Emerson leyó los informes de Bellantonio. Vio que Reacher había telefoneado a Helen Rodin. No se sorprendió. Probablemente no era más que una de tantas llamadas. Abogados y entrometidos, trabajando duro para hacer historia. No era algo extraordinario. Después leyó las dos preguntas de Bellantonio: ¿Reacher es zurdo? ¿Cuenta con un vehículo?
Respuestas: Probablemente y probablemente. Las personas zurdas no eran poco comunes. Si se juntase a veinte individuos, habría cuatro o cinco que serían zurdos. Y Reacher ahora sí que tenía acceso a un vehículo, por supuesto. No estaba en la ciudad, y no se había marchado en autobús. Por consiguiente, disponía de vehículo, y probablemente así había sido durante todo el tiempo.
Finalmente Emerson leyó la última página: James Barr había estado en el apartamento de Alexandra Dupree. ¿Qué demonios significaba aquello?
Según los mapas de carretera de Ann Yanni, la oficina de Franklin se encontraba en pleno centro de la ciudad, en mitad de un laberinto de calles. No se trataba, en absoluto, del lugar ideal adonde dirigirse. Obras, la hora punta, tráfico lento en las calles principales. Reacher empezaba a pensar que las ventanas tintadas de la Ford Motor Company servían de algo. Sin duda.
Arrancó el coche y bajó la capota. Abandonó el descampado y se dirigió al sur. Al cabo de doce minutos, volvió a pasar por delante de la casa de Oliver. Giró en dirección oeste por la carretera del condado y luego hacia el sur por la carretera de cuatro carriles que llevaba a la ciudad.
Emerson volvió a hojear el informe de Bellantonio sobre las llamadas telefónicas. Reacher había llamado a Helen Rodin. Compartían negocios. Tenían asuntos por discutir. Volvería a contactar con ella, tarde o temprano. O ella con él. Emerson cogió el teléfono. Llamó a su ayudante.
—Envía un coche camuflado a la oficina de Helen Rodin —dijo—. Si abandona el edificio, seguidla.
Reacher condujo más allá del motel. Permaneció hundido en el asiento, mirando hacia ambos lados. No vio indicios de actividad ni de vigilancia. Pasó de largo por la peluquería y por la tienda de armas. El tráfico se hacía más lento a medida que se aproximaba a la carretera elevada. Cada vez más lento, alcanzando la misma velocidad que si hubiese ido a pie. Su rostro se encontraba a corta distancia de los peatones que caminaban a su derecha, a corta distancia de los conductores parados a su izquierda. En los cuatro carriles, los dos que entraban en la ciudad avanzaban despacio, los dos que salían permanecían inmóviles.
Reacher quiso apartarse de la acera. Encendió el intermitente y pasó al carril contiguo. Al conductor que circulaba tras él pareció no gustarle. «No sufras —pensó Reacher—. Aprendí a conducir con un camión de dos toneladas y media. Por aquel entonces habría pasado por encima de ti».
El carril de la izquierda avanzaba algo más rápido. Reacher comenzó a adelantar a los coches de su derecha. Miró hacia delante. Había tres coches patrulla por aquel carril. A lo lejos, se podía ver el semáforo en verde. La circulación en el carril de la izquierda avanzaba a paso de tortuga. El de la derecha era aún más lento. Solo dos coches separaban a Reacher de la policía. Se detuvo. El conductor irritado que iba detrás de él tocó la bocina. Reacher avanzó. Ahora solo un coche le separaba de la policía.
El semáforo cambió a ámbar.
El coche que tenía delante apretó el acelerador.
El semáforo se puso en rojo.
El coche de policía se detuvo en la línea, y Reacher a su lado.
Colocó el codo en el salpicadero y se puso la mano en la cabeza. Estiró los dedos cuanto pudo para ocultar su rostro en lo posible. Miró hacia el frente, al semáforo, deseando que cambiara.
Helen Rodin bajó dos plantas en ascensor y se encontró con Ann Yanni en la recepción de la NBC. La NBC estaba pagando a Franklin, por lo que era justo que Yanni estuviera presente en la reunión. Bajaron juntas al parking y subieron al Satura de Helen. Una vez en el coche, ascendieron por la rampa y salieron al exterior. Helen miró hacia la derecha y giró hacia la izquierda. No se percató del Impala color gris que había junto al bordillo y que las empezó a seguir a veinte metros de distancia.
El semáforo permaneció rojo durante una espera horrible e interminable. Después cambió a verde. El conductor situado detrás de Reacher volvió a hacer sonar la bocina. Reacher desapareció del campo de visión del agente y no miró hacia atrás. Tomó un desvío hacia la izquierda y perdió de vista el coche, a su derecha. Vio cómo la circulación volvía a atascarse poco más adelante. No quería volver a circular al lado de la policía y giró hacia la izquierda. Se dio cuenta de que había vuelto a la calle donde estaba la tienda de comestibles. El tráfico también era lento. Se movió en el asiento y hurgó en los bolsillos del pantalón. Palpó entre las monedas. Encontró un cuarto de dólar. Discutió consigo mismo, veinte metros, treinta, cuarenta.
Sí.
Entró en la diminuta zona de aparcamiento que había junto a la tienda de Martha. Dejó el motor en marcha, se levantó del asiento y dio la vuelta al coche. Se dirigió a la cabina que había pegada a la pared. Introdujo el cuarto de dólar en la rendija y sacó la tarjeta rota de Emerson. Eligió el número de la comisaría y marcó.
—¿En qué puedo ayudarle? —dijo el hombre de la centralita.
—¿Policía? —preguntó Reacher.
—Dígame, señor.
Reacher habló alto y claro, en tono nervioso y grave.
—¿El tipo del cartel «Se busca»? ¿El que estuvisteis repartiendo?
—¿Sí, señor?
—Está aquí, ahora mismo.
—¿Dónde?
—En mi restaurante, el que hay al norte de la carretera principal de la ciudad, cerca de la tienda de neumáticos. Está dentro ahora mismo, en la barra, comiendo.
—¿Está seguro de que es él?
—Es igual que el del dibujo.
—¿Y tiene coche?
—Una camioneta grande Dodge roja.
—Señor, ¿cómo se llama?
