El arresto fue rápido y eficiente. Se llevó a cabo de manera usual. Armas, gritos, esposas, lectura de derechos. Reacher permaneció callado durante el proceso. Sabía que era mejor eso que hablar. Había sido policía durante trece años y sabía en qué te puedes meter si hablas y lo mucho que podía retrasar el proceso. Decir cualquier palabra implicaba que los policías tuviesen que parar para escribirlo. Y Reacher no podía permitir que se perdiera tiempo en aquel momento.
El trayecto hasta la comisaría fue, gracias a Dios, corto, dos manzanas más allá. Reacher pensó que tenía sentido que un expolicía como Franklin tuviera su oficina en el mismo barrio donde trabajaba antes. Aprovechó el trayecto en coche para pensar en una estrategia. Imaginó que le llevarían ante Emerson, lo que significaba tener el cincuenta por ciento de probabilidades de estar en una habitación con un poli corrupto.
O con un buen poli.
Sin embargo, finalmente tuvo el cien por cien de probabilidades de que le llevaran ante el malo, porque Emerson y Alex Rodin estaban juntos en la comisaría. Los policías sacaron a Reacher del coche y le empujaron hasta el despacho de Emerson. Emerson estaba sentado detrás de su escritorio. Rodin en una silla justo delante.
«No puedes decir una palabra —pensó Reacher—. Esto tiene que ser muy rápido».
A continuación pensó: «¿Quién? ¿Rodin? ¿O Emerson?». Rodin llevaba puesto un traje azul, veraniego, caro, tal vez el mismo que llevaba el lunes. Emerson estaba en mangas de camisa. Jugueteaba con un bolígrafo, golpeándolo contra el escritorio.
«Empecemos», pensó Reacher.
—No eras tan difícil de encontrar —dijo Emerson. Reacher no contestó. Seguía esposado.
—Háblanos de la noche en que la chica fue asesinada —le pidió Rodin.
Reacher no dijo nada.
—Dinos cómo te sentiste —le dijo Emerson— cuando le partiste el cuello.
Reacher permaneció callado.
—El jurado te odiará —repuso Rodin.
Reacher dijo:
—Una llamada de teléfono.
—¿Quieres un abogado? —preguntó Emerson.
Reacher no respondió.
—¿Quién es tu abogado? —preguntó Rodin.
—Tu hija —contestó Reacher.
—¿Quieres llamarla? —preguntó Emerson.
—Quizás. O quizás a Rosemary Barr.
Les miró a los ojos.
—¿A la hermana? —dijo Rodin.
—¿Quieres llamar a la hermana? —preguntó Emerson.
«Uno de los dos sabe que ella no va a contestar», pensó Reacher.
«¿Cuál de los dos?»
«Nada en sus ojos».
—A Ann Yanni —les dijo.
—¿De la televisión? —se extrañó Rodin—. ¿Por qué ella?
—Tengo derecho a una llamada —respondió Reacher—. No tengo por qué explicar nada. Yo os digo a quién y vosotros marcáis el número.
—Se estará preparando para emitir en antena. Las noticias locales comienzan a las seis en punto.
—Entonces esperaremos —repuso Reacher—. Tengo todo el tiempo del mundo.
«¿Quién de los dos sabe que no es verdad?»
Esperaron, pero resultó que la espera no fue larga. Emerson llamó a los estudios de la NBC y le dijo al ayudante de Ann Yanni que el departamento de policía había arrestado a Jack Reacher y que requería su presencia por alguna razón desconocida. Era un mensaje extraño, pero Yanni se presentó en la oficina de Emerson en menos de treinta minutos. Era una periodista especializada en acudir al epicentro de la noticia. Y al día siguiente aquella historia sería mucho más interesante que las noticias de siempre.
—¿En qué puedo ayudar? —preguntó.
Tenía presencia. Era como una estrella en su universo. Y representaba a los medios de comunicación. Tanto Emerson como Rodin parecían algo intimidados. No por ella como mujer, sino por lo que representaba.
—Lo siento —le dijo Reacher—. Sé que tú no querrás, y yo dije que nunca lo diría, pero dadas las circunstancias, vas a tener que confirmar la coartada que tengo. No hay elección, me temo.
Reacher la observó. Vio cómo la chica atendía a sus palabras. Vio confusión en su mirada. En su rostro no había reacción alguna. Ambos se miraron fijamente a los ojos. No hubo reacción.
«Ayúdame a salir de aquí, chica».
Un segundo.
Dos segundos.
