Reacher había leído en una ocasión que los zapatos náuticos habían sido inventados por un balandrista que buscaba una mejor adherencia en los resbaladizos puertos. El hombre cogió un zapato deportivo normal de suela lisa y rajó la goma con una navaja, formando pequeños surcos en ella. Comenzó a hacer pruebas y terminó por realizar los cortes ondulados, en lateral y cerca los unos de los otros, de tal modo que la suela se asemejaba a un neumático en miniatura. Acababa de nacer toda una nueva industria. El estilo se extendió, por asociación, de los barcos a los puertos, y de los puertos a los paseos marítimos, y de los paseos marítimos a las calles en verano. En la actualidad los zapatos náuticos estaban por todas partes. A Reacher no le gustaban demasiado. Eran ligeros, delgados y poco compactos.
Pero eran silenciosos.
Había visto al tipo de la chaqueta de piel nada más salir por la puerta de emergencia del Marriott. Habría sido difícil no verle. A treinta metros de distancia, en mitad de la calle, a la luz de las farolas. Al mirar hacia la izquierda, Reacher le había visto perfectamente, había notado su reacción, cómo se detenía. Por consiguiente, le identificó como un adversario. Reacher continuó caminando, a la vez que intentaba analizar la imagen de aquel hombre en su cerebro. ¿Qué tipo de adversario era? Reacher cerró los ojos y se concentró durante dos o tres pasos.
Raza caucásica, estatura media, peso medio, rostro colorado y cabello rubio, aunque a la luz de las farolas parecía naranja y amarillo.
¿Policía o no?
No. Lo dedujo por la chaqueta, de estilo cuadrado por los hombros y cruzada sobre el pecho, de color marrón avellana. Si hubiese sido de día, Reacher podría haber distinguido perfectamente el color rojizo de la prenda, un color brillante. No era norteamericana. Ni siquiera había salido del tipo de tienda a bajo precio que vendía ropa de piel por cuarenta y nueve dólares. Era de corte extranjero. De Europa del Este, igual que el traje que llevaba el hombre encorvado que había visto en la plaza. No se trataba de ropa más barata, sino diferente. Rusa, búlgara, estonia, o de esa zona.
Por lo tanto, no era policía.
Reacher continuó andando. Hacía el menor ruido posible al caminar, concentrándose en el sonido de las pisadas tras él, a cuarenta metros. Zancadas cortas, suelas gordas, el roce de la piel, el crujido débil sobre el suelo, los golpes del talón. No se podría decir que se tratara de un hombre pequeño. No es que fuera grande, pero tampoco pequeño. Y no tenía el pelo negro. Y no era el tipo que había matado a la chica, no era lo bastante grande. Así que uno más a añadir a la lista. No eran cuatro, sino cinco. Al menos. Quizás más.
¿Plan?
¿Estaría armado? Posiblemente solo llevara un revólver. No podría llevar nada de mayor tamaño. Reacher se sintió optimista como blanco en movimiento de un hombre armado con revólver a cuarenta metros de distancia. Los revólveres eran armas adecuadas para las distancias cortas, no largas. Para disparar con éxito un revólver se requería una distancia máxima de cuatro metros. Reacher se encontraba a diez veces tal distancia. Oiría el sonido del gatillo en el silencio de la noche. Tendría tiempo de reaccionar.
Así pues, ¿cuál era el plan? Se sentía tentado a dar media vuelta y abatirle. Solo para divertirse. Solo por venganza. Le gustaba la venganza. La venganza es lo primero, era su credo. Demuéstrales con quién están jugando.
Quizás.
O quizás no. Quizás en otro momento.
Continuó caminando. Pisadas silenciosas. Mantenía un ritmo constante. Dejó que su perseguidor le siguiera el ritmo. Parecía como si estuviera hipnotizado. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Expulsó de su cerebro cualquier cosa salvo aquellos pasos en la lejanía. Los acercó a su oído. Se concentró en ellos. Estaban allí, débiles pero perceptibles. Cras, cras, cras, cras. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Como hipnotizado. Oyó las teclas de un teléfono móvil marcando un número. La brisa transportó aquellos diez tonos electrónicos, muy bajo, casi inaudibles.
Giró al azar y continuó avanzando. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Las calles estaban desiertas. El centro estaba muerto después de que las tiendas cerraran. Reacher seguía andando. Oyó un susurro sibilante a unos cuarenta metros por detrás. El teléfono móvil. «¿Con quién hablas, amigo?» Continuó. Al llegar a la siguiente esquina se detuvo. Miró hacia la derecha y giró a la izquierda, entrando en una amplia travesía, tras la fachada de un edificio de cuatro plantas.
Entonces comenzó a correr. Cinco zancadas, diez, quince, veinte. Deprisa y en silencio. Cruzó la calle y llegó a la acera situada a la derecha. Pasó de largo por el primer callejón que vio y giró por el segundo. Se agazapó entre las sombras, junto a una puerta. Una salida de emergencia de un teatro o un cine. Se tendió en el suelo, delante de la puerta. El tipo que le seguía miraría en vertical. Instintivamente, buscaría a metro ochenta sobre el nivel del terreno. Una pequeña forma sobre el suelo no destacaría nada.
Reacher aguardó. Oyó pisadas en la acera contraria. El tipo le había visto girar hacia la izquierda, por lo que, subconscientemente, seguiría buscando en la acera de la izquierda. Su primer pensamiento sería buscar una forma vertical por los callejones y portales situados a la izquierda.
