Amanecía por el este cuando Reacher llevaba una hora de viaje. El cielo cambió de negro a gris, luego a púrpura y finalmente la luz naranja del sol apareció en el horizonte. Reacher apagó las luces. No le gustaba conducir con luces después del amanecer. Se trataba simplemente de un mensaje subliminal, dirigido a la policía del estado. Las luces encendidas después del amanecer sugieren todo tipo de cosas, como huidas nocturnas. El Mustang ya era lo bastante provocativo por sí solo. Era un coche llamativo, agresivo. Un tipo de coche que se solía robar a menudo.
Pero los policías que Reacher vio no se fijaron en él. Reacher condujo a una velocidad de ciento diez kilómetros por hora, como si no tuviera nada que esconder. Pulsó el botón del CD. Sonó Sheryl Crow, algo que no le molestó en absoluto. No lo quitó. Every day is a winding road, le decía Sheryl. Cada día es un camino tortuoso. «Lo sé —pensó—. A mí me lo vas a decir».
Atravesó el río Ohio por un puente de hierro. El sol brillaba a su izquierda. Por un instante, la luz del sol convirtió las aguas tranquilas en oro fundido. La luz dorada del río se reflejó en Reacher, e hizo que el interior del coche brillara de forma increíble. Las barras del puente destellaban como un estroboscopio. El efecto resultaba desconcertante. Reacher cerró el ojo izquierdo. Así entró en Kentucky, guiñando un ojo.
Continuó rumbo al sur por una carretera del condado. Esperaba divisar el río Blackford. Según los mapas de Ann Yanni, era un afluente que fluía diagonalmente, desde el sudeste hasta el nordeste, hasta desembocar en el Ohio. Cerca de su nacimiento, formaba un triángulo equilátero perfecto de unos cinco kilómetros en cada lado. Dos caminos rurales recorrían aquel espacio. Según la información que Helen Rodin había obtenido, el campo de tiro preferido de James Barr estaría en el interior del triángulo.
Pero resultó que el campo de tiro era el triángulo. Al llegar vio una alambrada a lo largo del lado izquierdo del camino. Empezaba después de cruzar el puente sobre el río Blackford. La alambrada se extendía hasta la siguiente intersección y en cada poste se podía leer el cartel: Prohibida la entrada. Campo de tiro. La alambrada se inclinaba formando un ángulo de sesenta grados y recorría unos cinco kilómetros más de norte a este. La rodeó. Cuando volvió a ver el río Blackford, vio también una verja, un descampado de gravilla y un complejo de cabañas pequeñas. La verja estaba cerrada con una cadena, de donde colgaba un cartel pintado a mano que decía: Abierto de 8 de la mañana hasta que anochezca.
Reacher comprobó la hora en su reloj. Había llegado media hora antes. Al lado opuesto del camino, en un solar de tierra, había una cafetería. Condujo en dirección a ella y detuvo el Mustang delante de la puerta. Estaba hambriento. Parecía que hubiesen pasado años desde la carne que le había servido el servicio de habitaciones del Marriott.
Tomó tranquilamente un desayuno copioso, sentado a una mesa junto a la ventana. Mientras tanto, observaba el paisaje a través de ella. A las ocho en punto había tres camionetas esperando para entrar en el campo de tiro. A las ocho y cinco llegó un hombre en un Humvee diésel negro. Hizo gestos de disculpas por llegar tarde y retiró la cadena de la puerta. Se apartó a un lado y dejó que los clientes entraran antes que él en el recinto. A continuación volvió a entrar en su Humvee y les siguió. Volvió a disculparse cuando llegaron a la puerta de la cabaña principal y seguidamente entraron los cuatro hombres y desaparecieron de vista. Reacher pidió otra taza de café. Consideró dar un tiempo al encargado del campo para atender el trabajo, y después pasar por allí para hablar un rato con él. Y el café era bueno. Demasiado bueno como para perdérselo. Recién hecho, caliente y muy fuerte.
Hacia las ocho y veinte, Reacher comenzó a oír disparos de rifle. Sonidos sordos, que carecían de fuerza e impacto a causa de la distancia, el viento y los desniveles del terreno. Imaginó que los tiradores se hallaban a una distancia de ciento ochenta metros, disparando en dirección oeste. Los disparos eran lentos y regulares. Tiradores concentrados en acertar sus blancos. A continuación, Reacher oyó una serie de pequeños estallidos, un revólver. Escuchó atento aquellos sonidos familiares durante un momento, dejó dos dólares en la mesa y pagó la cuenta de doce dólares a la cajera. Salió, subió de nuevo al Mustang y condujo por el camino de tierra lleno de baches, cruzando la verja abierta.
Encontró al hombre del Humvee en la cabaña principal, tras un mostrador que le llegaba a la altura de la cintura. De cerca, era más mayor de lo que parecía de lejos. Más de cincuenta años, menos de sesenta. Cabello gris y escaso, rostro arrugado y afilado. Tenía el cuello curtido, más ancho que la cabeza. Sus ojos delataban que era un exmarine, incluso sin tener en cuenta los tatuajes que llevaba en los antebrazos ni los recuerdos que colgaban de la pared. Los tatuajes eran viejos y habían perdido color. Los recuerdos eran, en su mayoría, gallardetes y distintivos. Pero la pieza central de su exposición era una diana amarilla de papel enmarcada tras un cristal. Consistía de una serie de cinco disparos en el anillo interior y un sexto disparo sobre la línea.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el tipo, mirando sobre el hombro de Reacher, hacia la ventana, en dirección al Mustang.
—He venido a solucionar todos sus problemas —contestó Reacher.
—¿De verdad?
—No, la verdad es que no. Solo querría hacerle unas preguntas.
El hombre hizo una pausa.
—¿Sobre James Barr?
—Exacto.
—No.
—¿No?
—No hablo con periodistas.
—No soy periodista.
—Ese es un Mustang con un par de accesorios extra. Así que no es un coche de policía o de alquiler. Y tiene matrícula de Indiana. Y lleva una pegatina de la NBC en el parabrisas. Por lo tanto, usted debe de ser un reportero dispuesto a conseguir la historia sobre mi campo de tiro que James Barr usó para entrenarse y prepararse.
—¿Y fue así?
—Le he dicho que no voy a hablar.
