víctimas al azar, en el lugar y el momento equivocados.
Nadie dijo nada.
Reacher dejó de mirar por la ventana y se volvió.
—¿Qué negocio tenía Ted Archer? —preguntó.
—Lo siento, pensaba que ya lo sabían —dijo el marido—. Posee una cantera. Un área extensa a unos sesenta y cinco kilómetros al norte. Cemento, piedra molida, integrada en vertical, muy eficaz.
—¿Y quién era el cliente que dejó de comprarle?
—La ciudad —contestó el hombre.
—Un gran cliente.
—Muy potente. Todas las obras que se están llevando a cabo en la actualidad significan un regalo para quien trabaja en el negocio. La ciudad invirtió noventa millones de dólares de impuestos municipales solamente para cubrir las obras del primer año, lo cual, junto a los inevitables retrasos, supone un gran beneficio.
—¿Qué coche vendió Ted?
—Un Mercedes Benz.
—¿Entonces cuál conducía?
—Usaba una camioneta del trabajo.
—¿Ustedes la vieron?
—Todos los días, durante dos años.
—¿Cuál era?
—Una camioneta de reparto. Una Chevy, creo.
—¿Una Silverado vieja de color marrón? ¿Con llantas de acero?
El hombre le miró extrañado.
—¿Cómo lo sabe?
—Una pregunta más —apuntó Reacher— a su mujer.
La mujer le miró.
—¿Sabe con quién habló Oline cuando acudió a la policía? ¿Fue con un detective llamado Emerson?
La mujer negó con la cabeza antes de que Reacher terminara de formularle la pregunta.
—Le dije a Oline que, si no quería llamar, fuera a la comisaría, pero ella me dijo que estaba muy lejos, que nunca se tomaba tanto tiempo en el descanso y que en vez de eso iría al abogado del distrito, que tenía la oficina mucho más cerca de su trabajo. Y Oline era así, prefería ir directamente a lo más alto. Así que fue a ver a Alex Rodin.
Helen Rodin permaneció callada de vuelta a la ciudad. Temblaba, se estremecía y se agitaba por dentro. Tenía los labios sellados, las mejillas sonrojadas y los ojos completamente abiertos. Aquel silencio hacía imposible que Reacher o Yanni hablaran. Era como si todo el aire que había en el coche se hubiera esfumado, y lo único que hubiera dejado en su lugar fuese un agujero negro de un silencio tan profundo que dolía.
Helen conducía como un robot, correctamente, ni deprisa ni despacio. Respetaba de forma mecánica las líneas que delimitaban los carriles, los stops y los cedas. Estacionó en el aparcamiento a los pies de la oficina de Franklin. Dejó el motor en marcha y dijo:
—Id vosotros dos. Yo no puedo hacerlo.
Ann Yanni salió y subió por las escaleras. Reacher permaneció en el coche y se inclinó sobre el asiento de Helen.
—Todo saldrá bien —le dijo.
—No voy.
—Helen, quita las llaves y sube ahora mismo con nosotros. Eres un representante de la ley y tienes a un cliente en problemas.
Reacher abrió la puerta y salió del coche. Cuando dio la vuelta al maletero Helen ya le estaba esperando al pie de la escalera.
Franklin estaba sentado delante del ordenador, como siempre. Le dijo a Reacher que Cash acudía desde Kentucky. No le hizo ninguna pregunta. Le dijo que el nombre de Ted Archer no aparecía en ninguna otra base de datos. Entonces notó el silencio y la tensión.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Estamos un poco más cerca —contestó Reacher—. Ted Archer se dedicaba al negocio del hormigón. Fue excluido de todas las obras que se están llevando a cabo en la ciudad por un competidor que ofrecía sobornos. Intentó demostrarlo y debió de estar muy cerca, ya que el otro acabó con él.
—¿Puedes demostrarlo?
