6

Reacher tomó el ascensor hasta el último piso de la torre negra de cristal. Allí encontró unas escaleras que llevaban a la azotea. Apareció en un espacio triangular de metal, junto al depósito de agua y la sala de máquinas del ascensor. El tejado era de cartón alquitranado, cubierto de grava. Era un edificio de quince plantas, no demasiado alto en comparación con otras ciudades. Sin embargo, parecía ser el punto más alto de toda Indiana. Desde allí se veía el río, situado al sur. Al suroeste, asomaba el punto donde la autopista tomaba altura. Caminó hacia la esquina noroeste. El viento le azotaba el rostro, soplándole sobre la camisa y los pantalones, haciendo que se le pegasen al cuerpo. Justo debajo de él, la carretera rodeaba la parte trasera de la biblioteca y la torre, hasta desaparecer por el este. Mucho más lejos, en mitad de la niebla, la autopista del estado avanzaba en dirección norte, hasta llegar a un cruce con cuatro direcciones. Una de ellas era una carretera larga y recta que se extendía hasta la torre. Memorizó la posición, pues era el camino que le interesaba.

Bajó al vestíbulo y echó a andar. Allá abajo el aire era cálido y tranquilo. Se dirigió hacia el norte y luego hacia el oeste, a una distancia de una manzana del bar recreativo. Encontró la carretera que buscaba. Estaba tras una curva al sur del bar, lo que le hizo desviar su trayectoria. La carretera era recta y ancha, de cuatro carriles. Dado que era la más cercana al centro de la ciudad, estaba rodeada de pequeños establecimientos. Había una tienda de armas con una vitrina de cristal blindado. También una peluquería con un cartel que decía: Cualquier estilo 7$. Un hotel pasado de moda situado en un descampado. Probablemente, tiempo atrás, aquel lugar se encontraba en las afueras de la ciudad. Después una calle cortó la carretera y a partir de allí las tiendas se hicieron más grandes y los edificios más nuevos. Se trataba de la nueva zona comercial. Nada de contratos de arrendamiento, nada de derribos. Habían construido sobre terreno virgen, recién pavimentado.

Reacher siguió caminando. Después de recorrer más de un kilómetro, pasó junto a una tienda de comida para llevar. Luego por un almacén de neumáticos. ¡Cuatro neumáticos nuevos 99$! A continuación una franquicia de carburante y un concesionario de pequeños vehículos coreanos. ¡La mejor garantía de América! Reacher miró hacia arriba, imaginó que estaba cerca.

«¿Eres puta?

De eso nada. Trabajo en la tienda de repuestos de automóvil».

No en una tienda de repuestos de automóvil, sino la tienda de repuestos de automóvil. Quizás la única, o al menos la más importante. La más grande. En todas las ciudades, dicho almacén suele localizarse en la misma zona comercial que la tienda de neumáticos, el concesionario y la gasolinera. Y dicha zona comercial suele situarse en un área grande, nueva y cerca de la carretera principal. Todas las ciudades son distintas, pero también son todas iguales.

Reacher pasó diez minutos caminando al lado de un concesionario Ford donde había cerca de un centenar de camionetas nuevas alineadas y con las ruedas frontales elevadas sobre una rampa. Tras estas, había un gorila inflable enorme atado con alambre. Enganchadas a los alambres, había banderillas de papel. Situadas tras los vehículos nuevos, estaban las camionetas viejas. Vehículos entregados como parte del precio por uno nuevo, pensó Reacher, que esperaban encontrar un nuevo hogar. Más allá de las camionetas usadas se distinguía un camino de tierra.

Y a continuación una tienda de repuestos de automóvil.

Se trataba de una franquicia. El edificio era alargado y de poca altura, limpio y bien cuidado. Se alzaba sobre un terreno recién asfaltado, con carteles de ofertas en las ventanas. Filtros de aceite baratos, anticongelante a buen precio, frenos garantizados, baterías de camión a bajo precio. Una cuarta parte de la zona de aparcamiento estaba llena. Había coches modificados, con los tubos de escape ensanchados, bombillas azules para los faros y volantes de cromo con bandas de goma roja. Había camionetas que necesitaban algún repuesto. También coches agotados tras haber recorrido miles de kilómetros. Había dos vehículos estacionados al final de la zona de aparcamiento. Los coches del personal de la tienda, supuso Reacher. No les estaba permitido estacionar en las filas delantera y frontal. Aunque no les importaba, el personal quería aparcar sus vehículos allá donde pudieran verlos a través de la ventana. Uno de ellos era un Chevy de cuatro cilindros, y el otro era un pequeño Toyota SUV. El Chevy llevaba pegatinas de silueta de mujer en la goma del guardabarros, por lo que el Toyota debía de ser el coche de la pelirroja, supuso Reacher.

