Reacher se estaba quedando dormido en la cama de la habitación 310 del Marriott Suites, boca arriba, igual que un muerto. Hutton y él habían hablado durante tanto tiempo en la cafetería que ella casi había llegado tarde a su cita. Eileen había comprobado su reloj a las cuatro menos cinco, le había lanzado su tarjeta llave a Reacher y le había pedido que dejara la maleta en su habitación. A continuación salió corriendo a la calle. Reacher pensó que debía devolver la llave a recepción después de dejar el equipaje de Hutton en la habitación, pero no lo hizo. No tenía que ir a ningún sitio. En aquellos momentos no. Así que dejó la maleta y se quedó dentro.
Pensándolo bien, no es que la habitación 310 le entusiasmara. Se encontraba en la tercera planta, lo que hacía de la ventana una difícil vía de escape. La habitación número ocho del motel habría sido mejor, mucho mejor. Planta baja, estructura laberíntica. Existía la posibilidad de poder escapar de allí. Solo había que abrir una ventana, salir al exterior, buscar un callejón, una puerta u otra ventana. Aquel motel sí que estaba bien, y no el Marriott, a tres plantas sobre el nivel del suelo. Demasiada altura. Y ni siquiera estaba seguro de que las ventanas de las habitaciones se abrieran del todo. Tal vez ni se abriesen. Quizás el departamento militar para el que trabajaba Hutton no quería cargar con responsabilidades. O habían previsto una grave inundación y querían prevenir a Hutton. O era una cuestión de dinero. Quizás el coste de las bisagras y los mangos fuera superior al del aire acondicionado. Sea como fuera, no era una buena habitación donde alojarse, en ningún sentido, para permanecer durante una larga temporada.
Pero estaba para una estancia corta. Por lo que Reacher cerró los ojos y se quedó dormido. Duerme cuando puedas, porque nunca se sabe cuándo podrás volverá hacerlo. Así rezaba una vieja máxima del ejército.
El plan de Emerson era bastante sencillo. Metió a Donna Bianca en la habitación número siete. Ordenó a los dos coches patrulla que aparcaran a tres calles del motel, que después volvieran y aguardaran en la habitación número nueve. El mismo Emerson colocó un coche dos calles detrás del motel, otro cuatro manzanas al norte, en el mismo lugar donde se encontraba el concesionario, y otro dos manzanas al sur. Le pidió al recepcionista que estuviera atento, que vigilara por la ventana y que llamara a Bianca a la habitación siete en cuanto viera aparecer al tipo que conocía como Heffner.
Eileen Hutton volvió al Marriott a las cuatro y media. No había ninguna llave para ella en recepción. Tampoco ningún mensaje. De modo que subió en el ascensor y siguió las flechas en dirección a la habitación 310. Llamó a la puerta. Hubo una breve pausa. Enseguida Reacher abrió.
—¿Qué tal se está en mi habitación? —le preguntó ella.
—La cama es cómoda —contestó él.
—Se supone que he de llamar a Emerson si te veo —dijo.
—¿Y lo vas a hacer?
—No.
—Perjurio y cobijo a un fugitivo —repuso Reacher—. Todo en un solo día.
Eileen buscó en su bolso y sacó la tarjeta de Emerson.
—Eres el único sospechoso. Me dio tres números de teléfono distintos. Parece serio.
Reacher tomó la tarjeta. La metió en el bolsillo trasero de su pantalón, junto a la servilleta de papel donde Helen Rodin había apuntado su número de teléfono. Reacher se estaba convirtiendo en una agenda telefónica andante.
—¿Cómo ha ido con Rodin? —preguntó Reacher.
—Fue sencillo.
Reacher no dijo nada. Eileen se paseó por la habitación, examinándola. Baño, habitación, sala de estar, una cocina pequeña. Cogió el bolso y lo dejó con cuidado junto a la pared.
—¿Quieres quedarte? —preguntó Eileen.
Reacher negó con la cabeza.
—No puedo —contestó.
—De acuerdo —repuso ella.
—Pero podría volver más tarde, si quieres.
Eileen hizo una breve pausa.
—Muy bien —respondió—. Ven más tarde.
Alex Rodin volvió a entrar en su despacho. Cerró la puerta y llamó a Emerson.
—¿Le tienes? —preguntó.
—Es solo cuestión de tiempo —contestó Emerson—. Le estamos buscando por todas partes. Y estamos vigilando su habitación. Está hospedado en el viejo motel. Utiliza un nombre falso.
—Interesante —repuso Rodin—. Eso significa que también podría haber utilizado un nombre falso en el Metropole.
—Lo comprobaré —dijo Emerson—. Le enseñaré la foto al recepcionista.
—Podríamos estar a punto de pillarle —dijo Rodin.
Colgó el teléfono, imaginándose dos nuevos titulares en la pared de su oficina. Primero Barr, y luego Reacher.
Reacher abandonó la suite de Hutton. Bajó por las escaleras en lugar de utilizar el ascensor. Cuando llegó a la planta baja, giró por el vestíbulo y encontró un pasillo posterior con una salida de emergencia al fondo. Empujó la puerta y la dejó entreabierta con la ayuda del pie. Sacó del bolsillo la tarjeta de Emerson y la rompió longitudinalmente por la mitad. Seguidamente dobló cuatro veces una de las mitades, por donde estaba impreso el nombre. Hundió el cierre de la puerta con el dedo pulgar, y en su lugar encajó la tarjeta de cartón. Cerró la puerta con cuidado y, con la palma de la mano, comprobó que estuviese al mismo nivel que el marco. A continuación comenzó a caminar. Pasó al lado de los contenedores de basura y de la zona de aparcamiento destinada al personal del hotel. Finalmente salió a una calle, en dirección norte. Las aceras estaban repletas de gente y la carretera comenzaba a sufrir atascos. Mantuvo un paso normal. Aprovechaba su altura para comprobar si en los alrededores había coches patrulla o agentes de policía en los chaflanes. Todavía hacía calor. Se aproximaba una tormenta. Había altas presiones, que hacían que el ambiente oliese a tierra húmeda y a nitrógeno fertilizante.
Alcanzó la carretera elevada y giró, poco después, en dirección oeste, por un desvío que cruzaba por debajo de la calzada. Pilares de doce metros de altura sujetaban la estructura. A su alrededor, había edificios construidos desordenadamente. Algunos vacíos y llenos de suciedad, otros ocupados por locales viejos de ladrillo con tragaluces en las azoteas, otros con tejados a dos aguas convertidos en tiendas de cosméticos, otros con pintadas en las paredes. Reacher dejó atrás la torre negra de cristal, continuó caminando a la sombra de la autopista y giró en dirección sur hasta llegar a la parte posterior de la biblioteca. De repente se detuvo, se agachó y se tocó el zapato, como si fuera a quitarse una piedrecita. Echó una ojeada por debajo del brazo y comprobó que nadie le seguía.
Continuó caminando. Tras pasar junto a la biblioteca, anduvo bajo el sol unos treinta y cinco metros. La plaza se encontraba al este. Reacher se detuvo un instante bajo el punto exacto donde Helen Rodin había aparcado el día anterior, el mismo punto donde James Barr debería haber aparcado el viernes. Treinta y cinco metros más abajo la vista era distinta, pero la geometría era la misma. Reacher no alcanzaba a ver las flores marchitas colocadas sobre el muro sur de la piscina. Eran ráfagas de colores desteñidos en la distancia. Tras ellos se hallaba la puerta del edificio de tráfico. La gente salía de allí sola o en parejas. Comprobó su reloj. Las cinco menos diez.
Continuó avanzando y giró por el bloque situado más al norte de First Street. Después giró una manzana en dirección sur y tres en dirección este. Apareció frente al parking, en el ala oeste. Subió por la rampa de la entrada y encontró la cámara de seguridad. El objetivo era un cristal pequeño, circular y sucio, sujeto a una sencilla caja negra encajada en el ángulo de dos paredes de hormigón. Reacher saludó a la cámara. Estaba colocada a demasiada altura. Debería haber estado más baja, al nivel de las matrículas. Los muros del parking estaban llenos de arañazos y rozaduras. Formaban un arco iris de colores. Los conductores no tenían cuidado. Si hubiesen colocado la cámara más abajo, habría durado un día y medio. Tal vez incluso menos.