—Tony Lazzery —respondió Reacher. Anthony Michael Lazzery, bateó 273 bolas en 118 apariciones como segunda base en 1935. Quedó en segundo lugar. Reacher pensó que pronto tendría que dejar de usar nombres de segundas bases. Los Yankees no habían tenido suficientes jugadores desconocidos.
—Vamos para allá, señor —dijo el agente.
Reacher colgó y volvió a entrar en el Mustang. Descansó hasta que oyó las primeras sirenas corriendo en dirección norte.
Helen Rodin circulaba por Second Street cuando notó un alboroto al mirar por el espejo retrovisor. Un Impala gris daba tumbos por el carril a una distancia de tres coches. El vehículo hizo un cambio de sentido en mitad de la calle y se fue por donde había llegado.
—Gilipollas —dijo Helen.
Ann Yanni se volvió en su asiento.
—Un coche de policía —añadió Helen—. Se pueden identificar por las antenas.
Reacher llegó a la oficina de Franklin unos diez minutos tarde. El despacho estaba situado en un edificio de ladrillo de dos plantas. La planta baja parecía una especie de nave industrial abandonada. Había rejas de hierro en las puertas y ventanas. Pero en las ventanas de arriba había persianas venecianas, y al fondo luces. Una escalera exterior llevaba a la primera planta. En la puerta había una placa blanca de plástico que decía: Investigaciones Franklin. Al pie del edificio había una zona de aparcamiento, con espacio para unos cuatro coches situados uno al lado del otro. El Saturn verde de Helen Rodin estaba allí, también un Honda Civic azul y un Chevy Suburban negro tan largo que sobresalía varios centímetros de la acera. El Suburban era de Franklin, apostó Richard. El Honda de Rosemary Barr, tal vez.
Reacher pasó de largo sin reducir la velocidad y dio una vuelta a la manzana. No vio nada que no le gustara. Así pues, aparcó el Mustang al lado del Saturn, salió del coche y cerró con llave. Subió por la escalera y abrió sin llamar a la puerta. Se encontró en un recibidor, con una cocina pequeña a la derecha y otro cuarto a su izquierda, que supuso que sería el baño. Más adelante pudo distinguir voces procedentes de una habitación más grande. Entró en la sala y vio a Franklin sentado al escritorio, a Helen Rodin y Rosemary Barr sentadas conversando, y a Ann Yanni mirando su coche por la ventana. Los cuatro se volvieron al verle entrar.
—¿Sabes algo de terminología médica? —le preguntó Helen.
—¿Como qué?
—PA —le dijo—. Un doctor lo anotó.
Reacher la miró. Después se fijó en Rosemary Barr.
—Déjame que piense —dijo—. Es el diagnóstico de James Barr. Probablemente sea un caso leve.
—Indicios —repuso Rosemary—. De lo que quiera que sea.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó Helen.
—Intuición —respondió Reacher.
—¿Qué es?
—Dejémoslo para luego —dijo Reacher—. Vayamos por partes. —Se volvió hacia Franklin—. Dime lo que has averiguado sobre las víctimas.
—Cinco personas escogidas al azar —dijo Franklin—. No existe ninguna conexión entre ellas, ni ninguna conexión real con nada en absoluto. Desde luego no guardaban relación alguna con James Barr. Creo que tenías toda la razón. Barr no les disparó por ningún motivo propio.
—No, estaba completamente equivocado —dijo Reacher—. Lo cierto es que James Barr no les disparó.
Grigor Linsky se cobijó bajo la sombra de un portal y marcó un número en su teléfono.
—He seguido una corazonada —dijo.
—¿Cuál? —preguntó El Zec.
—Con la policía en el despacho de la abogada, imaginé que el soldado no podría ir a verla. Pero, evidentemente, tienen asuntos pendientes. Por lo que pensé que quizás ella iría a verle a él. Y así ha sido. La he seguido. Ahora mismo están juntos en la oficina del detective privado, con la hermana y la presentadora del telediario.
—¿Los demás están contigo?
—Tenemos la manzana entera vigilada. Este, oeste, norte y sur.
—No te muevas —dijo El Zec—. Te volveré a llamar.
Helen Rodin dijo:
—¿Quieres explicarnos esa afirmación?
—Las pruebas son sólidas —dijo Franklin.
Ann Yanni sonrió. Una historia.
Rosemary Barr se limitaba a observar.
—Le compraste a tu hermano una radio —dijo Reacher—, una Bose, para escuchar los partidos. Me lo contó. ¿Le compraste algo más?
—¿Como qué?
—Ropa.
—A veces —contestó.
—¿Pantalones?
—A veces —volvió a decir.
—¿Qué talla?
—¿Talla? —repitió sin comprender.
—¿Qué talla de pantalón usa tu hermano?
—Cuarenta y cuatro de cintura, cuarenta y cuatro de largo.
—Exacto —dijo Reacher—. Es relativamente alto.
—¿Eso en qué nos ayuda? —preguntó Helen.
—¿Sabes algo sobre juegos de números? —le preguntó Reacher a Helen—. Juegos antiguos e ilegales, lotería estatal, la Powerball, ese tipo de cosas.
—¿Qué pasa?
—¿Qué es lo más difícil?
—Que te toque —contestó Ann Yanni.
Reacher sonrió.
—Desde el punto de vista de los jugadores seguro que sí. Pero lo más difícil para los organizadores es que los números salgan realmente por azar. El azar verdadero es muy difícil de conseguir en la vida humana. Años atrás los organizadores de juegos ilegales anunciaban el número premiado en la sección de negocios del periódico. Acordaban con antelación la cifra, tal vez la segunda columna, las últimas dos cifras, la cifra del medio o lo que fuese. Se acercaba bastante al azar de verdad. Hoy en día las grandes loterías utilizan máquinas complicadas, pero los matemáticos pueden probar que los resultados no son del todo al azar, dado que somos los humanos quienes construimos las máquinas.
—¿Eso qué tiene que ver? —preguntó Helen.
—Simplemente es algo que se me ha pasado por la cabeza —explicó Reacher—. Estaba sentado esta tarde en el coche de la señorita Yanni, disfrutando del sol, pensando en lo difícil que es encontrar el azar de verdad.
—Pues tienes la cabeza en otra parte —repuso Franklin—. James Barr disparó a cinco personas. Las pruebas son aplastantes.