—Pero Barr venía aquí, ¿verdad?
—Que no voy a hablar —repitió el hombre.
En su voz no había malicia, sino determinación. No había hostilidad, sino confianza en sí mismo. No iba a hablar. Fin de la cuestión. La cabaña se quedó en silencio. No se oía nada excepto disparos a lo lejos y un débil zumbido procedente de otra habitación. Un frigorífico, tal vez.
—No soy periodista —volvió a afirmar Reacher—. Le pedí prestado el coche a una periodista para llegar hasta aquí, eso es todo.
—Entonces, ¿usted qué es?
—Un tipo que conoció a James Barr hace tiempo. Quiero saber algo sobre su amigo Charlie. Creo que su amigo Charlie llevó a Barr por el mal camino.
El tipo no preguntó ¿Qué amigo? ni ¿Quién es Charlie? Se limitó a negar con la cabeza y decir:
—No puedo ayudarle.
Reacher fijó la mirada en la diana enmarcada.
—¿Es suya? —preguntó.
—Todo lo que ve aquí es mío.
—¿A qué distancia disparó? —preguntó nuevamente.
—¿Porqué?
—Porque creo que si fue a quinientos metros es usted bastante bueno. Si fue a setecientos es usted bueno. Y si fue a novecientos es usted increíble.
—¿Dispara? —le preguntó el tipo.
—Antes —contestó Reacher.
—¿Militar?
—Hace mucho tiempo.
El hombre se volvió y descolgó el marco. Lo colocó cuidadosamente sobre el mostrador. Había una inscripción a mano en tinta borrosa al pie del papel: 1978 Campeonato de Novecientos Metros del Cuerpo de Marina de Estados Unidos. Gunny Samuel Cash, tercer clasificado. A continuación, las firmas de tres jueces.
—¿Usted es el sargento Cash? —preguntó Reacher.
—Retirado y escarmentado.
—Yo también.
—Pero no de la marina.
—¿Puede adivinarlo solo con mirar a alguien?
—Perfectamente.
—Ejército terrestre —repuso Reacher—. Pero mi padre fue marine.
Cash asintió.
Reacher pasó la yema del dedo por encima del cristal, sobre los agujeros de bala. Un grupo de cinco disparos juntos y un sexto al que le había faltado un pelo.
—Buena puntería —repuso Reacher.
—Ojalá lograra hacer lo mismo hoy en día a la mitad de distancia.
—Igual que yo —repuso Reacher—. El tiempo pasa.
—¿Lo lograría si pasara el día de hoy disparando?
Reacher no contestó. Lo cierto era que había ganado el campeonato de novecientos metros de la Marina, exactamente diez años después de que Cash hubiera arañado aquel tercer puesto. Reacher había conseguido que todos sus tiros hicieran blanco en el centro de la diana, formando un boquete por el que cabía un dedo pulgar. Expuso la copa dorada que obtuvo como premio sobre una estantería de un despacho en el que pasó doce meses ajetreados. Había sido un año excepcional. Alcanzó su punto más alto, tanto física como mentalmente, en todos los aspectos. No podría olvidar aquel año. Sin embargo, no defendió el título al año siguiente, a pesar de que la jerarquía de la policía militar así lo habría querido. Más tarde, echando la vista atrás, Reacher entendió cómo aquella decisión marcó dos cosas: el principio de su divorcio largo y lento del ejército, y el inicio de su agitada vida, el principio de sus continuos traslados, tras los cuales nunca echaba la vista atrás, y el principio de la actitud de no querer hacer lo mismo dos veces.
—Novecientos metros es mucha distancia —dijo Gunny Cash—. La verdad es que desde que dejé la Marina no he conocido a ningún hombre que pudiera siquiera acertar al papel.
—Quizás yo podría alcanzar el borde del papel —repuso Reacher.
Cash retiró el marco del mostrador y lo volvió a colgar de la pared. Lo colocó recto con el dedo pulgar.
—Aquí no tengo un campo de novecientos metros —dijo—. Sería un desperdicio de munición y haría que los clientes se sintieran mal consigo mismos. Pero tengo un buen campo de trescientos metros que nadie está utilizando esta mañana. Podría probar. Alguien que puede alcanzar el borde del papel en un campo de novecientos metros debería ser bastante bueno en un campo de trescientos.
Reacher no respondió.
—¿No cree? —preguntó Cash.
—Supongo —contestó Reacher.
Cash abrió un cajón y extrajo una diana nueva de papel.
—¿Cómo se llama?
—Bobby Richardson —respondió Reacher. Robert Clinton Richardson, 301 bateos en 1959,141 bateos en 134 partidos. No obstante, los Yanks quedaron los terceros.
Cash cogió un bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la camisa, y escribió sobre la diana R. Richardson, 300 metros, la fecha y la hora.
—¿Guarda los récords?
—Manías —repuso Cash.
Seguidamente el hombre dibujó una X en el anillo central. La X medía poco más de un centímetro de altura y, debido a la inclinación de la escritura, algo menos de un centímetro de anchura. Cash dejó el papel sobre el mostrador y entró en la habitación de donde procedía el ruido del frigorífico. Al cabo de un minuto salió portando un rifle. Se trataba de un Remington M24, con una mira telescópica Leupold Ultra y un bípode frontal. Una arma de francotirador estándar de la Marina. Parecía usado, pero se mantenía en perfectas condiciones. Cash lo colocó de lado sobre el mostrador. Abrió al cargador y le mostró a Reacher el arma descargada. Accionó el cerrojo, le mostró la recámara, también vacía. Rutina, acto reflejo y de precaución. Pura cortesía profesional.
—Es mía —explicó—. Con ella se alcanza un blanco a trescientos metros exactamente. Lo hago yo, personalmente.
—Eso está bastante bien —repuso Reacher. Y en realidad lo pensaba. Era algo creíble teniendo en cuenta que se trataba de un exmarine que en 1978 había sido el tercer mejor tirador del mundo.
—Un disparo —le dijo Cash.
Sacó un único cartucho del bolsillo. Lo sostuvo. Winchester 300. Lo apoyó recto contra la X dibujada en la diana. Encajaba a la perfección. Sonrió. Reacher sonrió también, pues había entendido el trato. Lo había entendido perfectamente. Acierta y te hablaré sobre James Barr.