Subió por la rampa hasta el segundo nivel. Se dirigió al sector noreste, a la esquina situada al fondo. El parking estaba tranquilo y en silencio, pero lleno de coches. La plaza donde James Barr aparcó en su día estaba ocupada. No había lugar para el sentimentalismo ni las contemplaciones en la lucha por una plaza libre en el centro de la ciudad.
La frontera entre el parking viejo y el nuevo estaba delimitada por tres cintas de plástico que se extendían de un pilar a otro. En una cinta se podía leer el habitual mensaje en blanco y amarillo de Precaución. No entrar. Por encima y por debajo de esta, había dos cintas más de color azul y blanco que decían Policía. No pasar. Reacher apartó las tres cintas hacia arriba y se coló por debajo. No se apoyó sobre la rodilla, no se rozó los pantalones, no dejó rastro de fibras. No era necesario y eso que él medía quince centímetros más que Barr. Tampoco era necesario dejar rastro si hubiesen utilizado un precinto quince centímetros por debajo del que tuvo que esquivar Reacher. Barr dejó a propósito todas aquellas pruebas.
Reacher continuó caminando a oscuras. La nueva zona en obras tenía forma rectangular. Medía aproximadamente treinta y cinco metros de norte a sur, y ciento ochenta metros de este a oeste. Así pues, para alcanzar el extremo noreste de la ampliación, tuvo que dar treinta y cinco pasos. Se detuvo a una distancia de unos dos metros del muro periférico. Seguidamente miró hacia abajo y a su derecha. Tenía una vista perfecta. No necesitó apoyarse en ninguna columna. No tuvo que pasearse por el lugar como un caballo en la pradera.
Permaneció allí y observó. Multitud de personas salían de las dependencias del gobierno. Era un flujo constante. Algunas se detenían a encenderse un cigarrillo en cuanto salían a la calle. Otras avanzaban en dirección oeste. Unos más deprisa, otros más despacio. Todos ellos giraban por el extremo norte de la piscina. Nadie transitaba por el lugar por donde lo habían hecho las víctimas de Barr. Las ofrendas funerarias les hacían esquivar el camino. Un recordatorio. Por ese motivo era difícil hacerse una idea del escenario del viernes. Difícil, pero no imposible. Reacher observó a los viandantes y los imaginó siguiendo la ruta que tanto respeto les causaba. Imaginó que continuaban avanzando, sin girar. Al entrar en el pasillo disminuirían el paso. Pero tampoco demasiado. Y se acercarían unos a otros. La combinación de velocidad moderada y de proximidad exageraría los ángulos de desviación. Lo cual haría la tarea más difícil. Se trataba de un principio básico para un francotirador. Un pájaro atravesando el cielo a cien metros de distancia era un blanco fácil. El mismo pájaro a la misma velocidad volando a dos metros de distancia era un blanco imposible.
Imaginó a la gente caminando de derecha a izquierda. Cerró un ojo, estiró un brazo y apuntó con el dedo. Clic, clic-clic, clic-clic-clic. Seis disparos. Cuatros segundos. Rápidos. Difícil geometría. Tensión, exposición, vulnerabilidad.
Seis disparos, incluido el disparo que Barr falló deliberadamente.
Una matanza sin igual.
«No lo olvidan».
Reacher bajó el brazo. Hacía frío a la sombra. Se estremeció. El aire era frío, húmedo y olía a lima. En Kuwait, en cambio, hacía calor, y el aire olía a la cálida arena del desierto. Catorce años atrás, en el parking de Kuwait, Reacher sudaba, y la calle se había convertido en un lugar cegador, cruel, igual que un alto horno.
Calor en la ciudad de Kuwait.
Cuatro disparos allí.
Seis disparos aquí.
Continuó inmóvil y observó a la gente que salía del edificio de tráfico. Habían montones de personas. Diez, doce, quince, veinte. Giraban, caminaban en dirección norte, giraban de nuevo y caminaban en dirección oeste, entre la piscina y la estatua de la NBC. Dejaban espacio entre ellos. No obstante, si hubieran tenido que cruzar por el pasillo no habrían tenido otro remedio que apiñarse.
Muchísima gente.
Seis disparos, en cuatro segundos.
Reacher trató de encontrar a alguien que no se moviese. No pudo ver a nadie. Ningún policía, ningún hombre mayor con traje de corte cuadrado. Dio la vuelta y volvió por el mismo camino por donde había llegado. Levantó el precinto de nuevo, pasó por debajo y descendió por la rampa. Salió a la calle y giró dirección oeste, hacia la sombra que proyectaba la carretera elevada, camino a la biblioteca.
Atravesó los treinta y cinco metros que le separaban de la biblioteca y se arrimó al muro lateral del edificio. Entró por una entrada para minusválidos. Tenía que cruzar cerca del mostrador, pero no le importó. Si Emerson estaba repartiendo avisos de búsqueda, seguro que primero los distribuiría por bares, oficinas de correos y hoteles. Pasaría mucho tiempo antes de que comenzara a recorrerse las bibliotecas.
Atravesó el vestíbulo sin ningún problema y se dirigió hacia los teléfonos públicos. Extrajo la servilleta de papel de su bolsillo y marcó el número de teléfono de Helen Rodin. Ella contestó al cabo de cinco tonos. Reacher se la imaginó rebuscando en su bolso, echando un vistazo a la pantalla y pulsando el botón de respuesta.
—¿Estás sola? —le preguntó.
—¿Reacher?
—Sí —contestó—. ¿Estás sola?
—Sí —dijo ella—. Pero tú tienes problemas.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Mi padre.
—¿Le crees?
—No.
—Voy a verte.
—Hay un policía en el vestíbulo.
—Lo imaginaba. Entraré por el garaje.
Reacher colgó, pasó por delante del mostrador y salió por la entrada lateral. Caminó por debajo de la autopista, aprovechando la sombra, hasta que llegó a la parte posterior de la torre negra de cristal, detrás de la rampa del parking. Miró a la derecha, a la izquierda, y continuó caminando. Dejó atrás las camionetas de la NBC y el Mustang que según él era de Ann Yanni. Fue hasta el ascensor, pulsó el botón y esperó. Comprobó la hora en su reloj. Las cinco y media. La mayoría de la gente estaría abandonando el edificio a esa hora. Un ascensor que bajara pararía seguramente en la planta cero. Un ascensor que subiera tal vez no. O al menos eso esperaba Reacher.
El ascensor se abrió en la planta del garaje y salieron tres personas. Reacher entró. Pulsó el botón de la planta cuarta. Se situó al fondo. El ascensor subió una planta y se detuvo en el vestíbulo. Las puertas se abrieron como un telón. El agente de policía estaba allí, a metro y medio del ascensor, mirando hacia otro lado. Tenía los pies separados y las manos en las caderas. Estaba tan cerca que habría podido tocarle. Un hombre entró en el ascensor. No dijo nada. Saludó con la cabeza, como se suele saludar al entrar en un ascensor. Reacher movió la cabeza a modo de respuesta. El hombre pulsó el botón de la planta séptima. Las puertas permanecían abiertas. El agente miraba hacia la calle. El tipo que acababa de subir pulsó el botón que cerraba las puertas. El policía se movió. Se quitó la gorra de la cabeza y se pasó los dedos por el pelo. Las puertas se cerraron. El ascensor se elevó.
Reacher se bajó en la cuarta planta y se cruzó con algunas personas que se iban para casa. Helen Rodin tenía la puerta de su oficina abierta y se disponía a partir también. Reacher entró y ella cerró tras él. Llevaba una falda corta negra y una blusa blanca. Parecía más joven, una colegiala. Y se la veía preocupada. Como si estuviese confusa.
—Debería entregarte —dijo Helen.
—Pero no lo harás —repuso Reacher.
—No —dijo—. Debería, pero no lo haré.
—La verdad es que esa chica me caía bien —dijo Reacher—. Era una cría agradable.
—Te tendió una trampa.