—Tú fuiste policía —le dijo Reacher—. Corrías peligro. Vigilancias, peleas, situaciones de mucha presión, momentos de estrés extremo. ¿Qué es lo primero que hacías después?
Franklin miró a las mujeres.
—Ir al baño —contestó.
—Exacto —dijo Reacher—. Yo también. Pero James Barr no. El informe de Bellantonio sobre la residencia de Barr muestra polvo de cemento en el garaje, la cocina, la sala de estar, la habitación y el sótano. Pero no en el baño. Así pues, Barr se fue a casa, ¿pero no hizo sus necesidades hasta después de ducharse y vestirse? ¿Y cómo pudo ducharse sin entrar en el baño?
—Tal vez de camino a casa.
—Nunca estuvo en el parking.
—Estuvo allí, Reacher. Hay pruebas.
—No existen pruebas que confirmen que Barr estuviera allí.
—¿Estás loco?
—Existen pruebas que confirman que su furgoneta estuvo allí, y sus zapatos, sus pantalones, su abrigo, su arma, su munición y su cuarto de dólar, pero nada que pruebe que fuera él.
—¿Se hicieron pasar por él? —preguntó Ann Yanni.
—Hasta el último detalle —contestó Reacher—. Condujo el coche, se vistió como él y usó su arma.
—Es una locura —dijo Franklin.
—Eso explica la gabardina —prosiguió Reacher—. Una prenda amplia que cubría todo excepto los vaqueros. ¿Por qué llevar una gabardina en un día cálido y seco?
—¿Quién fue? —preguntó Rosemary.
—Mirad —dijo Reacher.
Permaneció inmóvil y a continuación dio un paso hacia adelante.
—Uso una talla cuarenta y seis de pantalón —repuso—. Atravesé la parte nueva del parking en treinta y cinco zancadas. James Barr usa una talla cuarenta y cuatro, lo que significa que debería haber cruzado el mismo espacio en treinta y ocho zancadas. Pero las huellas del informe del Bellantonio muestran cuarenta y ocho zancadas.
—Alguien muy bajo —dijo Helen.
—Charlie —afirmó Rosemary.
—Yo también lo pensé —continuó Reacher—. Pero entonces fui a Kentucky. En principio porque quería corroborar algo más. Llegué a pensar que tal vez James Barr no fuera tan buen tirador. Estuve en la escena del crimen. Era un tiroteo complicado. Y hace catorce años Barr era bueno, pero no tanto. Cuando le vi en el hospital no tenía ninguna marca en el hombro derecho. Y para disparar tan bien como él lo hizo, se necesita práctica. Y una persona que practica habitualmente el tiro tiene marcas en el hombro. Una especie de callo. Barr no tenía ninguno. Así pues, pensé que alguien que no había destacado como tirador, al cabo del tiempo, aún menguaría más su habilidad. Especialmente si no practica demasiado. Algo lógico, ¿verdad? Quizás había llegado a un punto en el que se encontraba incapacitado para realizar el tiroteo del viernes. Quizás se tratara de una simple falta de capacidad. Eso era lo que yo pensaba. Por eso fui a Kentucky, para asegurarme de cuánto había empeorado.
—¿Y bien? —preguntó Helen.
—Había mejorado —dijo Reacher—. Mucho. No había empeorado. Mirad. —Extrajo la diana del bolsillo de su camisa y la desdobló—. Esta es la última de las treinta y dos sesiones en los últimos tres años. Es mucho mejor tirador que cuando estuvo en el ejército, hace catorce años. Lo cual es raro, ¿verdad? Ha disparado solo trescientas veinte veces en los últimos tres años, ¿y se ha convertido en un magnífico tirador? Mientras que cuando trabajaba para el ejército disparaba doscientas veces cada semana y era solo del montón.
—¿Qué significa todo eso?
—Iba al campo de tiro de Kentucky con Charlie. El tipo que dirige el negocio es un campeón de la Marina. Guarda las dianas usadas. Lo que significa que Barr tenía al menos dos testigos de sus resultados, siempre.
—Yo también querría tener testigos —dijo Franklin— si disparara igual.
—No es posible mejorar si no se practica —repuso Reacher—. La verdad es que creo que empeoró bastante. Y creo que su ego no podía asumirlo. Todos los tiradores son competitivos. En la actualidad era pésimo y no podría enfrentarse a ello. Quería ocultarlo. Presumir.
Franklin señaló hacia la diana.
—A mí no me parece pésimo.
—Esta diana es de mentira —dijo Reacher—. Se la entregaréis a Bellantonio y él os lo demostrará.
—¿Cómo que de mentira?
—Me juego lo que queráis a que son disparos con revólver. Una nueve milímetros, a bocajarro. Si Bellantonio mide los agujeros, apuesto a que descubrirá que son más grandes que los agujeros de una bala 308. Y si analiza el papel, encontrará restos de pólvora en él. Porque en mi opinión, James Barr daba un paseo por el campo y luego hacía estos agujeros a una distancia de dos centímetros, no de trescientos metros. Siempre que iba.
—Eso es solo una teoría.
—Es simple metafísica. Barr nunca fue tan bueno. Y lo normal es asumir que ha debido de empeorar. Si hubiese empeorado solo un poco lo hubiese admitido. Pero no lo admitió, por lo que podemos pensar que empeoró muchísimo. Lo bastante para sentirse avergonzado. Tal vez tanto que ni siquiera podía acertar a disparar en el papel.
Nadie dijo nada.
—Es una teoría que se demuestra por sí sola —continuó—. El hecho de que falsificara el resultado por vergüenza demuestra que ya no podía disparar bien. Si ya no podía disparar bien, no pudo haber cometido los crímenes del viernes.
—Solo son conjeturas —dijo Franklin.
Reacher asintió.
—Lo eran. Ya no. Ahora estoy seguro. Disparé una vez en Kentucky. El tipo me obligó a cambio de hablar con él. Había tomado mucha cafeína. Me temblaba el cuerpo exageradamente. Ahora sé que Barr empeoró muchísimo.
—¿Por qué? —preguntó Rosemary.
—Porque sufre la enfermedad de Parkinson —le contestó Reacher—. PA significa Parálisis Agitante, y la Parálisis Agitante es lo que los médicos llaman enfermedad de Parkinson. Tu hermano está enfermando, me temo. Tiembla y se agita. Y no hay manera humana de disparar un rifle certeramente si se sufre la enfermedad de Parkinson. En mi opinión, no solo no cometió los crímenes del viernes, sino que no existe posibilidad alguna de que los haya cometido.