«Al menos no es un combate cuerpo a cuerpo», pensó Reacher.
—Vamos —dijo.
Fuera el aire estaba en calma. No hacía frío ni calor, la temperatura idónea para disparar. Nada de temblores, ni de ráfagas de calor, ni corrientes, ni riesgo de deslumbramiento. Nada de viento. Cash cargó con el rifle y la diana, mientras Reacher llevaba el cartucho en la palma de la mano. Ambos subieron al Humvee de Cash, quien encendió el vehículo provocando un estrepitoso ruido de motor.
—¿Le gusta este coche? —le preguntó Reacher.
—La verdad es que no —contestó Cash—. Me gustaría más un sedán. Pero es cuestión de imagen. A los clientes les gusta.
El paisaje lo formaban colinas de poca altura, cubiertas de hierba y árboles enanos. Se habían construido caminos con una máquina excavadora. Se trataba de senderos anchos y rectos. Debían de tener una extensión de cientos de metros y estaban situados en paralelo entre sí a cientos de metros también. Cada camino era un campo de tiro distinto. Cada campo estaba aislado del resto mediante colinas naturales. El lugar parecía un campo de golf a medio construir. Había zonas artificiales, zonas salvajes, y surcos excavados con la máquina. Rocas y cantos rodados pintados de color blanco delimitaban los caminos, algunos para vehículos, otros para ir a pie.
—Mi familia siempre ha sido propietaria de esta tierra —explicó Cash—. El campo de tiro fue idea mía. Pensé que podría ser como un campo de golf o unas pistas de tenis. Ya conoces a ese tipo de gente, se dedican a ello, se retiran, vuelven después de un tiempo a dar clases.
—¿Y funcionó? —preguntó Reacher.
—En realidad no —contestó Cash—. La gente viene aquí a disparar, pero pagar a un tío para que te diga que no tienes ni idea, sienta mal.
Reacher vio tres furgonetas aparcadas en tres campos de tiro distintos. Los hombres que habían estado esperando a las ocho en punto se encontraban en plena sesión matutina. Los tres estaban tendidos sobre esterillas. Disparaban, pausa, divisaban, disparaban otra vez.
—Es una manera de ganarme la vida —dijo Cash, en respuesta a una pregunta que Reacher no había formulado.
Seguidamente entró con el Humvee por el camino principal y condujo trescientos metros en dirección a un campo de tiro vacío. Cash salió del coche, colocó el papel en la diana, volvió al coche, aparcó con cuidado y apagó el motor.
—Buena suerte —le dijo.
Reacher se quedó inmóvil un instante. Estaba más nervioso de lo que debería. Tomó aliento, contuvo la respiración y notó la excitación de la cafeína en sus venas. Se trataba de un temblor imperceptible. Cuatro tazas rápidas de café negro no eran el aperitivo ideal si se proponía disparar con acierto a una larga distancia.
Pero eran solo trescientos metros. Trescientos metros, con un buen rifle, sin calor, frío, ni viento. Todo lo que tenía que hacer era apuntar al centro de la diana y apretar el gatillo. Podía hacerlo con los ojos cerrados. No tenía ningún problema de puntería. El problema era lo que estaba en juego. Deseaba dar con el director de marionetas más de lo que había deseado ganar la copa de la Marina años atrás. Mucho más. No sabía por qué. Pero aquel era el problema.
Expulsó el aire de sus pulmones. Solo eran trescientos metros. No seiscientos, ni setecientos, ni novecientos. No eran demasiados.
Salió del Humvee y cogió el rifle del asiento trasero. Lo llevó a cuestas hasta el lugar donde estaba tendida la esterilla. Colocó el arma con delicadeza sobre el bípode, a un metro del borde de la esterilla. Se inclinó y cargó la munición. Dio un paso hacia atrás, se agachó, se puso de rodillas y finalmente se estiró. Arrimó la culata al hombro. Relajó el cuello moviéndolo de izquierda a derecha y miró a su alrededor. Sentía como si estuviera solo en mitad de ninguna parte. Agachó la cabeza. Cerró el ojo izquierdo y miró con el derecho a través de la mira telescópica. Colocó la mano izquierda sobre el cañón y apretó hacia abajo y hacia atrás. Consiguió un trípode, sólido, el bípode y su hombro. Extendió las piernas y colocó los pies de tal modo que estuvieran planos sobre la esterilla. Elevó la pierna izquierda ligeramente y clavó la suela de su zapato en las fibras de la esterilla para poder soportar el peso muerto de la extremidad. Se relajó y estiró por completo. Más que prepararse para disparar, parecía que le hubieran disparado.
Miró a través de la mira telescópica. Vio los gráficos ópticos. Apuntó al objetivo. Parecía estar tan cerca que podía tocarlo. Se concentró en el punto donde las dos aspas de la X se cruzaban. Apoyó los dedos en el gatillo. Se relajó. Respiró. Notaba los latidos de su corazón. Parecía como si se le fuera a salir del pecho. La cafeína fluía por sus venas. La diana bailaba tras la mira telescópica, esperando a ser disparada, sacudiéndose, de izquierda a derecha, de arriba abajo.
Reacher cerró el ojo derecho. Esperó a que su ritmo cardíaco se tranquilizara. Expulsó el aire hasta vaciar los pulmones, un segundo, dos. Luego otra vez, dentro, fuera, aguanta. Contrajo toda la energía en la parte baja, en el intestino. Relajó los hombros. Dejó que todos sus músculos se relajaran. Se serenó. Volvió a abrir el ojo y vio que la diana no se movía. Fijó la mirada en el blanco. Lo sentía. Lo deseaba. Apretó el gatillo. El arma reculó y rugió. La boca del rifle lanzó una nube de polvo más allá de la esterilla, lo que oscureció el campo de visión de Reacher. Reacher levantó la cabeza, tosió una vez y se agachó para ver a través de la mira.
Perfecto.
La X había desaparecido. Había un agujero en el centro de la diana. A su alrededor había solo cuatro trazos diminutos de bolígrafo, dos arriba y dos abajo. Reacher volvió a toser, se echó hacia detrás y se puso en pie. Cash se aproximó a él y miró por la mira telescópica para comprobar el resultado.
—Buen disparo —le dijo.
—Buen rifle —contestó Reacher.