Reacher continuó esperando. Las pisadas se acercaban. Estaban próximas. Entonces Reacher vio al tipo. Estaba en la acera situada a la izquierda de la calle. Se movía despacio. Parecía indeciso. Miraba hacia delante, hacia la izquierda, otra vez hacia delante. Tenía un teléfono móvil pegado a la oreja. Se detuvo. Permaneció inmóvil. Miró hacia atrás, a los callejones y portales situados al lado opuesto de la calle. «¿Merecía la pena revisarlos?»
«Sí».
El tipo se desplazó de lado y hacia atrás, como un cangrejo. A continuación cruzó en diagonal hacia la acera de la derecha. Avanzó, de tal manera que quedó fuera del campo de visión de Reacher. Él se incorporó en silencio y caminó hacia el fondo del callejón, hasta penetrar en una absoluta oscuridad. Encontró una rejilla de ventilación amplia, de alguna cocina, y se ocultó tras ella. Se puso de cuclillas y esperó.
Fue una larga espera, hasta que se aproximaron los pasos. En la acera. En el callejón. Lentos, calmados, sigilosos. El tipo andaba de puntillas. No apoyaba el talón. Reacher oía solo el roce de las suelas de piel en el pavimento. Susurraban suavemente y producían un débil eco en el callejón. El tipo se acercaba cada vez más.
Se acercó tanto que Reacher pudo percibir su olor.
Colonia, sudor, piel. Se detuvo a poco más de un metro del lugar donde Reacher estaba escondido e intentó distinguir algo en la oscuridad. Reacher pensó: «Un paso más y eres historia, amigo. Solo un paso más y se acabó el juego para ti».
El tipo se dio la vuelta. Salió del callejón.
Reacher se puso en pie y le siguió, rápidamente y en silencio. «Las tornas han cambiado. Ahora soy yo quien va detrás de ti. Es hora de cazar a los cazadores».
Reacher era más grande que la mayoría de personas y, en cierto modo, bastante torpe. No obstante, andaba sin hacer ruido cuando se lo proponía, y siempre se le había dado bien perseguir a la gente. Era una habilidad que había adquirido gracias a la práctica. Principalmente se necesitaba precaución y anticipación. Se ha de saber cuándo la presa va a reducir el ritmo, parar, girar, comprobar la retaguardia. Y si no se sabe, se ha de pecar de precavido. Es mejor esconderse y mantener una distancia de diez metros más que echarlo todo a perder.
El tipo de la chaqueta de piel buscaba en cada rincón y en cada portal, a ambos lados de la calle. No a fondo, pero suficiente. Buscaba y avanzaba, víctima del error que suele cometer la gente que se conforma con lo mínimo.
—Todavía no la he jodido. Está por aquí —repetía por el teléfono móvil, en voz baja, pero con un susurro nervioso.
Reacher se deslizaba de sombra a sombra, detrás de su adversario, manteniendo la distancia, pues las luces al final de la calle se iban acercando. La búsqueda se iba haciendo cada vez más rápida y de manera más superficial. El tipo estaba al tiempo desesperado y aterrorizado. Enseguida se dispuso a mirar por el siguiente callejón, pero se paró en seco y permaneció inmóvil.
Y renunció. Simplemente dejó de buscar. Se quedó en mitad de la acera y escuchó lo que le decían por el teléfono móvil. Respondió algo, dejó caer los brazos a ambos lados y no pudo contener durante más tiempo la tensión que estaba intentando disimular. Relajó el cuerpo y comenzó a caminar, deprisa y de manera ruidosa, igual que un hombre que no tiene ningún propósito en el mundo excepto ir de aquí para allá. Reacher esperó hasta asegurarse de que no se trataba de una trampa. A continuación volvió a seguirle entre las sombras.
Raskin pasó de largo por el bar recreativo. Vio el coche de Linsky a lo lejos. También el de Chenko. Los dos Cadillacs estaban aparcados uno detrás del otro junto al bordillo, esperándole. Esperando su fracaso. Esperando a aquel hombre que pasaba inadvertido. «Bueno, pues aquí estoy», pensó.
Pero Linsky fue cortés con él. Principalmente porque criticar a uno de los discípulos de El Zec era como criticar al mismo Zec, y nadie se atrevería a hacer tal cosa.
—Probablemente se equivocó al girar de calle —dijo Linsky—. Quizás no tenía intención alguna de tomar aquel camino. Seguramente volvió a girar por algún callejón. O se escondió para seguirte a ti luego.
—¿Comprobaste si te seguía? —preguntó Vladimir.
—Claro que sí —mintió Raskin.
—¿Y ahora qué? —preguntó Chenko.
—Llamaré a El Zec —dijo Linsky.
—Se cabreará muchísimo —dijo Vladimir—. Casi le teníamos.
Linsky marcó el número de teléfono. Transmitió la mala noticia y escuchó la respuesta. Raskin observó la cara de Linsky. Pero el rostro de Linsky siempre era ilegible. Una habilidad adquirida gracias a la experiencia, y una necesidad vital. Fue una llamada breve. Una breve respuesta. Indescifrable. Solo se podía percibir un murmullo a través del auricular.
Linsky colgó.
—Sigamos buscando —dijo— en un radio de ochocientos metros del lugar donde Raskin le vio por última vez. El Zec va a mandarnos a Sokolov. Seguro que lo conseguiremos si somos cinco.
—No conseguiremos nada —repuso Chenko—. Excepto un buen dolor de trasero y quedarnos sin dormir esta noche.
Linksy levantó el teléfono.
