7

En la habitación hacía un calor terrible. Se podían asar pollos en el interior. Había un ventanal con una persiana blanca cerrada para evitar el sol. La luz penetraba en la habitación en forma de delicados rayos blancos. Por todos lados había equipos médicos. Un respirador en silencio, desconectado. Aparatos de suero y monitores de ritmo cardíaco. Tubos, bolsas y cables.

Barr estaba tendido boca arriba, en una cama situada en mitad de la habitación. No tenía almohada. Una abrazadera le sujetaba el cráneo. Tenía la cabeza afeitada y vendajes sobre las incisiones que se le habían practicado. Llevaba el hombro izquierdo envuelto también con vendas que le llegaban hasta el codo. El derecho estaba desnudo y sin marcas de golpes. Tenía la piel pálida, fina y venosa. También llevaba vendados el pecho y los costados. Las sábanas de la cama le llegaban hasta la altura de la cintura. Tenía los brazos estirados a ambos lados. Las muñecas esposadas a las barandillas de la cama. Le habían inyectado una vía para el suero en la palma de la mano izquierda. Tenía una pinza en el dedo corazón de la mano derecha conectada a una caja a través de un cable gris. Debajo de los vendajes del pecho salían unos cables rojos conectados a un monitor, que mostraba un dibujo ondulado que a Reacher le recordó las ondas sonoras del tiroteo que había grabado la compañía de teléfono. Picos marcados y largos recorridos. Emitía un débil pitido cada vez que uno de los picos alcanzaba el punto más alto.

—¿Quién está ahí? —preguntó Barr.

Era una voz débil, torpe y cansada. Y asustada.

—¿Quién está ahí? —repitió. Su campo de visión se veía limitado dado que tenía la cabeza encajada. Movía los ojos, de izquierda a derecha, de arriba abajo.

Reacher se acercó. Se inclinó hacia la cama. No dijo nada.

—Tú —dijo Barr.

—Yo —dijo Reacher.

—¿Por qué?

—Tú sabes por qué.

La mano derecha de Barr empezó a temblar. El temblor hizo que el cable conectado a la pinza del dedo corazón comenzara a agitarse. Las esposas chocaban contra la baranda de la cama, provocando un sonido metálico.

—Supongo que te he fallado —dijo.

—Supongo que sí.

Reacher miró a Barr a los ojos, ya que era lo único que podía mover. Era incapaz de gesticular. Tenía la cabeza inmovilizada y el resto del cuerpo atado. Parecía una momia.

—No recuerdo nada —dijo Barr.

—¿Estás seguro?

—Está todo en blanco.

—¿Sabes lo que te haré si ine estás engañando?

—Puedo hacerme una idea.

—Triplícala —dijo Reacher.

—No te estoy engañando —dijo Barr—. No puedo recordar nada —su voz sonaba tranquila, impotente, confusa. No como una defensa, ni como una queja, ni como una excusa. Era una declaración, un lamento, una súplica, un grito de auxilio.

—Háblame del partido —dijo Reacher.

—Lo estaban dando por la radio.

—¿No por el televisor?

—Prefiero la radio —dijo Barr—. Por los viejos tiempos. Como cuando era crío. La radio encendida durante todo el camino desde St. Louis. Todos esos kilómetros. Tardes de verano, calor, el sonido del béisbol en la radio.

Interrumpió su discurso.

—¿Estás bien? —le preguntó Reacher.

—Me duele muchísimo la cabeza. Creo que me han operado.

Reacher no dijo nada.

—No me gusta ver el béisbol por televisión —continuó Barr.

—No estoy aquí para hablar sobre qué medio de comunicación prefieres.

—¿Tú ves los partidos de béisbol por televisión?

—No tengo televisor —contestó Reacher.

—¿En serio? Deberías comprarte uno. Puedes conseguir uno por cien dólares. Tal vez menos, si es pequeño. Mira en la Páginas Amarillas.

—No tengo teléfono ni casa.

—¿Por qué no? Ya no perteneces al ejército.

—¿Y tú qué sabes?

—Ya nadie pertenece al ejército desde entonces.

—Hay gente que sí —repuso Reacher, pensando en Eileen Hutton.

—Los oficiales —dijo Barr—. Nadie más.

—Yo era oficial —dijo Reacher—. Recuérdalo.

—Pero tú no eras como los demás. A eso es a lo que me refiero.

—¿En qué me diferenciaba yo?

—Tú trabajabas para poder vivir.

—Háblame del partido.

—¿Por qué no tienes casa? ¿Estás bien?

—¿Ahora te preocupas por mí?

—No me gusta que a mis amigos les vayan mal las cosas.

—Me van bien —dijo Reacher—. Créeme. Eres tú quien tiene problemas.

—¿Ahora eres policía? ¿En esta ciudad? Nunca te he visto por aquí.

Reacher negó con la cabeza.

—Solo soy un ciudadano.

—¿De dónde?

—De ninguna parte. Simplemente del mundo.

—¿Por qué has venido?

Reacher no contestó.

—Ah —prosiguió Barr—. Para hacer que me condenen.

—Háblame del partido.

—Jugaban los Cubs contra los Cardinals —dijo Barr—. El partido estaba decidido. Ganaban los Cardinals en la novena entrada. Estaba chupado.

¿Home run?

—No, un error. Los Cubs no pudieron atrapar un elevado fácil en el jardín derecho.

—Lo recuerdas bastante bien.

—Sigo a los Cardinals. Siempre les he seguido.

—¿Cuándo fue el partido?

—Ni siquiera sé qué día es hoy.

Reacher no dijo nada.

—No puedo creer que hiciera lo que dicen —expresó Barr—. Simplemente no puedo creerlo.

—Pruebas de sobra lo corroboran —dijo Reacher.

—¿De veras?

—No dejan lugar a dudas. Barr cerró los ojos.

—¿Cuánta gente? —preguntó.

—Cinco.

Se le empezó a contraer el pecho. De sus ojos cerrados comenzaron a brotarle lágrimas. La boca se le abrió en forma de un óvalo deforme. Estaba llorando. Su cabeza inmovilizada.

—¿Por qué lo hice? —preguntó.

—¿Por qué lo hiciste la primera vez? —preguntó a su vez Reacher.

—Entonces estaba loco —contestó Barr.

Reacher no dijo nada.

—No hay excusa alguna —continuó—. Entonces era una persona diferente. Pensaba que había cambiado. Estaba seguro de que había cambiado. Después me porté bien. Lo intenté, de veras. Catorce años, reformado.

Reacher escuchaba en silencio.

—Me habría suicidado —dijo Barr—, sabes, hace tiempo, después de lo sucedido. Estuve a punto en un par de ocasiones. Estaba tan apenado. Pero aquellos cuatro tipos resultaron ser unos bastardos. Ese fue mi único consuelo. Me apegué a él a modo de redención.