Rosemary se quedó callada. Buenas y malas noticias. Miró por la ventana. Luego hacia el suelo. Iba vestida igual que una viuda. Blusa negra de seda, falda negra de tubo, medias negras, zapatos negros de charol de tacón bajo.
—Quizás por eso estaba todo el día enfadado —repuso—. Quizás notaba que se acercaba. Se sentía impotente y fuera de control. Su cuerpo empezó a fallarle. Lo odiaría. Cualquiera lo habría hecho.
Miró directamente a Reacher.
—Te dije que era inocente —le dijo.
—Señora, mis más sinceras disculpas —contestó Reacher—. Tenías razón. Se reformó. Cumplió su parte del trato. Merece que creamos en su palabra. Y siento que esté enfermo.
—Ahora tienes que ayudarle. Lo prometiste.
—Le estoy ayudando. Desde el lunes por la mañana no he hecho otra cosa.
—Esto es de locos —interrumpió Franklin.
—No, ha sido exactamente igual todo el tiempo —dijo Reacher—. Alguien intenta que James Barr cargue con las culpas. Pero en lugar de haberle obligado a hacerlo, se hicieron pasar por él. Es la única diferencia.
—Pero ¿eso es posible? —preguntó Ann Yanni.
—¿Por qué no? Piénsalo bien. Plantéatelo.
Ann Yanni se lo planteó. Repasó cada movimiento, lenta y detenidamente, como si fuera una actriz.
—Se pone la ropa de Barr, los zapatos. Quizás encuentra un cuarto de dólar en un tarro, o en un bolsillo, en cualquier lado. Se pone guantes, para no borrar las huellas de Barr. Ya ha cogido el cono de tráfico de su garaje, tal vez el día anterior. Coge el rifle del sótano. El arma ya ha sido cargada, por el mismo Barr, con anterioridad. Conduce a la ciudad en la furgoneta de Barr. Deja todo tipo de pistas. Se reboza en polvo de cemento. Vuelve a casa, deja las pruebas y se va. Rápidamente, sin tener ni siquiera tiempo para ir al baño. Más tarde James Barr vuelve a casa y se ve atrapado en una trampa desconocida para él.
—Así es exactamente como yo lo veo —dijo Reacher.
—Pero ¿dónde estuvo Barr mientras tanto? —preguntó Helen.
—Fuera —dijo Reacher.
—Es una gran coincidencia —dijo Franklin.
—Yo no creo que lo sea —dijo Reacher—. Creo que prepararon algo para quitárselo de encima. Lo último que Barr recuerda es haber ido a algún sitio, que se sentía optimista, como si algo bueno estuviera a punto de suceder. Creo que le prepararon una cita el viernes.
—¿Con quién?
—Con la pelirroja, quizás. Lo probaron conmigo. Quizás lo probaran también con él. Iba bien vestido el viernes. El informe muestra que guardaba la cartera en unos buenos pantalones.
—¿Entonces quién lo hizo? —preguntó Helen.
—Alguien frío como el hielo —dijo Reacher—. Alguien que ni siquiera necesitó ir al baño después de hacerlo.
—Charlie —dijo Rosemary—. Tuvo que ser él. Tiene que ser él. Es bajo. Es extraño. Conocía la casa. Sabía dónde estaba todo. El perro le conocía.
—Y era un tirador malísimo —repuso Reacher—. Esa es la otra razón por la que fui a Kentucky. Quería analizar esa teoría.
—Entonces, ¿quién fue?
—Charlie —respondió Reacher—. También falsificó sus resultados. Pero de forma diferente. Los agujeros producidos por sus disparos estaban por todo el papel. Pero realmente no estaban por todo el papel. La distribución no era totalmente al azar. Intentaba disimular lo bueno que era en realidad. Apuntaba hacia objetivos arbitrarios del papel, y acertaba cada uno de ellos, todo el tiempo, algo increíble, creedme. Llegaba un punto en que se aburría y apuntaba a la anilla interior, o al margen del papel. Incluso llegó a perforar las cuatro esquinas. El caso es que realmente no importa a lo que apuntes, siempre y cuando aciertes. Disparar al centro de la diana es solo una convención. Se practica igual si se apunta a cualquier otra parte. Incluso a algo fuera del papel, por ejemplo a un árbol. Eso es lo que Charlie hacía. Era un tirador excelente, entrenaba duro, pero fingía fallar. Y, como os he dicho, conseguir el azar verdadero es imposible. Siempre existen patrones.
—¿Por qué haría eso?
—Para tener una excusa.
—¿Haciendo creer a la gente que no sabía disparar?
Reacher asintió.
—Se percató de que el dueño del negocio guardaba las dianas usadas. Charlie es en realidad un asesino profesional de sangre fría.
—¿Cuál es su nombre real?
—Su nombre real es Chenko y forma parte de una banda rusa. Probablemente sea veterano del Ejército Rojo. Seguramente fue uno de sus francotiradores. Eran realmente buenos. Siempre lo han sido.
—¿Cómo llegaremos a él?
—A través de las víctimas.
—Volvemos al punto de partida. Las víctimas son un callejón sin salida. Tendrás que pensar en algo mejor.
—Su jefe se hace llamar El Zec.
—¿Qué tipo de nombre es ese?
—Es un término, no un nombre. Jerga de los tiempos de la Unión Soviética. Un zec era el presidiario de un campo de trabajos forzados, en el Gulag de Siberia.
—Esos campos son de la prehistoria.
—Por lo tanto El Zec es un hombre muy anciano. Pero también peligroso. Seguramente mucho más de lo que podamos imaginar.
El Zec se encontraba cansado después de trabajar con la máquina excavadora. Pero estaba acostumbrado a estar cansado. Llevaba cansado sesenta y tres años. Desde el día en que el reclutador había llegado a su pueblo, a principios de otoño de 1942. Su pueblo se encontraba a una distancia de seis mil quinientos kilómetros de cualquier parte, y el reclutador era un hombre de Moscú al que nunca nadie había visto antes. Un tipo dinámico, seguro de sí mismo y lleno de confianza. No toleraba que le llevaran la contraria ni que le discutieran. Todos los varones entre dieciséis y cincuenta años tuvieron que irse con él.