Cash abrió el pestillo y el casquillo usado cayó sobre la esterilla. Se puso de rodillas, lo recogió y se lo guardó en el bolsillo. A continuación se puso de pie y cargó con el rifle de vuelta al Humvee.
—Así pues, ¿estoy clasificado?
—¿Para qué?
—Para hablar.
Cash se volvió.
—¿Se ha creído que esto era una prueba?
—Sinceramente, espero que lo fuera.
—Podría no querer oír lo que tengo que decir.
—Inténtelo —repuso Reacher.
Cash asintió.
—Vayamos a hablar a mi oficina.
Se desviaron a mitad del camino para recuperar el papel de la diana. A continuación dieron la vuelta y se dirigieron a las cabañas. Dejaron atrás a los tipos de las camionetas. Continuaban disparando. Aparcaron el vehículo y entraron en la cabaña principal. Cash archivó la diana de Reacher en un cajón, debajo de la R de Richardson. Seguidamente deslizó los dedos hasta la B de Barr y extrajo un gran manojo de papeles.
—¿Espera que le demuestre que su viejo amigo no lo hizo? —le preguntó.
—No era mi amigo —contestó Reacher—. Le conocí en una ocasión, eso es todo.
—¿Y?
—No recuerdo que fuese tan buen tirador.
—En las noticias de televisión dicen que fue una distancia relativamente corta.
—Con blancos en movimiento y ángulos de desviación.
—En las noticias dicen que las pruebas son claras.
—Y así es —dijo Reacher—. Las he visto.
—Mire esto —repuso Cash.
Esparció las dianas como si fueran una baraja de cartas, repartidas por todo el mostrador. Después las colocó una al lado de la otra, ajustándolas para que cupieran todas. A continuación distribuyó una segunda fila, justo debajo de la primera. En total, expuso treinta y dos dianas a lo largo de dos largas filas de círculos concéntricos repetitivos. Todas tenían escrito J. Barr, 300 metros, con fecha y hora a lo largo de tres años.
—Mírelas y échese a llorar —dijo Cash.
Cada una de ellas mostraba perfectamente las muescas.
Reacher las observó, una detrás de otra. En cada círculo había agujeros definidos. Disparos apiñados, boquetes enormes. Treinta y dos dianas, diez disparos en cada una.
—¿Esto es todo lo que hizo? —preguntó Reacher.
Cash asintió.
—Como dijo usted, guardo todos los récords.
—¿Qué arma?
—Un Super Match. Un buen rifle.
—¿Le ha llamado la policía?
—Un tipo llamado Emerson. Fue muy amable. Tengo que pensar en mí mismo. No quiero que mi reputación se resienta solo porque Barr entrenara aquí. He trabajado mucho en este sitio, y todo esto quizás empañe el nombre de mi negocio.
Reacher examinó las dianas, una vez más. Recordó haberle dicho a Helen Rodin: «No lo olvidan».
—¿Y su amigo Charlie? —le preguntó.
—Charlie era un caso perdido en comparación.
Cash apiló las dianas de James Barr en un montón y las volvió a archivar en la B. Seguidamente abrió otro cajón, deslizó los dedos hasta la S y sacó otro fajo de papel.
—Charlie Smith —dijo—. También fue militar, lo supe por su aspecto, pero Tío Sam no consigue nada que dure para siempre.
Cash realizó la misma operación. Esparció las dianas de Charlie en dos filas largas. Treinta y dos.
—¿Siempre venían juntos? —preguntó Reacher.
—Como uña y carne —contestó Cash.
—¿Utilizaban campos distintos?
—Mundos distintos —repuso Cash.
Reacher asintió. En términos numéricos, los resultados de Charlie eran peores que los de James Barr. Mucho peores. Eran el producto de un tirador mediocre. Una de las dianas tenía solo cuatro tiros, todos ellos por fuera del círculo exterior y uno en la esquina del cuadrante. En las cuarenta y dos dianas, Charlie solo había conseguido dar en el círculo central en ocho ocasiones. Uno de los disparos alcanzó perfectamente el blanco. La suerte del novato, tal vez, o viento, una corriente o una ráfaga. Los otros siete se habían acercado. Aparte de esas ocho marcas, las demás estaban distribuidas por todas partes. La mayoría de los disparos ni siquiera habían alcanzado el papel. Y casi todos los que lo habían alcanzado estaban agrupados en la zona blanca entre los dos círculos exteriores. Un resultado mediocre. Pero los disparos no eran exactamente aleatorios. Seguían una especie de patrón extraño. Charlie apuntaba, pero fallaba. Quizás sufría de astigmatismo en la vista.
—¿Qué tipo de hombre era? —preguntó Reacher.
—¿Charlie? —dijo Cash—. Era como una pizarra en blanco. Impredecible. Si hubiera tenido otro físico, seguro que me hubiese venido a tocar las narices.
—Un tipo pequeño, ¿verdad?
—Enano. De pelo extraño.
—¿Hablaban mucho con usted?
—En realidad no. Solo eran dos tipos de Indiana que venían a despejarse con sus rifles. Por aquí hay muchos de esos.
—¿Les vio disparar?
Cash sacudió la cabeza.
—Aprendí que nunca tenía que mirar a nadie. La gente se lo toma como una crítica. Yo les dejo que acudan a mí, aunque nunca nadie lo ha hecho.
—Barr compraba la munición aquí, ¿cierto?
—Lake City. Cara.
—Su arma tampoco era barata.
—Le sacaba provecho.
—¿Qué arma usaba Charlie?
—La misma. Eran como un matrimonio. En el caso de Charlie resultaba cómico. Como un gordo que se compra una bicicleta de fibra de carbono.
—¿Dispone de campos adecuados para revólveres o pistolas?
—Tengo uno, interior. Se usa cuando llueve. Si no, dejo que se dispare al aire libre, donde quieran. No me interesan demasiado ese tipo de armas. No requieren ningún arte.
Reacher asintió mientras Cash recogía las dianas de Charlie, ordenándolas con cuidado por fechas. Las amontonó y las volvió a colocar en la letra S.
—Smith es un apellido común —dijo Reacher—. En realidad, creo que es el apellido más común de América.
—Pues era verdadero —dijo Cash—. Siempre pido el carné de conducir a la gente para hacerles socios.