—No me sentí ofendido.
—Pues parece ser que a alguien no le caía tan bien.
—Eso no lo sabemos. El cariño no ha tenido nada que ver. La utilizaron como un artículo de usar y tirar, eso es todo. Un medio destinado a un fin.
—Indudablemente, el director de marionetas no te quiere cerca.
Reacher asintió.
—Eso me ha quedado claro. Pero esta vez la suerte no está de su lado, porque no me pienso ir. Él mismo ha conseguido que me decida a quedarme.
—¿Es seguro que te quedes?
—Lo suficiente. Pero lo ocurrido con la chica va a hacer que me retrase. Así que tendrás que ocuparte tú de la mayor parte del trabajo.
Helen condujo a Reacher hacia la oficina interior. A continuación tomó asiento en su silla, tras el escritorio. Se mantuvo alejada de la ventana. Reacher se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en la pared.
—Ya me he puesto manos a la obra —prosiguió Helen—. Hablé con Rosemary y con el vecino de Barr. Después volví al hospital. Creo que buscamos a un tipo llamado Charlie. Bajo, con el pelo negro y erizado, interesado en las armas. Tengo la impresión de que es una especie de furtivo. Creo que va a ser difícil dar con él.
—¿Cuánto tiempo hace que le conoce Barr?
—Cinco o seis años, al parecer. Es el único viejo amigo que me ha mencionado. El único con el que Barr se ha confesado.
Reacher asintió.
—Eso me sirve.
—Y Barr no conoce a Jeb Oliver, ni toma drogas.
—¿Le crees?
—Sí, le creo —dijo Helen—. De verdad. Creo que todo es verdad. Es como si hubiese pasado catorce años intentando cambiar su vida y no pudiese creer que haya vuelto a sucederle. Creo que está tan disgustado como todos los demás.
—Excepto las víctimas.
—Dale un respiro, Reacher. Algo extraño está pasando.
—¿Ese tal Charlie sabe algo de lo sucedido en Kuwait?
—Barr no me lo ha dicho. Pero creo que sí.
—¿Dónde vive?
—Barr no lo sabe.
—¿No lo sabe?
—Solo le ve por ahí. Charlie suele aparecer y desaparecer. Como te he dicho, creo que va a ser difícil dar con él.
Reacher no dijo nada.
—¿Has hablado con Eileen Hutton? —le preguntó Helen.
—No significa una amenaza. El ejército no quiere que nada salga a la luz.
—¿Has encontrado al tipo que te estaba siguiendo?
—No —contestó Reacher—. No le he vuelto a ver. Han debido de quitármelo de encima.
—Así que estamos igual.
—Estamos más cerca que antes. Ahora empezamos a ver una estructura. Podemos diferenciar, al menos, cuatro tipos. Uno: el tipo mayor del traje. Dos: ese tal Charlie. Tres: alguien fuerte, grande, y zurdo.
—¿De dónde has sacado a ese?
—Fue quien mató a la chica. El tipo mayor es demasiado viejo, y Charlie, demasiado pequeño. Y las pruebas físicas indican que fue un puñetazo asestado con la mano izquierda.
—Y el número cuatro es el director de marionetas.
Reacher volvió a asentir.
—Oculto en algún lugar, maquinando, moviendo los hilos. Podemos suponer que no hace el trabajo sucio personalmente.
—Pero ¿cómo podemos llegar hasta él? Si te ha quitado al hombre que te seguía, habrá hecho lo mismo con el tal Charlie. Se están escondiendo.
—Hay otra manera.
—¿Cuál?
—Hemos pasado por alto algo evidente —dijo Reacher—. Hemos perdido el tiempo buscando en el extremo equivocado del arma. Lo único que hemos hecho es centrarnos en quien disparó.
—¿Y qué deberíamos haber hecho?
—Deberíamos haber pensado un poco más.
—¿En qué?
—James Barr disparó cuatro veces en ciudad Kuwait. Y aquí seis veces.
—De acuerdo —repuso Helen—. Disparó dos veces más aquí. ¿Y bien?
—Pero no fue así —prosiguió Reacher— si pensamos en paralelo a la historia de Kuwait. Lo cierto es que aquí disparó cuatro veces menos.
—Eso es ridículo. Seis son dos más que cuatro. No cuatro menos.
—En la ciudad de Kuwait hace mucho calor. Es insoportable a mediodía. Hay que estar loco para salir a la calle. Las calles están vacías la mayor parte del día.
—¿Y?
—Pues que en Kuwait James Barr mató a los únicos seres humanos que vio. Un, dos, tres, cuatro, se acabó. La calle estaba desierta salvo por aquellos cuatro tipos. Eran las únicas personas lo bastante estúpidas para salir con el calor que hacía. Y Barr acabó con todos. Por entonces me pareció que tenía alguna lógica, quería ver el humo rosado. Aunque me extrañó, ya que debería haberse dado por satisfecho matando a una sola víctima. Al parecer no fue así. Por lo tanto pensé que se proponía acabar con todos los blancos. Y eso hizo. En ciudad Kuwait acabó con todos los blancos.
Helen Rodin permaneció callada.
—Pero aquí no acabó con todos los blancos —dijo Reacher—. Debía de haber una docena de personas caminando por aquel pasillo. O quince. Más de diez seguro. Y en la recámara llevaba diez balas. Sin embargo, se detuvo tras el sexto disparo. No las utilizó todas. Las cuatro balas restantes las tiene Bellantonio en su mural de pruebas. A eso es a lo que me refiero. En Kuwait disparó a todo cuanto pudo, y aquí disparó cuatro veces menos de las que habría podido. Lo decidió así. Pero ¿por qué?
—¿Porque tenía prisa?
—Llevaba un arma de recarga automática. La grabación del tiroteo muestra que fueron seis disparos en cuatro segundos. Lo que significa que podría haber disparado diez veces en menos de siete segundos. Tres segundos más no significaban nada para él.
Helen permaneció en silencio.
—Le pregunté —continuó Reacher—, cuando le vi en el hospital, cómo lo habría hecho teóricamente, como contestando a un informe de reconocimiento. Él se lo pensó. Conoce la zona. Dijo que habría aparcado el coche en la carretera, detrás de la biblioteca, que habría bajado la ventanilla y habría vaciado la recámara.
Helen continuó callada.
—Pero no vació la recámara —dijo Reacher—. Se detuvo después del sexto tiro. Sencillamente paró. Fría y calmadamente. Lo cual revoluciona toda la dinámica. No se trataba de un pirado con la misión de aterrorizar a una ciudad, no le mandaron allí para obtener una satisfacción con aquella carnicería. No fue algo arbitrario, Helen, ni una locura. Tras ello se esconde un propósito específico, coherente y determinado. Lo cual invierte el enfoque. Así es como deberíamos haberlo visto. Deberíamos habernos dado cuenta de que todo esto gira alrededor de las víctimas, y no del tirador. No fueron simples víctimas en el momento y el lugar equivocados.
—¿Eran un objetivo concreto? —preguntó Helen.
—Cuidadosamente escogidos —respondió Reacher—. Y en cuanto acabó con ellos, recogió todo y se fue. Con cuatro balas en la recámara. Un episodio psicótico realizado al azar no habría acabado igual. En tal caso, Barr habría apretado el gatillo hasta haber acabado con la última bala. Así pues, no fue una carnicería por diversión, sino un asesinato múltiple.
Silencio en la oficina.
—Tenemos que averiguar quiénes fueron las víctimas —prosiguió Reacher— y quién quería cargárselos. Eso nos llevará a donde tenemos que llegar.
Helen Rodin permaneció inmóvil.
—Y tenemos que darnos prisa —dijo Reacher—. Porque no tengo mucho tiempo y hemos malgastado la mayor parte del tiempo buscando donde no debíamos.
El agotado doctor de treinta años que trabajaba en la sexta planta del hospital del condado estaba acabando la ronda de la tarde. Había dejado a James Barr para el final. En parte porque no esperaba ningún cambio importante en su estado, y en parte porque tampoco le importaba. Encargarse de ladrones y estafadores enfermos ya era lo bastante malo, pero encargarse de un asesino en masa era absurdo. Doblemente absurdo, ya que en cuanto Barr se recuperara, le tumbarían en una camilla y otro doctor le administraría una inyección letal.