—Lo deduzco. No encontraremos su cuerpo a menos que volvamos a excavar en First Street. Pero sé dónde está su camioneta, en el granero de Jeb Oliver.
—¿Y eso?
—Utilizan a Oliver cuando no pueden hacer algo por sí mismos, si no hay que dejarse ver o simplemente si no pueden hacer algo. Supongo que Archer les conocía, y por eso no se acercó a ellos. Pero Oliver era solo un chico del pueblo. Quizás simuló un pinchazo o hizo autoestop. Posiblemente Archer se detuvo a ayudarle. Más tarde esos tipos enterraron el cuerpo y Oliver escondió el camión.
—¿Oline Archer no sospechó nada?
—Con el tiempo sí —dijo Reacher—. Calló durante dos meses, y después, es de suponer, comenzó a encajar las piezas hasta que encontró el sentido. Entonces lo hizo público, sonó la alarma y una semana después había muerto. Disfrazaron su asesinato por no levantar sospechas con el hecho de que su marido hubiera desparecido y dos meses después, la mataron a ella. Así pues, donde parecía haber azar nosotros hemos encontrado coincidencia.
—¿A quién había acudido Oline? ¿A Emerson?
Reacher no contestó.
—A mi padre —respondió Helen Rodin.
Hubo un largo silencio en la sala.
—¿Y ahora qué? —preguntó Franklin.
—Tienes que buscar otra vez en el ordenador —le dijo Rea cher—. Quienquiera que se ocupe de las obras de la ciudad tiene que ser quien buscamos. Tenemos que averiguar quién es. Y dónde se encuentra.
—Los archivos públicos —repuso Franklin.
—Compruébalos.
Franklin se volvió sin rechistar y comenzó a teclear. Escribía y señalaba con el ratón. Enseguida dio con la respuesta.
—Servicios Especializados de Indiana —dijo—. Poseen todos los contratos de obra actuales de la ciudad, tanto de cemento, como de hormigón como de piedra molida. Representa muchos millones de dólares.
—¿Dónde se encuentran?
—Os he dado la buena noticia.
—¿Cuál es la mala?
—No aparece ninguna dirección. Es una compañía fiduciaria registrada en las Bermudas. No consta en los archivos.
—¿Qué tipo de compañía es esa?
Franklin no contestó.
—Una compañía de las Bermudas necesita un abogado local —dijo Helen en tono bajo, grave, resignado.
Reacher recordó la placa de la puerta del despacho de A. A. Rodin: el nombre, seguido de las letras que describían su cargo.
Franklin avanzó por dos pantallas más.
—Aparece un número de teléfono —dijo—. Es lo único que tienen.
—¿Cuál? —preguntó Helen.
Franklin lo leyó en voz alta.
—Ese no es el número de mi padre —repuso Helen.
Franklin volvió a visitar la página web anterior. Escribió el número de teléfono. La pantalla cambió, y apareció un nombre y una dirección comercial.
—John Mistrov —dijo.
—Un nombre ruso —dijo Reacher.
—Supongo.
—¿Le conoces?
—Poco. Es un abogado especializado en compañías fiduciarias. Trabaja solo. Nunca he trabajado para él.
Reacher miró la hora.
—¿Puedes averiguar la dirección de su casa?
Franklin entró en un directorio de teléfonos y direcciones. Escribió el nombre y aparecieron unas señas y un teléfono.
—¿Le llamo? —preguntó.
Reacher negó con la cabeza.
—Le haremos una visita. Es mejor ir en persona cuando el tiempo apremia.