—¿De dónde era Charlie?
—¿Tenía acento de alguna zona del norte?
—¿Puedo llevarme una de las dianas de James Barr?
—¿Para qué demonios la quiere?
—Como recuerdo —dijo Reacher.
Cash no dijo nada.
—No la voy llevar a ningún lado —repuso Reacher—. No voy a venderla en Internet.
Cash permaneció callado.
—Barr no va a volver —dijo Reacher—. Eso está claro. Y si de verdad quiere que esto no le salpique debería deshacerse de todas ellas.
Cash se encogió de hombros y volvió a abrir el cajón.
—La más reciente —solicitó Reacher—, a poder ser.
Cash rebuscó en la pila y extrajo una hoja. La colocó sobre el mostrador. Reacher la tomó, la dobló con cuidado y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
—Buena suerte con su amigo —le dijo Cash.
—No es mi amigo —insistió Reacher—. Pero gracias por su ayuda.
—De nada —respondió Cash—. Porque sé quién es usted. Le he reconocido cuando se ha puesto detrás del rifle. Nunca olvido la posición de un francotirador. Usted ganó el campeonato de la Marina diez años después de que yo participara en él. Estuve entre el público. Su nombre real es Reacher.
Reacher asintió.
—Ha sido muy educado por su parte —repuso Cash— no mencionarlo después de que yo le contara que había quedado en tercer puesto.
—La suya fue una competición mucho más dura —dijo Reacher—. Diez años después allí no había más que un puñado de inútiles.
Reacher se detuvo en la última gasolinera de Kentucky y llenó el depósito del coche de Yanni. Después llamó a Helen Rodin desde una cabina.
—¿Aún está allí el policía? —preguntó.
—Hay dos —dijo ella—. Uno en el vestíbulo, otro en la puerta.
—¿Ha empezado ya Franklin?
—Esta mañana a primera hora.
—¿Algún progreso?
—Nada. Eran cinco personas corrientes.
—¿Dónde está la oficina de Franklin?
Helen Rodin le dio la dirección. Reacher miró la hora.
—Nos vemos allí a las cuatro en punto —dijo Reacher.
—¿Qué tal por Kentucky?
—Confuso —contestó.
Reacher volvió a cruzar el río Ohio por el mismo puente con Sheryl Crow diciéndole otra vez que había que emprender el tortuoso camino. Subió el volumen y giró hacia la izquierda, en dirección oeste. Los mapas de Ann Yanni mostraban una autopista con cuatro bifurcaciones a unos sesenta y cinco kilómetros. Se dirigiría al norte y en un par de horas podría atravesar la ciudad entera, recorriendo la carretera elevada. Le parecía una idea mejor que atravesar las calles de la ciudad. Imaginaba que Emerson estaría empezando a desesperar. Y, en consecuencia, llegaría a estar realmente furioso a lo largo del día. Reacher lo habría estado. Reacher había sido Emerson durante trece años, y en ese tipo de situaciones se habría empleado a fondo, vistiendo las calles de uniforme, intentándolo todo.
Encontró el cruce de cuatro bifurcaciones y tomó la autopista en dirección al norte. Apagó el CD cuando empezó a sonar nuevamente desde el principio. Se acomodó para el trayecto. El Mustang respondía bastante bien a ciento diez kilómetros por hora. Retumbaba al paso, con fuerza, sin finura alguna. Reacher pensó que si pudiera colocar aquel motor en un sedán de chasis viejo y abollado, habría dado con su coche ideal.
Bellantonio llevaba trabajando en su laboratorio criminológico desde las siete en punto de la mañana. Extrajo las huellas impresas en el teléfono móvil que habían encontrado abandonado bajo la carretera. Pero no había conseguido nada que mereciera la pena. Más tarde había conseguido una copia de la relación de llamadas. El último número marcado era el del móvil de Helen Rodin. El penúltimo, del móvil de Emerson. Sin duda, Reacher había realizado ambas llamadas. Después había una larga lista de llamadas a diversos números de móvil registrados como Servicios Especializados de Indiana. Quizás las hubiera realizado él también, o quizás no. No había manera de averiguarlo. Bellatonio apuntó todos los detalles, pensando que Emerson no haría nada al respecto. La única manera de ejercer presión era llamar a Helen Rodin. Sin embargo, Emerson no ganaría nada interrogando a una abogada defensora sobre una conversación con un testigo, fuera sospechoso o no. Sería una pérdida de tiempo.
Así pues, decidió pasar al tema de las cintas del parking. Se trataba de una grabación de cuatro días, noventa y seis horas, tres mil vehículos distintos en movimiento. Su equipo las había revisado. Solo aparecían tres Cadillacs. En Indiana sucedía lo mismo que en la mayoría de los estados del interior. La gente compraba por este orden furgonetas, todoterrenos, cupés y descapotables. Los vehículos corrientes no se vendían demasiado, y en su mayoría eran Toyotas, Hondas o utilitarios de tamaño mediano. Los sedanes de gran tamaño eran poco frecuentes, y los de alta gama totalmente infrecuentes.
El primer Cadillac que aparecía en la cinta era un Eldorado de color blanco. Un cupé dos puertas, de una antigüedad de varios años. Había estacionado antes de las diez de la mañana del miércoles, ocupando una plaza durante cinco horas. El segundo Cadillac era un STS nuevo, quizás rojo o gris, posiblemente azul claro. Era difícil concretar, debido a la imagen monocroma y oscura. Sea como fuera, había estacionado la tarde del jueves y permaneció en su plaza dos horas.
El tercer Cadillac era un Deville color negro. La cámara lo había grabado entrando al parking justo después de las seis en punto de la mañana del viernes. Del viernes negro, como lo llamaba Bellantonio. A las seis en punto de la mañana el parking solía estar completamente vacío. La cinta mostraba al Deville ascendiendo por la rampa, deprisa y seguro, y su salida cuatro minutos más tarde.
El tiempo suficiente para dejar el cono.
No se distinguía al conductor en ninguna secuencia. Solo se veía una imagen borrosa gris detrás del parabrisas. Tal vez fuese Barr, tal vez no. Bellantonio hizo una serie de anotaciones para Emerson. Anotó mentalmente revisar la cinta para determinar si aquella estancia de cuatro minutos en el parking era la más corta de las que aparecían en las cintas. Sospechaba que sí, claramente.