—¿Por qué tienes todas esas armas?

—No podía deshacerme de ellas. Eran un recuerdo. Y me mantienen por el buen camino. Sería demasiado fácil ir por el buen camino si no las tuviese.

—¿Las usas alguna vez?

—Ocasionalmente. No muy a menudo. Alguna que otra vez.

—¿Para qué?

—En un campo de tiro.

—¿Dónde? La policía lo ha investigado.

—Aquí no. Voy a Kentucky. Allí hay un campo de tiro, barato.

—¿Conoces la plaza del centro de la ciudad?

—Claro. Vivo ahí.

—Dime cómo lo hiciste.

—No recuerdo haberlo hecho.

—Entonces dime cómo lo harías. En teoría. Como si se tratase de un informe de reconocimiento.

—¿Con qué blancos?

—Viandantes que salen del edificio de tráfico.

Barr cerró los ojos de nuevo.

—¿Les disparé?

—A cinco de ellos —dijo Reacher.

Barr comenzó nuevamente a llorar. Reacher se apartó y cogió una silla que había colocada junto a la pared. Le dio la vuelta y se sentó en ella al revés.

—¿Cuándo? —preguntó Barr.

—El viernes por la tarde.

Barr permaneció en silencio un buen rato.

—¿Cómo me pillaron? —volvió a preguntar.

—Tú cuéntame.

—¿Me pillaron en un control de tráfico?

—¿Por qué iba a ser así?

—Yo habría esperado hasta que fuera tarde. Tal vez después de las cinco. Hay mucha gente a esa hora. Me habría detenido en la carretera que pasa por detrás de la biblioteca. Cuando el sol estuviese en lo más alto, al oeste, a mi espalda, para evitar que pudiesen ver los destellos del arma. Habría abierto la ventana posterior y habría disparado uno tras otro a cada uno de los blancos, en línea, hasta vaciar la recámara. A continuación habría puesto en marcha el vehículo de nuevo. Solamente me habrían pillado si un coche patrulla me hubiese parado a causa de exceso de velocidad y me hubiesen visto el rifle. Pero creo que habría sido consciente de ello, ¿no? Creo que habría ocultado el rifle y habría conducido a una velocidad moderada, no deprisa. ¿Por qué me iba a arriesgar de esa manera?

Reacher no contestó.

—¿Qué? —dijo Barr—. Tal vez un coche patrulla se detuviera a auxiliarme, mientras estaba aparcado. Quizás pensaron que tenía un pinchazo o me había quedado sin gasolina.

—¿Posees un cono de tráfico? —preguntó Reacher.

—¿Un qué?

—Un cono de tráfico.

Barr comenzó a decir que no, pero entonces se detuvo.

—Creo que tengo uno —dijo—. Aunque no estoy completamente seguro. Están asfaltando la entrada de mi casa. Dejaron un cono en la acera para evitar que la gente entrara con el coche. Tuve que dejarlo allí tres días. No volvieron a retirarlo.

—¿Y qué hiciste con él?

—Lo metí en el garaje.

—¿Sigue allí?

—Creo que sí. Estoy casi seguro.

—¿Cuándo terminaron de asfaltar la entrada de tu casa?

—A principios de primavera, creo. Hace unos cuantos meses.

—¿Conservas algún recibo?

Barr intentó negar con la cabeza, haciendo una mueca de dolor por la presión de la abrazadera.

—Lo asfaltaron una banda de gitanos —dijo—. Creo que robaron el asfalto en la ciudad, seguramente en las obras de First Street. Les pagué en metálico, rápidamente y en negro.

—¿Tienes algún amigo?

—Unos pocos.

—¿Quiénes son?

—Unos tíos. Uno o dos.

—¿Alguna nueva amistad?

—No creo.

—¿Mujeres?

—No les gusto.

—Háblame del partido.

—Ya lo he hecho.

—¿Dónde estabas? ¿En el coche? ¿En casa?

—En casa —respondió Barr—. Estaba comiendo.

—¿Te acuerdas de eso?

Barr parpadeó.

—La psiquiatra me ha dicho que debería intentar recordar las circunstancias. Podrían ayudar a recordar más cosas. Estaba en la cocina, comiendo pollo frío con patatas fritas. Me acuerdo de eso. Pero es lo único que puedo recordar.

—¿Qué estabas bebiendo? ¿Cerveza, zumo, café?

—No me acuerdo. Solo recuerdo escuchar el partido. Tengo una radio marca Bose en la cocina. También una televisión, pero siempre sigo los partidos por la radio, nunca por la tele. Como cuando era pequeño.

—¿Cómo te sentías?

—¿Que cómo me sentía?

—¿Feliz? ¿Triste? ¿Normal?

Barr se quedó callado un instante.

—La psiquiatra me ha hecho la misma pregunta —dijo—. Le he contestado que normal, pero realmente creo que me sentía feliz. Como si tuviese nuevos planes en perspectiva.

Reacher no dijo nada.

—Pero creo que me los he cargado, ¿verdad? —repuso Barr.

—Háblame de tu hermana —le pidió Reacher.

—Acaba de estar aquí. Antes de que la abogada entrara.

—¿Qué sientes por ella?

—Es todo lo que tengo.

—¿Hasta dónde llegarías para protegerla?

—Haría cualquier cosa —dijo Barr.

—¿Como qué?

—Me declararía culpable, si me lo permiten. Aun así ella tendría que irse, tal vez cambiar de nombre. Pero le ahorraría todo el mal trago que pudiese. Ella fue quien me compró la radio, para que escuchara el béisbol. Fue un regalo de cumpleaños.

Reacher no añadió nada.

—¿Por qué estás aquí? —le preguntó Barr.

—Para enterrarte.

—Me lo merezco.

—No disparaste desde la carretera, sino en la ampliación del parking.

—¿De First Street?

—Extremo norte.

—Eso es una locura. ¿Por qué iba a disparar desde ahí?

—Le pediste a tu primer abogado que me llamara. El sábado.

—¿Por qué haría algo así? Debes de ser la última persona a quien me gustaría ver. Tú sabes lo que ocurrió en la ciudad de Kuwait. ¿Por qué iba a querer que te llamaran?

—¿Cuándo iba a ser el próximo partido de los Cardinals?

—No lo sé.

—Trata de recordar. Necesito entender las circunstancias.

—No logro acordarme —replicó Barr—. No hay nada. Recuerdo la carrera ganadora, y ya está. Los locutores se volvían locos. Ya sabes cómo son. Era como si no se lo llegaran a creer. Es que, vaya manera tan estúpida de perder un partido. Pero son los Cubs, ¿no? Dicen que siempre encuentran una manera de perder.

—¿Qué recuerdas antes del partido? ¿Antes de ese día?

—Nada.