Vladimir se dirigió a la habitación de vigilancia situada en la planta baja. Sokolov estaba sentado en una silla con ruedas, frente a una mesa larga con cuatro monitores de televisor. De izquierda a derecha aparecían el norte, el este, el sur y el oeste, algo que tenía lógica si miramos el mundo en el sentido de las agujas del reloj. Sokolov se balanceaba despacio en su silla, examinando cada imagen, desplazándose, moviéndose de oeste a norte, dándose impulso con la pared. Las cuatro pantallas mostraban imágenes borrosas de color verde, ya que fuera estaba oscuro y las cámaras ofrecían visión nocturna. Ocasionalmente, se podía ver un punto brillante moviéndose a lo lejos. Un animal nocturno, un zorro, una mofeta, un mapache, un gato o un perro perdido. En el monitor norte se veía la cantera. Al fondo, se podía distinguir un color verde oliva donde no había nada excepto grandes extensiones de campo regados por el agua fría que expulsaban las bombas de riego, en constante movimiento.
Vladimir colocó una segunda silla con ruedas y tomó asiento a la izquierda de Sokolov. Vigilaría norte y este. Sokolov se concentraría en el sur y en el oeste. De este modo, cada uno de ellos tendría bajo su responsabilidad una dirección probable y otra improbable, una distribución justa del trabajo.
Arriba, en el pasillo de la tercera planta, Chenko cargó su Super Match. Diez balas, Lake City del calibre 308. Si había algo que hicieran bien los americanos era la munición. Abrió las puertas de todas las habitaciones para disponer de acceso rápido a cualquier punto, tal y como se le había ordenado. Se acercó a una ventana y activó la visión nocturna de la mira. Tenía un alcance de setenta metros. Imaginó que le avisarían cuando el soldado estuviese a una distancia de ciento cuarenta metros, el límite de las cámaras. Entonces Chenko se colocaría en la ventana adecuada y apuntaría cuando aquel se encontrara a unos noventa metros. Dejaría que se acercara. Cuando lo tuviera a unos setenta metros dispararía.
Levantó el rifle, se acercó a la mira telescópica. La imagen era limpia y clara. Divisó un zorro cruzando a campo través de este a oeste. «Disfruta de la cacería, mi querido amigo». Se dirigió de vuelta al pasillo, dejó el arma apoyada en la pared y se sentó a esperar en una silla de respaldo recto.
Helen Rodin insistió en quedarse en la oficina de Franklin. Reacher y Yanni se marcharon solos, en el Mustang. Las calles estaban oscuras y silenciosas. Yanni conducía. Sabía cómo llegar. La dirección que buscaban pertenecía a un loft situado en un viejo almacén, a medio camino entre el embarcadero y las vías del tren. Yanni dijo que formaba parte de la nueva estrategia urbanística. «El Soho llegaba a los estados del centro del país». Comentó que había pensado comprar un local en el mismo edificio.
A continuación repuso:
—Deberíamos cuidar de Helen.
—Se encuentra bien —dijo Reacher.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro.
—¿Y si se tratara de tu padre?
Reacher no contestó. Yanni redujo la velocidad al divisar un enorme edificio de ladrillos en medio de la oscuridad.
—Pregunta tú primero —le dijo Reacher—. Si no contesta, intervendré yo.
—Contestará —repuso Yanni—. Todos contestan.
Pero John Mistrov no era como todos. Era un hombre delgado de unos cuarenta y cinco años. Vestía como si estuviera pasando por la crisis de un divorcio. Vaqueros desgastados y demasiado ceñidos, camiseta negra, zapatillas de deporte. Cuando entraron le vieron solo en un apartamento loft grande y blanco. Estaba comiendo comida china directamente de las cajas. Al principio se alegró mucho de ver a Ann Yanni. Tal vez codearse con celebridades formaba parte del estilo de vida glamuroso que le habían prometido. Pero su inicial entusiasmo pronto desapareció. Y desapareció por completo cuando Yanni le explicó sus sospechas e insistió en conocer los nombres que había detrás de aquella compañía fiduciaria.
—No puedo decírselo —repuso él—. Estoy seguro de que usted comprenderá que se trata de un tema confidencial. Supongo que lo entenderá.
—Lo que entiendo es que se han cometido graves crímenes —contestó Yanni—. Eso es lo que entiendo. Y usted también tiene que entenderlo. Tiene que escoger de qué lado está, ahora mismo, antes de que el asunto se haga público.