A continuación examinó el informe forense del apartamento de Alexandra Dupree. Había asignado aquella tarea a un ayudante, dado que no era la escena del crimen. No hallaron nada interesante, nada en absoluto, excepto huellas. El apartamento estaba repleto de ellas, igual que todos los apartamentos. La mayoría eran de la chica, pero había otras cuatro, tres de ellas sin identificar.
La cuarta pertenecía a James Barr.
James Barr había estado en el apartamento de Alexandra Dupree. En la sala de estar, en la cocina, en el baño. No había duda. Huellas claras que encajaban a la perfección. Inequívocamente.
Bellantonio anotó también aquello para Emerson.
Después leyó un informe del médico forense. Alexandra Dupree había muerto a causa de un golpe único y fuerte en la sien derecha, propinado por un agresor zurdo. La chica había caído a una superficie de gravilla que contenía materia orgánica que incluía hierba y suciedad. Sin embargo, la habían encontrado en un callejón pavimentado con piedra caliza. Por consiguiente, el cuerpo había sido trasladado de la escena de la muerte a donde lo habían encontrado. Otras pruebas fisiológicas así lo confirmaban.
Bellantonio arrancó una hoja nueva de papel y apuntó dos preguntas para Emerson: ¿Reacher es zurdo? ¿Tenía acceso a un vehículo?
El Zec pasó la mañana pensando qué hacer con Raskin. Raskin había fracasado en tres ocasiones. En primer lugar, con la persecución inicial. Luego, permitiendo que le atacaran por detrás. Y finalmente, permitiendo que le robaran el teléfono móvil. A El Zec no le gustaba el fracaso. No le gustaba lo más mínimo. Al principio consideró retirar a Raskin de las calles y limitar su trabajo a vigilar la planta baja de la casa. Pero ¿por qué iba a querer confiar en un fracasado para que velase por su seguridad?
En aquel momento llamó Linsky. Habían estado buscando durante catorce horas y no habían encontrado rastro alguno del soldado.
—Deberíamos ir a por la abogada —opinó—. Después de todo, no puede hacer nada si ella no está. Es el eje central, quien mueve las fichas.
—Eso haría que las apuestas subiesen —dijo El Zec.
—Ya están bastante altas.
—Tal vez el soldado se haya ido de una vez.
—Puede ser —repuso Linsky—. Pero lo que importa es lo que ha imbuido a la abogada.
—Me lo pensaré —dijo El Zec—. Te volveré a llamar.
—¿Seguimos buscando?
—¿Cansado?
Linsky estaba exhausto. La columna le estaba matando.
—No —mintió—. No estoy cansado.
—Entonces seguid buscando —repuso El Zec—. Pero envíame a Raskin.
Reacher redujo la velocidad a ochenta kilómetros por hora cuando la carretera comenzó a elevarse sobre los pilares. Permaneció por el carril central. Dejó a su derecha el desvío que pasaba por detrás de la biblioteca. Continuó conduciendo en dirección norte durante tres kilómetros, hasta que llegó al cruce de cuatro caminos, donde también se hallaban el concesionario y el almacén de repuestos de automóvil. Tomó dirección este por la carretera del condado. Después giró de nuevo hacia el norte, por el camino rural que llevaba a la casa de Jeb Oliver. Enseguida se halló en lo más profundo del silencioso campo. Los aspersores de riego giraban lentamente y el sol proyectaba un arco iris sobre las gotitas.
«La zona interior. Donde se guardan los secretos».
Avanzó hacia un stop, junto al buzón de Oliver. De ninguna manera el Mustang podría atravesar aquel sendero. El montículo del centro habría desgarrado los bajos del coche por completo. La suspensión, el tubo de escape, el eje, el diferencial, todo lo que llevara ahí debajo. A Ann Yanni aquello no le habría agradado en absoluto. Así pues, Reacher salió del vehículo y dejó el coche allí, con su poca altura y el color azul brillante a la luz del sol. Atravesó el sendero a pie. Notaba cada una de las piedras a través de la suela fina de sus zapatos. El Dodge rojo de Jeb Oliver no se había movido. Se encontraba en el mismo sitio, algo más sucio debido al polvo marrón y al rocío seco. La vieja casa estaba en silencio. El granero, cerrado con llave.
Reacher no prestó atención alguna a la puerta delantera. Rodeó la casa en dirección al porche trasero. La madre de Jeb estaba allí sentada en su columpio. Llevaba la misma ropa, pero en esta ocasión no sostenía ninguna botella. Parecía tener una mirada de maníaca y los ojos grandes como platos. Tenía un pie doblado debajo del cuerpo y con el otro balanceaba el columpio con doble ímpetu que la vez anterior.
—Hola —le dijo.
—¿Aún no ha vuelto Jeb? —preguntó Reacher.
La mujer sacudió la cabeza. Reacher oyó los mismos sonidos que anteriormente. El siseo de los aspersores, el chirrido del columpio, el crujido de las tablillas del porche.
—¿Tiene un arma? —le preguntó.
—No las soporto —contestó ella.
—¿Y teléfono? —continuó Reacher.
—Está desconectado —respondió—. Debo dinero. Pero tampoco lo necesito. Jeb me deja utilizar su móvil cuando me hace falta.
—Bien —dijo Reacher.
—¿Qué demonios está bien? Jeb no está aquí.
—Eso es precisamente lo que está bien. Voy a entrar en su granero y no quiero que llame a la policía mientras lo hago. Ni que me dispare.
—Es el granero de Jeb. No puede entrar ahí.
—No veo cómo va a impedirlo.
Reacher le dio la espalda y avanzó por el camino. Tras una leve curva el sendero le condujo directamente a las puertas dobles del granero. Al igual que el resto de la estructura, estaban hechas de tablones viejos que alternaban madera quemada y podrida después de cientos de veranos e inviernos. Tocó las tablas con los nudillos y notó que la madera estaba seca y hueca. La cerradura era nueva. Se trataba de un candado de bicicleta en forma de U como los que utilizan los mensajeros en las ciudades. El candado atravesaba dos arandelas negras de acero, aferradas a los tablones que formaban las puertas. Reacher tocó la cerradura. La sacudió. Acero resistente, caliente por el sol. Se trataba de un material muy sólido. No existía forma de cortarlo o romperlo.