No hubo reacción.
Reacher aguantó la respiración.
No hubo reacción.
A continuación Yanni asintió. Comprendió. Reacher expiró. Buena llamada. Habilidad profesional. Yanni era una persona habituada a escuchar noticias de última hora por el auricular y repetirlas delante de la cámara medio segundo después, como si lo hubiese sabido toda su vida.
—¿Qué coartada? —preguntó Emerson.
Yanni miró a Emerson. Seguidamente a Rodin.
—Creía que me habían llamado por Jack Reacher —repuso.
—Así es —dijo Emerson.
—Pues este es Joe Gordon —dijo—. Al menos eso me dijo.
—¿Le dijo que se llamaba Joe Gordon?
—Cuando le conocí.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace dos días.
—Habéis estado emitiendo su retrato en las noticias.
—¿Ese era su retrato? No se parece en nada a él. Tiene el pelo totalmente diferente. No se parecen en nada.
—¿Qué coartada? —volvió a preguntar Emerson.
—¿Cuándo? —preguntó a su vez Yanni.
—La noche que murió la chica. Es de eso de lo que estamos hablando.
Yanni se quedó callada.
Rodin dijo:
—Señorita, si sabe algo, tiene que contárnoslo.
—Prefiero no hacerlo —dijo Yanni.
Reacher sonrió para sí. La manera en que Yanni dijo aquellas palabras garantizaba al cien por cien que Emerson y Rodin estuvieran a punto de rogarle que contara la historia. Yanni permanecía de pie, colorada ante la pregunta, con la espalda recta y los tres primeros botones de la blusa abiertos. Era toda una actriz. Reacher pensó que quizás todos los nuevos presentadores lo fueran.
—Se trata de algo necesario —dijo Emerson.
—Evidentemente —dijo Yanni—. Pero ¿no puede sencillamente creer en mi palabra?
—¿Su palabra, respecto a qué?
—A que él no lo hizo.
—Necesitamos los detalles —intervino Rodin.
—Tengo que pensar en mi reputación —dijo Yanni.
—Su declaración no se hará pública si retiramos los cargos.
—¿Pueden garantizarme que retirarán los cargos?
—No antes de oír su declaración —contestó Emerson.
—Entonces es el pez que se muerde la cola —repuso Yanni.
«No te pases —pensó Reacher—. No tenemos tiempo».
Yanni suspiró. Miró hacia el suelo. Levantó la vista, directamente a los ojos de Emerson. Furiosa, avergonzada, espléndida.
—Pasamos esa noche juntos —dijo.
—¿Reacher y usted?
—Joe Gordon y yo.
Emerson señaló a Reacher.
—¿Este hombre? Yanni asintió.
—Ese hombre.
—¿Toda la noche?
—Sí.
—¿Desde cuándo y hasta cuándo?
—Desde las doce menos veinte aproximadamente. Cuando acabó el telediario. Hasta que, a la mañana siguiente, me informaron de que la policía había encontrado el cuerpo de una chica.
—¿Dónde estuvieron?
Reacher cerró los ojos. Hizo memoria sobre la conversación mantenida con ella la noche anterior en el parking. La ventanilla del coche abierta unos centímetros. ¿Se lo había dicho?
—En el motel —dijo Yanni—. En su habitación.
—El recepcionista no nos dijo nada sobre haberla visto.
—Claro que no me vio. Tengo que tener cuidado con ese tipo de cosas.
—¿Qué habitación?
¿Se lo había dicho?
—Ocho —contestó Yanni.
—¿Reacher no abandonó la habitación en toda la noche?
—No, no lo hizo.
—¿En ningún momento?
—No.
—¿Cómo puede estar segura?
Yanni apartó la mirada.
—Porque en realidad no dormimos ni un minuto.
Hubo un silencio en la oficina.
—¿Puede ofrecernos algún detalle que confirme lo que nos acaba de contar? —preguntó Emerson.
—¿Como qué? —preguntó a su vez Yanni.
—Como marcas distintivas. Algo que no podamos ver pero que haya podido ver alguien que haya estado en su lugar.
—Oh, por favor.
—Es la última pregunta —insistió Emerson.
Yanni no dijo nada. Reacher recordó el momento en que encendió la débil luz interior del Mustang, se apartó la camisa y le mostró la barra de hierro. Movió las manos esposadas y se las colocó en la cinturilla.
—¿Alguna cosa? —insistió Emerson.
—Es importante —repuso Rodin.