—Pues llama a El Zec y díselo.
Chenko no contestó.
—Tú ve por el norte, Chenko —le dijo Linsky—. Vladimir, al sur. Raskin, al este. Y yo al oeste. Sokolov puede sumarse a donde necesitemos que vaya.
Raskin volvió a encaminarse al este, por donde había venido, tan rápido como pudo. Entendió la lógica del plan. Había visto por última vez a Reacher hacía quince minutos, y un hombre andando a escondidas no podía avanzar más de ochocientos metros en quince minutos. Así pues, la lógica elemental apuntaba dónde debía estar Reacher, en algún lugar en un radio de ochocientos metros. Ya le habían encontrado una vez. Podían volver a hacerlo.
Volvió a recorrer el mismo camino en dirección a la travesía. A continuación giró hacia el sur, hacia la autopista de pilares. Desandaba lo andado. Caminó bajo la sombra que proyectaba la carretera elevada, en dirección a la zona de aparcamiento vacía que había en la siguiente esquina. Iba pegado a la pared. Giró.
De repente el muro se le echó encima.
Al menos eso le pareció. Sintió cómo le asestaban un golpe tremendo desde atrás, lo cual provocó que cayera de rodillas y se le nublara la visión. Después le volvieron a golpear, lo vio todo negro y cayó de cabeza contra el suelo. La última cosa que notó antes de perder la conciencia fue una mano en su bolsillo, robándole el teléfono móvil.
Reacher caminó por debajo de la autopista, con el tacto cálido del teléfono móvil en la mano. Apoyó un hombro en un pilar de hormigón del tamaño de una suite. Se deslizó por el pilar, de modo que con el cuerpo se resguardaba en la sombra, y tendió las manos a la luz de una farola. Sacó la tarjeta rasgada con el número de Emerson y le llamó al móvil.
—¿Sí? —dijo Emerson.
—Adivina quién soy —dijo Reacher.
—Esto no es un juego, Reacher.
—Dices eso solo porque vas perdiendo.
Emerson no dijo nada.
—¿Soy fácil de encontrar? —preguntó Reacher.
No hubo respuesta.
—¿Tienes papel y boli?
—Claro que sí.
—Entonces escucha —ordenó Reacher—. Y apunta.
Reacher recitó los números de matrícula de los dos Cadillacs.
—Mi idea es que uno de esos dos coches fue al parking antes del viernes con el cono. Deberías comprobar las placas y las cintas, y hacer algunas preguntas. Descubrirás una banda formada, al menos, por seis hombres. Oí algunos nombres. Raskin y Sokolov, seguramente cargos de bajo nivel. Luego Chenko y Vladimir. Vladimir encajaría con el hombre que asesinó a la chica. Es grande como una casa. Hay una especie de mando cuyo nombre no entendí. Tiene unos sesenta años y sufre una lesión en la columna vertebral. Este último habló con su jefe y se refirió a él como El Zec.
—Todos son nombres rusos.
—¿Tú crees?
—Excepto Zec. ¿Qué tipo de nombre es Zec?
—No es Zec. Es El Zec. Es una palabra. Una palabra que utilizan como nombre.
—¿Qué significa?
—Averígualo. Lee algunos libros de historia.
Hubo una pausa. Reacher oyó cómo Emerson escribía.
—Deberías salir de tu escondite —dijo Emerson—. Hablar conmigo cara a cara.
—Aún no —dijo Reacher—. Haz tu trabajo y me lo pensaré.
—Ya estoy haciendo mi trabajo. Persigo a un fugitivo. Mataste a una chica. No fue el tipo que tú dices, ni es grande como una casa.
—Una última cosa —añadió Reacher—. Creo que el hombre llamado Chenko es el mismo que Charlie, amigo de James Barr.
—¿Por qué?
—La descripción. Pequeño, tez morena, pelo negro y despeinado como un cepillo de barrer.
—¿James Barr tiene un amigo ruso? No según nuestras investigaciones.
—Haz tu trabajo, tal como te digo.
—Es lo que estamos haciendo. Nadie mencionó a ningún amigo ruso.
—Habla igual que un americano. Creo que está involucrado en lo sucedido el viernes, lo que significa que quizás todos los demás lo estén también.
—¿Hasta qué punto?
—No lo sé. Pero pienso averiguarlo. Te llamaré mañana.
—Mañana estarás en la cárcel.
—¿Igual que lo estoy ahora? Sigue soñando, Emerson.
—¿Dónde estás?
—Cerca —contestó Reacher—. Que duermas bien, detective.
Colgó el teléfono y volvió a guardar la tarjeta de Emerson en el bolsillo. Después sacó el número de Helen Rodin. Marcó y se deslizó por la columna hasta penetrar por completo en la oscuridad.
—¿Sí? —dijo Helen Rodin.
—Soy Reacher.
—¿Estás bien? Un policía hace guardia en la puerta de mi despacho.
—Ya me va bien —dijo Reacher—. Y a él también, imagino. Le deben de pagar cuarenta dólares por cada hora extra.
—En las noticias de las seis han emitido un dibujo de tu rostro. Es bastante grave.
—No te preocupes por mí.
—¿Dónde estás?
—Sano y salvo. Y haciendo progresos. He visto a Charlie. Le he proporcionado a Emerson el número de matrícula de su coche. ¿Tú has conseguido algo?
—La verdad es que no. Todo lo que tengo son cinco nombres que no me dicen nada. No veo ninguna razón por la que ordenasen a James Barr disparar a ninguna de esas personas.
—Necesitas a Franklin. Dile que investigue.