—Sin comentarios —dijo el hombre.
—Usted no va a perder nada —le explicó Yanni, amablemente—. Las personas que nombre estarán mañana entre rejas, ya no volverán.
—Sin comentarios —volvió a decir el hombre.
—¿Quiere que le encierren como a él? —le preguntó Yanni, con aspereza—. ¿Como encubridor? ¿O quiere quedar al margen de todo? Usted elige. Pero puede estar seguro de que aparecerá en las noticias de mañana por la noche, ya sea camino de la cárcel o simplemente delante de las cámaras, diciendo: «Oh, Dios mío, no tenía ni idea, yo solo quise ayudar».
—Sin comentarios —dijo el hombre por tercera vez en un tono alto, claro y engreído.
Yanni desistió. Se encogió de hombros y miró a Reacher. Reacher comprobó la hora en su reloj. El tiempo pasa. Se acercó al hombre.
—¿Tiene seguro médico? —le preguntó.
El hombre asintió.
—¿También dentista?
El hombre volvió a asentir.
Reacher le golpeó en la boca con la mano derecha, un golpe fuerte y rápido.
—Pues tendrán que arreglarle eso.
El hombre retrocedió hacia atrás, se dobló y comenzó a toser. La sangre le corría por la barbilla. Le había rajado el labio, y los dientes, teñidos de rojo, se le movían.
—Nombres —ordenó Reacher—. O le romperé los huesos uno a uno.
El hombre dudó. Error. Reacher volvió a golpearle. Entonces el hombre comenzó a decir nombres. Seis nombres, con sus respectivas descripciones y una dirección, todo ello tendido en el suelo y en tono ahogado, a la vez que escupía sangre.
Reacher miró a Yanni.
—Todos contestan —repuso.
En la oscuridad del Mustang Ann Yanni dijo:
—Llamará y les avisará.
—No lo hará —contestó Reacher—. Les acaba de traicionar. Apuesto a que marchará de vacaciones una larga temporada.
—Esperemos.
—De todas maneras no importa. Ya saben que voy para allá. Una advertencia más daría igual.
—Tienes un estilo muy directo. No se menciona en los libros.
—Podría enseñarte. Hay que contar con el factor sorpresa. Si consigues sorprenderles no hay que golpear demasiado fuerte.
Yanni dictó a Franklin los nombres que John Mistrov les había dado. Cuatro de ellos correspondían a nombres que Reacher ya había oído: Charlie Smith, Konstantin Raskin, Vladimir Shumilov y Pavel Sokolov. El cuarto era Grigor Linsky. Reacher supuso que debía de ser el hombre trajeado que sufría una lesión. El sexto era Zec Chelovek.
—Pensaba que habías dicho que Zec era solo un término —dijo Franklin.
—Lo es —repuso Reacher—, igual que Chelovek. Es una transliteración de ser humano. Zec Chelovek significa ser humano prisionero. Como Hombre Prisionero.
—Los demás no utilizan nombres clave.
—Probablemente El Zec tampoco. Podría ser el único nombre que conoce, quizás olvidara el suyo. Quizás nos pasaría a todos si hubiésemos estado en el Gulag.
—Parece que te dé pena —comentó Yanni.
—No es pena —afirmó Reacher—. Solo trato de entenderle.
—No nombran a mi padre —dijo Helen.
Reacher asintió:
—El Zec es el director de marionetas. Es quien está al mando.
—Lo que significa que mi padre es un simple empleado.
—No te preocupes por eso ahora. Centrémonos en Rosemary.
Franklin encontró un mapa online. La dirección que John Mistrov les había facilitado pertenecía a una planta de demolición de piedras que había cerca de una cantera, a trece kilómetros al noroeste de la ciudad. A continuación buscó en la base de datos de jurisdicción de propiedades y confirmó que Servicios Especializados de Indiana era el propietario. Seguidamente, en la misma base de datos, descubrió la finca registrada a nombre de la compañía fiduciaria, una casa en un terreno contiguo. Yanni dijo que conocía la zona.