El Zec tenía diecisiete años por aquel entonces. Al principio lo pasaron por alto, ya que estaba en prisión por haberse acostado con la mujer de un hombre mayor, y cuando el marido apareció despotricando, El Zec le metió una paliza. El marido solicitó la exención, debido a su estado físico, y le contó al reclutador que su agresor permanecía en prisión. El reclutador, ansioso por alistar soldados, sacó a El Zec de su celda y le ordenó que se uniera al resto de hombres en la plaza del pueblo. El Zec obedeció feliz. Pensó que le habían concedido la libertad, que tendría cientos de oportunidades por delante.
Se equivocaba.
Encerraron a los reclutas en un camión, luego en un tren, durante un trayecto que duró cinco semanas. El reclutamiento propiamente en el Ejército Rojo llegaría más tarde. Les entregaron uniformes, prendas gruesas de lana, un abrigo, botas y una cartilla de identificación. Pero nada de dinero. Ni un arma. Ninguna instrucción tampoco. El tren hizo una breve parada sobre los raíles cubiertos de nieve. Allí un comisario gritaba una y otra vez en dirección al tren con un megáfono enorme de metal. El hombre repetía un sencillo discurso de diecisiete palabras que a El Zec se le quedó grabado en la memoria: «El destino del mundo se decidirá en Estalingrado, donde lucharéis hasta el final por nuestra madre patria».
El viaje de cinco semanas finalizó en la orilla este del Volga, donde descargaron a los reclutas como si de ganado se tratase, y les obligaron a dirigirse rápidamente a una zona donde había anclados transbordadores viejos de río y cruceros de placer. A ochocientos metros de distancia, en la orilla opuesta, el paisaje era infernal. Una ciudad, más grande que cualquier otra que hubiera visto antes El Zec, estaba en ruinas, vomitando humo y fuego. El río estaba ardiendo y explotaba, escupiendo restos de mortero. El cielo estaba repleto de aviones que sobrevolaban y caían en picado, lanzando bombas, disparando. Había cadáveres por todas partes, cuerpos hechos pedazos y heridos gritando.
Obligaron a El Zec a subir a un pequeño bote con una vela a rayas de colores alegres. El barco iba a reventar de soldados. No había espacio suficiente para moverse. Nadie iba armado. El bote se tambaleaba en mitad de la corriente helada, mientras los aviones caían en picado como moscas sobre porquería. Tardaron quince minutos en cruzar el río. Cuando llegaron, El Zec se dio cuenta de que se había manchado de sangre en la barca.
Le obligaron a avanzar por un embarcadero estrecho de madera. Tenían que ir uno detrás de otro. Luego les hicieron correr en dirección a la ciudad, a un puesto militar donde tendría lugar la segunda fase de su entrenamiento: dos intendentes estaban distribuyendo rifles cargados y munición en una fila interminable, mientras entonaban algo que más tarde El Zec adoptaría como un poema, una canción o un himno. El cántico remataba toda aquella locura. Una y otra vez, sin descansar:
Quien lleve rifle que dispare.
Quien no lo lleve que vaya detrás.
Cuando maten al que lleva el rifle
que recoja el rifle el que vaya detrás y dispare.
A El Zec le entregaron munición, pero no rifle. Le empujaron y siguió a ciegas al hombre que tenía delante. Dobló una esquina. Pasó frente a un hoyo donde soldados con ametralladora se preparaban para disparar, de modo que pensó que la línea del frente debía de estar muy cerca. Entonces el comisario levantó una bandera y volvió a gritar por el megáfono: «¡No hay retirada! ¡Si dais un solo paso marcha atrás, os dispararemos!». Así pues, El Zec corrió impotente hacia adelante, dobló otra esquina y se encontró ante una lluvia de balazos alemanes. Se detuvo, dio media vuelta, y le alcanzaron restos de metralla en los brazos y en las manos. Cayó al suelo y se apoyó en los restos derruidos de un muro de ladrillo. En pocos minutos se vio enterrado entre una pila de cadáveres.
Despertó veintiocho horas después en un hospital improvisado. Allí vivió el primer contacto con la justicia militar soviética: dura, severa, ideológica, pero absolutamente acorde a sus normas secretas. El asunto a tratar era darle la vuelta: ¿eran heridas causadas por los enemigos de su patria? ¿O habían sido sus propios compatriotas? Debido a su ambigüedad física le absolvieron de la ejecución y le condenaron a formar parte del pelotón de batalla. Así fue como comenzó un proceso de supervivencia que había durado, hasta el momento, sesenta y tres años.
Un proceso que El Zec pensaba continuar.
Telefoneó a Grigor Linsky.
—Debemos asumir que el soldado ha hablado —le dijo—. Sea lo que sea lo que sepa, ahora los demás también lo saben. Por lo tanto, es hora de conseguir la póliza del seguro.
Franklin dijo:
—No hay manera de seguir adelante, ¿verdad? Emerson no creerá nada a menos que consigamos algo más.
—Pues ponte a trabajar con la lista de víctimas —dijo Reacher.
—Eso podría llevarme toda la vida. Cinco personas, cinco historias.
—Pues céntrate en uno.
—Genial. Estupendo. Entonces me puedes decir en quién quieres que me centre.
Reacher asintió. Recordó la descripción que había hecho Helen Rodin sobre lo que había oído. El primer disparo, una breve pausa, y luego otros dos disparos. A continuación otra pausa, algo más larga, pero en realidad de una fracción de segundo, y después los tres últimos disparos. Reacher cerró los ojos. Dibujó en su mente el gráfico de audio que le mostró Bellantonio, el que habían conseguido a partir de la grabación del contestador. Recordó su propia simulación en la penumbra del aparcamiento, con el brazo derecho extendido como si fuera el rifle: clic, clic-clic, clic-clic-clic.
—No fue la primera víctima —dijo—. Pues el arma estaba fría, y así es bastante probable que fallase. Así pues, la primera no tenía importancia para él. Es parte del envoltorio. Tampoco fueron las víctimas de los tres últimos disparos. Solo hizo un bang-bang-bang seguido. La bala que falló a propósito y más parte del envoltorio. Por entonces el trabajo ya estaba hecho.
—Entonces, se trata de la segunda o de la tercera. O ambas.
Clic, clic-clic.
Reacher abrió los ojos.
