Reacher se despertó a las siete de la mañana y salió a comprobar si le estaban siguiendo, a la vez que aprovechó para ir a comprar a una tienda de comestibles. Caminó en zigzag medio kilómetro. No vio a nadie que le siguiera. Encontró una tienda dos manzanas más allá del motel. Compró café negro, un paquete de maquinillas desechables, un frasco de espuma de afeitar y un tubo nuevo de pasta de dientes. Se dirigió hacia el hotel por una ruta alternativa cargando con la compra. Volvió a dejar la ropa debajo del colchón, se sentó en la cama y se tomó el café. A continuación se duchó y se afeitó. Tardó veintidós minutos en hacer ambas cosas, siguiendo su rutina. Se lavó el pelo dos veces. Se volvió a vestir y salió a desayunar al único sitio que pudo encontrar. Se trataba del restaurante de comida para llevar que había visto el día anterior. En el interior había una pequeña barra. Pidió más café y también un bollo inglés relleno de un trozo redondo de jamón y algo que podía ser un huevo, primero frito, luego revuelto y más tarde remezclado. Su listón culinario era muy bajo, pero aquello se encontraba sin duda al límite.
Después del bollo tomó un trozo de tarta de limón. Le apetecía algo dulce. Estaba mejor que el bollo, así que repitió, acompañando la tarta con otra taza de café. Más tarde se dirigió a la peluquería. Empujó la puerta y tomó asiento. Eran las ocho y media en punto.
A esa hora la investigación sobre el homicidio en el exterior del Metropole Palace llevaba en marcha tres horas. Un empleado de la limpieza que entraba a trabajar había descubierto el cuerpo en el callejón a las cinco y cuarto de la mañana. Era un hombre de mediana edad, hondureño. No tocó el cadáver. No comprobó si tenía pulso. La postura del cuerpo le dijo todo lo que necesitaba saber. Se puede reconocer perfectamente el vacío propio de la muerte. El hombre entró rápidamente al hotel y se lo contó al conserje de noche. Después volvió a su casa, dado que no tenía permiso de residencia y no quería verse involucrado en una investigación policial. El conserje de noche llamó al 911 desde el mostrador del hotel y luego fue a la salida de emergencia a echar un vistazo. Volvió al cabo de media hora, sin haber disfrutado de lo que había visto.
Al cabo de ocho minutos llegaron dos coches patrulla y una ambulancia. Los médicos confirmaron el estado de la víctima y la ambulancia se volvió a marchar. Los policías acordonaron la zona y la salida de emergencia. Seguidamente tomaron declaración al conserje de noche, quien explicó que había salido para despejarse y había descubierto el cuerpo. Protegía al empleado de Honduras. Se acercaba a la verdad. La policía no tenía ninguna razón para dudar de su palabra. Los agentes se limitaron a permanecer allí y esperar a Emerson.
Emerson llegó hacia la seis y veinticinco. Iba con Donna Bianca, su mano derecha, el forense de la ciudad y Bellantonio para que trabajara en la escena del crimen. El trabajo técnico ocupó los primeros treinta minutos. Medidas, fotografías, recopilación de pruebas. A continuación Emerson obtuvo el visto bueno y se acercó al cuerpo. Se tropezó entonces con su primer gran problema: la chica no llevaba bolso ni identificación. Nadie tenía la más mínima idea de quién era.
Ann Yanni apareció en la parte posterior del Metropole a las siete y cuarto. La acompañaba un equipo de la NBC, que consistía en un cámara y un técnico de sonido que llevaba un micrófono al final de una barra larga. El micrófono estaba cubierto con una funda gris de protección contra el viento y la barra medía tres metros. El chico arrimó la cadera al cordón policial, extendió los brazos todo lo que pudo y oyó la voz de Emerson por los auriculares. Estaba hablando con Bianca sobre prostitución.
El forense examinó los brazos y las piernas de la chica, así como el espacio entre los dedos de los pies. No encontró rastros de pinchazos. Así pues, no había ido allí a drogarse. Por lo tanto, podía ser que se estuviera prostituyendo. ¿Quién si no andaría por la parte trasera de un hotel céntrico en mitad de la noche con aquella ropa? Era joven y guapa, así que no ofrecería sus servicios a bajo precio. Por consiguiente, debería llevar un bolso grande lleno de billetes de veinte dólares, procedentes de la cuenta de algún empresario. Quizás se hubiese encontrado con alguien, algún tipo que la estuviese esperando a ella o a cualquier otra persona que le brindase la misma oportunidad. Quienquiera que fuese, le había arrebatado el bolso y le había golpeado en la cabeza, más fuerte de lo necesario.