—¿Hay algo más por allí? —le preguntó Reacher.
Yanni sacudió la cabeza.
—Nada en muchos kilómetros, aparte de tierras de cultivo.
—De acuerdo —dijo Reacher—. Vamos para allá. Ahí es donde tienen a Rosemary.
Miró el reloj. Las diez en punto de la noche.
—¿Y ahora qué? —preguntó Yanni.
—Ahora a esperar —contestó Reacher.
—¿A qué?
—A que llegue Cash de Kentucky. Y luego esperaremos un poco más.
—¿A qué?
Reacher sonrió.
—A que se haga completamente de noche —dijo.
Esperaron. Franklin preparó café. Yanni contó anécdotas de la gente que había conocido, las cosas que había visto, las novias de los gobernadores, los amantes de las esposas de los políticos, votaciones amañadas, bandas criminales, acres de marihuana entre el cultivo de maíz a las afueras de Indiana. Luego Franklin habló de sus años en la policía. Y Reacher de sus años en el ejército, su vida errante y aventurera sin un hogar estable.
Helen Rodin no dijo nada en absoluto.
A las once en punto exactamente, oyeron el traqueteo de un potente motor diésel resonando contra el muro de ladrillo. Reacher se aproximó a la ventana y vio el Humvee de Cash amorrado en la zona de aparcamiento debajo del edificio. «Demasiado ruidoso —pensó—. No podremos usarlo».
O tal vez sí.
—Han llegado los marines —dijo.
Oyeron las pisadas de Cash por la escalera. Llamó a la puerta. Reacher fue hasta el recibidor y le abrió. Cash entró con actitud segura y relajada. Iba vestido de negro. Pantalones impermeables, sudadera impermeable. Reacher le presentó a los demás. Yanni, Franklin, Helen Rodin. Le estrecharon la mano. Cash tomó asiento. Veinte minutos después estaba listo para la misión y dispuesto a formar parte de la aventura.
—¿Se cargaron a una chica de diecinueve años? —preguntó.
—Te habría caído bien —repuso Reacher.
—¿Tenemos un plan?
—Estábamos a punto de idear uno —dijo Reacher.
Yanni fue al coche en busca de sus mapas. Franklin retiró las tazas de café e hizo espacio en la mesa. Yanni escogió el mapa adecuado. Lo extendió sobre el escritorio.
—Aquello es como un tablero enorme de ajedrez —dijo—. Cada cuadrado es un campo de cultivo de unos cien metros de extensión. Cada veinte campos, hay caminos de norte a sur, de oeste a este. —Después señaló con sus dedos delgados de uñas pintadas—. Pero en este punto convergen dos caminos, y al sureste de este extremo hay un descampado. Ahí no hay campos de cultivo. En el área norte se encuentra la fábrica de piedras, y la casa está situada al sur de la planta. He visto esa finca, y puedo deciros que se encuentra a casi doscientos metros del camino, en mitad de la nada. No hay ningún paisaje, no existe vegetación. Pero tampoco hay ninguna valla.
—¿Terreno plano? —preguntó Reacher.
—Como una mesa de billar —contestó Yanni.
—Estará muy oscuro —intervino Cash.
—Como la boca del lobo —dijo Reacher—. Y si no hay ninguna valla significa que disponen de cámaras con visión térmica nocturna, algún tipo de infrarrojos.
—¿A qué velocidad eres capaz de recorrer doscientos metros? —le preguntó Cash.
—¿Yo? —repuso Reacher—. Tan despacio que podrían encargar un rifle por catálogo y luego dispararme.
—¿Cuál es el mejor acceso?
—Desde el norte —dijo Reacher—, sin duda. Podríamos ir desde la fábrica hasta el camino y después avanzar a pie. Allí podríamos escondernos hasta el último momento.