—La tercera —dijo—. Ahí marca el ritmo. El primer disparo en frío, luego una introducción y luego el disparo clave. El objetivo. Luego una pausa. Observa a través de la mira telescópica. Se asegura de haber abatido el blanco. Así es. Y finalmente los tres últimos.
—¿Quién fue la tercera? —preguntó Helen.
—La mujer —dijo Franklin.
Linksy llamó a Chenko, luego a Vladimir y a Sokolov. Les explicó la misión. La oficina de Franklin no tenía entrada trasera. Solo se accedía a ella por la escalera exterior. El coche del objetivo se encontraba allí mismo. Era sencillo.
Reacher dijo:
—Háblame de la mujer.
Franklin revolvió entre sus notas. Las volvió a ordenar por importancia.
—Se llamaba Oline Archer —dijo—. Mujer de raza caucásica, casada, sin hijos, treinta y siete años. Vive al oeste de aquí, a las afueras de la ciudad.
—Empleada del edificio de tráfico —continuó Reacher—. Si ella era el objetivo real, Charlie tenía que saber dónde estaba y cuándo saldría.
Franklin asintió.
—Empleada del edificio de tráfico. Llevaba trabajando allí un año y medio.
—¿Qué hacía exactamente?
—Oficinista. Tareas de ese tipo.
—¿Tuvo algo que ver con su trabajo? —preguntó Ann Yani.
—¿Demasiado tiempo en la cola? —dijo Franklin—. ¿Una mala fotografía en el carné de conducir? Lo dudo. He comprobado el banco nacional de datos. Los funcionarios de tráfico no son asesinados por sus clientes. Simplemente no sucede.
—Entonces, ¿hay algo de su vida personal? —preguntó Helen Rodin.
—No he visto nada que me llame la atención —contestó Franklin—. Era una mujer normal. Pero voy a seguir buscando. Escarbaré todo lo que pueda. Tiene que haber algo.
—Hazlo rápido —intervino Rosemary Barr—. Por el bien de mi hermano. Tenemos que sacarle de ahí.
—Para ello necesitamos opiniones médicas —repuso Ann Yanni—. Quiero decir de doctores que no sean psiquiatras.
—¿Pagará la NBC? —preguntó Helen Rodin.
—Solo si la teoría se sostiene.
—Pues debería —dijo Rosemary—. ¿O no? Lo del Parkinson es una razón de peso.
—Puede resultar en un juicio —opinó Reacher—. Es una razón convincente de que James Barr no podría haberlo hecho. Eso, junto a un discurso plausible de que lo hiciera otra persona, podría crear una duda razonable.
—Plausible es una gran palabra —dijo Franklin—. Y duda razonable es un concepto arriesgado. Es mejor que Alex Rodin retire todos los cargos. Lo que significa que antes tenemos que convencer a Emerson.
—Yo no puedo hablar con ninguno de los dos —dijo Reacher.
—Yo sí que puedo —intervino Helen.
—Yo también —añadió Franklin.
—Y yo, por supuesto, también puedo —repuso Ann Yanni—. Todos podemos, aparte de ti.
—Pero podríais no querer hacerlo —dijo Reacher.
—¿Por qué no? —preguntó Helen.
—Esta parte no os va a gustar demasiado.
—¿Por qué no? —volvió a preguntar Helen.
—Piensa —respondió Reacher—. Repasad lo sucedido. La chica llamada Sandy asesinada, lo que sucedió en el bar recreativo el lunes por la noche, ¿por qué ocurrieron esas dos cosas?
—Para pararte los pies. Para evitar que estropearas el caso.
—Correcto. Dos intentos, el mismo objetivo, el mismo fin, el mismo autor.
—Evidentemente.
—Lo ocurrido la noche del lunes comenzó cuando me siguieron desde mi hotel. Sandy, Jeb Oliver y sus colegas estuvieron paseando con el coche por las calles, haciendo tiempo, esperando a que alguien les llamara y les dijera dónde estaba yo. Por lo tanto, realmente empezaron a seguirme desde el hotel. Desde muy temprano.
—Eso ya lo sabemos.
—Pero ¿cómo consiguió mi nombre el director de marionetas? ¿Cómo sabía siquiera que yo ya estaba en la ciudad? ¿Cómo sabía que había un tipo que se iba a convertir en un problema potencial?
—Alguien se lo contó.
—¿Quién lo sabía, desde primera hora de la mañana del lunes?
Helen hizo una breve pausa.
—Mi padre —contestó—. Desde el lunes a primera hora. Y luego Emerson, se supone, algo más tarde. Habrían estado hablando sobre el caso. Se habrían puesto inmediatamente en contacto si algo lo hubiese puesto en peligro.
—Exacto —dijo Reacher—. Así pues, uno de los dos habló con el director de marionetas. Mucho antes del lunes a la hora de cenar.
Helen no dijo nada.
—A menos que uno de los dos sea el director de marionetas —añadió Reacher.
—El Zec es el director de marionetas. Tú mismo lo has dicho.
—He dicho que es el jefe de Charlie. Eso es todo. Pero no hay manera de saber si existe alguien más por encima de ellos.
—Tienes razón —dijo Helen—. No me gusta en absoluto lo que estás diciendo.
—Alguien contactó con él —insistió Reacher—. De eso estoy absolutamente convencido. Tu padre o Emerson. Consiguieron mi nombre dos horas después de salir del autobús. Por consiguiente, uno de ellos está metido hasta el cuello, y el otro no nos ayudará porque le gusta el caso tal y como ahora está. La habitación se quedó en silencio.
—Tengo que irme a trabajar —dijo Ann Yanni.
Nadie dijo nada.
—Llamadme si hay algo nuevo —pidió Yanni.
La habitación permaneció en silencio. Reacher no dijo nada. Ann Yanni atravesó la sala. Se detuvo a su lado.
—Las llaves —le dijo.
Reacher buscó en su bolsillo y se las entregó.
—Gracias por el préstamo —repuso—. Buen coche.
Linsky vio que el Mustang dejaba el aparcamiento. El vehículo se dirigió hacia el norte. Motor fuerte, gran nube de humo. Se podía oír el ruido a una manzana de distancia. Después la calle volvió a quedar en silencio y Linsky llamó por teléfono.
—La mujer de la televisión ya se ha ido —dijo.