—No puedo pagarle.
—Quiero que me consigas esa dirección de Kentucky.
—¿Kentucky?
—El lugar donde James Barr iba a disparar.
Reacher oyó cómo Helen hacía malabares con el teléfono a la vez que hojeaba unas páginas. A continuación leyó una dirección. A Reacher aquellas señas no le dijeron nada. Una carretera, una ciudad, un estado, un código postal.
—¿Qué tiene que ver Kentucky con todo esto? —le preguntó Helen.
Reacher oyó un coche en la calle. Cerca, a su izquierda, neumático ancho rodando despacio. Se asomó por el pilar. Un coche de policía, patrullando, con las luces apagadas. En los asientos delanteros iban dos policías, con el cuello estirado, mirando a derecha e izquierda.
—Tengo que dejarte —le dijo.
Colgó y dejó el teléfono en el suelo, en la base del pilar. El equipo de identificación de llamadas de Emerson habría localizado el número. Se podía rastrear la ubicación física de cualquier teléfono móvil mediante el reconocimiento de la frecuencia enviada a la red, una señal cada quince segundos, tan regular como un reloj. Así pues, Reacher abandonó el teléfono en el suelo y tomó rumbo al oeste.
Al cabo de diez minutos llegó a la parte posterior de la torre negra de cristal, a la sombra de la carretera, frente a la rampa del parking. Había un coche de policía vacío aparcado junto al bordillo. Frío e inmóvil, parecía como si llevara allí todo el día. «El que vigila la puerta del despacho de Helen», pensó Reacher. Cruzó la calle y descendió por la rampa. Entró en el parking subterráneo. El hormigón estaba pintado de un color blanco sucio y había tubos de fluorescente encendidos cada cinco metros. Había espacios con luz y otros espacios a oscuras. A Reacher le parecía como si viajara a través de una sucesión de secuencias más o menos iluminadas. El techo tenía poca altura. Columnas anchas y cuadradas sujetaban la estructura. El ascensor estaba situado en el centro. El parking era frío y silencioso. Había sido construido a unos treinta y cinco metros por debajo de la superficie y tenía una extensión de unos ciento diez metros.
Treinta y cinco metros de profundidad.
Exactamente la misma extensión que el parking nuevo de First Street. Reacher avanzó con la espalda pegada a la pared frontal. Atravesó el parking hasta llegar a la pared posterior. Treinta y cinco pasos. Dio una vuelta, igual que un nadador al finalizar un largo, y desanduvo lo andado. Treinta y cinco pasos. Cruzó en diagonal a la esquina opuesta. Aquel extremo del parking estaba completamente a oscuras. Reacher caminó entre dos furgonetas de la NBC y vio el Ford Mustang color azul, que según su opinión era propiedad de Ann Yanni. El vehículo estaba limpio y reluciente. Recién encerado. Tenía las ventanas pequeñas, debido al techo descapotable. Los cristales opacos.
Reacher intentó abrir la puerta del copiloto. Estaba cerrada con llave. Dio la vuelta al coche y probó con la puerta del conductor. Cedió. Estaba abierta. Miró a su alrededor y la abrió.
No sonó ninguna alarma.
Reacher se coló en el interior del vehículo y pulsó el botón del seguro de las puertas. Escuchó un triple sonido sordo. Provenía de los tres pestillos al abrirse, dos de las puertas y uno del maletero. Salió del vehículo, cerró la puerta del conductor, fue a la parte posterior y abrió el maletero. La rueda de repuesto estaba oculta bajo la superficie. En el hueco interior de la rueda había un gato y la barra de metal que servía para desenroscar las tuercas de la rueda. Reacher cogió la barra y cerró el maletero. Se desplazó hasta la puerta del copiloto, abrió y entró de nuevo en el coche.
El interior olía a perfume y a café. Reacher abrió la guantera y encontró un montón de mapas de carretera y una carpeta de piel pequeña, del mismo tamaño que una agenda de bolsillo. Dentro de la carpeta, había documentos de una compañía de seguros y el permiso de circulación del vehículo. Todo iba a nombre de la Srta. Janine Lorna Ann Yanni, y una dirección de Indiana. Reacher volvió a dejar la carpeta donde estaba y cerró la guantera. Encontró las palancas y reclinó el asiento al máximo, aunque no logró variar la posición demasiado. Luego echó el asiento hacia atrás, de modo que tuviese todo el espacio posible para las piernas. Se sacó la camisa del pantalón, colocó la barra en su regazo y se recostó. Se estiró. Tenía que esperar unas tres horas. Intentó dormir. Duerme cuando puedas, decía la vieja norma del ejército.
Lo primero que hizo Emerson fue contactar con la compañía telefónica. Confirmó que el número que habían identificado pertenecía a un teléfono móvil. El contrato de la línea estaba a nombre de la empresa Servicios Especializados de Indiana. Emerson ordenó a un detective novato que indagara sobre aquella empresa y pidió a la compañía telefónica que rastreara el número. Hubo progresos de todo tipo. La búsqueda de Servicios Especializados de Indiana se convirtió en un callejón sin salida, pues era propiedad de una compañía fiduciaria en el paraíso fiscal de las Bermudas y no constaba ninguna dirección local. Pero la compañía telefónica informó de que el teléfono móvil estaba asignado a una línea de teléfono fijo, asociado a su vez a tres móviles distintos. Se trataba de una línea local y sería fácil rastrearla.