Pero las obligaciones éticas no se pueden ignorar, dado que son un hábito. Así como también lo son el deber, la rutina y la estructura. Por tanto, el doctor entró en la habitación de Barr y cogió el informe médico del cajón situado a los pies de la cama. Sacó un bolígrafo. Echó una ojeada a las máquinas. Después al paciente. Estaba despierto. Movía los ojos.
Alerta, anotó el doctor.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—La verdad es que no —contestó Barr.
Responde, anotó el doctor.
—Pues te jodes —repuso, y guardó el bolígrafo.
La mano derecha de Barr temblaba, lo que provocaba que las esposas chocaran contra la barandilla. Ahuecaba las manos y movía constantemente los dedos pulgar e índice, como tratando de dar forma a una imaginaria bola de cera.
—Deja de hacer eso —dijo el doctor.
—¿El qué?
—Lo que haces con la mano.
—No puedo.
—¿Es nuevo?
—Hace uno o dos años.
—¿No te empezó cuando recobraste el conocimiento?
—No.
El doctor miró su informe. Edad: cuarenta y uno.
—¿Bebes? —le preguntó.
—En realidad no —contestó Barr—. Algún trago de vez en cuando, para ayudarme a dormir.
El doctor desconfió de él automáticamente y hojeó en sus apuntes el informe toxicológico y los resultados de las pruebas hepáticas. No consume alcohol habitualmente. No es alcohólico ni similar.
—¿Has visto a tu médico de cabecera últimamente? —preguntó.
—No tengo seguro —dijo Barr.
—¿Rigidez en brazos y piernas?
—Un poco.
—¿Te pasa lo mismo en la otra mano?
—A veces.
El doctor volvió a sacar el bolígrafo y garabateó al pie del informe: Se observa un temblor en la mano derecha, no postraumático, el primer diagnóstico descarta alcoholismo. Rigidez presente en las extremidades, ¿posibles indicios de PA?
—¿Qué me pasa? —preguntó Barr.
—Cállate —contestó el doctor.
Tras hacer los deberes volvió a colocar el informe en el cajón situado a los pies de la cama y salió de la habitación.
Helen Rodin buscó entre las cajas de los informes y encontró la lista detallada de los cargos que se le imputaban a James Barr. Entre otras muchas violaciones técnicas de la ley, el Estado de Indiana había enumerado cinco imputaciones por homicidio en primer grado con circunstancias agravantes y, tal y como el debido proceso requería, en la lista constaban las cinco víctimas. Nombre, sexo, edad, dirección y profesión. Helen examinó la hoja. Buscó con el dedo las direcciones y la profesión.
—Yo no veo ninguna conexión evidente —repuso.
—No quise decir que todos ellos fueran objetivo —dijo Reacher—. Seguramente solo lo fuese uno de ellos. Dos, como mucho. Los otros solo sirvieron de tapadera para disfrazar el asesinato de matanza. Eso es lo que yo pienso.
—Me pondré manos a la obra —dijo Helen.
—Nos vemos mañana —concluyó Reacher.
Reacher bajó por las escaleras de emergencia en lugar de utilizar el ascensor. Volvió al garaje sin ser visto. Subió apresuradamente por la rampa, cruzó la calle y volvió a encontrarse bajo la carretera elevada. El hombre invisible. La vida entre las sombras. Sonrió. Se detuvo.
Decidió buscar una cabina.
Encontró una en el muro exterior de una pequeña tienda de comestibles llamada Martha’s, dos manzanas al norte de la tienda de ropa a bajo precio donde había entrado a comprar. El teléfono estaba enfrente de un callejón ancho que la gente utilizaba como una pequeña zona de aparcamiento. Había seis plazas ocupadas. Tras los vehículos, un muro alto de ladrillos coronado por un ventanal roto. El callejón se encontraba en la esquina de la tienda de comestibles. Reacher imaginó que por detrás volvía a girar formando otra manzana en dirección sur.
«Bastante seguro», pensó.
Sacó del bolsillo la tarjeta rasgada de Emerson. Decidió llamarle al teléfono móvil. Marcó el número. Apoyó el hombro en la pared y vigiló ambos extremos del callejón, mientras escuchaba el tono de la línea.
—¿Sí? —contestó Emerson.
—A ver si adivinas quién soy —dijo Reacher.
—¿Reacher?
—Correcto.
—¿Dónde estás?
—Todavía en la ciudad.
—¿Dónde?
—No muy lejos.
—Sabes que te estamos buscando, ¿verdad?
—Eso he oído.
—Así que debes entregarte.
—No creo.
—Entonces te encontraré —repuso Emerson.
—¿Crees que podrás?
—Será fácil.
—¿Conoces a un tipo llamado Franklin?
—Claro que sí.
—Pregúntale a él si es fácil.
—Eso fue diferente. Podías estar en cualquier lado.
—¿Tienes vigilado el motel?
Hubo una pausa. Emerson no contestó.
—Mantén a tu gente allí —dijo Reacher—. Puede que vuelva. O puede que no.
—Te encontraré.
—No lo creo. No eres lo bastante bueno.
—Quizás estemos rastreando esta llamada.
—Voy a ahorrarte la molestia. Estoy justo al lado de una tienda de comestibles llamada Martha’s.
—Deberías salir de tu escondite.
—Hagamos un trato —contestó Reacher—. Si encuentras a la persona que colocó el cono en el parking, me pensaré lo de salir de mi escondite.
—Barr lo colocó.
—Sabes que no fue él. Su furgoneta no sale en las cintas.
—Porque usaría otro vehículo.
—No tiene otro vehículo.
—Pues lo pediría prestado.
—¿A un amigo? —preguntó Reacher—. Tal vez. O tal vez un amigo colocó el cono por él. Sea como fuera, encuentra a ese amigo, y me pensaré lo de salir y hablar contigo.
—En las cintas aparecen cientos de coches.
—Dispones de recursos —repuso Reacher.
—No acepto el trato —dijo Emerson.
—Creo que se llama Charlie —prosiguió Reacher—. De baja estatura, pelo negro y áspero.
—No acepto el trato —volvió a decir Emerson.
—Yo no he matado a la chica —dijo Reacher.
—Eso es lo que tú dices.
—Me gustaba.
—Me rompes el corazón.
—Y sabes que no me hospedé en el Metropole la pasada noche.
—Pero la mataste allí.
—Y no soy zurdo.
—No te sigo.
—Dile a Bellantonio que hable con vuestro médico forense.
—Te encontraré —dijo Emerson.
—No lo harás —negó Reacher—. Nadie lo ha hecho nunca.
A continuación colgó y se dirigió de nuevo hacia la calle. Cruzó la carretera, caminó media manzana en dirección norte y se escondió detrás de unas vallas que no se utilizaban. Allí aguardó. Seis minutos después dos coches patrulla aparecieron frente a la tienda de comestibles Martha’s. Llevaban las luces encendidas, pero las sirenas en silencio. Salieron cuatro policías en avalancha. Dos entraron en la tienda y dos fueron a buscar la cabina. Seguidamente Reacher les vio reagruparse en la acera. Observó cómo los agentes rastreaban el callejón y revisaban los alrededores. Les vio volver a sus coches, admitiendo la derrota. Uno de ellos mantuvo una breve conversación por radio acompañada de un lenguaje corporal exagerado. Levantó las manos, se encogió de hombros. Finalmente la conversación llegó a su fin y Reacher se marchó dirección este, de vuelta al Marriott.
A El Zec solo le quedaban un pulgar y otro dedo en cada mano. En la derecha, tenía un muñón del dedo índice, ennegrecido y nudoso debido a la congelación. En una ocasión pasó una semana en invierno a la intemperie, vestido con una guerrera del Ejército Rojo, que tenía el bolsillo derecho mucho más desgastado que el izquierdo, porque el dueño anterior solía llevar la cantimplora a la derecha. Por aquel entonces, la supervivencia de El Zec dependía de una trivialidad. Salvó su mano izquierda, pero perdió la derecha. Sintió cómo sus dedos morían, empezando por el meñique y siguiendo con los demás. Sacó la mano del bolsillo y dejó que se le congelara hasta que se le entumeció por completo. Después se arrancó los dedos con los dientes, antes de que la gangrena se extendiera. Recordaba haber escupido los dedos al suelo, uno tras otro, como ramitas de color marrón.