—Tiene una cicatriz —dijo Yanni—. Debajo del estómago. Una marca grande y horrible.
Emerson y Rodin se volvieron y miraron hacia Reacher. Él se agarró la camisa y tiró de ella hasta sacársela de los pantalones. La levantó.
—De acuerdo —dijo Emerson.
—¿De qué es? —preguntó Rodin.
—La mandíbula de un sargento de la Marina —le respondió Reacher—. Los médicos calcularon que debía de pesar unos cien gramos. Salió despedida a dos kilómetros por segundo desde el epicentro de una explosión de trinitrotolueno, por encima de la superficie del mar, hasta que chocó conmigo.
Reacher se volvió a bajar la camisa. No se la metió dentro de los pantalones. Con las esposas hubiera sido difícil hacerlo.
—¿Contentos ya? —preguntó—. ¿Habéis avergonzado lo suficiente a la señorita?
Emerson y Rodin se miraron el uno al otro. «Uno de los dos sabe perfectamente que soy inocente —pensó Reacher—. Y no me importa lo que piense el otro».
—Señorita Yanni, tendrá que poner por escrito lo que nos ha contado —le dijo Emerson.
—Usted escriba, que yo lo firmaré —repuso Yanni.
Rodin miró hacia Reacher.
—¿Puedes corroborarlo tú?
—¿Cómo?
—Parecido a lo que ha hecho la señorita Yanni con tu cicatriz, pero respecto a algo que ella tenga.
Reacher asintió.
—Sí, podría. Pero no lo haré. Y si insistes te incrustaré los dientes en la garganta.
Silencio en la oficina. Emerson rebuscó en su bolsillo y encontró la llave de las esposas. De repente se volvió y se la lanzó a Reacher, que continuaba esposado, pero pudo alcanzar la llave con la mano derecha. La atrapó en la palma derecha y sonrió.
—¿Has hablado con Bellantonio? —dijo.
—¿Por qué le diste a la señorita Yanni un nombre falso? —le preguntó Emerson.
—Tal vez no sea falso —dijo Reacher—. Tal vez Gordon sea mi verdadero nombre.
Le lanzó la llave de vuelta, dio un paso hacia adelante, extendió las muñecas y esperó a que Emerson le quitara las esposas.
El Zec respondió a una llamada dos minutos después. Una voz familiar, grave y nerviosa.
—No ha funcionado —dijo—. Tenía una coartada.
—¿Auténtica?
—Probablemente no. Pero tampoco podemos probarlo.
—¿Entonces qué hacemos?
—Quédate ahí. Está muy cerca. Podría ir a por ti ahora mismo. Así pues, enciérrate y prepárate para lo que va a pasar.
—No han opuesto demasiada resistencia, ¿no? —dijo Ann Yanni, arrancando el motor del Mustang cuando Reacher hubo cruzado la puerta de la comisaría.
—Tampoco esperaba que lo hiciesen —contestó—. El inocente sabe que el caso es poco sólido. Y el culpable sabe que devolviéndome a las calles me quitarán de en medio igual de rápido que si estuviera en la cárcel.
—¿Por qué?
—Porque tienen a Rosemary Barr y saben que iré a buscarla. De modo que me están esperando. Así que antes de mañana estaré muerto. Ese es el nuevo plan. Más efectivo que la cárcel.
Condujeron nuevamente hasta la oficina de Franklin, subieron deprisa por la escalera exterior y encontraron a Franklin sentado detrás del escritorio. Las luces estaban apagadas y Franklin tenía la cara pegada a la pantalla del ordenador. Lo miraba atentamente, como si el aparato le estuviera diciendo algo. Reacher le contó lo que le había sucedido a Rosemary Barr. Franklin se quedó inmóvil y miró hacia la puerta. Luego hacia la ventana.
—Acabábamos de estar aquí —dijo.
Reacher asintió.
—Los tres. Tú, Helen y yo.
—Yo no oí nada.
—Yo tampoco —dijo Reacher—. Son realmente buenos.
—¿Qué pretenden?
—Van a hacer que testifique en contra de su hermano. Una especie de historia disfrazada.
—¿Le harán daño?
—Depende de lo que se resista.
—No lo permitirá —intervino Yanni— ni en un millón de años. ¿No lo veis? Está totalmente dispuesta a limpiar el nombre de su hermano.
—Entonces le harán daño.
—¿Dónde está? —preguntó Franklin—. ¿Podemos encontrarla?
—Dondequiera que estén ellos —respondió Reacher—. Pero no sé dónde es.