—No podemos ir a pie por ahí si disponen de cámaras nocturnas.
—Ya nos ocuparemos luego de eso.
—De acuerdo, pero contarán con que lleguemos por el norte.
Reacher asintió.
—No iremos por el norte, sería demasiado obvio.
—El sur o el este son la siguiente elección, pues imagino que la entrada principal estará al oeste. Probablemente sea demasiado recta y amplia.
—Ellos pensarán lo mismo.
—Pues me gusta la entrada —dijo Reacher—. ¿Cómo es? ¿Pavimentada?
—De piedra caliza —contestó Yanni—. Tienen de ese material para dar y regalar.
—Demasiado ruidosa —dijo Cash.
—Pero habrá retenido el calor de todo el día —objetó Reacher—. Tendrá una temperatura mayor que la arena. Así pues, el fondo de la imagen quedará disimulado. Si el contraste de temperaturas no es demasiado elevado no distinguirá los cuerpos.
—¿Estás de broma? —preguntó Cash—. Estarás a diez grados más que la temperatura ambiente. Parecerás una llamarada en mitad del camino.
—Estarán vigilando las zonas sur y este.
—No exclusivamente.
—¿Tienes una idea mejor?
—¿Qué tal un asalto frontal con vehículos?
Reacher sonrió.
—Si te propones destruir algo absolutamente, llama al cuerpo de marines de Estados Unidos.
—Recibido —repuso Cash.
—Demasiado peligroso —dijo Reacher—. No podemos permitir que nos vean y convertir el lugar en un campo de batalla. Tenemos que pensar en Rosemary.
Todos callaron.
—Me gusta la entrada —volvió a decir Reacher.
Cash miró hacia Helen Rodin.
—Podríamos llamar a la policía —dijo—. Si el malo es el abogado del distrito no veo problema. Un par de equipos de los SWAT podrían entrar allí.
—Nos encontraríamos con el mismo problema —le contestó Reacher—. Rosemary estaría muerta antes de llegar a la puerta.
—¿Cortar la electricidad? ¿Desactivar las cámaras?
—Es el mismo problema. Sería un aviso.
—Pues tú dirás.
—La entrada —dijo Reacher—. Me gusta la entrada.
—¿Y las cámaras?
—Pensaré en algo —contestó. Se puso delante de la mesa. Miró el mapa. A continuación se volvió hacia Cash—. ¿Tu camión tiene reproductor de CD?
Cash asintió.
—Forma parte del equipamiento.
—¿Te importa que lo conduzca Franklin?
—Franklin puede quedárselo. Yo prefiero un sedán.
—De acuerdo, tu Humvee será nuestro vehículo de acercamiento. Franklin puede llevarnos hasta allí con él, dejarnos y volver aquí.
—¿Llevarnos? —dijo Yanni—. ¿Vamos a ir todos?
—Por supuesto que sí —respondió Reacher—. Los cuatro, y Franklin volverá a la oficina, nuestro puesto de mando.
—Perfecto —repuso Yanni.
—Necesitamos teléfonos móviles —dijo Reacher.
—Yo tengo uno —contestó Yanni.
—Yo también —dijo Cash.
—Y yo —se sumó Helen.
—Yo no tengo —repuso Reacher.
Franklin extrajo un pequeño Nokia de su bolsillo.
—Coge el mío —le dijo.
Reacher lo aceptó.
—¿Puedes preparar una conferencia? ¿Conectar los cuatro móviles al teléfono fijo de tu oficina?
Franklin asintió.
—Dadme vuestros números.
—Quitadles el sonido —les pidió Reacher.
—¿Cuándo lo haremos? —preguntó Cash.
—Las cuatro de la madrugada es mi hora favorita —dijo Reacher—. Pero me estarán esperando a esa hora. Lo aprendimos de ellos. Las cuatro de la mañana era la hora en que la KGB llamaba a las puertas. Se opone menor resistencia, es cuestión de biorritmo. Así que les sorprenderemos. Lo haremos a las dos y media.