En la mano izquierda conservó el meñique. Pero le faltaban los tres dedos del medio. Dos se los había amputado un sádico con unas tijeras de podar. El Zec se había arrancado el otro él mismo, con una cuchara afilada, con el fin de que le inhabilitaran para el trabajo en general. No podía recordar los detalles, pero se acordaba de un rumor convincente que decía que era mejor perder otro dedo que trabajar a las órdenes de un capataz.
Las dos manos destrozadas. Era recuerdo de otra época, en otro lugar. En realidad tampoco era demasiado consciente de tal amputación, pero así la vida moderna resultaba complicada. Los teléfonos móviles eran cada vez más pequeños. El número de Linsky era de diez dígitos, y llamarle era una verdadera pesadilla. El Zec nunca mantenía la misma línea durante mucho tiempo, y no merecía la pena guardar los números de teléfono en la agenda. Sería una tontería.
Cuando al final conseguía introducir el número, se concentraba y pulsaba el botón de llamada con el meñique izquierdo. A continuación hacía malabares con el teléfono para colocárselo en la otra mano y ponérselo en la oreja. No necesitaba acercárselo demasiado. Su sentido del oído todavía era excelente, gracias a Dios.
—¿Sí? —contestó Linsky.
—No pueden dar con él —dijo El Zec—. No debí haberte dicho que dejaras de vigilarle. Fue un error.
—¿Dónde han buscado?
—Por aquí y por allá. Anoche se alojó en el motel. Lo tienen rodeado, pero estoy seguro de que no volverá. Tienen otro policía vigilando el despacho de la abogada. Aparte de eso, andan a ciegas.
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero que le encuentres. Usa a Chenko y a Vladimir. Te enviaré también a Raskin. Trabajad juntos. Encontradle esta misma noche y llamadme.
Reacher se detuvo a dos manzanas del Marriott. Sabía lo que Emerson estaría haciendo. Él había hecho lo mismo durante trece años. Estaría repasando mentalmente una lista con los posibles lugares adonde Reacher pudiera acudir. A aquella hora del día incluiría los establecimientos donde ir a comer. Así pues, Emerson estaría enviando coches a restaurantes, bares y cafeterías, incluyendo el local de ensaladas preferido de Helen Rodin y el bar recreativo. En cuanto a las personas conocidas, prácticamente el círculo se limitaba a Helen Rodin. Seguro que Emerson había hecho subir al policía del vestíbulo hasta la cuarta planta y llamar a la puerta de su oficina.
Más tarde, Emerson probaría con Eileen Hutton.
Así pues, Reacher se detuvo a dos manzanas de distancia del Marriott y buscó en los alrededores un lugar donde esperar. Encontró un escondite detrás de una zapatería. Rodeado por tres muros de ladrillo a la altura de una persona, había un espacio rectangular donde se guardaba el contenedor de la basura a los ojos de la gente. Reacher se aproximó a aquel lugar. Comprobó que si apoyaba el hombro en el contenedor podía ver bastante bien la entrada principal del Marriott. No era un escondite agradable, a pesar de que se trataba del contenedor de basura con mejor olor al que se había acercado nunca. Olía a cartón y a zapatos nuevos. Mucho mejor que la basura que hay detrás de una pescadería.
Pensó que si Emerson era un profesional eficiente esperaría menos de treinta minutos. Si fuera muy eficiente, menos de veinte. El promedio, no obstante, rondaba la hora. Reacher se apoyó en el contenedor y dejó pasar el tiempo. No era tarde, pero las calles ya estaban en silencio. Había muy poca gente fuera de sus casas. Observó y siguió esperando. El olor a piel nueva de las cajas de zapatos le distrajo. Comenzó a pensar en el calzado. Quizás debería comprarse un par de zapatos nuevos. Se miró los pies. Sus náuticos eran suaves y ligeros, de suela delgada. En Miami le habían ido bien, pero en su situación actual no eran tan adecuados. Debería comprarse un calzado más resistente.
Continuó observándose los zapatos. Juntó los pies y dio un paso hacia adelante. Se detuvo. Probó con el pie contrario y se detuvo de nuevo, igual que la imagen congelada de alguien mientras camina. Tenía la mirada clavada en el suelo y algún que otro pensamiento en la cabeza. Una de las pruebas de Bellantonio. Alguna de aquellas miles de páginas impresas.
A continuación volvió a levantar la mirada, ya que había visto de reojo movimiento en la puerta del Marriott, a dos manzanas. Vio un coche patrulla. El vehículo se movió dentro de su campo de visión, frenó y se detuvo. Del interior salieron dos policías vestidos de uniforme. Reacher comprobó la hora en su reloj. Veintitrés minutos. Sonrió. Emerson era bueno, pero no increíble. Los dos policías entraron en el hotel. Pasarían cinco minutos hablando con el recepcionista. El recepcionista les daría el número de habitación de Hutton sin rechistar. En general, los recepcionistas de los hoteles de zona interior no eran activistas que defendiesen las libertades civiles de los norteamericanos. Y los huéspedes se iban al día siguiente, pero la policía local se quedaba para siempre.
Por consiguiente, los policías se dirigirían a la habitación de Hutton. Llamarían a la puerta. Hutton les dejaría pasar. No tenía nada que ocultar. Los policías fisgonearían y saldrían. Diez minutos, como mucho.
Reacher volvió a comprobar la hora. Siguió esperando.
Los policías salieron ocho minutos después. Se detuvieron a la salida del hotel, diminutos a lo lejos. Uno de ellos inclinó la cabeza hacia el hombro, hablando por la radio. Comunicó la negativa del registro, escuchó su siguiente destino. El siguiente lugar adonde Reacher podría acudir. La siguiente persona conocida. Pura rutina. «Divertíos esta tarde, chicos —pensó Reacher—. Porque yo lo voy a hacer. Eso por supuesto». Vio cómo se alejaban en el coche y esperó un minuto más, por si acaso volvían. A continuación salió de su escondite y se dirigió a la habitación de Eileen Hutton.
Grigor Linsky aguardaba en una plaza reservada al cuerpo de bomberos, en la zona de aparcamiento de un supermercado, al lado de una ventana con la pegatina de una naranja gigante anunciando carne de vaca a muy bajo precio. «Caducada y estropeada —pensó Linsky—. O infectada de listeria. El tipo de comida por la que El Zec y yo hubiésemos matado». Y cuando hablaba de matar lo hacía en serio. No se trataba de ninguna imaginación. En absoluto. El Zec y él eran aún peores gracias a sus experiencias.
El sufrimiento que habían tenido que padecer ambos no les había otorgado bondad ni nobleza, sino todo lo contrario. Los hombres que en su situación se habían inclinado hacia la bondad o la nobleza habían muerto en cuestión de horas. Pero El Zec y él habían sobrevivido, como ratas de alcantarilla, dejando atrás la inhibición y a base de fuerza y lucha, traicionando a quienes eran más fuertes que ellos y dominando a los más débiles.
Y habían aprendido que lo que funciona una vez lo hace siempre.
Linsky miró por el espejo retrovisor y vio acercarse el coche de Raskin. Era un Lincoln Town, de chasis antiguo y rectangular, negro y polvoriento, de los que ya no quedan. Raskin detuvo el coche detrás del de Linsky y salió. Tenía exactamente el aspecto de lo que era: un matón de Moscú de segunda categoría. Cuadrado, sin expresión, chaqueta barata de piel, mirada vacía. Cuarenta y tantos años. Un estúpido, según Linsky, pero había sobrevivido al último hurra del Ejército Rojo en Afganistán, había que tenerlo en cuenta. Muchísimas personas más listas que Raskin no habían vuelto enteras o ni siquiera habían vuelto. Lo que hacía de Raskin un superviviente, la cualidad más importante de las que valoraba El Zec.
