Reacher no fue al aeropuerto. Fue más listo. El personal militar superior pasa mucho tiempo volando, tanto en avionetas como en aviones de pasajeros, y no les gusta. Sin estar en combate, muere más personal militar en accidentes de avión que en cualquier otra circunstancia. Por consiguiente, dado que Eileen Hutton era una inteligente general de brigada, no habría volado desde Indianápolis. No le habría importado volar a bordo de un jet desde Washington, pero no haría otro vuelo para seguir el trayecto. De ninguna manera. En su lugar, alquilaría un coche.
Así que Reacher caminó en dirección a la biblioteca. Preguntó a la mujer deprimida que había detrás del mostrador dónde podía encontrar las Páginas Amarillas. Se dirigió hacia donde ella le indicó, y se llevó la guía a una mesa. La abrió por la letra H de hoteles. Comenzó a buscar. Estaba casi seguro de que algún encargado del departamento militar judicial había hecho lo mismo que él el día anterior, pero a distancia, probablemente por Internet. Hutton le habría pedido que le reservase una habitación. El encargado, ansioso por quedar bien, habría buscado en el plano un hotel y habría escogido un lugar adecuado, con parking donde aparcar el coche de alquiler. Probablemente una cadena hotelera con una tarifa establecida por el gobierno.
«El Marriott Suites —pensó Reacher—. Allí es donde se alojará».
Al sur de la autopista y de la ciudad, tomando un desvío hacia la izquierda, allí estaba, a tres manzanas al norte de los juzgados, muy fácil de llegar, con desayuno incluido. El encargado habría impreso la dirección y la habría grapado junto al itinerario, ansioso por quedar bien. Hutton producía ese efecto sobre las personas.
Reacher memorizó el número del Marriott y volvió a dejar la guía en su sitio. Seguidamente se dirigió hacia el vestíbulo y llamó por teléfono desde una cabina.
—Quiero confirmar una reserva —dijo.
—¿Nombre?
—Hutton.
—Sí, aquí está. Solo una noche, una suite.
—Gracias —dijo Reacher, y colgó el teléfono.
Eileen tomaría un vuelo muy temprano desde Washington D. C. Tras dos décadas en el ejército, se levantaría a la cinco, tomaría un taxi a las seis, embarcaría a las siete. Llegaría a Indianápolis a las nueve, como muy tarde. Saldría de Hertz con el coche de alquiler a las nueve y media. El trayecto por carretera era de dos horas y media. Llegaría al mediodía. Faltaba solo una hora.
Reacher salió de la biblioteca, cruzó la plaza y se encaminó a través de una pequeña multitud. Dejó atrás la oficina de reclutamiento y los juzgados. Encontró el Marriott sin dificultad. Entró en la cafetería y se sentó a una mesa que había en el rincón, esperando a que apareciera.
Helen Rodin llamó a Rosemary Barr al trabajo. No estaba allí. La recepcionista parecía algo incómoda cuando le preguntó. Así que Helen probó llamándola a casa, y contestó tras el segundo tono.
—¿Te han echado? —preguntó.
—He sido yo —contestó Rosemary—. He dimitido. Todo el mundo actuaba de forma extraña conmigo.
—Eso es horrible.
—Así es la naturaleza humana. Tengo que pensar en algo. Quizás debería irme.
—Necesito que me hagas una lista de los amigos de tu hermano —dijo Helen.
—No tiene ninguno. La prueba irrefutable de la amistad es la adversidad, ¿no? Pues no le ha ido a ver nadie. Ni me ha llamado nadie para preguntarme cómo está.
—Quiero decir antes —especificó Helen—. Necesito saber a quién vio, con quién solía salir, quién le conocía bien. Sobre todo si ha hecho últimamente alguna nueva amistad.
—No había nadie nuevo —repuso Rosemary—. Al menos que yo sepa.
—¿Estás segura?
—Bastante.
—¿Y los viejos amigos?
—¿Tienes dónde apuntar?
—Todo un bloc.
—Bueno, no vas a necesitarlo. Con una cajetilla de fósforos tendrás suficiente. James es una persona muy autosuficiente.
—Pero debe de tener amigos.
—Un par, imagino —dijo Rosemary—. Hay un tipo llamado Mike, de su vecindario. Se juntan para hablar de sus jardines y de béisbol, ya sabes, cosas de hombres.
Mike, escribió Helen. Cosas de hombres.
—¿Alguien más?
Rosemary hizo una pausa.
—Un tal Charlie —contestó.
—Háblame de Charlie —le pidió Helen.
—No sé mucho de él. En realidad nunca le he llegado a conocer.
—¿Cuánto tiempo hace que le conoce?
—Años.
—¿Eso incluye el tiempo que viviste con él?
—Nunca vino a casa cuando vivíamos juntos. Solo le he visto en una ocasión, una vez que entraba en casa cuando yo salía. Le pregunté a James quién era y me dijo que era Charlie, como si se tratara de un viejo amigo.