Rosemary Barr engatusó al guarda que estaba tras el escritorio donde se firmaban las renuncias de responsabilidad, en la sexta planta del hospital, y consiguió ver a su hermano, aunque ya hubiese acabado el horario de visitas.
Sin embargo, cuando entró en la habitación le encontró profundamente dormido. Su engatusamiento no había servido de nada. Se sentó junto a él media hora, pero Barr no despertó. Rosemary observó los monitores. El ritmo cardíaco era fuerte y regular. La respiración estable. Continuaba esposado y con la cabeza inmovilizada, su cuerpo en calma absoluta. Rosemary echó una ojeada al informe médico para asegurarse de que le estuvieran atendiendo adecuadamente. Vio los garabatos del doctor: ¿Posibles indicios de PA? No tenía ni idea de qué significaba, y en mitad de la noche tampoco podía encontrar a nadie que se lo explicara.
La compañía telefónica señaló la localización del teléfono móvil en un mapa de la ciudad a gran escala y se lo envió por fax a Emerson. Cuando lo recibió, estuvo cinco minutos intentando descifrarlo. Esperaba que las tres flechas apuntaran hacia un hotel, un bar o un restaurante. Sin embargo, señalaban una zona vacía situada bajo la carretera elevada. A Emerson se le pasó por la cabeza la imagen de Reacher durmiendo sobre cartones, en el suelo. A continuación concluyó que el teléfono había sido abandonado, lo cual se confirmó diez minutos más tarde por el coche patrulla que había enviado allí.
Seguidamente, por pura formalidad, encendió el ordenador e introdujo los números de matrícula que Reacher le había facilitado. Pertenecían a dos Cadillac Deville último modelo, ambos de color negro, registrados bajo el nombre de Servicios Especializados de Indiana. Anotó callejón sin salida en un pedazo de papel y lo guardó en el archivo.
Reacher se despertaba cada vez que oía el ruido del motor del ascensor, el silbido de los cables y los contrapesos del hueco. Las tres primeras veces fueron falsa alarma. Se trataba de oficinistas anónimos que volvían a casa tras un largo día de trabajo. Cada cuarenta minutos aproximadamente, bajaba alguna persona al parking y se dirigía agotada hacia su coche dispuesta a volver a casa. En tres ocasiones el hedor a humo procedente de los tubos de escape se apoderó del lugar, en tres ocasiones el parking volvió a quedar en silencio y Reacher volvió a quedarse dormido.
A la cuarta, permaneció despierto. Oyó el motor del ascensor y comprobó la hora en su reloj. Las doce menos cuarto. Hora del espectáculo. Aguardó y oyó las puertas del ascensor que se abrían. Esta vez no se trataba de otro tipo solitario con traje, sino de un gran número de personas. Ocho o diez. Hacían ruido. Se trataba del equipo al completo de las noticias de las once de la NBC.
Reacher se hundió en el asiento de copiloto del Mustang y escondió la barra de metal debajo de la camisa. Sintió su tacto frío en contacto con la piel de su estómago. Fijó la mirada en la tapicería del techo y esperó.
Un tipo fuerte con vaqueros anchos avanzó en la oscuridad a metro y medio del guardabarros delantero del Mustang. Llevaba una barba descuidada gris y una camiseta de los Grateful Dead debajo de una chaqueta de algodón hecha jirones. Sin duda se trataba de alguien que no trabajaba delante de las cámaras. Tal vez fuera un operador de cámara. Continuó caminando en dirección a una furgoneta plateada y se subió a ella. Seguidamente Reacher vio a un hombre de traje gris y maquillaje naranja. Tenía el pelo espléndido y los dientes blancos. Decididamente aquel era un talento de la pantalla, tal vez el hombre del tiempo o el de los deportes. Pasó junto al asiento del conductor del Mustang y se metió en un Ford Taurus blanco. A continuación llegaron tres mujeres juntas, jóvenes, vestidas informalmente. Se trataba quizás de la regidora, la jefa de sección y la operadora de imagen. Atravesaron apiñadas el espacio que había entre el maletero del Mustang y una camioneta de la cadena. El coche se balanceó tres veces a su paso. Luego se separaron y cada una de ellas tomó un camino diferente.
Después llegaron tres personas más.
Entonces llegó Ann Yanni.
Reacher no notó su presencia hasta que Yanni puso una mano sobre la puerta. La chica se detuvo y le dijo algo en voz alta a una de aquellas personas. Le contestaron, Ann replicó, y seguidamente abrió la puerta. Entró de culo, agachando la cabeza. Llevaba unos vaqueros viejos y una blusa de seda nueva, en apariencia cara. Reacher supuso que habría estado trabajando delante de las cámaras, pero en la mesa de los presentadores, visible solamente de cintura para arriba. Tenía el pelo tieso por la laca. Yanni se dejó caer en el asiento y cerró la puerta. Miró entonces hacia su derecha.
—Estate bien calladita —le dijo Reacher— o te dispararé.
Reacher le apuntaba con la barra de hierro por debajo de la camisa. Larga, recta, de dos centímetros de grosor, parecía una pistola de verdad. Yanni miraba el arma en estado de shock. Cara a cara, a poco más de medio metro, era más delgada y mayor de lo que parecía en televisión. Tenía finas líneas alrededor de los ojos, cubiertos de maquillaje. Pero era muy guapa. Poseía unos rasgos faciales increíblemente perfectos, llamativos, vivos e impresionantes, como la mayoría de la gente que trabaja en televisión. El cuello de su blusa era formal, pero llevaba abiertos los tres primeros botones. Formal y al tiempo sexy.