—¿Qué habrías estado haciendo normalmente?

—No mucho. No hago gran cosa.

—¿Qué sucedió en la jugada anterior de los Cardinals?

—No lo recuerdo.

—¿Qué es lo último que recuerdas aparte del partido?

—No estoy seguro. ¿Las obras de la entrada de mi casa?

—Eso fue hace meses.

—Recuerdo ir a algún sitio —explicó Barr.

—¿Cuándo?

—No estoy seguro. Hace poco.

—¿Solo?

—Quizás acompañado. No estoy seguro. Tampoco estoy seguro de adónde.

Reacher no dijo nada. Se reclinó sobre la silla y escuchó el pitido débil procedente de la máquina al compás del ritmo cardíaco. Iba bastante rápido. Ambas esposas repiqueteaban contra la barandilla.

—¿Qué hay en esa bolsa de suero? —preguntó Barr.

Reacher echó un vistazo a contraluz y leyó las letras impresas en las bolsas.

—Antibióticos —dijo.

—¿Y analgésicos?

—No.

—Supongo que piensan que no me los merezco.

Reacher no dijo nada.

—Nos conocemos de hace mucho tiempo, ¿no es así? —dijo Barr—. Tú y yo.

—La verdad es que no —repuso Reacher.

—No como amigos.

—Ahí sí que tienes razón.

—Pero estábamos conectados.

Reacher no dijo nada.

—¿No? —preguntó Barr.

—En cierta manera —contestó Reacher.

—Entonces ¿harías algo por mí? —preguntó Barr—. ¿Como un favor?

—¿El qué?

—Quitarme la vía de la mano.

—¿Por qué?

—Para infectarme y morir.

—No —repuso Reacher.

—¿Por qué no?

—Aún no es tu hora —le contestó.

Reacher se levantó, volvió a colocar la silla junto a la pared y salió de la habitación. Pasó por el escritorio del guardia de seguridad, salió de la cámara y bajó con el ascensor hasta la calle. El coche de Helen Rodin no estaba en el aparcamiento. Se había marchado ya. No le había esperado. Así que Reacher partió a pie, todo el camino, desde las afueras de la ciudad.

Se abrió camino entre diez manzanas en obras y se dirigió primero hacia la biblioteca. La tarde estaba avanzada, pero la biblioteca continuaba abierta. La mujer de expresión triste que había sentada tras el mostrador le dijo dónde se guardaban los periódicos viejos. Comenzó con la pila correspondiente a la semana anterior. Se trataba del mismo periódico Indianápolis que había leído en el autobús. No prestó atención a los ejemplares del domingo, sábado y viernes. Empezó con los del jueves, miércoles y martes. Algo le llamó la atención en el segundo ejemplar. Los Cubs de Chicago habían jugado una serie de tres partidos en St. Louis, empezando el martes. Era la primera de una serie de partidos, y había terminado tal y como Barr había descrito. Los Cubs no pudieron atrapar un elevado fácil en el jardín derecho. La edición matutina del miércoles explicaba los detalles con exactitud. Una carrera ganadora y un error. Aproximadamente las diez de la tarde, martes. Barr había oído los frenéticos gritos de los locutores justo sesenta y siete horas antes de abrir fuego.

A continuación Reacher dio marcha atrás, en dirección a la comisaría. Cuatro manzanas al oeste, una al sur. No le preocupaba el horario. Sabía que era uno de esos lugares que abrían las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Fue directamente hacia el mostrador de recepción y solicitó su derecho a ver de nuevo las pruebas como parte de la defensa. El hombre del mostrador telefoneó a Emerson y a continuación le indicó a Reacher el lugar subterráneo donde se encontraba Bellantonio.

Bellantonio le recibió y abrió la puerta con llave. No había demasiados cambios, pero Reacher se percató de dos cosas que antes no estaban. Hojas nuevas de papel, plastificadas, colgadas en el corcho encima y debajo de las hojas originales, a modo de notas a pie de página, adiciones o apéndices.

—¿Nuevas anotaciones? —preguntó.

—Siempre —contestó Bellantonio—. Nunca dormimos.

—Y bien, ¿qué hay de nuevo?

—ADN de animal —dijo Bellantonio—. Relacionan el pelo del perro de Barr con la escena.

—¿Dónde está el perro ahora?

—Descansando eternamente.

—Qué cruel.

—¿Qué cruel?

—El maldito chucho no ha hecho nada malo. Bellantonio se quedó callado.

—¿Qué más? —preguntó Reacher.

—Más pruebas de las fibras. También de balística. Evidencias más que suficientes. La munición Lake City es relativamente rara, y hemos confirmado que Barr la compró hace menos de un año en Kentucky.

—Suele ir a un campo de tiro que hay allí.

Bellantonio asintió.

—Eso también lo hemos averiguado.

—¿Alguna cosa más?

—El cono de tráfico pertenece al departamento de construcción de la ciudad. No sabemos de dónde ni de cuándo.

—¿Algo más?

—Creo que es todo.

—¿Y la parte negativa?

—¿Qué parte negativa?

—Todo lo que me estás dando son buenas noticias. ¿Qué hay de las preguntas sin respuesta?

—No creo que haya ninguna.

—¿Estás seguro de ello?

—Estoy seguro.

Reacher echó una ojeada al tablón de corcho rectangular una vez más, detenidamente.

—¿Juegas al póquer? —preguntó.

—No.

—Bien hecho. Mientes fatal. Bellantonio no rechistó.

—Deberías empezar a preocuparte —dijo Reacher—. Si se entera de lo del perro os demandará.

—No se enterará —repuso Bellantonio.

—No, supongo que no.

Emerson estaba esperando al otro lado de la puerta. Llevaba la americana puesta y la corbata sin anudar. En sus ojos se podía leer una expresión de frustración, aquella sensación que se tiene cuando hay que enfrentarse a asuntos de abogacía.

—¿Le has visto? —preguntó.

—No recuerda nada desde el martes por la noche hacia delante —contestó Reacher—. Te espera una buena batalla.

—Estupendo.

—Deberías buscar cárceles más seguras.

—Rodin traerá expertos para que le examinen.

—Eso ya lo ha hecho su hija.

—Existen precedentes de casos similares.

—Sí, y por lo visto hay resultados de todo tipo.

—¿Tú quieres que ese pedazo de mierda vuelva a la calle?

—Has sido tú quien la ha cagado —repuso Reacher—. No yo.

—Entonces tú ya estás contento.

—Nadie está contento —dijo Reacher—. Aún no.

Abandonó la comisaría y se dirigió nuevamente hacia la torre negra de cristal. Helen Rodin estaba sentada tras su escritorio, revisando una hoja de papel. Danuta, Mason y Niebuhr se habían marchado ya. Helen estaba sola.