—¿Qué aspecto tenía?
—Bajo. Con el pelo extraño, igual que una escobilla de aseo pero negra.
—¿Es de por aquí?
—Creo que sí.
—¿Qué les unía?
—Las armas —dijo Rosemary—. Era su interés común.
Charlie, anotó Helen. Armas.
Donna Bianca estuvo hablando por teléfono durante un buen rato, apuntando los horarios de vuelos entre Washington D. C. e Indianápolis. Los vuelos de conexión desde Indianápolis salían una hora después, y el trayecto duraba treinta y cinco minutos. Imaginó que una persona que tenía una cita en los juzgados a las cuatro en punto no tendría intención de llegar más tarde de las dos y treinta y cinco. Lo que significaba salir de Indianápolis a las dos, lo que implicaba tomar tierra a la una y media, como muy tarde. Por lo tanto, debía abandonar el aeropuerto de Washington National como máximo a las once y media o doce. Lo cual no era posible. El último vuelo directo desde Washington National hasta Indianápolis era a las nueve y media. Solo había un avión por la mañana y un avión por la tarde. Ninguno intermedio.
—Llegará a las doce y treinta y cinco —dijo.
Emerson comprobó su reloj. Las doce menos cuarto.
Reacher llegaría pronto.
A las doce menos diez llegó un mensajero al edificio donde trabajaba Helen Rodin. El chico llevaba seis cajas grandes de cartón con las copias del informe de la defensa sobre las pruebas del proceso judicial, el proceso de descubrimiento, según las normas del debido proceso basado en la Declaración de Derechos. El mensajero llamó desde el vestíbulo a la oficina de Helen, y esta dijo que subiera. El chico tuvo que hacer dos viajes con la carretilla. Amontonó las cajas sobre el escritorio vacío que había en recepción. Helen firmó el albarán y el mensajero se marchó. Helen abrió las cajas. Había cantidad de papeles y docenas de fotografías. Y once cintas VHS nuevas con etiquetas y números claramente impresos en referencia a un folio firmado por un notario, confirmando que se trataba de copias fieles e íntegras de las cintas de seguridad obtenidas en el parking, y que habían sido copiadas mediante una tercera persona contratada, totalmente independiente a ambas partes. Helen cogió las cintas y las separó del resto de papeles. Tenía intención de llevárselas a casa y verlas con su propio aparato de vídeo. No tenía videocasete en la oficina. Tampoco televisor.
En la cafetería del Marriott sí había televisor. Estaba en la parte superior del rincón, sobre un soporte articulado de color negro. No tenía sonido. Reacher vio un anuncio donde aparecía una mujer con un vestido de verano transparente, retozando por un campo de flores amarillas. No estaba seguro del producto que anunciaban. El vestido, quizás, o un maquillaje, un champú, medicina para la alergia. Seguidamente apareció la cabecera del noticiario. Noticias del mediodía. Reacher miró la hora en su reloj. Exactamente las doce. Echó una ojeada al mostrador de recepción, en el vestíbulo. Desde su asiento podía ver perfectamente quién entraba. Ni rastro de Hutton. Aún no. Así que volvió a mirar hacia la televisión. En ella apareció Ann Yanni. Al parecer se trataba de una retransmisión en directo, desde el centro de la ciudad, en la calle. Frente al Metropole Palace. Ann comenzó a hablar en voz baja, pero poco a poco subió el tono. A continuación emitieron unas imágenes a media luz. Un callejón. Barreras policiales. Una forma indefinida bajo una sábana blanca. Luego salió en pantalla una fotografía de carné. Piel clara. Ojos verdes. Pelirroja. Debajo de la barbilla, un titular sobrepuesto decía: Alexandra Dupree.
Alexandra. Sandy.
«Ahora sí que se han pasado», pensó Reacher.
Sintió un escalofrío.
«Se han pasado de la raya, y mucho».
Siguió mirando el televisor. El rostro de Sandy seguía en pantalla. A continuación, retiraron la fotografía y emitieron imágenes de horas anteriores. Apareció Emerson de espaldas. Era una entrevista grabada. Yanni le pegaba el micrófono a la nariz. Continuó hablando. Yanni se acercó el micrófono y le hizo una pregunta. La chica tenía los ojos apagados, vacíos, cansados y medio cerrados para evitar el flash de la cámara. Aunque el televisor no tenía sonido, Reacher imaginó que Emerson prometía una investigación rigurosa y a fondo. «Vamos a atraparle», decía.
—Te he visto desde el mostrador —dijo una voz. Y continuó—: Y me he dicho a mí misma, ¿no conozco a ese tipo?
Reacher apartó la vista del televisor.
Eileen Hutton estaba de pie, frente a él.