—Las manos donde yo pueda verlas —le ordenó Reacher—. Sobre las rodillas. —No quería que Yanni llamara a nadie por teléfono—. Las llaves en el salpicadero. —Reacher no quería que pulsara el botón de la alarma. Los nuevos modelos Ford que él había conducido tenían un botoncito rojo en el mando de las llaves. Reacher pensaba que aquel botón servía para activar una alarma—. Tú siéntate bien —continuó—. Tranquila y calladita, y no te pasará nada.
Reacher pulsó el botón que tenía al lado y cerró con seguro el coche.
—Sé quién eres —dijo Ann Yanni.
—Yo también —repuso Reacher.
Reacher continuó empuñando la barra de hierro y esperó. Yanni se sentó recta, con las manos sobre el regazo. Respiraba con dificultad, cada vez más asustada a medida que sus colegas arrancaban los coches. Una neblina azul cubrió el aparcamiento. Todo el mundo se marchó, uno a uno. Ninguno echó la vista atrás. El final de un largo día.
—Estate callada —volvió a decir Reacher, a modo de recordatorio— y no pasará nada.
Yanni miró a la izquierda, a la derecha. Estaba tensa.
—No lo hagas —dijo Reacher—. No hagas nada o apretaré el gatillo. Un tiro al estómago. O al fémur. Tardarás veinte minutos en desangrarte, con muchísimo dolor.
—¿Qué quieres? —preguntó Yanni.
—Quiero que te quedes callada y sentada, tal y como estás, solamente unos minutos más.
Yanni apretó los dientes, permaneció en silencio y sentada. El último coche abandonó el lugar. El Taurus blanco. El hombre de cabello espléndido, presentador del tiempo o de deportes. Hubo un chirrido de neumáticos cuando el coche tomó la curva y ruido de motor a medida que ascendía por la rampa. Finalmente el ruido cesó, y el aparcamiento quedó en absoluto silencio.
—¿Qué quieres? —insistió Yanni.
Su voz era débil. Sus ojos enormes. Temblaba, al tiempo que pensaba en violación, asesinato, tortura, desmembramiento.
Reacher la miró bajo la luz tenue.
—Quiero ganar el Pulitzer —contestó.
—¿Qué?
—O el Emmy, o lo que ganéis vosotros.
—¿Qué?
—Quiero que escuches una historia —le dijo.
—¿Qué historia?
—Observa —le dijo Reacher.
Se levantó la camisa. Le mostró la barra de hierro contra su estómago. Ann la observó. O quizás observaba la cicatriz de herida de metralla. O ambas cosas. Reacher no estaba seguro. Puso la barra de hierro en la palma de su mano. La elevó hacia la luz.
—De tu maletero —le dijo—. No es una pistola.
Volvió a pulsar el botón de la puerta, y quitó el seguro del coche.
—Eres libre para irte —repuso— cuando quieras.
Yanni reposó la mano en la puerta, dispuesta a abrirla.
—Pero si te vas, yo también me iré —continuó Reacher—. No me volverás a ver. Y no escucharás la historia. Se la contaré a otra gente.
—Hemos emitido tu foto durante toda la noche —le dijo—. Y la policía ha repartido carteles de búsqueda por toda la ciudad. Tú mataste a esa chica.
Reacher sacudió la cabeza.
—En realidad no fui yo, y eso forma parte de la historia.
—¿Qué historia? —volvió a preguntar.
—La del viernes pasado —dijo Reacher—. No sucedió como parece.
—Voy a salir del coche ahora mismo —dijo Yanni.
—No —dijo Reacher—. Saldré yo. Discúlpame si te he asustado. Pero necesito tu ayuda y tú la mía. Así que voy a salir. Cierra con seguro, arranca el coche, coloca el pie sobre el pedal del freno, y abre la ventanilla tres centímetros. Hablaremos a través de ella. Así podrás irte cuando quieras.
Ann Yanni no dijo nada. Se limitó a mirar hacia delante, como si pudiera hacer que Reacher desapareciera por el simple hecho de no mirarle. Reacher abrió la puerta. Salió, se volvió y depositó con cuidado la barra de metal sobre el asiento. A continuación cerró la puerta y permaneció allí. Volvió a meterse la camisa por dentro de los pantalones. Yanni cerró con seguro las puertas. Arrancó. Las luces rojas de freno se encendieron. Apagó la luz interior. El rostro de la chica desapareció entre las sombras. Se oyó el ruido de las marchas al quitar el punto muerto. Las luces blancas de marcha atrás se iluminaron al salir de la plaza. Luego las luces de freno se apagaron y el motor rugió. Rápidamente, el vehículo trazó un círculo alrededor del garaje. Las ruedas chirriaron. Los neumáticos se agarraron a la superficie lisa de hormigón. El chirrido de las ruedas resonó por todo el aparcamiento. Ann Yanni se dirigió hacia la rampa de salida y pisó a fondo el acelerador.
Pero de repente pisó el freno.
El Mustang se detuvo con las ruedas delanteras en la base de la rampa. Reacher se aproximó al vehículo, agachándose un poco, para mirar por el espejo retrovisor. No vio ningún teléfono móvil. Yanni permanecía sentada, con la vista al frente y las manos aferradas al volante. Las luces de freno estaban encendidas, tan intensas que dolían a los ojos. El tubo de escape retumbaba, desprendía humo blanco. Gotas de agua salpicaban el suelo, formando diminutos charcos.