—El detective privado permanecerá en su despacho —repuso El Zec.
—¿Qué pasa si todos los demás se van juntos?
—Espero que no sea así.
—Pero ¿y si es así?
—Cogedlos a todos.
Rosemary Barr preguntó:
—¿Existe cura para la enfermedad de Parkinson?
—No —contestó Reacher—. No hay cura ni prevención. Pero sus síntomas pueden retardarse. Existen fármacos, fisioterapia, y el sueño. Los síntomas desaparecen cuando el paciente está dormido.
—Quizás por eso tomaba pastillas, para escapar.
—No debería intentar escapar demasiado. El contacto social es bueno.
—Debería ir al hospital —dijo Rosemary.
—Explícaselo —dijo Reacher—. Explícale lo que sucedió en realidad el viernes.
Rosemary asintió. Atravesó la habitación y salió. Unos minutos más tarde su coche arrancó y partió.
Franklin fue a la cocina a hacer algo de café. Reacher y Helen Rodin se quedaron a solas en la oficina. Reacher se sentó en la silla que Rosemary Barr había dejado vacía. Helen se acercó a la ventana y miró hacia la calle. Estaba de espaldas a la habitación. Vestía igual que Rosemary Barr. Camisa negra, falda negra, zapatos negros de charol. Pero ella no parecía una viuda, sino una mujer de Nueva York o París. Llevaba tacones altos y sus piernas, largas y morenas, iban sin medias.
—Estos tipos de los que estamos hablando son rusos —dijo.
Reacher no dijo nada.
—Mi padre es norteamericano —afirmó Helen.
—Un norteamericano que se llama Aleksei Alekseivitch —añadió Reacher.
—Nuestra familia se trasladó aquí antes de la primera guerra mundial. No existe posible conexión. ¿Cómo podría ser? La gente de la que hablamos son soviéticos de clase social baja.
—¿A qué se dedicaba tu padre antes de ser abogado del distrito?
—Era ayudante del distrito.
—¿Y antes?
—Siempre ha trabajado ahí.
—¿Te has fijado en el juego de café?
—¿Qué le pasa?
—Se sirve en tazas de porcelana china y bandeja de plata. El condado no se lo ha pagado.
—¿Y?
—¿Te has fijado en sus trajes?
—¿Sus trajes?
—El lunes llevaba un traje de mil dólares. No se ven demasiados funcionarios que lleven trajes de mil dólares.
—Tiene gustos caros.
—¿Cómo se los puede permitir?
—No quiero hablar de eso.
—Una pregunta más.
Helen no dijo nada.
—¿Te presionó para que no aceptaras el caso?
Helen no contestó. Miró a izquierda. A derecha. Después se volvió.
—Dijo que perder podría significar ganar.
—¿Refiriéndose a tu carrera?
—Eso es lo que pensé. Es lo que sigo pensando. Es un hombre honrado.
Reacher asintió.
—Existe un cincuenta por ciento de probabilidades de que tengas razón.
Franklin volvió a entrar con el café, de marca desconocida. Portaba una bandeja de madera con tres tazas de juegos diferentes, dos de las cuales tenían la cerámica picada. También llevaba un cartón abierto de leche, un paquete amarillo de azúcar y una única cucharilla de café. Dejó la bandeja sobre la mesa. Helen Rodin se quedó observándola, como si aquella bandeja corroborara el punto de vista de Reacher: Así es como se sirve el café en una oficina.
—David Chapman —intervino—, el primer abogado de James Barr, escuchó tu nombre el lunes. Lo supo desde el sábado.
—Pero no sabía que había llegado —dijo Reacher—. Supongo que nadie se lo dijo.
—Yo también lo sabía —repuso Franklin—. Quizás yo también debería estar entre los sospechosos.
—Pero no sabías la razón real de que yo estuviera aquí —contestó Reacher—. No me habrías atacado, me habrías reclamado como testigo.
Nadie dijo nada.
—Me equivoqué sobre Jeb Oliver —prosiguió—. No es un camello. En su granero no había nada excepto una vieja camioneta.
—Me alegro de que te puedas equivocar en algo —dijo Helen.
—Jeb Oliver no es ruso —afirmó Franklin.
—Es tan norteamericano como el pastel de manzana —confirmó Reacher.
—Así pues, esos tipos trabajan con norteamericanos. A eso es a lo que me refiero. Podría ser Emerson. No tiene por qué ser el abogado del distrito.
—Cincuenta por ciento de posibilidades —repuso Reacher—. Todavía no estoy acusando a nadie.
—Siempre y cuando tengas razón.
—Esos tipos me estuvieron siguieron desde el principio.
—No creo que sean Emerson o el fiscal del distrito. Los conozco a los dos.
—Puedes llamarle por su nombre —interrumpió Helen—. Se llama Alex Rodin.
—No creo que sea ninguno de los dos —insistió Franklin.
—Voy a volver a la oficina —dijo Helen.
—¿Me puedes llevar? —preguntó Reacher—. Y dejarme debajo de la carretera elevada.
—No —respondió Helen—. La verdad es que no me apetece.
Cogió el bolso y el maletín y salió sola de la oficina.
Reacher se sentó apaciblemente y escuchó atento los sonidos de la calle. Oyó una puerta de coche abrirse y cerrarse, un motor poniéndose en marcha, un coche partiendo. Bebió café y dijo:
—Creo que se ha molestado.
Franklin asintió.
—Yo también lo creo.
—Esos tipos cuentan con alguien. Eso está claro, ¿verdad? Es un hecho. Así pues, Helen debería ser capaz de hablar de ello.
—Tiene más sentido que sea un policía, y no un fiscal.
—No estoy de acuerdo. Un policía solo controla sus casos. A la larga, un abogado lo controla todo.
—Preferiría que así fuera. Yo fui policía.
—Yo también —repuso Reacher.
—Y debo decir que Alex Rodin echa abajo numerosos casos. La gente dice que se debe a su prudencia, pero podría ser algo más.
—Deberías investigar qué tipo de casos son los que rechaza.
—Como si no tuviera suficientes cosas ahora.
Reacher asintió. Bajó la taza. Se puso de pie.
—Empieza con Oline Archer —dijo—, la víctima. Ahora es lo que importa.
Seguidamente se acercó a la ventana y observó la calle. No vio nada. Hizo un gesto de asentimiento a Franklin, caminó hacia el vestíbulo y salió hasta el rellano de las escaleras.