Llevaba el pelo más corto. No estaba bronceada. Alrededor de los ojos tenía líneas finas. Pero por lo demás estaba exactamente igual que hacía catorce años. Igual de guapa. De estatura media, delgada, atrevida. Arreglada, fragante. Increíblemente femenina. No había engordado un solo kilo. Iba vestida de paisano. Pantalones chinos color caqui, una camiseta blanca y una camisa azul abierta. Mocasines sin calcetines. Nada de maquillaje ni joyas.
Ni alianza.
—¿Te acuerdas de mí? —le dijo.
Reacher asintió.
—Hola, Hutton —la saludó—. Me acuerdo de ti. Por supuesto que sí. Me alegro de volver a verte.
Eileen llevaba un bolso y una tarjeta magnética en la mano, la llave de la habitación. A sus pies había una maleta con ruedas y mango largo.
—Yo también me alegro de verte —contestó ella—. Pero, por favor, dime que es una coincidencia. Por favor, dímelo.
Increíblemente femenina, excepto por el hecho de que continuaba siendo una mujer en un mundo de hombres. Si se sabía dónde mirar, se veía la dureza interior. Y ese lugar eran sus ojos, cuya expresión podía variar entre dulzura, alegría y destello repentino, que se traducía como: intenta jugármela y te arrancaré los pulmones.
—Siéntate —le dijo Reacher—. Comamos juntos.
—¿Comer?
—Es lo que se hace a esta hora.
—Me estabas esperando. Me has estado esperando.
Reacher asintió. Volvió a echar una ojeada al televisor. La foto de carné de Sandy de nuevo estaba en pantalla. Hutton siguió los ojos de Reacher.
—¿Es esa la chica muerta? —preguntó—. Lo he oído por la radio, conduciendo hacia aquí. En esta ciudad deberían pagarnos como si estuviésemos en la guerra.
—¿Qué han dicho por la radio? Ese televisor no tiene sonido.
—Homicidio. La pasada madrugada. Le han roto el cuello a una chica de por aquí. Un único golpe en la sien derecha. En un callejón, junto al hotel. Este no, espero.
—No —dijo Reacher—. No ha sido en este.
—Brutal.
—Ya veo.
Eileen Hutton se sentó a la mesa. No lejos de Reacher, sino en la silla que había junto a él. Igual que Sandy se había sentado a su lado en el bar.
—Estás muy guapa —le dijo—. De verdad.
Eileen no contestó.
—Me alegro de verte —le volvió a decir.
—Igualmente.
—No, lo digo en serio.
—Yo también lo digo en serio. Créeme. Si estuviéramos en alguna fiesta de cócteles en Beltway, puede que me pusiera triste y nostálgica recordando los viejos tiempos. Podría incluso ponerme ahora, de no ser porque sé por qué has venido.
—¿Qué razón es esa?
—Mantener tu promesa.
—¿Aún te acuerdas de eso?
—Por supuesto que sí. Me hablaste de ello una noche.
—Y tú estás aquí porque el departamento del ejército recibió una citación.
Hutton asintió.
—De algún abogado estúpido.
—Rodin —repuso Reacher.
—Eso es.
—Fue por mi culpa —declaró Reacher.
—Dios —dijo Hutton—. ¿Qué le has contado?
—Nada —contestó Reacher—. No le he contado nada. Pero él sí me dijo algo. Me dijo que mi nombre aparecía en la lista de testigos de la defensa.
—¿En la lista de la defensa?
Reacher asintió.
—Lo que me sorprendió, obviamente. Me sentía confuso, así que le pregunté a Rodin si habían sacado mi nombre de los archivos del Pentágono.
—Imposible —dijo Hutton.
—Averigüé la fuente más tarde —continuó Reacher—. Sin embargo, ya había pronunciado las palabras mágicas. Había mencionado el Pentágono. Conociendo a Rodin, sabía que acabaría indagando. Es muy inseguro. Le gusta atar todos los cabos sueltos. Lo lamento.
—Eso espero. Voy a perder dos días en este lugar apartado de la mano de Dios y también voy a tener que jurar en falso.
—No tienes por qué hacerlo. Puedes reclamar el derecho a la seguridad nacional.
Hutton negó con la cabeza.
—Hablamos sobre ello larga y detenidamente. Decidimos mantenernos al margen de cualquier cosa que pueda llamar la atención. La excusa de los palestinos está cogida con pinzas. Si se descubre, todo saldrá a la luz. Por eso estoy aquí, para jurar y perjurar que James Barr era un modelo de soldado.
—¿Y te sientes a gusto así?
—Ya conoces el ejército. Ninguno es virgen en esto. Se trata de la misión, y la misión es evitar que se destape el asunto.
—¿Por qué han delegado en ti?
—Porque así matan dos pájaros de un tiro. No conviene mandar a otra persona que no sea yo misma, que conozco la verdad. De este modo, no podré hablar sobre ello nunca más ni en ningún otro sitio, a no ser que confesara haber jurado en falso en Indiana. No son tontos.