—Si les sorprendes no tendrás que pegarles demasiado fuerte —bromeó Yanni.
Reacher sacudió la cabeza.
—Ni tampoco ellos me pegarán demasiado a mí.
—¿Dónde tendré que colocarme yo? —preguntó Cash.
—En el extremo suroeste de la fábrica —contestó Reacher—. Allí podrás divisar los sectores sur y este de la casa, y cubrir los costados oeste y norte simultáneamente con el rifle.
—Entendido.
—¿Qué me has traído a mí?
Cash hurgó en el bolsillo de su sudadera y sacó un cuchillo dentro de una funda. Se lo pasó por encima de la mesa. Reacher lo tomó. Se trataba de un arma habitual en la Marina, un Navy Seal SRK, un cuchillo de supervivencia. Acero de carbono, mango negro, hoja de dieciocho centímetros. No estaba nuevo.
—¿Esto? —preguntó Reacher.
—Es todo lo que tengo —contestó Cash—. Las únicas armas que tengo son el rifle y este cuchillo.
—Estás de broma.
—Soy un hombre de negocios, no un psicópata.
—Por el amor de Dios, Gunny, ¿voy a ir con un cuchillo a un tiroteo? ¿No se supone que debería ir con un arma de fuego?
—Es todo lo que tengo —repitió Cash.
—Estupendo.
—Puedes coger el arma del primero al que ataques. Hazte a la idea, no lo conseguirás si no te acercas lo suficiente para atacar a uno de ellos.
Reacher no contestó.
Aguardaron. Media noche. Las doce y media. Yanni jugueteó con su móvil e hizo una llamada. Reacher volvió a revisar el plan una vez más. Primero en la mente, luego en voz alta, hasta que todo el mundo lo tuvo claro. Detalles, posiciones, movimientos, ajustes.
—Pero todo podría cambiar —dijo— cuando lleguemos allí. Cuando nos encontremos sobre el terreno.
Aguardaron. La una en punto. La una y media. Reacher empezó a pensar en el final de la historia. En lo que vendría después de la victoria. Se volvió hacia Franklin.
—¿Quién es la mano derecha de Emerson? —le preguntó.
—Una mujer llamada Donna Bianca —respondió Franklin.
—¿Es buena?
—Es su mano derecha.
—Tendrá que desplazarse hasta allí después de que pase todo. Aquello se convertirá en un circo tremendo. Demasiado para solo un par de manos. Quiero que les digas a Emerson y a Donna Bianca que vayan para allí. Y a Alex Rodin, por supuesto. Después de que les venzamos.
—Estarán acostados.
—Entonces despiértales.
—Si les vencemos —puntualizó Franklin.
A las dos menos cuarto comenzaron a ponerse nerviosos. Helen Rodin se acercó junto a Reacher. Cogió el cuchillo, lo miró. Volvió a dejarlo en la mesa.
—¿Por qué haces esto? —le preguntó a Reacher.
—Porque puedo. Y por lo de la chica.
—Te matarán.
—Eso es poco probable —repuso—. Son viejos y estúpidos. He superado situaciones peores.
—Eso es lo que tú dices.
—Si consigo entrar sin problemas ya estaré lo bastante seguro. Desplazarme de habitación a habitación no será difícil. La gente se asusta mucho cuando un merodeador entra en su casa. Lo detestan.
—Pero no conseguirás entrar sin problemas. Te verán llegar.
Reacher buscó en su bolsillo izquierdo y sacó el cuarto de dólar reluciente que le había molestado en el coche. Se lo entregó.
—Para ti —le dijo.
Helen se quedó mirando la moneda.
—¿Un recuerdo?
—Un recuerdo de esta noche.
Después comprobó la hora en su reloj. Se puso de pie.
—En marcha —dijo.