Pero una cerradura es tan resistente como el material al que se aferra.
Reacher agarró el extremo del candado. Estiró de él, con cuidado, y a continuación más fuerte. Las puertas se abrieron ligeramente hasta llegar al tope. Colocó la palma de la mano sobre la madera y continuó tirando. Estiró del candado con la mano derecha. La cerradura cedió un poco, pero no demasiado. Seguramente se había fijado por detrás de la puerta con tornillos, tal vez bastante grandes.
Pensó: «De acuerdo, más fuerza».
Agarró el candado con ambas manos y tiró de él como si estuviera practicando esquí acuático. Continuó tirando con fuerza. Empujó un pie contra la puerta, justo por debajo de la cerradura. Sus piernas eran más largas que sus brazos, por lo que estaba incómodo y el empujón no le servía de mucho. Pero fue suficiente. La madera vieja comenzó a astillarse y la cerradura se desprendió medio centímetro. Reacher recuperó las fuerzas y volvió a intentarlo. La cerradura cedió un poco más. De repente, el tablón que formaba la puerta izquierda se abrió y las arandelas comenzaron a desprenderse. Reacher puso la palma izquierda sobre la puerta y rodeó el candado con los dedos de la derecha. Tomó aliento, contó hasta tres y volvió a tirar con fuerza. El candado cayó al suelo y las puertas se abrieron. Reacher retrocedió un paso, abrió las puertas hacia atrás hasta el tope y dejó que la luz del sol iluminara el interior.
Él esperaba ver un laboratorio de drogas. Tal vez con mesas de trabajo, vasos, balanzas, quemadores de propano y montones de bolsitas vacías listas para embolsar el producto. O algún gran alijo, a punto para ser distribuido.
Pero no vio nada de eso.
La luz del sol penetraba en vertical entre los tablones inclinados. El granero medía aproximadamente unos doce metros de largo por seis de ancho. El suelo lo formaba la misma arena. Aquel lugar estaba completamente vacío, salvo por una camioneta vieja aparcada en el centro.
La camioneta era una Chevy Silverado. Tenía unos cuantos años. Era de color marrón claro, como la tierra. Era un vehículo para el trabajo, no había ninguna otra especificación extra. Era un modelo básico. Asientos de vinilo, llantas de acero, neumáticos nada espectaculares. La parte trasera descubierta estaba limpia, pero arañada y abollada. No llevaba matrícula. Las puertas estaban cerradas y Reacher no vio la llave por ningún sitio.
—¿Qué es esto?
Reacher se volvió y vio a la madre de Jeb Oliver detrás de él. Tenía la mano apoyada en la jamba de la puerta, como si no se atreviera a cruzar el umbral.
—Una camioneta —respondió Reacher.
—Eso ya lo veo.
—¿Es de Jeb?
—Nunca la había visto.
—¿Qué conducía Jeb antes de la camioneta roja?
—Esto no.
Reacher se acercó al camión y echó una ojeada por la ventana del conductor. Cambio de marchas manual. Polvo y mugre. El cuentakilómetros indicaba muchos kilómetros. Pero no había basura. La camioneta había servido fielmente a alguien. Usada, pero no abusada.
—Nunca la había visto —volvió a repetir la mujer.
Parecía como si llevara allí mucho tiempo. Las ruedas estaban ligeramente deshinchadas. No olía a aceite ni a gasolina. Estaba fría, inerte, cubierta de polvo. Reacher se puso de rodillas y comprobó los bajos. No había nada. Solo la estructura, llena de suciedad y golpeada por las piedras y la grava.
—¿Cuánto tiempo lleva esto aquí? —preguntó Reacher desde el suelo.
—No lo sé.
—¿Cuándo puso Jeb el candado en la puerta?
—Hará unos dos meses.
Reacher se incorporó.
—¿Qué esperaba encontrar? —le preguntó la mujer.
Reacher se volvió de cara a la mujer y la miró a los ojos. Tenía las pupilas enormes.
—Más de lo que ha desayunado usted —contestó.
Ella sonrió.
—¿Pensaba que Jeb tenía montado aquí un laboratorio?
—¿No era así?
—Su padrastro es quien lo trae.
—¿Está usted casada?
—Lo estuve. Pero sigue viniendo por aquí.
—¿Consumió Jeb el lunes por la noche? —preguntó Reacher.
La mujer volvió a sonreír.
—Una madre puede compartir algo con su hijo, ¿no? ¿Para qué si no están las madres?
Reacher se volvió y observó nuevamente la camioneta.
—¿Por qué guardaría un camión viejo aquí dentro y dejaría el nuevo a la intemperie?
—Ni idea —respondió la mujer—. Hace las cosas a su manera.
Reacher salió del granero y cerró las puertas. Apretó con los pulgares las arandelas de la cerradura. Al colocar el candado, el peso hizo que la cerradura se desprendiera de nuevo. Reacher lo dejó lo más parecido posible a como estaba antes. Después comenzó a alejarse, solo.
—¿Volverá Jeb algún día? —le gritó la mujer.
Reacher no le contestó.
El Mustang estaba aparcado cara al norte, así que Reacher siguió aquel rumbo. Encendió el aparato de música, subió el volumen y continuó conduciendo quince kilómetros por una carretera recta, en dirección a un horizonte que parecía no llegar nunca.
Raskin cavó su propia tumba con una máquina excavadora. Era la misma máquina que se había utilizado para nivelar la hacienda de El Zee. Tenía una pala de medio metro con cuatro dientes de acero. La pala retiraba montones de arena blanda y la apartaba a un lado. El motor rugía y descansaba, rugía y descansaba, mientras nubes constantes de gasóleo inundaban el cielo de Indiana.
Raskin había nacido durante la Unión Soviética y había visto muchas cosas. Afganistán, Chechenia, agitaciones en Moscú. Un hombre ante tales situaciones podría haberse expuesto a la muerte en numerosas ocasiones, y ese hecho, unido al fatalismo natural propio de los rusos, hacía que se mostrara totalmente indiferente frente a su destino.
—Ukase —había dicho El Zec. Orden de autoridad absoluta.
—Nichevo —había contestado Raskin. A la orden.