Reacher se acercó a la ventanilla de Yanni, manteniendo una distancia de un metro. La chica bajó la ventana cinco centímetros. Reacher se agachó para poder verle el rostro.
—¿Por qué iba a necesitar yo tu ayuda? —le preguntó.
—Porque el viernes acabó demasiado pronto para ti —contestó—. Pero puedes retomarlo. Hay mucho más. Es una gran historia. Conseguirás premios, un puesto mejor. La CNN se peleará por ti.
—¿Tan ambiciosa crees que soy?
—Creo que eres periodista.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues que os gustan las historias. Saber la verdad.
Yanni hizo una pausa, casi fue un minuto. Miró al frente. El coche vibraba y zumbaba por el calor del motor. Miró hacia abajo, cambió la marcha y se dispuso a aparcar. El Mustang avanzó marcha atrás quince centímetros y se detuvo. Reacher se desplazó hacia un lado para continuar frente a la ventanilla. Yanni se volvió y le miró fijamente.
—Cuéntame la historia —le pidió—. Cuéntame la verdad.
Reacher le contó la historia, y la verdad. Se sentó de piernas cruzadas en el suelo, para dar la impresión de inmóvil e inofensivo. No se dejó nada. Repasó cada uno de los acontecimientos, cada una de las deducciones, cada una de las teorías, cada una de las conjeturas. Cuando terminó dejó de hablar y esperó a la reacción de Yanni.
—¿Dónde estabas tú cuando asesinaron a la chica? —le preguntó.
—Durmiendo en el motel.
—¿Solo?
—Toda la noche. Habitación número ocho. Dormí muy bien.
—No tienes coartada.
—Nunca se tiene una coartada cuando se necesita. Es una ley universal de la naturaleza.
Yanni le observó durante un buen rato.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó.
—Quiero que investigues a las víctimas.
La chica se quedó callada un instante.
—Podríamos hacerlo —repuso después—. Tenemos investigadores.
—No son lo bastante buenos —dijo Reacher—. Quiero que contrates a un tipo llamado Franklin. Helen Rodin puede hablarte de él. Ella trabaja en este mismo edificio, dos plantas más arriba.
—¿Por qué no ha contratado ella misma a ese tal Franklin?
—Porque no puede permitírselo. Vosotros sí. Supongo que disponéis de un presupuesto. Contratar durante una semana a Franklin probablemente os cueste menos que la peluquería de vuestro hombre del tiempo.
—¿Y luego qué?
—Luego juntaremos todas las piezas.
—¿Es muy gordo el asunto?
—Del tamaño de un Pulitzer. O un Emmy. O de un mejor puesto.
—¿Y tú qué sabes? No estás en este negocio.
—Estuve en el ejército. Allí supongo que sería digno de una Estrella de Bronce. Seguramente fuese la condecoración militar aproximada equivalente. Mejor eso que nada.
—No lo sé —repuso ella—. Debería entregarte a la policía.
—No podrás —le dijo—, en cuanto saques el teléfono subiré por la rampa. No me encontrarán. Ya lo han estado intentando durante todo el día.
—En realidad no me interesa ganar ningún premio —dijo.
—Entonces hazlo por diversión —repuso Reacher—. Por satisfacción profesional.
Reacher se inclinó a un lado y extrajo la servilleta de papel con el número de teléfono de Helen Rodin. La coló por la abertura de la ventanilla. Yanni la cogió con cuidado, evitando rozar los dedos de Reacher.
—Llama a Helen —le indicó Reacher— ahora mismo. Ella responde por mi.
Yanni sacó el móvil del bolso, le dio la vuelta, miró la pantalla y esperó hasta que estuvo lista para marcar el número de teléfono. Devolvió a Reacher la servilleta. Se llevó el auricular al oído.
—¿Helen Rodin? —preguntó Yanni.
A continuación cerró del todo la ventanilla y Reacher no pudo oír la conversación. Tuvo que arriesgarse a que fuera Helen Rodin quien estuviera al otro lado de la línea. También era posible que Yanni hubiese mirado la servilleta y hubiese marcado otro número distinto. No el 911, ya que había marcado diez dígitos, pero podía haber llamado a la centralita de la comisaría. Un periodista podía saberse el número de memoria.
Pero era con Helen con quien hablaba. Yanni volvió a bajar la ventanilla y le pasó el teléfono móvil por la rendija.
—¿Va en serio? —le preguntó Helen.
—Creo que aún no lo ha decidido —contestó Reacher—. Pero podría funcionar.
—¿Es una buena idea?
—Dispone de recursos. Y tener a los medios de comunicación vigilándonos las espaldas podría beneficiarnos.
—Pásame otra vez con ella.
Reacher entregó el teléfono a Yanni. En esta ocasión, Yanni mantuvo el cristal bajado, de modo que Reacher pudo oír el resto de la conversación. En un principio Yanni se mostró escéptica, luego neutral, y más tarde convencida hasta cierto punto. Quedaron en reunirse en la cuarta planta a primera hora de la mañana. Finalmente colgó el teléfono.
—Un policía vigila la puerta de su oficina —le informó Reacher.
—Ya me lo ha dicho —dijo Yanni—. Pero es a ti a quien están buscando, no a mí.
—¿Qué es lo que vas a hacer exactamente?
—Aún no lo tengo decidido.
Reacher no dijo nada.
—Creo que necesito entender qué pintas tú en todo esto —repuso Yanni—. Obviamente no te importa lo que le pase a James Barr. Así pues, ¿es por su hermana? ¿Rosemary?
Reacher se percató de que Yanni le observaba. Una mujer, periodista.