Raskin abrió la puerta posterior del coche de Linsky, entró y se sentó. No dijo una palabra. Solamente le entregó a Linsky cuatro copias del cartel de «Se busca» de James Barr que le había dado El Zec. Cómo los había conseguido era algo de lo que Linsky no estaba seguro. Pero podía suponerlo. Los carteles estaban bastante bien. La similitud era casi exacta. Servirían a su propósito.
—Gracias —dijo Linsky educadamente.
Raskin no respondió.
Chenko y Vladimir llegaron dos minutos más tarde, en el Cadillac de Chenko. Chenko iba al volante. Siempre conducía él. Aparcaron detrás del Lincoln de Raskin. Tres coches grandes negros, los tres en línea. La procesión del funeral de Jack Reacher. Linsky sonrió para sí mismo. Chenko y Vladimir salieron del coche y se acercaron. El uno pequeño y de cabello oscuro, el otro grande y rubio. Subieron en el Cadillac de Linsky. Chenko en el asiento delantero, Vladimir en el trasero, junto a Raskin. Así pues, en el sentido de las agujas del reloj, se encontraban Linsky en el asiento del conductor, Chenko a su lado, Vladimir y Raskin, respetando la jerarquía impuesta y obedeciéndola instintivamente. Linsky sonrió de nuevo y entregó a cada uno de los demás una copia del cartel. Conservó una, aunque en realidad no la necesitaba. Había visto muchas veces a Jack Reacher.
—Vamos a empezar —dijo— desde el principio. Asumiremos que la policía ha podido olvidar algo.
Reacher empujó la puerta de la salida de emergencia, retiró el cartón de la cerradura y se lo guardó en el bolsillo. Entró y dejó que la puerta se cerrara tras de sí. Caminó por el pasillo hasta el ascensor y subió hasta la tercera planta. Llamó a la puerta de la habitación de Hutton. En su mente rondaba una frase que había oído decir a Jack Nicholson, en el papel de un severo coronel de la marina, en una película de militares: «No hay nada mejor en este mundo que saludar a una mujer por la mañana».
Hutton se tomó su tiempo para abrir la puerta. Reacher imaginó que se habría acomodado después de la visita de la policía. No esperaría que la volvieran a molestar tan pronto. Pero finalmente la puerta se abrió y apareció ella. Llevaba puesto un albornoz, recién salida de la ducha. La luz de fondo producía una aureola alrededor de su cabello. El pasillo estaba a oscuras; la habitación, cálida y acogedora.
—Has vuelto —le dijo Eileen.
—¿Pensabas que no lo haría?
Reacher entró en la suite y Eileen cerró la puerta.
—La policía acaba de estar aquí —le dijo.
—Lo sé —contestó él—. Les he visto.
—¿Dónde estabas?
—En un contenedor de basura, a dos manzanas de aquí.
—¿Quieres darte una ducha?
—Era un contenedor muy limpio. Detrás de una zapatería.
—¿Quieres salir a cenar?
—Preferiría que viniera el servicio de habitaciones —contestó—. No quiero pasearme por ahí más de lo estrictamente necesario.
—De acuerdo —dijo Eileen—. Me parece lógico. Pediremos algo.
—Pero aún no.
—¿Hace falta que me vista?
—Aún no.
Hutton hizo una pequeña pausa.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Tenemos asuntos pendientes —contestó.
Hutton no dijo nada.
—Me alegro de verte —dijo Reacher.
—Han pasado menos de tres horas —repuso ella.
—Quiero decir —continuó— después de tanto tiempo.
Reacher se acercó a ella y le rodeó el rostro con las manos. Le pasó los dedos por el pelo, tal y como solía hacer, y le acarició el contorno de las mejillas con los pulgares.
—¿Deberíamos hacerlo? —preguntó ella.
—¿No quieres?
—Han pasado catorce años —contestó.
—Es como montar en bicicleta —repuso Reacher.
—¿Piensas que será igual?
—Mejor.
—¿Cómo mejor? —preguntó Eileen.
—Siempre fuimos buenos —dijo—. ¿O no? ¿Podríamos mejorarlo?
Hutton permaneció inmóvil un minuto eterno. Después se puso las manos detrás de la cabeza. Se acercó a Reacher, él se inclinó hacia ella y ambos se besaron. Seguidamente volvieron a besarse, con más intensidad. Y otra vez, más tiempo. Los catorce años que les separaban se desvanecieron. El mismo sabor, el mismo sentimiento. La misma excitación. Ella le quitó la camisa, desabotonándola desde arriba, con urgencia. Cuando acabó con el último botón, le acarició el pecho, los hombros, la espalda, por debajo de la cinturilla, por los costados y por el centro. Reacher se quitó los zapatos y los calcetines rápidamente. Se bajó los pantalones y le desabrochó el albornoz a Eileen. Este cayó al suelo.
—Maldita sea, Hutton —dijo Reacher—. No has cambiado en absoluto.
—Tú tampoco —dijo ella.
Se tumbaron en la cama, tropezándose, rápida y excitadamente, cayendo el uno encima del otro como torpes animales.
Grigor Linsky revisó la zona sur de la ciudad. Comprobó el restaurante de ensaladas y seguidamente se dirigió hacia el puerto. Dio media vuelta y examinó las calles estrechas, revisando los tres lados de cada manzana y deteniéndose en la esquina para comprobar el cuarto. El Cadillac repasaba cada una de las calles. La dirección silbaba en cada esquina. Era una tarea lenta, que requería paciencia. Pero no era una ciudad grande. No había bullicio, ni muchedumbre. Y nadie podía esconderse eternamente. Se lo decía la experiencia.
Hutton estaba tendida en los brazos de Reacher. Con las yemas de los dedos trazaba lenta y suavemente los rasgos del cuerpo que tan bien había conocido tiempo atrás. Catorce años lo habían variado. Reacher le había dicho: «No has cambiado en absoluto», y ella le había contestado: «Tú tampoco», pero sabía que ambos habían sido generosos. Nadie se mantiene igual. El Reacher que ella había conocido en el desierto era más joven, tostado y delgado, debido al calor, tan ágil y grácil como un galgo. Ahora pesaba más, y tenía los músculos nudosos y duros como la caoba. Las cicatrices que recordaba en él se habían alisado y borrado, y en su lugar habían aparecido marcas nuevas. Tenía arrugas en la frente y alrededor de los ojos. Pero su nariz continuaba recta e intacta. Los dientes delanteros seguían, como trofeos. Hutton deslizó su mano por encima de la de Reacher y palpó sus nudillos. Eran grandes y duros, como cáscaras de nuez, cubiertos de marcas. «Sigue siendo un luchador —pensó—. Todavía se sirve de las manos para salvar la nariz y los dientes». Se fijó en su pecho. Tenía un agujero, en el centro a la izquierda. Ruptura muscular, un cráter lo bastante grande para meter la punta del dedo. Una herida de bala. Vieja, pero nueva para ella. Probablemente de una 38.
—Nueva York —dijo Reacher—. Hace años. Todo el mundo me lo pregunta.
—¿Todo el mundo?
—Quien la ve.
Hutton se le arrimó más.
—¿Cuánta gente la ve?
Reacher sonrió.
—Ya sabes, en la playa, o algo así.
—¿Y en la cama?
—En los vestuarios —dijo él.
—Y en la cama —repitió ella.
—No soy un monje —repuso Reacher.
—¿Te dolió?
—No me acuerdo. Estuve inconsciente tres semanas.
—La tienes encima del corazón.
—Era un revólver pequeño. Seguramente utilizaron mala munición. Debería haber disparado a la cabeza. Le habría salido mejor.
—Pero no a ti.
—Soy un hombre con suerte. Siempre lo he sido y siempre lo seré.
—Puede ser. Pero deberías tener más cuidado.
—Lo intentaré.