Así pues, Raskin se subió a la excavadora. Una vez arriba, escogió un lugar discreto en las inmediaciones de la casa. Excavó una buena zanja, de medio metro de anchura, metro ochenta de altura y metro ochenta de profundidad. Amontonó la tierra a su derecha, hacia el este, a modo de barrera entre sí mismo y su hogar. Cuando hubo terminado, apartó la excavadora y la apagó. Bajó de la cabina y aguardó. No tenía escapatoria. No podía huir. Si huía, le encontrarían de todos modos, y entonces no necesitaría una tumba. Le meterían en bolsas de basura de plástico negras, cinco o seis. Precintarían con alambre las bolsas que contuviesen sus extremidades. Introducirían en el interior un ladrillo y las lanzarían al río.
Raskin lo había visto hacer antes.
En la lejanía, El Zec salió de su casa. Un hombre bajo y gordo, anciano, encorvado. Caminaba a una velocidad moderada, rebosando fuerza y energía. Se abrió paso a través del terreno irregular. Miraba hacia abajo, hacia delante. Cincuenta metros, cien. Se detuvo al llegar junto a Raskin. Se metió la demacrada mano en el bolsillo y sacó un revólver pequeño. Colocó en pinza el pulgar y el muñón de su dedo índice sobre el guardamanos. Extendió el revólver hacia Raskin y este lo aceptó.
—Ukase —dijo El Zec.
—Nichevo —respondió Raskin.
Un sonido breve, afable, de aprobación, como de rien en francés, como de nada en español, como prego en italiano. Por favor, estoy para servirte.
—Gracias —dijo El Zec.
Raskin se acercó al borde de la zanja. Abrió el tambor del revólver y vio una sola bala. Cerró el tambor y lo giró para que el primer disparo la consumiera. Se metió el cañón en la boca. Se volvió, de modo que quedó cara a El Zec y de espaldas al foso. Arrastró los pies hasta notar que tenía los talones al filo de la zanja. Permaneció tranquilo, recto, centrado y sereno, como un saltador olímpico que se prepara para un complicado salto hacia atrás desde lo más alto del trampolín.
Cerró los ojos.
Apretó el gatillo.
En un kilómetro a la redonda los cuervos negros alzaron el vuelo ruidosamente. Sangre, sesos y huesos se arquearon a la luz del sol formando una parábola perfecta. El cuerpo de Raskin cayó hacia atrás, tumbado al fondo del foso. Los cuervos dejaron de volar y el sonido débil de las máquinas excavadoras en la distancia volvió a hacerse audible. Algo similar al silencio. A continuación El Zec trepó a la cabina de la máquina y encendió el motor. Todas las palancas terminaban en pomos grandes como bolas de billar, lo que hacía que el aparato fuera fácil de manejar con las palmas de las manos.
Reacher se detuvo a veinticinco kilómetros al norte de la ciudad. Estacionó el Mustang en un descampado en forma de V, al lado de la carretera. Era una zona donde se unían dos campos de cultivo circulares. Había cosechas por todas partes. Al norte, al sur, al este y al oeste. Un campo detrás de otro, en filas y columnas interminables. Cada uno poseía su propia bomba de riego. Todos los surtidores rotaban a la misma velocidad, despacio.
Reacher apagó el motor y salió del coche. Se puso de pie, se desperezó y bostezó. El aire estaba cargado de bruma por el agua de regadío. De cerca, los aspersores parecían máquinas industriales enormes. Similares a naves espaciales de alienígenas que acabaran de aterrizar. En el centro de cada campo, había una fuente de agua, una especie de chimenea de metal. El aspersor se desplazaba horizontalmente y escupía agua por un pulverizador. En el extremo opuesto al pulverizador, había un soporte vertical cuya misión era cargar con el peso. Al pie de dicho soporte, había una rueda de caucho, tan grande como la de un avión. Hacía siempre el mismo recorrido, una y otra vez.
Reacher observó y esperó a que se aproximara la rueda del cultivo más cercano. Pisó el campo y se colocó junto a ella. Siguió su mismo paso. La rueda le llegaba casi a la altura de la cintura. La bomba propiamente le quedaba por encima de la cabeza. Se colocó a la izquierda de la rueda y comenzó a examinarla girando en el sentido de las agujas del reloj. Caminaba a través de una agradable bruma. Hacía frío. El pulverizador silbaba con fuerza. La rueda ascendía y descendía por los pequeños montículos, formando un enorme círculo. La máquina debía de medir cuarenta y cinco metros de largo, y el agua alcanzaba un perímetro de más de trescientos metros. Un diámetro igual al número pi. La superficie era 3,14 veces el radio al cuadrado. Por consiguiente, había unos siete mil metros cuadrados, más de un acre y medio. Lo cual significaba que las esquinas desaprovechadas sumaban poco más de dos mil metros cuadrados, más del veintiuno por ciento. Más de cuatrocientos cincuenta metros cuadrados por cada esquina. Igual que las siluetas situadas en las esquinas de un blanco. El Mustang estaba aparcado en una de las esquinas. Proporcionalmente, el vehículo medía lo mismo que un agujero de bala en una diana de papel.
Como uno de los agujeros de bala de Charlie, en las esquinas de la diana.
Reacher se detuvo en el punto donde había empezado a examinar la máquina, un poco más mojado, con los zapatos llenos de barro. Dio un paso hacia atrás, colocándose sobre el terreno de gravilla, mirando hacia el oeste. En el lejano horizonte una bandada de cuervos alzó el vuelo y se posaron de nuevo. Reacher volvió a entrar en el coche, giró la llave en el contacto. Vio los raíles de la capota y accionó la palanca para retirarla. Miró la hora. Faltaban dos para la reunión en la oficina de Franklin. Así pues, se recostó en el asiento y dejó que el sol le secara la ropa. Extrajo de su bolsillo el papel de la diana y lo observó durante un buen rato. Lo olió. Lo levantó hacia el sol y dejó que los rayos de luz penetraran por los huecos definidos y redondos. A continuación volvió a guardárselo en el bolsillo. Miró hacia arriba y no vio nada más aparte del cielo. Cerró los ojos, dado que el sol le cegaba, y empezó a pensar sobre el ego, la motivación, la ilusión, la realidad, la culpabilidad, la inocencia y la naturaleza del azar.