—Me sorprende que aún les importe. Prácticamente pertenece a la antigüedad.
—¿Cuánto tiempo llevas fuera?
—Siete años.
—Y sin duda alguna no estás suscrito a Army Times.
—¿Qué?
—O quizás nunca lo llegaste a saber.
—¿Saber qué?
—Hasta dónde llegó aquel asunto, hasta qué eslabón de la cadena de mando.
—A la división, supongo. Pero tal vez no llegó hasta lo más alto.
—Acabó en un coronel. Fue él quien puso punto y final al tema.
—¿Y?
—Era Petersen.
—¿Y?
—El coronel Petersen es en la actualidad el teniente general Petersen. Tres estrellas. Forma parte del congreso y está a punto de conseguir su cuarta estrella. También está a punto de que le nombren vicepresidente del ejército.
«Eso podría complicar las cosas», pensó Reacher.
—Una situación comprometida —dijo.
—Puedes apostar el trasero —repuso Hutton—. Así que créeme, el caso tiene que permanecer tal y como está. Tienes que metértelo en la cabeza. Sea lo que sea lo que pretendas hacer con tu promesa, no puedes hablar de lo sucedido. Lo mismo que yo. Encontrarían la manera de dar contigo.
—Ninguno de los dos tiene por qué hablar de ello. Eso está hecho.
—Me alegra oírtelo decir.
—O eso creo.
—¿Eso crees?
—Pregúntame de dónde sacaron en realidad mi nombre.
—¿De dónde sacaron tu nombre?
—Del mismo James Barr.
—No me lo creo.
—Yo tampoco me lo creía. Pero ahora sí.
—¿Por qué?
—Vayamos a comer juntos. Tenemos que hablar. Creo que hay alguien además de nosotros que conoce la historia.
Emerson y Bianca continuaban en el aeropuerto a la una menos diez. Reacher no apareció por allí. El vuelo de enlace llegó a la hora prevista. No salió ninguna mujer que fuera la general de brigada del Pentágono. Esperaron hasta que la sala de llegadas se vació y quedó en silencio. A continuación se subieron al coche y se dirigieron de vuelta a la ciudad.
Reacher y Hutton se dispusieron a comer juntos. Una camarera se acercó, contenta por tener algún cliente a quien atender en la mesa del rincón. El menú era el típico de una cafetería. Reacher pidió un sándwich de queso a la parrilla y café. Hutton un plato de pollo y té. Comieron y hablaron. Reacher repasó los detalles del caso. Seguidamente le explicó a Eileen su teoría. Lo erróneo de la posición, la supuesta coacción. Le explicó también la teoría de Niebuhr sobre la amistad nueva y persuasiva. Pero Barr no tenía ninguna amistad nueva y muy pocos amigos de toda la vida.
—De todos modos no puede ser un nuevo amigo —le repuso Hutton—. La puesta en escena implica un paralelismo entre los hechos de esta ciudad y los sucedidos en Kuwait: segundo nivel de un parking hace catorce años en la ciudad de Kuwait; segundo nivel de un parking aquí. Prácticamente el mismo rifle. Munición de punta hueca. Y las botas camperas, parecidas a las que usábamos allí. Quienquiera que preparase todo esto conocía el pasado de Barr, lo que significa que no es una nueva amistad. Barr tardaría años en compartir con alguien lo ocurrido en Kuwait.
Reacher asintió.
—Pero es evidente que con el tiempo lo ha compartido. Por eso digo que hay alguien más que sabe lo ocurrido.
—Tenemos que encontrar a esa persona —dijo Hutton—. La misión es evitar que se destape lo sucedido en Kuwait.
—No es mi misión. No me importa si ese tal Petersen consigue o no su cuarta estrella.
—Pero sí que te importa que un cuarto de millón de veteranos no manden su reputación al garete. El escándalo les salpicaría a todos ellos. Y eran buenas personas.
Reacher no dijo nada.
—Es muy fácil —continuó Hutton—. Si James Barr no tiene amigos, no hay mucho donde buscar. Uno de ellos ha de ser el tipo que nos interesa.
Reacher continuó en silencio.
—Matamos dos pájaros de un tiro —añadió Hutton—. Tú consigues a tu director de marionetas y el ejército respira tranquilo.
—Entonces, ¿por qué no se encarga el ejército en lugar de mí?
—No podemos permitirnos llamar la atención.
—Pues yo sufro problemas operativos —dijo Reacher.
—¿De jurisdicción?
—Peor que eso. Están a punto de arrestarme.
—¿Por qué?
—Por matar a la chica que han encontrado junto al hotel.
—¿Qué?
—Al director de marionetas no le gusta mi presencia. Ya intentó algo el lunes por la noche. Utilizó a la misma chica como anzuelo. Por esa razón fui a verla ayer, dos veces. Y ahora la han matado, y estoy seguro de que yo soy su último contacto.