Entró en el establecimiento. El aire acondicionado estaba muy alto y olía a sustancias altamente químicas. Una media docena de clientes se paseaban por la tienda, mirando. En la parte delantera del almacén había estanterías llenas de objetos de cromo y de cristal, accesorios para la carrocería. En la parte posterior, las estanterías estaban llenas de objetos embalados en cajas rojas. Discos de embrague, accesorios de frenos, mangueras de radiadores, cosas así. Repuestos. Reacher nunca había manejado repuestos para su coche. Estando en el ejército ya había quien se ocupaba de ello, y desde que dejó la armada no había vuelto a tener coche propio.

Situado entre los objetos atractivos y los aburridos, había un punto de atención al cliente. Tenía forma cuadrada, estaba delimitado por cuatro mostradores unidos entre sí. Sobre él, había listados, ordenadores y manuales gruesos de papel. Tras uno de los ordenadores, había un chico alto de unos veintipocos años. Reacher no le había visto antes. No era ninguno de aquellos cinco del bar. Era un simple chico. Parecía el encargado. Llevaba un mono rojo. Un uniforme, supuso Reacher. Práctico. Recordaba el tipo de indumentaria que lleva un mecánico de Fórmula 1. Era como un símbolo. Un mensaje implícito que prometía, vistiendo así, unas manos ágiles en todo tipo de asuntos relacionados con el motor. El chico era el responsable, supuso Reacher, pero no el dueño de la franquicia, yendo a trabajar con un Chevy de cuatro cilindros. Llevaba el nombre bordado sobre la parte izquierda del pecho: Gary. De cerca parecía triste y poco servicial.

—Tengo que hablar con Sandy —le dijo Reacher—. La pelirroja.

—Está en la trastienda ahora mismo —dijo el chico llamado Gary.

—¿Tengo que entrar yo o vas tú a por ella?

—¿Qué sucede?

—Es personal.

—Ella está aquí para trabajar.

—Es un asunto legal.

—No es usted policía.

—Estoy trabajando con un abogado.

—Tengo que ver su identificación.

—No, Gary. Tienes que ir a por Sandy.

—No puedo. Hoy falta personal.

—Puedes llamarla por el teléfono. O por megafonía.

El tal Gary se quedó inmóvil, sin mover un dedo. Reacher se encogió de hombros, dejó atrás el mostrador y se dirigió hacia una puerta donde decía Se prohíbe la entrada. Tenía que ser una oficina o un comedor, pensó. Un almacén no. En una tienda así las existencias se colocaban directamente sobre las estanterías. No había más inventario, era como funcionaba la venta moderna al por menor. Leía los periódicos que la gente dejaba en los autobuses y en las barras de los restaurantes.

Era una oficina pequeña, tal vez de cuatro por cuatro. En el centro dominaba un escritorio grande laminado en blanco, manchado de huellas de grasa. Sandy estaba sentada tras él, también con un mono rojo. A ella le sentaba mucho mejor que a Gary. Se le ajustaba a la cintura con un cinturón. Llevaba la cremallera bajada unos veinte centímetros. Su nombre, bordado a la izquierda, resultaba más prominente que sobre el pecho de Gary. Reacher pensó que si hubiera sido él el dueño de la franquicia, colocaría a Sandy tras el mostrador y a Gary en la oficina, sin duda alguna.

—Nos vemos de nuevo —dijo Reacher.

Sandy no dijo nada, solo le miró. Estaba trabajando con unas facturas. Había una pila a su izquierda y otra a su derecha. Tenía una en la mano, suspendida en el aire al ver interrumpido su viaje de una pila a otra. Parecía más joven de lo que Reacher recordaba, más callada, menos dura, más aburrida. Desanimada.

—Tenemos que hablar —le dijo Reacher—. ¿No?

—Siento mucho lo que pasó —repuso la chica.

—No te disculpes. No me ofendí. Solo quiero saber cómo surgió.

—No sé cómo surgió.

—Claro que sí, Sandy. Estabas allí.

Sandy no contestó. Colocó la factura en lo alto de la pila situada a su derecha, y con los dedos la alineó perfectamente con las demás.

—¿Quién lo planeó? —preguntó Reacher.

—No lo sé.

—Tienes que saber quién te lo propuso.

—Jeb —contestó.

—¿Jeb?

—Jeb Oliver —agregó—. Trabaja aquí. A veces salimos juntos.

—¿Está aquí hoy?

—No, hoy no ha venido.

Reacher asintió. Recordó que Gary había dicho: «Hoy falta personal».

—¿Volviste a verle anoche? ¿O después de lo sucedido?

—No, salí pitando de allí.

—¿Dónde vive?

—No lo sé. En algún sitio con su madre. No le conozco tanto.