Chenko y Vladimir continuaron juntos y revisaron el sector norte de la ciudad. Se mantuvieron alejados del motel. Presumiblemente, la policía tenía aquella zona controlada. Así pues, su primera parada fue el bar recreativo. Entraron en el local y examinaron el interior. Estaba oscuro y no había demasiada gente. Unos treinta hombres. Ninguno de ellos encajaba con el dibujo. Ninguno era Reacher. Vladimir aguardó junto a la puerta del baño mientras Chenko registraba el interior. Uno de los retretes tenía la puerta cerrada. Chenko esperó hasta que el usuario tiró de la cadena y salió. No era Reacher. Solo un hombre. Así que Chenko se reunió de nuevo con Vladimir y ambos regresaron al coche. Comenzaron a examinar las calles, lenta, pacientemente, repasando los tres lados de cada manzana y deteniéndose en la última esquina para comprobar las aceras del cuarto.
Hutton se recostó en el hombro de Reacher al tiempo que le observaba. Seguía teniendo los mismos ojos. Quizás algo más hundidos y encapuchados. Pero conservaban aquel color azul como el hielo del Ártico bajo la luz del sol, como un mapa a color de dos lagos idénticos formados por nieve deshecha de las altas montañas. Pero su expresión había cambiado. Hacía catorce años, debido a las tormentas de arena del desierto, tenía los ojos enrojecidos, y una especie de cinismo le empañaba la mirada. Eran ojos de guerra, ojos de policía. Hutton recordaba cómo aquellos ojos se movían lenta y pausadamente, igual que los ojos de un rastreador tras un objetivo. Ahora, los ojos de Reacher eran más transparentes, más tiernos, más inocentes. Tenía catorce años más, pero su mirada volvía a ser como la de un niño.
—Te has cortado el pelo —le dijo Hutton.
—Me lo he ido a cortar esta mañana —contestó—. Por ti.
—¿Por mí?
—Ayer parecía un salvaje. Me dijeron que ibas a venir. No quería que pensaras que era una especie de vagabundo.
—¿Es que no lo eres?
—En cierta manera, supongo.
—¿De qué manera?
—Voluntaria.
—Deberíamos cenar algo —dijo Hutton.
—Me parece una buena idea.
—¿Qué te apetece?
—Cualquier cosa que pidas. Lo compartiremos. Pide raciones grandes.
—Escoge tú, si quieres.
Reacher negó con la cabeza.
—Dentro de un mes, algún oficial del departamento de defensa tendrá que revisar tus gastos. Es mejor que vea solo una comida en lugar de dos.
—¿Te preocupa mi reputación?
—Me preocupa tu próximo ascenso.
—No me lo darán. Voy a ser general de brigada de por vida.
—Ese tal Petersen te debe una.
—No puedo negar que tener dos estrellas estaría genial.
—Para mí también —repuso Reacher—. Me han jodido cantidad de oficiales con dos estrellas. Estaría bien pensar que esta vez he sido yo quien ha jodido a una.
Hutton le hizo una mueca.
—Comida —dijo Reacher.
—Me gustan las ensaladas —dijo ella.
—Hay gente para todo, supongo.
—¿A ti no te gustan?
—Pide ensalada de primero y bistec de segundo. Tú cómete la comida de conejos, que yo me comeré el bistec. Y luego un buen postre. Y una cafetera llena de café.
—A mí me gusta el té.
—No, por favor —dijo Reacher—. Existen una serie de cosas por las que no puedo sacrificarme. Ni siquiera aunque sea por el departamento de defensa.
—Pero me muero de sed.
—Seguro que nos ponen cubitos de hielo. Siempre los ponen.
—Te recuerdo que soy tu superior.
—Siempre lo fuiste. ¿Y acaso me viste beber té?
Hutton negó con la cabeza y se incorporó. Caminó desnuda por la habitación. Echó una ojeada al menú y llamó por teléfono. Pidió ensalada, un filete de solomillo y tarta helada. Y una cafetera hasta arriba de café. Reacher sonrió en dirección a ella.
—Veinte minutos —dijo Hutton—. Vamos a darnos una ducha.
Raskin se ocupó de buscar por el centro de la ciudad. Caminaba con el dibujo en la mano y una lista en su cabeza: restaurantes, bares, cafeterías, pizzerías, tiendas de comestibles, hoteles. Comenzó por el Metropole Palace. El vestíbulo, el bar. No hubo suerte. Se dirigió hacia un restaurante chino, a dos manzanas del hotel. Entró y salió enseguida, discretamente. Pensó que era bastante bueno para aquel tipo de trabajo. No era un hombre que llamara demasiado la atención, ni que se le recordara fácilmente. Estatura media, peso medio, rostro sin rasgos destacables. Simplemente uno más, lo que en cierta manera podía ser motivo de frustración, pero la mayoría de las veces era una ventaja importante. La gente le miraba, pero realmente no le veía. Los ojos pasaban de largo.
Reacher tampoco se encontraba en el restaurante chino. Ni en el local de comida rápida, ni en el bar irlandés. Así pues, Raskin se detuvo y decidió tomar un desvío hacia el norte. Revisaría la oficina de la abogada y a continuación se dirigiría hacia el Marriott, puesto que, tal y como había mencionado Linsky, era allí donde se hallaban las mujeres. Y según la experiencia de Raskin, los tipos que no pasaban inadvertidos solían pasar más tiempo con mujeres que el resto de hombres.
Reacher salió de la ducha. Cogió prestado el cepillo de dientes de Hutton, la pasta dental y el peine. Seguidamente se quitó la toalla, atravesó la habitación y cogió su ropa. Se vistió. Cuando terminó se sentó en la cama y oyó que llamaban a la puerta.
—Servicio de habitaciones —exclamó una voz desconocida.
Hutton asomó la cabeza por detrás de la puerta del baño. Estaba vestida, pero aún no había acabado de secarse el pelo.
—Ve tú —le dijo Reacher.
—¿Yo?
—Tendrás que firmar.
—Podrías firmar por mí.
—Dentro de dos horas la policía no me habrá encontrado, así que volverán a venir. Será mejor que nadie sepa que no estás sola.
—Nunca te relajas, ¿verdad?
—Cuanto menos me relajo más suerte tengo.
Hutton se pasó la mano por el pelo y se dirigió a la puerta. Reacher oyó el sonido metálico de un carrito, el tintineo de platos y el roce de un bolígrafo sobre el papel. A continuación oyó cerrarse la puerta. Avanzó hacia la sala de estar y vio una mesita con ruedas en medio de la habitación. El camarero había colocado una silla detrás.
—Un cuchillo —dijo Hutton—. Un tenedor. Una cuchara. No habíamos caído en eso.
—Lo haremos por turnos —dijo Reacher—. Será romántico.
—Puedo cortarte el filete y luego tú usas los dedos.
—Podrías darme de comer. Deberíamos haber pedido uvas.
Hutton sonrió.
—¿Te acuerdas de James Barr? —preguntó Reacher.
—Ha llovido mucho desde entonces —contestó Hutton—. Pero releí su informe ayer.
—¿Cómo era como tirador?
—Ni el mejor que haya visto, ni tampoco el peor.
—Eso es lo que yo recuerdo. He estado en el parking, echando un vistazo. Fue un tiroteo impresionante. Realmente impresionante. No recordaba que Barr fuese tan bueno.
—Poseen numerosas pruebas que le señalan.
Reacher asintió. No dijo nada.
—Tal vez haya estado practicando —prosiguió Hutton—. Estuvo en el ejército cinco años, pero ha estado en combate como mucho tres veces. Quizás haya adquirido mayor destreza al cabo de los años.
—Quizás.
Hutton le miró.
—No te vas a quedar, ¿verdad? Estás pensando en marcharte, justo después de cenar. Por la policía. Crees que volverán a la habitación.
—Lo harán —dijo Reacher—. Cuenta con ello.
—No tengo por qué dejarles entrar.
—En un lugar como este, la policía hace lo que quiere. Y si me encuentran aquí te meterás en problemas.
—No si eres inocente.
—No hay forma legal de decirles que lo soy.
—Aquí yo soy la abogada —dijo Hutton.
—Y yo era el policía —añadió Reacher—. Así que sé cómo son. Odian a los fugitivos. No pueden ni verlos. Te arrestarán conmigo y no lo solucionarán hasta pasado un mes. Por entonces, tu segunda estrella estará en el fondo del retrete.