—¿Tienes una coartada?
—Depende de la hora exacta, pero probablemente no. Estoy seguro de que la policía ya me está buscando.
—Menudo problema —dijo Hutton.
—Solo temporal —replicó Reacher—. La ciencia está de mi lado. Si le rompieron el cuello de un solo golpe en la sien derecha, la cabeza se le giró levemente, en sentido contrario al de las agujas del reloj, lo que significa que quien le propinó el puñetazo es zurdo. Y yo soy diestro. Si le hubiera golpeado en la sien derecha, la habría dejado sin sentido, pero no le habría roto el cuello. Tendría que haberla rematado después.
—¿Estás seguro?
Reacher asintió.
—Recuerda que solía ganarme la vida analizando estas cosas.
—Pero ¿te creerán? ¿O simplemente pensarán que eres lo bastante fuerte como para haberle golpeado con tu mano más débil?
—No me voy a arriesgar a averiguarlo.
—¿Vas a huir?
—No, voy a quedarme por aquí, pero voy a mantenerme lejos de la policía. Por eso decía que sufro problemas operativos.
—¿Puedo ayudarte?
Reacher sonrió.
—Me alegro de verte, Hutton —le dijo—. Lo digo de verdad.
—¿Cómo puedo ayudarte?
—Imagino que Emerson te estará esperando cuando termines de declarar. Te preguntará por mí. Simplemente hazte la tonta. Diles que no he venido por aquí, que no me has visto, que no sabes dónde estoy. Ese tipo de cosas.
Eileen permaneció un instante en silencio.
—Estás disgustado —le dijo—. Lo noto.
Reacher asintió. Se frotó la cara, como si se la estuviera lavando en seco.
—No me importa demasiado lo que le suceda a James Barr —expresó—. Si alguien ha querido tenderle una trampa para que cargue con la culpa, a mí me da igual. Debería haber recibido su merecido hace catorce años. Pero lo que le ha pasado a la chica es diferente. Se han pasado de la raya. Solo era una cría dulce y boba. No merecía que le hiciesen daño.
Hutton permaneció callada durante un instante más prolongado que el anterior.
—¿Estás seguro de las amenazas a la hermana de Barr? —preguntó al fin.
—No veo ningún otro motivo.
—Pero no existen indicios de amenaza.
—¿Por qué si no habría hecho Barr algo así?
Hutton no contestó.
—¿Nos vemos luego? —le preguntó Eileen.
—Me hospedo en una habitación no muy lejos —respondió Reacher—. Me pasaré por aquí.
—De acuerdo —repuso ella.
—A no ser que me metan en la cárcel.
La camarera volvió y pidieron el postre. Reacher pidió más café y Hutton más té. Continuaron hablando de todo tipo de asuntos. Se hicieron todo tipo de preguntas. Tenían pendientes catorce años.
Helen Rodin buscó entre las seis cajas de pruebas y encontró una fotocopia nítida de un trozo de papel que habían encontrado junto al teléfono de James Barr. Se trataba de una página de una agenda telefónica personal. Aparecían tres números, escritos con letra clara. Dos eran números de su hermana, uno de su casa y otro del trabajo. El tercero era de Mike. El vecino. No había ninguno de Charlie.
Helen llamó al número de Mike. Sonó seis veces y saltó el contestador automático. Helen le dejó el número de su oficina y le pidió que la llamara urgentemente.
Emerson pasó una hora con un dibujante de retratos. Finalmente consiguieron un rostro bastante similar al de Jack Reacher. A continuación escanearon el dibujo y lo colorearon. Pelo rubio oscuro, ojos azules, piel bronceada. Emerson añadió el nombre. Calculó aproximadamente una altura de dos metros, un peso de ciento quince kilos, y una edad entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años. Colocó el número de teléfono del departamento policial en la parte posterior del dibujo. Más tarde lo envió por e-mail a todo el mundo e imprimió doscientas copias a color. Mandó a los coches patrulla que cogieran un fajo y lo repartieran por todos los hoteles y bares de la ciudad. Y también en restaurantes, cafeterías, granjas y sandwicherías.
Mike, el amigo de James Barr, llamó a Helen Rodin sobre las tres en punto del mediodía. Ella le preguntó las señas de su domicilio y acordaron verse en persona. Mike le dijo que estaría en casa durante el resto del día. Así pues, Helen pidió un taxi y se dirigió hacia allá. Mike vivía en la misma calle que James Barr, a veinte minutos del centro de la ciudad. La casa de Barr se veía desde el jardín delantero de Mike. Ambas casas eran parecidas. Todas las de aquella calle se parecían. Se trataba de ranchos construidos en los años cincuenta, de gran longitud y poca altura. Helen imaginó que al comienzo todas habrían sido idénticas. Sin embargo, tras medio siglo de reparaciones, restauraciones y creación de nuevos jardines, habían terminado variando la una de la otra. Algunas parecían mejores, mientras que otras parecían corrientes. La casa de Barr estaba algo descuidada. La de Mike, en cambio, completamente nueva.