—Rosemary le preguntó a su hermano sobre lo que pasó en Kuwait —explicó Helen—. Me lo dijo al salir de la habitación del hospital.

—¿Y bien? —preguntó Reacher.

—Él le explicó que era cierto.

—Seguramente no fue una conversación agradable.

Helen Rodin negó con la cabeza.

—Rosemary está destrozada. Dice que James también. Barr dice que no puede creer que lo haya vuelto a hacer, haber tirado catorce años por la borda.

Reacher no dijo nada. Silencio en la oficina. Seguidamente Helen le mostró el folio que estaba leyendo.

—Eileen Hutton es general de brigada —dijo.

—Entonces las cosas le han ido bien —opinó Reacher—. Era comandante cuando yo la conocí.

—¿Tú qué eras?

—Capitán.

—¿No era eso ilegal?

—Técnicamente. Para ella.

—Ella pertenecía al cuerpo militar judicial.

—Los abogados pueden saltarse la ley igual que los demás.

—Todavía pertenece al cuerpo militar judicial.

—Evidentemente. No reciclan al personal.

—Tiene base en el Pentágono.

—Allí es donde están los mejores.

—Vendrá mañana. Reacher se quedó callado.

—Para declarar —agregó Helen.

Reacher continuó callado.

—A las cuatro en punto de la tarde. Tomará un vuelo por la mañana y se alojará en algún lugar, dado que tendrá que pasar la noche en la ciudad. Se le hará demasiado tarde para volar de vuelta. —¿Me vas a pedir que me la lleve a cenar?

—No —dijo Helen—. Eso no. Te voy a pedir que te la lleves a comer, antes de que se cite con mi padre. Tengo que saber antes que nadie por qué ha venido.

—Se han cargado al perro de Barr —dijo Reacher.

—Era viejo.

—¿No te importa?

—¿Debería?

—El perro no le había hecho nada a nadie. Helen no dijo nada.

—¿Dónde se hospedará Hutton? —preguntó Reacher.

—No tengo ni idea. Tendrás que ir a buscarla al aeropuerto.

—¿Qué vuelo?

—Tampoco lo sé. Pero no hay ningún vuelo directo desde el distrito de Columbia, así que supongo que hará escala en Indianápolis. No llegará aquí antes de las once de la mañana.

Reacher no dijo nada.

—Lamento —dijo Helen— haberle dicho a Danuta que no teníamos pruebas de la teoría del director de marionetas. No pretendía que pareciese un desprecio.

—Tenías razón —coincidió Reacher—. En ese momento no teníamos ninguna prueba.

Helen le miró.

—¿Pero?

—Ahora sí las tenemos.

—¿Qué?

—La policía ha estado rizando el rizo. Tienen fibras, pruebas de balística, ADN del perro, un recibo de alguna tienda de munición de Kentucky. El rastro del cono de tráfico les ha llevado hasta la ciudad. Hay todo tipo de pruebas.

—¿Pero? —volvió a preguntar Helen.

—Pues que no tienen ningún vídeo de James Barr conduciendo hacia el parking para colocar el cono con anterioridad.

—¿Estás seguro?

Reacher asintió.

—Han debido de ver la cinta una docena de veces. Si hubiesen visto a Barr, habrían impreso los fotogramas y los habrían colgado para que los viera todo el mundo. Pero no están allí, lo que significa que no lo han encontrado. Lo que significa que James Barr no condujo hasta allí para colocar el cono.

—Lo que significa que lo hizo otra persona.

—El director de marionetas —dijo Reacher—. U otra de sus marionetas. En algún momento después del martes por la noche. Barr cree que el cono aún seguía en su garaje el martes.

Helen volvió a mirar a Reacher.

—Quienquiera que fuese, debe aparecer en la cinta.

—Exacto —dijo Reacher.

—Pero habrá cientos de coches.

—Podemos estrechar el círculo. Estamos buscando un sedán con el suelo demasiado bajo para atravesar un sendero que conduzca a una granja.

—El director de marionetas existe, ¿verdad?

—Es lo único que explica que el cono llegara hasta allí.

—Seguramente tenga razón Alan Danuta, ¿sabes? —dijo Helen—. Mi padre cambiaría a Barr por el director de marionetas. Sería tonto si no lo hiciese.

Reacher no dijo nada.

—Lo que quiere decir que Barr va a salir indemne —agregó Helen—. Para mí eso solo significará un problema de reputación. Podré vivir con ello. Al menos espero hacerlo. Puedo culpar de todo a la prisión, alegar que no fui yo quien hizo que se librara.

—¿Pero? —preguntó Reacher.

—¿Qué vas a hacer tú? Viniste aquí a hacer justicia y Barr va a librarse.

—No sé lo que voy a hacer —comentó Reacher—. ¿Qué opciones tengo?

—Solo dos, y las dos me dan miedo. Una: podrías negarte a ayudarme a encontrar al director de marionetas. Yo no podré hacerlo sola y Emerson ni siquiera querría intentarlo.

—¿Y dos?

—Podrías solucionar las cosas con Barr.

—Eso está claro.

—Pero no puedes hacerlo. Con suerte te encerrarían el resto de tu vida.

—Si me cogiesen.

—Te cogerían. Yo sabría que has sido tú.

Reacher sonrió.

—¿Me delatarías?

—Tendría que hacerlo —dijo Helen.

—No si fueras mi abogada. En ese caso no podrías decir una palabra.

—Pero no soy tu abogada.

—Podría contratarte.

—Rosemary Barr también lo sabría, y ella sí que te delataría sin dudarlo. Y Franklin. Te oyó contar la historia.

Reacher asintió.

—No sé qué voy a hacer —volvió a decir.

—¿Cómo encontraremos a ese tipo?

—Tal y como has dicho, ¿qué motivos iba a tener yo para encontrarle?

—Porque no creo que seas el tipo de hombre que hace las cosas a medias.

Reacher se quedó callado.

—Creo que quieres la verdad —prosiguió Helen—. No creo que te guste que te den gato por liebre. No te gusta que te tomen el pelo.

Reacher permanecía en silencio.

—Además, toda esta situación apesta —añadió Helen—. Aquí ha habido seis víctimas. Cinco que han muerto y el mismo Barr.

—Eso amplía demasiado el significado que yo entiendo por víctimas.

—El doctor Niebuhr espera que encontremos una relación preexistente. Probablemente reciente. Alguna nueva amistad. Podríamos tenerlo en cuenta.

—Barr me dijo que no había hecho ningún nuevo amigo —dijo Reacher—. Que solo tenía uno o dos amigos de toda la vida.

—¿Y te dijo la verdad?

—Creo que sí.

—¿Entonces el doctor Niebuhr se equivoca?

—Niebuhr hace suposiciones. Es psiquiatra. Lo único que hacen es suponer.

—Podría preguntárselo a Rosemary.