Rosemary Barr estaba en la casa de El Zec, en la sala de estar de la planta alta, atada a una silla. El Zec la observaba. Le fascinaban las mujeres. En una ocasión había pasado veintisiete años sin ver a ninguna. En el batallón de combate al que se había unido en 1943 había unas cuantas, pero formaban una pequeña minoría y morían enseguida. Más tarde, cuando ganaron la gran guerra patriótica, comenzó su pesadilla en el Gulag. En 1949 vio a una campesina cerca del canal del mar Blanco. Se trataba de una anciana encorvada y fea, que caminaba por un campo de remolachas, a unos doscientos metros. Después nada, hasta 1976 cuando vio a una enfermera en un troika, un trineo tirado por tres caballos, por las tierras nevadas de Siberia. El Zec trabajaba en una cantera por aquel entonces. Había salido del agujero, junto a un centenar de zecs como él. Se dirigían todos de vuelta, formando una columna larga y desordenada, descendiendo por un camino. El trineo de la enfermera se aproximaba por otro camino serpenteante. El terreno era llano, sin árboles ni arbustos, y estaba cubierto de nieve. Los zecs podían divisar el paisaje a la perfección. Se detuvieron y observaron a la enfermera a un kilómetro y medio de distancia. A continuación volvieron las cabezas y la siguieron con la vista mientras pasaba de largo y avanzaba otro kilómetro y medio. Los guardias les negaron la comida aquella noche como castigo por el alto que hicieron en el camino sin estar autorizados. Cuatro hombres murieron, pero él no.
—¿Estás cómoda? —le preguntó.
Rosemary Barr no contestó. El tal Chenko ya le había devuelto el zapato. Se había puesto de rodillas ante ella y la había calzado como lo habría hecho un dependiente de zapatería. Seguidamente, se había apartado y había tomado asiento en el sofá, junto al tipo llamado Vladimir. Sokolov permaneció en el piso de abajo, en una habitación repleta de equipos de vigilancia. Linsky paseaba por la habitación, pálido de dolor. Le pasaba algo en la espalda.
—Cuando El Zec habla, tú debes responder —le dijo Vladimir.
Rosemary apartó la mirada. Tenía más miedo de Vladimir que de los demás. Vladimir era enorme, tenía aspecto de depravado y olía igual.
—¿Entiende sus derechos? —preguntó Linsky.
El Zec le sonrió, y Linsky sonrió también, a modo de respuesta. Se trataba de una broma entre ellos. En los campamentos, cualquier reivindicación de derechos o de trato humano se resumía en la pregunta y en la respuesta: ¿Entiendes tus derechos? Tú no tienes derechos. Tú no eres nada para la madre patria. La primera vez que Linsky había oído tal pregunta había estado a punto de responder, pero El Zec le había dicho que se callara. Por aquel entonces, El Zec llevaba dieciocho años preso, y aquella intervención no era propia de él. Pero sin duda le unía una conexión especial con aquel joven salvaje. Desde entonces estuvieron juntos, viviendo en una serie interminable de lugares diferentes, cuyos nombres ya no recordaban. Se han escrito muchos libros sobre el Gulag, se han descubierto muchos documentos y se han hecho muchos mapas. La ironía es que aquellos que participaron no tenían ni idea de dónde habían estado. Nadie se lo dijo. Un campamento era un campamento: alambrada, cabañas, bosques enormes, tundras infinitas, trabajo interminable. ¿Qué más daba cómo se llamase?
Linsky había sido soldado y ladrón. En el oeste de Europa o en América, podrían haberle condenado a una pena de cárcel, pero durante la Unión Soviética robar significaba una infracción ideológica. Se consideraba una preferencia antisocial y errónea de la propiedad privada, y se resolvía con el distanciamiento permanente de la sociedad civilizada. En el caso de Linsky, el distanciamiento duró desde 1963 hasta que la sociedad civilizada fracasó y Gorbachev tuvo que retirarse del Gulag.
—Entiende sus derechos —comentó El Zec—. Ahora tiene que aceptarlos.
Franklin llamó a Helen Rodin. Diez minutos después, esta acudió a la oficina. Seguía enfadada con Reacher, era obvio, pero estaba demasiado preocupada por Rosemary Barr para pensar en él. Franklin permaneció sentado, con un ojo pegado a la pantalla del ordenador. Helen y Ann Yanni se sentaron a la mesa, una al lado de la otra. Reacher miró por la ventana. El cielo comenzaba a oscurecerse.