—En parte es por Rosemary —contestó.
—¿Pero?
—Sobre todo por el director de marionetas. Está ahí sentado, creyéndose el más listo de todos. Eso no me gusta. Nunca me ha gustado. Me provoca el deseo de demostrarle lo listo que es de verdad.
—¿Se trata de un reto?
—Mandó matar a la chica, una cría dulce y boba que solo buscaba un poco de diversión. Ahí se pasó de la raya. Por lo tanto, merece que le dejen las cosas claras. Ese es el reto.
—Tú apenas la conocías.
—Eso no la hace menos inocente.
—De acuerdo.
—¿De acuerdo, qué?
—Contrataremos a Franklin. Ya veremos adónde nos lleva.
—Gracias —le dijo Reacher—. Te lo agradezco.
—Más te vale.
—Discúlpame de nuevo por haberte asustado.
—Casi me muero de miedo.
—Lo siento mucho.
—¿Algo más?
—Sí —contestó Reacher—. ¿Puedes prestarme el coche?
—¿Mi coche?
—Tu coche.
—¿Para qué?
—Para dormir un poco y conducir hasta Kentucky.
—¿Qué pasa en Kentucky?
—Es una pieza del puzle.
Yanni sacudió la cabeza.
—Esto es de locos.
—Soy un conductor muy prudente.
—Estoy ayudando a un criminal fugitivo, soy su cómplice.
—No soy un criminal —replicó Reacher—. Un criminal es alguien declarado culpable de un crimen después de un juicio. Del mismo modo, tampoco soy ningún fugitivo, ya que no me han arrestado ni acusado. Soy un sospechoso, eso es todo.
—No puedo prestarte el coche habiéndose divulgado tu fotografía durante toda la noche.
—Podrías decir que no me reconociste. Es un dibujo, no una fotografía. Quizás no sea del todo exacta.
—El pelo es diferente.
—Ahí está. Me lo he ido a cortar esta mañana.
—Pero debería saber tu nombre. No voy a prestar mi coche a un extraño del que ni siquiera sé cómo se llama.
—Podría haberte dado un nombre falso. Conoces a un hombre con otro nombre que no se parece mucho al tipo del dibujo. Eso es.
—¿Qué nombre?
—Joe Gordon —contestó Reacher.
—¿Quién es ese?
—Segunda base de los Yankees en 1940. Quedaron terceros. No por Joe. A sus espaldas tiene una carrera decente. Jugó exactamente mil partidos y obtuvo exactamente mil aciertos.
—Sabes mucho.
—Sabré más mañana si me dejas tu coche.
—¿Cómo iré a casa esta noche?
—Yo te llevaré.
—Entonces sabrás dónde vivo.
—Ya sé dónde vives. He comprobado el registro de tu coche para asegurarme de que fuera el tuyo.
Yanni se quedó callada.
—No te preocupes —le dijo—. Si hubiese querido hacerte daño, ya te lo habría hecho, ¿no crees?
Yanni permaneció en silencio.
—Soy un conductor prudente —repitió—. Te lo devolveré intacto.
—Pediré un taxi —repuso ella—. Será mejor para ti. Las carreteras están muy tranquilas a esta hora y es un coche inconfundible. La policía sabe que es mío. Me paran continuamente. Dicen que corro demasiado, pero en realidad quieren un autógrafo o mirarme el escote.
Yanni llamó de nuevo por teléfono. Pidió que el taxi se reuniera con ella en el interior del garaje. Seguidamente salió del coche, dejando el motor en marcha.
—Aparca en una esquina a oscuras —le dijo—. Será mejor que no salgas antes de la hora punta mañana por la mañana.
—Gracias —repuso Reacher.
—Y hazlo ya —prosiguió—. Tu rostro ha salido en todos los telediarios y el taxista lo habrá visto. Al menos espero que así haya sido. Necesito un nivel alto de audiencia.
—Gracias —volvió a decir Reacher.
Ann Yanni se alejó y permaneció al pie de la rampa, como si estuviera esperando un autobús. Reacher entró en el coche, dio marcha atrás, un rodeo por el garaje y finalmente aparcó de morro en una esquina lejana. Apagó el motor y miró por el retrovisor. Cinco minutos después un taxi marca Crown Vie verde y blanco bajó por la rampa, y Ann Yanni se subió a él. El taxi giró, se incorporó a la carretera y el garaje quedó de nuevo en silencio.
Reacher no salió del Mustang de Ann Yanni, pero tampoco permaneció en el parking de la torre negra de cristal. Demasiado arriesgado. Si Yanni cambiara de opinión, estaría perdido. Podía imaginarse a la periodista sufriendo una crisis de conciencia y llamando a Emerson. «En este momento está durmiendo en mi coche, en una esquina del parking de mi trabajo». Así pues, tres minutos después de que el taxi partiera, Reacher arrancó nuevamente y condujo hasta el parking de First Street. Estaba vacío. Subió al segundo nivel y aparcó en la misma plaza donde James Barr lo había hecho anteriormente. No metió dinero en el parquímetro. Sacó la pila de planos de Yanni y planeó la ruta. Después se acomodó detrás del volante, reclinó el asiento y se dispuso a dormir.
Despertó cinco horas más tarde, antes de que amaneciera, y tomó rumbo sur, en dirección a Kentucky. Vio tres coches de policía antes de traspasar los límites de la ciudad, pero no le prestaron atención. Estaban demasiado ocupados buscando a Jack Reacher para perder el tiempo hostigando a una atractiva presentadora de telediario.