—¿Conocerá a sus amigos?

—Probablemente. Están bastante unidos.

—Pues consigue una lista —le pidió Reacher.

—¿La doctora Mason también supone algo?

—Sin duda. Pero en su caso creo que acierta.

—Si Niebuhr se equivoca referente a los amigos, ¿qué hacemos?

—Lo seguiremos intentando.

—¿Cómo?

—Me ha estado siguiendo un tipo esta noche, y estoy seguro de que me ha vuelto a seguir por la mañana. Le vi en la plaza. Así que la próxima vez que le vea cruzaré un par de palabras con él. Me dirá para quién trabaja.

—¿Y solo por pedírselo te lo dirá?

—La gente normalmente me dice lo que quiero saber.

—¿Por qué?

—Porque se lo pregunto con buenas maneras.

—Pues no te olvides de preguntarle con buenas maneras a Eileen Hutton.

—Nos vemos —se despidió Reacher.

Reacher se encaminó hacia el sur, más allá de su hotel. Encontró un restaurante barato donde cenar. Cuando terminó se dirigió hacia el norte, a paso lento. Cruzó la plaza, dejó atrás la torre negra de cristal, pasó por debajo de la autopista elevada, rumbo al bar recreativo. En total, llevaba en la calle casi una hora, y no había visto a nadie seguirle. Ningún tipo lesionado y con traje extraño. Nadie en absoluto.

El bar recreativo estaba medio vacío. En los televisores estaban emitiendo un partido de béisbol. Encontró una mesa en el rincón y se sentó a ver el partido de los Cardinals contra los Astros, en Houston. Se trataba de un partido lento de final de temporada entre dos equipos que en absoluto eran rivales. Cuando comenzó la publicidad echó una ojeada a la puerta. No vio a nadie. En aquella ciudad de interior, el martes era aún más tranquilo que el lunes.

Grigor Linsky llamó por el móvil.

—Ha vuelto al bar recreativo —dijo.

—¿Te ha visto? —preguntó El Zec.

—No.

—¿Por qué ha vuelto al bar?

—Por ninguna razón. Necesitaba un destino final, eso es todo. Ha estado deambulando durante casi una hora, intentando ver si le seguía.

Silencio un instante.

—Déjale ahí —repuso El Zec—. Vente para aquí. Tenemos que hablar.

Alex Rodin llamó a Emerson a su casa. Emerson estaba cenando tarde con su mujer y sus dos hijas, así que no le apetecía coger el teléfono. Pero lo hizo. Fue a la entrada y tomó asiento en el segundo peldaño de las escaleras, inclinado hacia delante, con los codos apoyados sobre las rodillas y el auricular entre el hombro y la oreja.

—Tenemos que hacer algo con ese tal Jack Reacher —comentó Rodin.

—Yo no creo que sea un problema tan grave —opinó Emerson—. Quizás sea lo que quiera que pensemos, pero no puede hacer que desaparezcan los hechos. Tenemos pruebas más que suficientes.

—Ahora ya no se trata de los hechos —replicó Rodin—, sino de la amnesia, de la presión que ejerza la defensa.

—Eso depende de tu hija.

—Reacher es una mala influencia sobre ella. He estado informándome sobre la ley en estos casos. Es un área realmente gris. Los exámenes médicos no pueden confirmar que Barr recuerde el día de los hechos. Se trata de que Barr entienda el proceso judicial en estos momentos, y de contar con pruebas condenatorias sin necesidad de su testimonio.

—Yo diría que las tenemos.

—Yo también. Pero Helen ha de aceptar, ha de estar de acuerdo. Pero ese tipo está encima de ella todo el tiempo, comiéndole la cabeza. La conozco. No pasará por el aro hasta que nos libremos de él.

—Pues no veo cómo podemos hacerlo.

—Quiero que le detengas.

—No puedo hacerlo —dijo Emerson— sin una denuncia.

Rodin calló un instante.

—Bueno, vigilale —continuó—. Si escupe en la acera, quiero que le detengas y hagas algo con él.

—Esto no es el salvaje oeste —repuso Emerson—. No puedo echarle de la ciudad.

—Un arresto sería suficiente. Necesitamos algo que rompa el hechizo. Está empujando a Helen a donde no quiere ir. La conozco. Si estuviese sola, nos entregaría a Barr. No me cabe la menor duda.

Cuando Linsky se dirigió de vuelta a su coche, sentía dolores en la espalda. Una hora a pie era más de lo que podía soportar. Tiempo atrás, le habían roto todos los huesos de la columna vertebral con un martillo. Uno tras otro. Desde el cóccix hasta la última vértebra. Lentamente. Por lo general le permitían que se le curase un hueso antes de romperle el siguiente. Cuando el último hueso estaba curado, empezaban desde el principio otra vez. Tocar el xilófono, así lo llamaban. Tocar las notas. Al final, Linsky había perdido la cuenta de cuántas notas habían tocado en su columna vertebral.

Pero nunca hablaba sobre aquello. Cosas peores le habían sucedido a El Zec.

El Cadillac disponía de un asiento blando, por lo que fue un alivio llegar a él. El vehículo estaba provisto de un motor silencioso, una conducción suave y una buena radio. Los Cadillacs eran el tipo de cosas que hacían de América un lugar maravilloso, como su población confiada y sus policías inútiles. Linsky había vivido tiempo en diferentes países y no dudaba cuál era el más satisfactorio: cualquiera donde no se condujesen carros sucios ni trineos. Ahora conducía un Cadillac.

Se dirigió hacia la casa de El Zec, a trece kilómetros al noroeste de la ciudad, cerca de su fábrica de piedras. La fábrica era una nave industrial construida hacía catorce años sobre un filón de piedra caliza, descubierto bajo unas tierras de cultivo. La casa era un palacio enorme y fantástico, construido para unos comerciantes de artículos de confección hacía cien años, cuando el paisaje aún poseía su belleza natural. Era un palacio burgués y pomposo, pero también una casa cómoda, igual que el Cadillac era un coche cómodo. Dominaba desde el centro numerosos acres de llanura. Tiempo atrás habían existido unos jardines preciosos, pero El Zec los había arrasado y había podado los arbustos, lo que había creado como resultado una vista amplia y uniforme. No había vallas, porque ¿cómo iba a soportar vivir un solo día entre rejas? Por esa misma razón, no había cerrojos de seguridad, pestillos, ni barrotes. La libertad era un regalo que se había hecho a sí mismo. Pero la residencia disponía de un sistema de seguridad excelente. Había cámaras de vigilancia. Nadie podía acercarse a la casa sin ser detectado. Durante el día, los visitantes eran visibles claramente a una distancia de casi ocho kilómetros, y por la noche, las cámaras de visión nocturna captaban las imágenes a una distancia ligeramente menor.