Mike era un hombre de aspecto cansado. Debía de tener unos cincuenta y tantos años. Trabajaba en turno de mañana en un tienda de pinturas al por mayor. Su esposa llegó a casa cuando Helen se estaba presentando. También era una mujer de aspecto cansado, de unos cincuenta y tantos. Se llamaba Tammy, un nombre que no le pegaba demasiado. Era enfermera dentista a tiempo parcial. Trabajaba dos mañanas a la semana en una clínica situada en el centro de la ciudad. Hizo pasar a Helen y a Mike a la sala de estar y se marchó a preparar un café. Helen y Mike tomaron asiento y comenzaron con un incómodo silencio inicial que duró unos minutos.
—Bueno, ¿qué puedo decirle? —preguntó al fin Mike.
—Usted es amigo del señor Barr —le dijo Helen.
Mike echó un vistazo a la puerta de la sala de estar. Estaba abierta.
—Solo somos vecinos —corrigió.
—Su hermana le definió como amigo.
—Somos buenos vecinos. Llamémoslo así.
—¿Pasaban tiempo juntos?
—Solíamos hablar un rato mientras él paseaba al perro.
—¿Sobre qué cosas?
—Sobre nuestros jardines —contestó Mike—. Si Barr lo arreglaba me pedía la pintura, yo le preguntaba quién le había arreglado la entrada… Cosas de ese tipo.
—¿Sobre béisbol?
Mike asintió.
—También solíamos hablar de eso.
Tammy entró con tres tazas de café en una bandeja. También llevaba crema, azúcar, un platito de cookies y tres servilletas de papel. Depositó la bandeja sobre una mesita y se sentó junto a su marido.
—Sírvase usted misma —le dijo a Helen.
—Gracias —contestó Helen—. Muchas gracias.
Todos se sirvieron. Hubo un silencio en la habitación.
—¿Alguna vez estuvo en casa del señor Barr? —continuó preguntando Helen.
Mike miró a su mujer.
—Una o dos veces —contestó.
—No eran amigos —intervino Tammy.
—¿Les pilló por sorpresa? —preguntó Helen—. ¿Que hiciera lo que hizo?
—Sí —respondió Tammy—. Así fue.
—Entonces no tienen por qué preocuparse por haberse relacionado con él. Fue algo que nadie podía predecir. Este tipo de cosas siempre son una sorpresa. El vecindario nunca se lo espera.
—Usted intenta conseguir que salga en libertad.
—Realmente no —repuso Helen—. Pero tenemos una nueva teoría basada en el hecho de que no actuó solo. Y yo solo intento asegurarme de que la otra persona involucrada también sea condenada.
—Mike no ha sido —exclamó Tammy.
—Yo no creo que haya sido él —dijo Helen—. De verdad. Al menos por el momento, ahora que le conozco. Pero quienquiera que sea el otro hombre, Mike o usted podrían conocerle, haber oído hablar de él o haberle visto por el vecindario.
—En realidad Barr no tenía amigos —repuso Mike.
—¿Ninguno?
—Ninguno, que yo sepa. Vivía con su hermana, hasta que ella se fue. Eso es todo lo que sé.
—¿Le dice algo el nombre de Charlie?
Mike se limitó a negar con la cabeza.
—¿A qué se dedicaba el señor Barr cuando tenía trabajo?
—No lo sé —contestó Mike—. Lleva años sin trabajar.
—Yo he visto a un hombre por aquí —interrumpió Tammy.
—¿Cuándo?
—De vez en cuando. Ocasionalmente. Llegaba y se iba. A cualquier hora del día y de la noche, como si fuese un amigo.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Desde que nos trasladamos. Yo paso más tiempo en casa que Mike. Por eso me he percatado.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a ese hombre?
—La semana pasada, creo. Un par de veces.
—¿El viernes?
—No, antes. Martes y miércoles, quizás.
—¿Qué aspecto tiene?
—Es de estatura pequeña. De pelo extraño. Negro, como el hocico de un cerdo.
«Charlie», pensó Helen.
Eileen Hutton caminó tres manzanas al sur desde el Hotel Marriott. Llegó a los juzgados a las cuatro menos un minuto exactamente. La secretaria de Alex Rodin la acompañó hasta la tercera planta. Las declaraciones se tomaban en una enorme sala de conferencias, dado que la mayoría de los testigos llevaban a sus propios abogados y estenógrafos judiciales. Pero Hutton acudió sola. Se sentó en un extremo de la larga mesa y sonrió delante del micrófono y una videocámara que le enfocaba el rostro. A continuación entró Rodin y se presentó a sí mismo. Llevó con él a su pequeño equipo. Un ayudante, su secretaria y un estenógrafo judicial con su máquina.