Dado que se trataba de una joven de diecinueve o veinte años que no era drogadicta, no sería necesario tomarle las huellas, a no ser que tuviese antecedentes penales. Emerson pensó que esto último no sería probable, por lo que no esperaba averiguar su identidad a través del banco de datos de la policía. Esperaba averiguarla en el interior del hotel, ya fuese a través del conserje o del tipo que la hubiese llamado.
—Que no salga nadie —le comentó a Bianca—. Vamos a hablar con los huéspedes y el personal, uno por uno. Busca una habitación donde podamos hacerlo. Y comunica a todas las unidades que estén atentos a un tipo que tenga más billetes de veinte dólares nuevos de los que debería.
—Un hombre corpulento —agregó Bianca.
Emerson asintió.
—Un tipo realmente corpulento. La causa del crimen fue un solo puñetazo.
El forense se llevó el cuerpo al depósito de cadáveres y Donna Bianca se apropió del bar del hotel, donde realizó las entrevistas a los huéspedes. A las ocho y media de la mañana habían hablado con dos tercios de los que allí se hospedaban.
El barbero era un hombre mayor y que sabía lo que hacía. Seguramente llevaba cortando el mismo estilo de pelo desde hacía cincuenta años. Le cortó el pelo a Reacher a una pulgada y media por la parte de arriba, y utilizó las tijeras para la zona de la nuca y los costados. A continuación, dejó las tijeras y utilizó una cuchilla para retocarle las patillas. Finalmente le sacudió los restos de cabello que tenía en el cuello. Era un corte con el que Reacher se sentía familiarizado. Lo había llevado así la mayor parte de su vida, salvo en períodos en los que la pereza había hecho que se despreocupase del pelo, y un par de semestres en los que había preferido raparse al uno.
El barbero cogió un espejo de mano y le mostró el resultado.
—¿Le gusta? —le preguntó.
Reacher asintió. Estaba perfecto, si no fuese porque alrededor del cabello había un margen de media pulgada de piel tan blanca como la leche. Cuando había estado en Miami, llevaba el pelo más largo y el sol no le había bronceado aquella zona. El barbero le retiró la toalla del cuello. Reacher le entregó ocho dólares, uno de propina. A continuación dio la vuelta a la manzana. Nadie le seguía. Una vez en el hotel, se lavó la cara y se volvió a afeitar las patillas, pues sobraba un centímetro de pelo. La cuchilla del barbero estaba desafilada.
Las entrevistas en el Metropole terminaron a las nueve y veinte. Emerson no obtuvo nada en claro. El conserje de noche juró y perjuró no saber nada. Solo había doce huéspedes y ninguno de ellos parecía sospechoso. Emerson era un detective experimentado y un hombre de talento, sabía quién decía la verdad. Y para un detective aceptar una verdad era tan importante como rechazar una mentira. Por lo tanto, consultó con Donna Bianca y ambos concluyeron que habían perdido tres horas por una mala corazonada.
Entonces llamó Gary, un chico de la tienda de repuestos de automóvil.
Gary debía empezar a trabajar a las ocho y se había encontrado con una urgente falta de personal. Continuaba sin haber rastro de Jeb Oliver y Sandy tampoco aparecía. Al principio se enfadó. Llamó al apartamento de Sandy pero no contestaron. «Estará de camino —supuso—. Tarde». Pero no apareció. A partir de entonces la llamó cada treinta minutos. Hacia las nueve y media el enfado dio paso a la preocupación. Comenzó a pensar en un posible accidente de coche. Así que llamó a la policía para informarse. El telefonista le dijo que no había habido ningún accidente de tráfico aquella mañana. A continuación hubo una pequeña pausa y el telefonista pareció considerar otra posibilidad, así que le pidió el nombre y la descripción de la chica. Gary le dijo que se llamaba Alexandra Dupree, conocida como Sandy, diecinueve años, blanca, baja de estatura, ojos verdes, pelirroja. Diez segundos más tarde Gary estaba hablando con un detective llamado Emerson.