Linsky aparcó y salió del coche. Era una noche tranquila. La fábrica de piedra cerraba a las siete cada tarde, triste y silenciosa, hasta el amanecer del día siguiente. Echó una ojeada a la planta y caminó hacia la casa. La puerta delantera se abrió antes de que se acercara a ella. Le recibieron los focos calientes y vio que Vladimir había salido a darle la bienvenida, lo que significaba que Chenko debía de estar también allí arriba, que El Zec había reunido a sus mejores hombres y que estaba preocupado.

Linsky tomó aliento, pero entró en el interior de la casa sin titubear. Después de todo, ¿qué podrían hacerle que no le hubiesen hecho ya? Para Vladimir y Chenko era distinto, pero para hombres de la edad y experiencia de Linsky nada era ya inimaginable.

Vladimir no dijo nada. Se limitó a cerrar la puerta y a seguir a Linsky hacia la planta superior. Era una casa de tres plantas. La planta baja no se utilizaba para nada, excepto para la vigilancia. Todas las habitaciones estaban completamente vacías, salvo una que tenía cuatro pantallas de televisor colocadas sobre una gran mesa, donde se mostraban distintos ángulos de la casa: norte, sur, este y oeste. Sokolov se encargaba de no perderlas de vista. O Raskin. Se alternaban en turnos de doce horas. La segunda planta de la casa constaba de una cocina, un comedor, una sala de estar y una oficina. La tercera planta constaba de habitaciones y cuartos de baño. En la segunda planta se dirigían los negocios. Linsky pudo oír la voz de El Zec procedente de la sala de estar. Le llamaba. Entró directamente, sin llamar a la puerta. El Zec estaba sentado en un sillón, sujetando con la mano una taza de té. Chenko estaba echado en el sofá. Vladimir entró en la sala después de Linsky y se sentó junto a Chenko. Linsky permaneció inmóvil y esperó.

—Siéntate, Grigor —ordenó El Zec—. Nadie está enfadado contigo. Ha sido un fallo del muchacho.

Linsky asintió y tomó asiento en un sillón, algo más cerca de El Zec que Chenko. Así se mantenía el orden correcto de la jerarquía. El Zec tenía ochenta años, y Linsky tenía más de sesenta. Chenko y Vladimir tenían unos cuarenta años, y eran hombres importantes, por supuesto, pero más jóvenes en comparación. No poseían la historia que El Zec y Linsky compartían. Ni por asomo.

—¿Té? —preguntó El Zec, en ruso.

—Por favor —contestó Linsky.

—Chenko —dijo El Zec—. Trae una taza de té para Grigor.

Linsky sonrió para sus adentros. El hecho de que Chenko le sirviera té era una demostración de la superioridad de Linsky frente a él. Se percató de que lo hacía de muy poco agrado. Se limitó a levantarse de mala gana, ir a la cocina y salir con una taza de té en una pequeña bandeja de plata. Chenko era un hombre muy pequeño, de estatura baja, enjuto, endeble. Tenía el cabello basto y negro, despeinado en todas direcciones, aunque lo llevaba corto. Vladimir era diferente, muy alto, fornido y rubio. Increíblemente fuerte. Seguramente por su sangre corrían genes alemanes. Tal vez su abuela se había mezclado con ellos, allá en el año 1941.

—Hemos estado hablando —dijo El Zec.

—¿Y? —preguntó Linsky.

—Tenemos que enfrentarnos al hecho de que hemos cometido un fallo. Solo uno, pero que podría ser fastidioso.

—El cono —dijo Linsky.

—Naturalmente, Barr no aparece en la cinta de vídeo colocándolo —dijo El Zec.

—Obviamente.

—Pero ¿será eso un problema?

—¿Según tu opinión? —preguntó Linsky educadamente.

—La importancia está en el ojo del que contempla —dijo El Zec—. A Emerson y a Rodin no les importará. Es un detalle insignificante, y no estarán dispuestos a averiguarlo. ¿Por qué iban a hacerlo? No les interesa ponerse la zancadilla a sí mismos. Y ningún caso es perfecto al cien por cien. Es algo que ellos ya saben. Así pues, lo considerarán un cabo sin atar, algo inexplicable. Podrían incluso tratar de autoconvencerse de que Barr utilizó un vehículo diferente.

—¿Pero?

—Pero seguirá siendo un cabo sin atar. Si el soldado tira de él, todo podría comenzar a desenmarañarse.

—Las pruebas contra Barr son incuestionables.

El Zec asintió.

—Es cierto.

—Entonces, ¿no serán suficientes?

—Sin duda alguna, deberían haber sido suficientes. Pero es posible que Barr no vuelva a constar como sujeto legal al que pueda acceder la jurisprudencia. Sufre amnesia permanente. Es posible que Rodin no sea capaz de llevarle a juicio. Si así sucede, Rodin se sentirá frustrado. Esperará conseguir un premio de consolación. Y el premio de consolación finalmente significará suponer que existe alguna otra persona por encima de Barr, ¿cómo podría negarse?

Linsky dio un sorbo al té. Estaba caliente y dulce.

—¿Y todo eso por una cinta? —preguntó.

—Depende por completo del soldado —continuó El Zec—, de su tenacidad y su imaginación.

—Fue policía militar —intervino Chenko, en inglés—. ¿Lo sabíais?

Linksy miró a Chenko. Chenko rara vez hablaba inglés en la casa. Tenía un perfecto acento americano, y a veces Linsky pensaba que aquello le avergonzaba.

—Eso no tiene por qué impresionarme —repuso Linsky, en ruso.

—Ni a mí —añadió El Zec—. Pero es un factor que debemos poner sobre la balanza.

—Silenciarle en estos momentos llamará la atención —dijo Linsky—. ¿No?

—Depende de cómo se haga.

—¿Cuántas maneras hay?

—Podríamos volver a utilizar a la chica pelirroja —dijo El Zec.

—No servirá de nada con el soldado. Es un gigante, y estoy casi seguro de que conoce a fondo las técnicas de autodefensa.

—Ellos dos ya se conocen. Hay testigos de que ella le provocó y comenzó la pelea. Si se encontrase a la chica herida de gravedad, el soldado se convertiría en el primer sospechoso. Dejemos que el departamento de policía le silencie en vez de hacerlo nosotros mismos.

—La chica sí lo sabría —dijo Vladimir—. Sabría que no habría sido el soldado.

El Zec hizo un gesto de asentimiento. Linsky le observó. Estaba acostumbrado a los métodos de El Zec. Le gustaba sonsacar soluciones a la gente, igual que Sócrates.

—Tal vez deberíamos hacerla enmudecer —propuso El Zec.

—¿Matarla?

—Siempre hemos pensado que es la manera más segura, ¿no es así?

—Es posible que tenga más enemigos —dijo Vladimir—. Quizás sea una calientabraguetas de mucho cuidado.