—¿Y adónde vas a ir?
—Ni idea. Pero ya se me ocurrirá.
La puerta principal de la torre negra de cristal se cerraba con llave por la noche. Raskin llamó, dos veces. El guarda de seguridad que había sentado tras el escritorio del vestíbulo le miró. Raskin le mostró el dibujo.
—Una entrega —dijo.
El guarda se levantó, caminó hacia la puerta y usó una de las llaves que tenía en un manojo. Raskin entró.
—Rodin —dijo—. Planta cuarta.
El guarda asintió. La oficina de Helen Rodin había recibido numerosas entregas aquel día. Sobres, paquetes, cajas en carretilla. Era de esperar que recibiera más. No era algo de extrañar. El guarda volvió a su escritorio sin decir una palabra mientras Raskin se acercaba al ascensor. Entró y pulsó el botón de la cuarta planta.
Lo primero que vio en la cuarta planta fue a un policía de pie junto a la puerta del despacho de la abogada. Raskin supo inmediatamente lo que aquello significaba. Significaba que el despacho de la abogada continuaba siendo una posibilidad. Significaba que Reacher no estaba allí en aquel momento, y que no había intentado ir recientemente. Así pues, Raskin giró por el pasillo, como si se hubiera confundido. Esperó un instante y seguidamente volvió a entrar en el ascensor. Dobló el dibujo y lo guardó en el bolsillo. En el vestíbulo le hizo un gesto al guarda como si hubiera acabado su trabajo y volvió a adentrarse en la oscuridad de la noche. Giró a la izquierda, dirección noreste, hacia el Marriott Suites.
Reacher no pudo terminar todo el café que contenía la cafetera. Tuvo que parar de beber después de la quinta taza. A Hutton pareció no importarle. Reacher pensó que cinco tazas de seis justificaban el hecho de haber insistido tanto con el café.
—Ven a verme a Washington —le dijo.
—Lo haré —contestó Reacher—. Tenlo por seguro. La próxima vez que vaya.
—No dejes que te atrapen.
—No lo harán —repuso—. Ellos no.
Luego miró a Eileen durante un minuto, guardando aquel recuerdo, añadiendo otro fragmento a su mosaico. La besó en los labios y se dirigió hacia la puerta. Salió al pasillo y avanzó hacia las escaleras. En la planta baja giró por detrás del vestíbulo y volvió a salir por la salida de emergencia. La puerta se cerró por completo. Reacher suspiró y comenzó a caminar entre las sombras.
Raskin le vio inmediatamente. Se encontraba a unos treinta metros de él. Avanzaba a paso rápido, aproximándose al Marriott por detrás del edificio. Vio un destello de luz en mitad de la oscuridad. La puerta de la salida de emergencia abrirse. Vio a un hombre alto saliendo, inmóvil por un instante. Poco después la puerta se cerró y el hombre se dio la vuelta asegurándose de que estuviera completamente encajada. Un débil rayo de luz le iluminó el rostro. Fue una fracción de segundo, pero suficiente para convencer a Raskin. El hombre que salía por aquella puerta era el mismo que aparecía en el dibujo. Jack Reacher, seguro, no había duda. La misma altura, el mismo peso, la misma cara. Raskin había examinado cada detalle detenidamente.
Así pues, Raskin se detuvo en seco y se escondió entra las sombras. Vigilaba y aguardaba. Vio a Reacher mirar hacia la derecha, hacia la izquierda, avanzar decidido, dirección oeste, rápida e ininterrumpidamente. Raskin permaneció donde estaba y contó un, dos, tres en su cabeza. Entonces salió de entre las sombras, cruzó la zona de aparcamiento, se detuvo de nuevo y se asomó por la esquina de la calle para divisar la zona oeste. Reacher se encontraba a una distancia de unos veinte metros. Seguía caminando, tranquilamente, sin percatarse de la presencia de Raskin. Paseaba por el centro de la acera, a grandes zancadas, con los brazos estirados a ambos lados. Era un tipo de gran estatura. Seguro que era él. Tan grande como Vladimir.
Raskin volvió a contar hasta tres, hasta que Reacher se encontró a unos cuarenta metros de distancia. Entonces continuó siguiéndole. Raskin mantenía los ojos fijos en su objetivo. Mientras tanto, hurgó en su bolsillo y sacó el teléfono móvil. Marcó rápidamente el número de Grigor Linsky. Reacher continuaba caminando, a una distancia de cuarenta metros. Raskin se llevó el teléfono a la oreja.
—¿Sí? —contestó Linsky.
—Le he encontrado —susurró Raskin.
—¿Dónde?
—Va andando. Al oeste del Marriott. A tres manzanas dirección norte en paralelo al motel.
—¿Adónde se dirige?
—Espera —susurró Raskin—. Un momento.
Reacher se detuvo en una esquina. Miró a la izquierda y giró hacia la derecha, hacia la sombra proyectada por la autopista elevada. Continuaba tranquilo. Raskin le observaba pasar junto a una papelera en un aparcamiento vacío.
—Ha girado hacia el norte —susurró.
—¿Y adónde va?
—No lo sé. Al bar recreativo, quizás.
—De acuerdo —dijo Linsky—. Iremos hacia el norte. Esperaremos a unos cincuenta metros de la calle del bar. Vuelve a llamarme dentro de tres minutos exactamente. Mientras tanto, no le pierdas de vista.
—Entendido —dijo Raskin.
Colgó el teléfono, pero no lo guardó. Tomó un pequeño atajo en el aparcamiento vacío. Se apoyó en un muro de hormigón blanco y asomó la cabeza. Reacher seguía andando a unos cuarentas metros, por el centro de la acera, balanceando los brazos y a paso rápido. Un hombre seguro, pensó Raskin. Quizás demasiado confiado.
Linsky llamó a continuación a Chenko y a Vladimir. Les dijo que se reunieran a cincuenta metros al norte del bar, tan pronto como les fuera posible. A continuación llamó a El Zec.
—Le hemos encontrado —dijo.
—¿Dónde?
—En la zona norte del centro.
—¿Quién va tras él?
—Raskin. Van por la calle, caminando.
El Zec se quedó callado un instante.
—Espera que entre en algún sitio —dijo—. Y luego Chenko que llame a la policía. Tiene acento extranjero, que se haga pasar por barman, o recepcionista, o lo que sea.
Raskin se mantuvo a cuarenta metros de distancia de Reacher. Volvió a llamar a Linsky. Reacher seguía andando, las mismas zancadas, al mismo ritmo. Su ropa apenas se distinguía en la oscuridad de la noche. Tenía el cuello y las manos morenas, algo más visibles que la ropa. Una silueta más clara le rodeaba el cabello, recién cortado, que le daba un toque fantasmagórico en mitad de la noche. Raskin centró los ojos en aquella aureola. Era un resplandor blanco en forma de U que se elevaba a metro ochenta del suelo, y que ascendía y descendía media pulgada constantemente, a cada paso que daba. «Idiota —pensó Raskin—. Tendría que haber utilizado betún para las botas, como en Afganistán». Luego pensó: «Aunque no siempre teníamos betún para las botas. Ni peluqueros».
A continuación se detuvo, pues Reacher acababa de hacer lo mismo cuarenta metros por delante. Raskin volvió a ocultarse entre las sombras. Reacher miró hacia la derecha y giró hacia la izquierda, en dirección a una bocacalle. Raskin le perdió de vista tras un edificio.
—Ha vuelto a girar hacia el oeste —susurró Raskin.
—¿Todavía va en dirección al bar recreativo? —preguntó Linsky.
—O hacia el motel.
—Cualquiera de los dos nos sirve. Acércate un poco más. No le pierdas de vista ahora.
Raskin corrió unos diez pasos y se detuvo al llegar a la esquina. Se asomó por el ángulo del edificio y miró. Problema. No le veía. La calle era larga, ancha y recta. Al final había luces que alumbraban los cuatro carriles que se extendían en dirección al norte, hacia la carretera estatal. Así que Raskin tenía un excelente campo de visión. El problema era que Reacher ya no formaba parte. Había desaparecido.