—¿Podría decir su nombre y cargo delante de la cámara? —le preguntó.
Hutton miró a la cámara.
—Eileen Ann Hutton —dijo—. General de brigada del cuerpo judicial militar del ejército de Estados Unidos.
—Espero que esto no se alargue demasiado —repuso Rodin.
—No se alargará —dijo Hutton.
Y así fue. Rodin tanteaba el terreno a ciegas. Se encontraba completamente perdido. Lo único que podía hacer era dar pasos en falso y esperar a ver si tenía suerte. Después de tres preguntas se dio cuenta de que no lograría nada.
Comenzó:
—¿Cómo caracterizaría el servicio militar de James Barr?
—Ejemplar, aunque no excepcional —contestó Hutton.
Preguntó:
—¿Tuvo alguna vez problemas?
—No, que yo tenga conocimiento —respondió Hutton.
Preguntó:
—¿Cometió alguna vez algún crimen?
—No, que yo tenga conocimiento —volvió a contestar Hutton.
Preguntó:
—¿Está usted al corriente de los hechos sucedidos recientemente en esta ciudad?
—Sí, lo estoy —dijo Hutton.
Preguntó:
—¿Hay algo en el pasado de James Barr que pudiera ayudarnos a averiguar si realmente ha cometido tales crímenes?
—No, que yo tenga conocimiento —contestó Hutton.
Finalmente Rodin preguntó:
—¿Existe alguna razón por la que el Pentágono pudiera sensibilizarse con James Barr más que con cualquier otro veterano del ejército?
—No, que yo tenga conocimiento —concluyó Hutton.
Llegados a ese punto, Alex Rodin desistió.
—De acuerdo —dijo—. Gracias, general Hutton.
Helen Rodin caminó treinta metros y permaneció un instante delante de la casa de James Barr. La entrada había sido acordonada por la policía y había una lámina de madera contrachapada en lugar de la puerta delantera, que se había derribado. La residencia parecía abandonada y vacía. No había nada que ver. Así pues, Helen pidió un taxi con su teléfono móvil, ya que quería visitar el hospital del condado. Era algo más tarde de las cuatro de la tarde cuando llegó al hospital. El sol brillaba por el oeste, dibujando suaves sombras naranjas y rosas sobre la fachada del edificio blanco de hormigón.
Helen subió hasta la sexta planta y firmó la renuncia de responsabilidad. Vio al aburrido doctor de treinta años y le preguntó sobre el estado de James Barr. El doctor en realidad no le contestó. No le interesaba demasiado el estado de James Barr. Estaba claro. Así que Helen dejó de hablar con él y abrió la puerta de la habitación de Barr.
Barr estaba despierto. Continuaba esposado a la cama. Seguía teniendo la cabeza inmovilizada. Tenía los ojos abiertos, mirando hacia el techo. Su respiración era lenta y profunda, y el monitor del ritmo cardíaco emitía menos de un pitido por segundo. Los brazos le temblaban ligeramente y las esposas le chocaban contra la baranda de la cama. Un sonido metálico, sordo, flojo.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
Helen se acercó a él y se inclinó para que pudiera verla.
—¿Te cuidan bien? —se interesó Helen.
—No tengo queja —contestó él.
—Háblame de tu amigo Charlie.
—¿Ha venido?
—No, no ha venido.
—¿Y Mike?
—No puedes recibir visitas. Solo abogados y familia.
Barr no dijo nada.
—¿Son ellos tus dos únicos amigos? —preguntó Helen—. ¿Mike y Charlie?
—Supongo que sí —dijo Barr—. Mike es más que un vecino.
—¿Qué hay de Jeb Oliver?
—¿Quién?
—Trabaja en la tienda de repuestos de automóvil.
—No le conozco.
—¿Estás seguro?
Barr movió los ojos y frunció los labios, como si intentara recordar, esforzarse, ponerse a prueba.
—Lo siento —dijo—. No me suena de nada.
—¿Tomas drogas?
—No —respondió Barr—. Nunca. Yo no haría algo así. —Permaneció en silencio un instante—. La verdad es que no hago mucho de nada. Solo vivo. Por eso no le encuentro a todo esto ningún sentido. He perdido catorce años tratando de recuperar mi vida. ¿Por qué iba a tirarlo todo por la borda?
—Háblame de Charlie —le pidió Helen.
—Solemos pasar el rato —dijo Barr—. Hacemos cosas.
—¿Con armas?
—A veces.
—¿Dónde vive Charlie?
—No lo sé.
—¿Desde hace cuánto tiempo sois amigos?
—Cinco años. Quizás seis.
—¿Y no sabes dónde vive?
—Nunca me lo ha dicho.
—Él ha estado en tu casa.
—¿Y?