Gary cerró la tienda aquel día. Emerson envió un coche patrulla a recogerle. La primera parada fue el depósito de cadáveres. Gary identificó el cuerpo. Cuando llegó al despacho de Emerson, Gary se encontraba pálido y profundamente agitado. Donna Bianca le tranquilizó, mientras Emerson le observaba detenidamente. Las estadísticas demuestran que las mujeres asesinadas son víctimas de sus maridos, novios, hermanos, jefes y compañeros de trabajo, en orden descendente de probabilidad, en una lista donde los extraños aparecen al final. Y, en ocasiones, el novio y el compañero de trabajo son la misma persona. No obstante, Emerson creía que Gary quedaba fuera de toda sospecha. Estaba demasiado afectado. Nadie habría fingido aquella sorpresa y el shock repentino ante algo que hubiese sabido desde hacía ocho o diez horas.
Así pues, Emerson comenzó a formularle las típicas preguntas policiales con delicadeza. ¿Cuándo la había visto por última vez? ¿Sabía algo de su vida privada? ¿Familia? ¿Novios? ¿Exnovios? ¿Llamadas telefónicas extrañas? ¿Tenía algún enemigo? ¿Problemas? ¿Problemas de dinero?
Y a continuación, inevitablemente: ¿ha notado algo inusual en ella últimamente?
Y con esto, sobre las once menos diez, Emerson se enteró de lo que había sucedido con aquel desconocido el día anterior. Muy alto, corpulento, bronceado, agresivo, exigente, y que llevaba unos pantalones verde oliva y una camisa de franela del mismo color. El desconocido se había reunido con Sandy misteriosamente en dos ocasiones, en la oficina de la parte posterior del establecimiento. Se fue en el coche de Sandy, había conseguido la dirección de Jeb Oliver a base de amenazas, y Jeb Oliver también había desaparecido.
Emerson dejó a Gary con Donna Bianca. Se dirigió al pasillo y llamó con su teléfono móvil a la oficina de Alex Rodin.
—Hoy estás de suerte —le dijo—. Tenemos un homicidio cuya víctima es una joven de diecinueve años. Alguien le ha roto el cuello.
—¿Y por eso estoy de suerte?
—Su último contacto desconocido fue ayer, en su trabajo, con un tipo cuya descripción encaja a la perfección con la de nuestro amigo Jack Reacher.
—¿De verdad?
—El jefe de la chica nos lo ha descrito perfectamente. Le rompieron el cuello de un solo golpe a un lado de la cabeza, algo nada fácil, a menos que tengas la fuerza de Reacher.
—¿Quién era la chica?
—Una pelirroja que trabajaba en la tienda de recambios de coches que hay cerca de la autopista. También ha desaparecido un chico que trabajaba en el mismo sitio.
—¿Dónde ha sido el homicidio?
—Al lado del Metropole Palace.
—¿No es ahí donde se aloja Reacher?
—No según el registro.
—Entonces, ¿es sospechoso o no?
—En estos momentos parece que está metido hasta el cuello.
—¿Y qué haces que no vas a por él?
—Lo haré en cuanto lo encuentre.
—Llamaré a Helen —dijo Alex Rodin—. Ella debe de saber dónde está.
Rodin engañó a su hija. Le dijo que Bellantonio tenía que ver a Reacher para corregir una posible equivocación sobre una prueba del caso.
—¿Qué prueba? —preguntó Helen.
—Algo de lo que estuvieron hablando. Seguramente no sea nada importante, pero me estoy encargando del caso con extremo cuidado. No me gustaría que utilizaras cualquier detalle para apelar.
«El cono de tráfico», pensó Helen.
—Va de camino al aeropuerto —le dijo.
—¿Para qué?
—Para saludar a Eileen Hutton.
—¿Se conocen?
—Eso parece.
—Eso no es ético.
—¿Que se conozcan?
—Que influya en una declaración.
—Estoy segura de que no lo hará.
—¿Cuándo volverá?
—Después de comer, supongo.
—De acuerdo —dijo Rodin—. Esperaremos.
Pero no esperaron, por supuesto. Emerson se dirigió al aeropuerto inmediatamente. Había visto a Reacher cara a cara en dos ocasiones, así que podría encontrarle entre la multitud. Donna Bianca le acompañó. Juntos cruzaron el área restringida y accedieron a la oficina de seguridad que vigilaba las salas de llegadas a través de un espejo. Examinaron detenidamente los rostros de todas las personas que esperaban. Ni rastro de Reacher. No había llegado. Así que también esperaron.