Se detuvo en el escalón más alto y se desperezó. Hacía calor. Estiró los hombros, flexionó las manos, respiró profundamente. Se sentía incómodo por haber pasado todo el día conduciendo y sentado. Y agobiado por tener que esconderse todo el tiempo. El hecho de estar tan tranquilo y no hacer nada le hizo sentirse bien allá arriba, expuesto al aire libre, a la luz del día. A sus pies, a la izquierda, todos los coches se habían marchado, excepto el Suburban negro. La calle estaba en silencio. Miró hacia la derecha. Había atascos en dirección norte y sur. A su izquierda había un poco menos de tráfico. Planeó que primero se escabulliría por la zona oeste. Pero alejándose de la comisaría, situada en el interior. Tendría que esquivarla. A continuación tomaría dirección norte. El norte de la ciudad era un laberinto de calles. Allí era donde se sentía más resguardado.
Comenzó a bajar las escaleras. Cuando pisó la acera, oyó una pisada cinco metros por detrás de él. Una pisada de lado. Suelas delgadas sobre la piedra caliza. Silencio. A continuación el crunch-crunch inconfundible del sonido de pistón de un revólver.
Seguidamente oyó decir:
—Quieto ahora mismo.
Un acento americano. Discreto pero distinto. De alguna zona del norte. Reacher se detuvo. Permaneció inmóvil con la vista al frente, observando un muro blanco de ladrillo que había al lado opuesto de la calle.
La voz dijo:
—Hacia la derecha.
Reacher se desplazó hacia la derecha. Una zancada de lado.
La voz dijo:
—Ahora date la vuelta muy despacio.
Reacher se volvió, muy despacio. Tenía las manos separadas del cuerpo, con las palmas hacia fuera. Vio a un tipo a cinco metros, el mismo que había visto la noche anterior desde las sombras. No mediría más de metro setenta ni pesaría más de sesenta kilos. Menudo, de piel clara, con el pelo negro y despeinado. Era Chenko, Charlie. En su mano derecha, inmóvil como una piedra, llevaba un revólver de cañón recortado. En la izquierda llevaba algo negro.
—Cógelo —dijo Charlie.
Le lanzó el objeto negro. Reacher lo vio rodar y brillar por el aire, en dirección a él. Su subconsciente le dijo: No es una granada. Así que lo cogió con las dos manos. Era un zapato. Un zapato de mujer, de charol negro, con tacón. Aún estaba caliente.
—Ahora lánzamelo otra vez —le ordenó Charlie—, como he hecho yo.
Reacher hizo una pausa. ¿De quién era? Lo observó.
Tacón bajo.
¿De Rosemary Barr?
—Lánzamelo —repitió Charlie—. Recto y despacio.
Valoración y evaluación: Reacher iba desarmado. Sujetaba un zapato. No una piedra, ni una roca. El zapato era ligero y no estaba hecho de material aerodinámico. No haría daño a nadie. Flotaría y perdería velocidad en el aire, y Charlie simplemente lo esquivaría.
—Lánzamelo —volvió a repetir Charlie.
Reacher no hizo nada. Podía arrancar el tacón y lanzárselo como un dardo. Como un misil. Pero Charlie podía disparar en el momento que le viese echar el brazo hacia atrás para coger impulso. Charlie estaba a cinco metros de distancia, preparado, concentrado, imperturbable, con el arma inmóvil en la mano. Demasiado cerca para fallar. Demasiado lejos para acertarle a él.
—Última oportunidad —dijo Charlie.
Reacher le devolvió el zapato. Un lanzamiento alto y limpio. Charlie lo cogió con una mano. Parecía como si hubieran rebobinado la escena.
—Está en la escuela de verano —comentó Charlie—. Míralo así. Le vamos a dar todo tipo de detalles. Prepararemos su testimonio. Su hermano planeó todo con antelación y le contó a ella lo que pretendía hacer. Será una gran testigo. Hará que ganemos el caso. Lo entiendes, ¿verdad?
Reacher no dijo nada.
—Así que el juego ha acabado —dijo Charlie.
Reacher permaneció callado.
—Retrocede dos pasos —le ordenó.
Reacher retrocedió dos pasos, justo al filo del bordillo. Charlie quedó a seis metros. Seguía sosteniendo el zapato en la mano. Sonreía.
—Vuélvete —le dijo.
—¿Vas a dispararme? —le preguntó.
—Puede ser.
—Deberías.
—¿Por qué?
—Porque si no lo haces, te encontraré y haré que lo lamentes.
—Gran discurso.
—No es solo un discurso.
—Entonces puede que te dispare.
—Deberías.
—Date la vuelta —ordenó Charlie.
Reacher se dio la vuelta.
—Quieto ahí —dijo Charlie.
Reacher permaneció quieto en mitad de la calle. Tenía los ojos bien abiertos, mirando hacia el asfalto, que era de adoquines viejos. La superficie era irregular, llena de baches. Reacher empezó a contar los adoquines por hacer algo en lo que podrían ser los últimos segundos de su vida. Se esforzó por escuchar algún sonido procedente de atrás, como el roce de la ropa de Charlie mientras extendía el brazo, o el clic metálico del gatillo retrocediendo un milímetro. ¿Dispararía Charlie? Su sentido común le decía que no. Los homicidios siempre eran investigados.
Pero esa gente estaba loca. Y había un cincuenta por ciento de probabilidades de que trabajaran para un policía local, o de que él trabajara para ellos.
Silencio. Reacher continuó esforzándose por escuchar algo.
Pero no oyó nada. No ocurrió nada, nada en absoluto. Pasaron un minuto. Dos. A continuación, a unos cien metros en dirección este se oyó una sirena, un coche de policía abriéndose camino a través del tráfico.
—No te muevas —le dijo Charlie.
Reacher permaneció inmóvil. Diez segundos. Veinte. Treinta. Seguidamente los dos coches de policía aparecieron por la esquina de la manzana. Uno desde el este, el otro desde el oeste. Ambos avanzaban velozmente. Los motores rugían. Los neumáticos chirriaban. El ruido resonaba contra las paredes. Se detuvieron en un stop. Abrieron las puertas. Salieron en avalancha. Reacher volvió la cabeza. Charlie ya no estaba allí.