—Deberías llamar a alguien —dijo Helen.
—¿A quién? —preguntó Reacher.
—A mi padre. No tiene nada que ver con esto.
Reacher se dio la vuelta.
—Supongamos que tienes razón. ¿Qué le diríamos? ¿Que ha desaparecido una persona? Llamaría a la policía, porque ¿qué más puede hacer? Y si Emerson es el malo, se le dará carpetazo al asunto. Aunque Emerson no lo fuera actuarían igual. Los adultos desaparecidos no movilizan a nadie. Hay demasiados.
—Pero Rosemary es parte esencial del caso.
—El caso es el de su hermano. Por consiguiente, es muy natural que huya. Su hermano es un criminal muy conocido y ella querría ahorrarse la vergüenza.
—Pero tú sabes que la han raptado. Puedes decírselo.
—Yo he visto un zapato. Eso es todo lo que puedo decir. Y aquí no tengo credibilidad alguna. He estado jugando al escondite dos días.
—Entonces, ¿qué hacemos?
Reacher volvió a mirar por la ventana.
—Cuidar de nosotros mismos —dijo.
—¿Cómo?
—Lo único que necesitamos es un lugar. Debemos investigar a la mujer que dispararon, conseguir nombres, un contexto, un lugar. Luego iremos allí.
—¿Cuándo? —preguntó Yanni.
—A las doce —contestó Reacher—. Antes de que amanezca. Esos tipos están siguiendo un plan. Querrán encargarse de mí primero, y luego empezar con Rosemary Barr. Hay que encontrarla antes de que se les acabe la paciencia.
—¿O sea que te dejarás ver exactamente cuando ellos se lo esperen?
Reacher no dijo nada.
—Será como caer en su trampa —repuso Yanni.
Reacher no contestó. Yanni se volvió hacia Franklin y dijo:
—Dinos algo más sobre la mujer a la que dispararon.
—No hay nada más —repuso Franklin—. He investigado todo sobre su vida. Era una persona corriente.
—¿Familia?
—Viven todos en el este, de donde ella proviene.
—¿Amigos?
—Dos, básicamente. Una compañera de trabajo y una vecina. Ninguna de las dos es interesante. Ninguna es rusa, por ejemplo.
Yanni se volvió hacia Reacher.
—Entonces, puede que te equivoques. Puede que el disparo clave no fuera el tercero.
—Tuvo que ser el tercero —dijo Reacher—. Si no, ¿por qué hizo una pausa? Estaba comprobando haber alcanzado el blanco.
—También hizo una pausa después del sexto.
—No habría esperado tanto. Por entonces puede que la situación se le hubiera escapado de las manos. Que empezasen a brincar los unos sobre los otros.
—Pero no fue así.
—Pero él no podía predecirlo.
—Estoy de acuerdo —dijo Franklin—. Una cosa así, no se hace con la primera ni con la última bala.
A continuación los ojos de Franklin miraron hacia la nada. Su mirada se quedó clavada en la pared, aunque en realidad ni la viese.
—Esperad —dijo.
Miró hacia la pantalla.
—Hay algo que he pasado por alto —dijo.
—¿Qué? —preguntó Reacher.
—Lo que habéis dicho sobre Rosemary Barr. Lo de las personas desaparecidas.
Puso las manos sobre el ratón y el teclado y comenzó a utilizar ambos. Seguidamente pulsó la tecla de Enter y se inclinó hacia delante, mirando fijamente la pantalla, como si la proximidad acelerara el proceso.
—Última posibilidad —dijo.
Reacher sabía, gracias a los anuncios de la televisión, que los ordenadores operaban mediante gigahercios, una unidad muy rápida. Sin embargo, la pantalla de Franklin permaneció en blanco durante mucho tiempo. En la esquina aparecía un pequeño gráfico que rotaba lentamente. Se trataba de una búsqueda paciente y minuciosa en un campo de datos infinito. La búsqueda continuó unos minutos. Finalmente concluyó. Hubo un sonido electrostático, la pantalla mostró algo. Se trataba de un documento lleno de letras. La escritura era la que se utiliza en los ordenadores. Reacher no alcanzaba a leerlo desde donde estaba.
La oficina se quedó en silencio.
Franklin levantó la vista.
—Muy bien —dijo—. Aquí lo tenemos. Por fin tenemos algo que no es normal. Por fin hemos conseguido algo.
—¿Qué es? —preguntó Yanni.
—Oline Archer denunció hace dos meses la desaparición de su marido.