—¿Tú nunca fuiste a la suya?
—No, era él quien venía a la mía.
—¿Tienes su número de teléfono?
—Solamente le veo de vez en cuando, aquí y allá, ocasionalmente.
—¿Sois íntimos?
—Bastante.
—¿Muy íntimos?
—Nos llevamos bien.
—¿Le explicarías lo que sucedió hace catorce años?
Barr no contestó. Solo cerró los ojos.
—¿Se lo explicaste?
Barr seguía sin decir nada.
—Creo que lo hiciste —dijo Helen.
Barr no confirmaba ni negaba.
—Me sorprende que alguien no sepa dónde vive un amigo suyo. Especialmente tratándose de un amigo tan cercano como Charlie.
—No quería forzar la situación —dijo Barr—. Me sentía afortunado de tenerle como amigo. No quería estropearlo con preguntas.
Eileen Hutton se levantó de la mesa y estrechó la mano de Alex Rodin. Seguidamente salió al pasillo y se encontró cara a cara con un tipo que imaginó sería Emerson. El policía sobre el que le había advertido Reacher. Emerson le confirmó su identidad entregándole una tarjeta con su nombre.
—¿Podemos hablar? —le preguntó.
—¿Sobre qué? —le preguntó Eileen a su vez.
—Sobre lack Reacher —dijo Emerson.
—¿Qué pasa?
—Usted le conoce, ¿no es así?
—Le conocí hace catorce años.
—¿Cuándo fue la última vez que le vio?
—Hace catorce años —contestó—. Estuvimos juntos en Kuwait. Luego le enviaron a otro destino. O a mí. No me acuerdo.
—¿No le ha visto hoy?
—¿Está en Indiana?
—Está en la ciudad. Aquí, ahora.
—El mundo es un pañuelo.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Volé hasta Indianápolis y luego alquilé un coche.
—¿Va a pasar la noche aquí?
—¿Tengo elección?
—¿Dónde?
—En el Marriott.
—Reacher asesinó a una chica la pasada noche.
—¿Está usted seguro?
—Es nuestro único sospechoso.
—No es algo propio de él.
—Llámeme si le ve. El número de la comisaría está en la tarjeta. Y mi extensión directa. Y mi teléfono móvil.
—¿Por qué iba a verle?
—Como usted dice, el mundo es un pañuelo.
Dos agentes de policía vestidos con uniforme blanco y negro patrullaban en su coche dirección norte a la hora punta. Pasaron junto a la tienda de armas, junto a la peluquería. Cualquier estilo 7$. A continuación el coche redujo la velocidad y giró en dirección al motel. El policía que iba en el asiento del copiloto salió del coche y se dirigió a la recepción. Se apoyó sobre el mostrador.
—Llámenos si ve a este tipo por aquí, ¿entendido? —le dijo al recepcionista.
—Se hospeda aquí —contestó el chico—. Pero su nombre es Heffner, no Reacher. Le di la habitación ocho, anoche.
El policía se quedó de piedra.
—¿Está en su habitación ahora?
—No lo sé. Ha salido y ha entrado varias veces.
—¿Por cuántas noches ha reservado?
—Ha pagado solo una noche. Pero todavía no ha devuelto la llave.
—Entonces es que ha previsto volver también esta noche.
—Supongo.
—A no ser que ya esté aquí.
—Supongo.
El policía se dirigió hacia la puerta principal del motel. Le hizo señas a su compañero, que apagó el motor, cerró con llave el coche y entró en el establecimiento.
—Habitación ocho, nombre falso —dijo el primer policía.
—¿Está dentro ahora mismo?
—No lo sabemos.
—Pues vamos a averiguarlo.
Se hicieron acompañar por el recepcionista. Le dijeron que se echara hacia atrás. Desenfundaron las armas y llamaron a la puerta de la habitación número ocho.
No hubo respuesta.
Volvieron a llamar.
No hubo respuesta.
—¿Tiene una llave maestra? —preguntó el primer policía.
El recepcionista les entregó una llave. El agente la metió en la cerradura, suavemente, con una sola mano. La giró lentamente. Abrió la puerta medio centímetro, se detuvo y de pronto la abrió por completo y entró en el interior. Su compañero le siguió detrás. Movían las pistolas de izquierda a derecha, de arriba abajo, con movimientos rápidos, aleatorios y tensos.
La habitación estaba vacía.
No había nada en absoluto en el interior, excepto algunos accesorios de baño alineados en la estantería del lavabo. Un paquete de maquinillas desechables nuevo abierto, de las cuales una usada. Un bote nuevo de espuma de afeitar, con pompas secas en el pulverizador. Un tubo nuevo de pasta de dientes, con dos estrujones.
—Este tipo viaja ligero de equipaje —dijo el primer policía.
—Pero todavía no se ha marchado —le contestó el compañero—. Eso seguro. Lo que significa que volverá.