—Pues haremos que se afiance la idea del principal sospechoso. Deberíamos hacer que encontraran el cuerpo en algún lugar sugerente, como si le hubiese pedido volver a verla.

—¿En su hotel?

—No, mejor fuera de su hotel. Pero cerca. En algún lugar donde pudiera encontrarla otra persona. Alguien que pudiera llamar a la policía mientras el soldado durmiese. De ese modo se convertiría en un objetivo fácil.

—¿Cómo se explicaría el hecho de que el cuerpo se encontrase fuera del hotel?

—Evidentemente el soldado la habría golpeado, de tal modo que la chica habría salido tambaleándose y se habría desplomado.

—El Metropole Palace —dijo Linsky—. Ahí es donde se aloja.

—¿Cuándo? —preguntó Chenko.

—Cuando vosotros queráis —dijo El Zec.

Los Astros ganaron a los Cardinals por 10 a 7, después de una actuación floja de la defensa de ambos equipos. Malas jugadas, muchos errores. Una manera pésima de ganar, y una manera peor de perder. Reacher dejó de prestar atención al juego a mitad de partido. Había empezado a pensar en Eileen Hutton. Formaba parte de su mosaico. La había visto en una ocasión en Estados Unidos antes de marchar al Golfo. Sucedió brevemente en un tribunal repleto de gente, pero el tiempo suficiente para percatarse de su gesto negativo. Reacher supuso que nunca más la volvería a ver, lo que le pareció una lástima. Pero más tarde volvió a coincidir con ella. Eileen llegó como una más del ejército de la operación Escudo del Desierto. Reacher estaba allí desde el inicio de la operación, como capitán recién ascendido. La primera etapa de cualquier despliegue extranjero siempre parecía una guerra entre bandas de policías militares y tropas. Sin embargo, después, la situación se calmaba, y la operación Escudo del Desierto no fue una excepción. Después de seis semanas se asentó una estructura, tal como dicta la ley militar, que exigía personal interno, desde carceleros a jueces. Hutton resultó ser uno de los abogados que enviaron al país. Reacher supuso que se trataba de una decisión propia, lo que le alegró, ya que podía significar que no estuviese casada.

Y no lo estaba. La primera vez que se cruzaron, Reacher comprobó que no llevaba alianza en su mano derecha. Seguidamente observó su cuello, y vio las hojas de roble del rango de comandante. Aquello era todo un reto para un reciente capitán. Después la miró a los ojos y confirmó que merecería la pena. Tenía los ojos azules, inteligentes y traviesos. Creyó vislumbrar un futuro prometedor. Una aventura. Reacher acababa de cumplir los treinta y un años, y estaba dispuesto a todo.

El calor del desierto ayudaba. La mayoría del tiempo la temperatura alcanzaba casi los cincuenta grados, y excepto en los simulacros de ataques de gas, el uniforme habitual era pantalones cortos y camiseta sin mangas. Y según la experiencia de Reacher, la cercanía entre los cuerpos calientes, casi desnudos, de un hombre y una mujer, conducía siempre a algo bueno, mucho mejor que pasar un noviembre en Minnesota, por supuesto.

El acercamiento inicial prometía ser difícil, dada la disparidad de sus rangos. Cuando tuvo lugar, Reacher manejó la situación tan torpemente que solo se solucionó porque Eileen se mostró tan dispuesta como él, y no tenía miedo a demostrarlo. Tras aquel primer momento, el resto fue como la seda. Tres largos meses. Fueron buenos tiempos. Más tarde Reacher recibió nuevas órdenes, igual que siempre. Ni siquiera se despidió de ella. No tuvo la oportunidad. Tampoco la volvió a ver nunca más.

«Te veré de nuevo mañana», pensó.

Reacher permaneció en el bar hasta que la ESPN empezó a repetir las jugadas del partido. Entonces pagó la cuenta y salió a la calle, bajo la luz amarilla de las farolas. Decidió no volver al Metropole Palace. Pensó que era el momento de cambiar. No había ninguna razón, se trataba sencillamente de su instinto inquieto de siempre. Muévete. Nunca te quedes en el mismo sitio durante mucho tiempo. Y el Metropole era un lugar lúgubre y viejo. Desagradable, incluso para sus estándares poco exigentes. Decidió probar con el motel que había visto de camino a la tienda de repuestos de automóvil, al lado de la peluquería. Cualquier estilo 7$. Podría cortarse el pelo antes de que Hutton llegara a la ciudad.

Chenko abandonó la casa de El Zec a medianoche. Vladimir fue con él. Si alguien tenía que encargarse de la pelirroja, ese debía ser Vladimir. Debía ser un trabajo bien hecho, porque representaría una prueba. Chenko era demasiado pequeño para propinar los mismos golpes que un soldado furioso de casi dos metros y ciento diez kilos. Pero Vladimir era diferente, podía finiquitar aquel trabajo de un solo golpe y convencer a los forenses en la autopsia. Tras un rechazo, una objeción o un insulto, un hombre de grandes dimensiones podía propinar un golpe con tanta furia que resultara más fuerte de lo necesario.

Ambos, Chenko y Vladimir, conocían a la chica. La habían visto con Jeb Oliver. Incluso habían llegado a trabajar juntos en una ocasión. Sabían dónde vivía: un apartamento alquilado en una planta baja, en una parcela de tierra árida, a la sombra de la autopista estatal, justo donde la carretera comenzaba a elevarse, al sureste del centro de la ciudad. Y sabían que vivía sola.

Reacher anduvo en círculos rodeando tres manzanas antes de dirigirse al hotel. Caminaba despacio y aguzaba el oído por si sentía pisadas. No oyó nada. No vio nada. Estaba solo.

El motel era prácticamente una antigualla. En su tiempo debió de haber estado a la última, y en consecuencia, debió de ser de alta categoría. Sin embargo, con el implacable paso del tiempo y las modas, se había quedado anticuado. Se encontraba en buenas condiciones, pero no lo habían modernizado. Era exactamente el tipo de sitio que le gustaba a Reacher.

Despertó al recepcionista y pagó en metálico una noche. Utilizó el seudónimo de Don Heffner, un jugador de segunda base que había bateado doscientos sesenta y un golpes durante una pobre temporada de los Yankees en 1934. El recepcionista le entregó una llave grande de metal y le señaló el camino hacia la habitación número ocho. La habitación era oscura y olía a humedad. La colcha de la cama y las cortinas parecían no haberse cambiado nunca. Lo mismo sucedía con el baño. Pero todo funcionaba y la puerta cerraba bien.

Reacher se dio una ducha rápida. Dobló los pantalones y la camisa con cuidado y los colocó debajo del colchón. Utilizaba aquel lugar como si fuese una plancha. Por la mañana estarían perfectos. Planeó desayunar, ducharse, afeitarse e ir a la peluquería. No quería devaluar el recuerdo que Hutton pudiera conservar de él, aunque pensaba que ella ni siquiera le recordaría.

Chenko aparcó fuera de la carretera. Vladimir y él descendieron por la pendiente y se dirigieron, sin ser vistos, al edificio de apartamentos donde vivía la chica. Se aproximaron a la puerta por la parte posterior. Caminaban pegados a la pared. Doblaron una esquina. Chenko le dijo a Vladimir que la chica no debía verle. Chenko llamó a la puerta con delicadeza. No hubo respuesta, cosa que no era extraña. Era tarde, y la chica probablemente ya estaba en la cama. Volvió a llamar, un poco más fuerte. Y a continuación, otra vez. Vio una luz procedente de una ventana. Oyó unos pies arrastrándose en el interior. Oyó la voz de la chica y el crujido de la puerta.

—¿Quién es? —preguntó.

—Soy yo —le dijo.

—¿Qué quieres?

—Tenemos que hablar.

—Estaba durmiendo.

—Lo siento.

—Es muy tarde.

—Lo sé —dijo Chenko—. Pero es muy urgente.

Hubo una pausa.

—Espera un momento —repuso ella.

Chenko oyó las pisadas de la chica de vuelta a su habitación. Luego un silencio. A continuación volvió a salir. Abrió la puerta. Llevaba puesta una bata.

—¿Qué? —preguntó.

—Tienes que venir con nosotros —le dijo Chenko.

Vladimir salió de entre las sombras.

—¿Por qué está él aquí? —preguntó Sandy.

—Me va a ayudar esta noche —le contestó Chenko.

—¿Qué queréis?

—Tienes que salir de casa.

—¿Así? No puedo.

—Estoy de acuerdo —dijo Chenko—, vístete. Como si fueras a una cita.

—¿A una cita?

—Tienes que ponerte muy guapa.

—Pero tendré que ducharme. Secarme el pelo.

—Tenemos tiempo.

—¿Una cita con quién?

—Solo tiene que parecerlo. Arréglate como si tuvieras una cita.

—¿A estas horas de la noche? La ciudad entera está durmiendo.

—La ciudad entera no. Nosotros estamos despiertos, por ejemplo.

—¿Cuánto me vais a pagar?

—Doscientos —dijo Chenko—. Por ser tan tarde.

—¿Cuánto tiempo tardaré?

—Solo un momento. Solo tendrás que dejar que te vean pasear.

—No sé.

—Doscientos dólares por un minuto no está nada mal.

—No es solo un minuto. Tardaré una hora hasta estar lista.

—Doscientos cincuenta, entonces —dijo Chenko.

—Bueno —dijo Sandy.

Chenko y Vladimir aguardaron en la sala de estar, escuchando a través de las finas paredes mientras Sandy se duchaba, se secaba el pelo, se maquillaba, la goma elástica de la ropa interior, el susurro del tejido sobre su piel. Chenko se percató de que Vladimir estaba agitado y sudando. No por la tarea pendiente, sino porque había una mujer desnuda en la habitación de al lado. Vladimir no era de fiar según en qué situaciones. Chenko se alegraba de estar allí como supervisor. De no ser así, el plan se iría a pique.

Sandy volvió a la sala de estar al cabo de una hora, totalmente guapísima. Llevaba una blusa fina negra, casi transparente. Debajo llevaba un sujetador que moldeaba sus senos en dos montículos idénticos, redondos e increíbles. En la parte de abajo, unos pantalones negros ceñidos que le llegaban por debajo de la rodilla. ¿Ciclistas? ¿Piratas? Chenko no estaba seguro del nombre. Calzaba unos zapatos negros de tacón alto. Con su piel clara, pelo rojo y ojos verdes parecía una chica de catálogo.

«Qué pena», pensó Chenko.

—¿Mi dinero? —preguntó Sandy.

—Luego —dijo Chenko—. Cuando te traigamos de vuelta.

—Déjame verlo.

—Está en el coche.

—Entonces vamos a verlo —dijo Sandy.

Caminaron en fila india. Chenko en cabeza. Sandy detrás de él. Vladimir a la retaguardia. Subieron por la carretera. El coche estaba aparcado a la derecha. Estaba frío y empañado. En el interior no estaba el dinero. No había ningún dinero. Chenko lo sabía. Se detuvo casi dos metros antes de llegar y se dio la vuelta. Hizo un gesto de asentimiento hacia Vladimir.

—Ahora —le dijo.

Vladimir estiró la mano derecha. Agarró a Sandy por el hombro derecho desde atrás. Le dio la vuelta y le estampó el puño izquierdo en la sien derecha. Un golpe descomunal. Explosivo. La cabeza de la chica se sacudió violentamente, sus pies cedieron y cayó al suelo en vertical, igual que un traje al resbalar de una percha.

Chenko se agachó junto a ella. Esperó un instante y comprobó el pulso en su cuello. No tenía.

—Le has roto el cuello —dijo.

Vladimir asintió.

—Se trata de la posición —explicó—. Es un golpe casi de perfil, en que la cabeza está girando. Así que no es una fractura exactamente. Más bien parece que le estés retorciendo el cuello. Parecido a la soga de la horca.

—¿Tienes bien la mano?

—Mañana la tendré más dolorida.

—Buen trabajo.

—Lo he hecho lo mejor que he podido.

Seguidamente abrieron el coche, retiraron el apoyabrazos del asiento trasero y extendieron el cuerpo. Había suficiente espacio de un extremo a otro. Era de poca estatura. A continuación subieron a la parte delantera del coche y arrancaron. Se dirigieron hacia el este, y llegaron al Metropole Palace por la parte posterior. Esquivaron la zona donde estaban los cubos de basura y vieron un callejón lateral. Se detuvieron junto a la salida de emergencia. Vladimir salió del coche y abrió la puerta posterior del vehículo. Extrajo el cuerpo, sujetándolo por los hombros, y lo dejó justo donde cayó. Volvió a meterse en el coche. Chenko arrancó y avanzó unos cinco metros. Se volvió. La chica estaba tendida en el suelo, junto al muro del callejón, en el lado opuesto de la salida de emergencia. Parecía un escenario real: después de huir dolida y asustada de la habitación del soldado, no había querido esperar a coger el ascensor, sino que había bajado corriendo por las escaleras hasta salir al exterior, en la oscuridad de la noche. Quizás había tropezado bajando, agravando aún más las heridas. Quizás había tropezado y había chocado contra el muro, y la conmoción había hecho que una de las vértebras se le acabara de desprender.

Chenko volvió a colocarse de frente y siguió conduciendo durante algunos kilómetros en dirección noroeste, ni rápido ni despacio, para no llamar la atención, para no destacar, camino de vuelta a la residencia de El Zec.