—¿Cómo te lo propuso?

—Me dijo que podía ayudarle con algo que tenía que hacer.

—¿Cuando te lo explicó te pareció divertido?

—Cualquier plan que te propongan para un lunes por la noche puede parecerte divertido.

—¿Cuánto te pagó?

Sandy no contestó.

—Nadie hace gratis algo así —añadió Reacher.

—Cien dólares —dijo.

—¿Y a los demás chicos?

—Lo mismo.

—¿Quiénes son?

—Sus colegas.

—¿Quién planeó la idea de los hermanos?

—Fue cosa de Jeb. Se suponía que ibas a empezar a manosearme. Pero no fue así.

—Improvisaste muy bien.

Sandy sonrió tímidamente, como si lo ocurrido fuese un pequeño éxito inesperado en una vida donde los éxitos no abundaban.

—¿Cómo supisteis dónde encontrarme? —preguntó Reacher.

—Íbamos en la camioneta de Jeb. Arriba y abajo. Como si estuviéramos preparándonos. Entonces Jeb recibió una llamada por móvil.

—¿Quién le llamó?

—No lo sé.

—¿Y los colegas de Jeb podrían saberlo?

—No creo. A Jeb le gusta saber más que los demás.

—¿Me prestas tu coche?

—¿Mi coche?

—Tengo que encontrar a Jeb.

—No sé dónde vive.

—Déjame eso a mí. Pero necesito un vehículo.

—No sé…

—Tengo edad para conducir —repuso Reacher—. Tengo edad para hacer muchas cosas. Y soy bastante bueno en algunas.

Sandy sonrió una vez más, porque Reacher estaba utilizando las mismas palabras que ella la noche anterior. Apartó la mirada. A continuación volvió a mirar a Reacher, tímida, pero curiosa.

—¿Estuve bien? —preguntó ella—. Ya sabes, anoche, con mi actuación.

—Estuviste espléndida —contestó—. Porque estaba absorto, que si no, habría dejado de ver el partido de fútbol en menos de un segundo.

—¿Durante cuánto tiempo necesitarías mi coche?

—¿Qué tamaño tiene esta ciudad?

—No muy grande.

—Entonces no tardaré mucho.

—¿Es algo serio?

—Tú te llevaste cien dólares. Y los otros cuatro también. Es decir, en total quinientos dólares. Supongo que Jeb se llevó otros quinientos él solito. Por lo tanto, alguien pagó mil dólares con el fin de llevarme al hospital. Así que, en mi opinión, es medianamente serio.

—Ojalá no me hubiese metido en todo esto.

—Al final todo salió bien.

—¿Me va a traer problemas?

—Puede ser —contestó Reacher—. Pero puede que no. Hagamos un trato. Tú me dejas el coche y yo me olvido de que hayas tomado parte en este asunto.

—¿Prometido?

—No hubo daños, no hay repercusiones —expresó Reacher.

Sandy agachó la cabeza y cogió el bolso del suelo. Hurgó en el interior y sacó un juego de llaves.

—Es un Toyota —repuso.

—Lo sé —respondió Reacher—. Al final de la fila, junto al Chevy de Gary.

—¿Cómo lo sabes?

—Intuición —contestó.

Reacher cogió las llaves, cerró la puerta de la sala y se dirigió al mostrador. Gary estaba hablando por teléfono con alguien para que le llevaran una mercancía. Reacher esperó a que terminase la conversación. Tardó un par de minutos en colgar.

—Necesito la dirección de Jeb Oliver —solicitó.

—¿Para qué? —preguntó Gary.

—Asuntos legales.

—Quiero ver su identificación.

—En esta tienda se estaba llevando a cabo una conspiración criminal. Cuanto menos sepas, mejor para ti.

—Quiero verla.

—¿Qué te parece si ves el interior de una ambulancia? Es lo próximo que verás, Gary, a menos que me facilites la dirección de Jeb Oliver.

El chico hizo una pausa. Miró sobre el hombro de Reacher la fila de personas que hacían cola. Decidió que no quería empezar una pelea que no iba a ganar en presencia de toda aquella gente. Así pues, abrió el cajón, sacó un expediente y copió una dirección en un pedazo de papel que arrancó de un bloc de notas, publicidad de un fabricante de filtros de aceite.

—Está al norte de aquí —le dijo—. A unos ocho kilómetros.

—Gracias —contestó Reacher, tomando el papel.

El Toyota de la pelirroja arrancó en cuanto Reacher giró la llave en el contacto. Tras poner el motor en marcha, echó el asiento hacia atrás y ajustó el espejo retrovisor. Se abrochó el cinturón y depositó el papel en el salpicadero. Lo colocó de tal manera que le tapaba el taquímetro, pero la información que le pudiera proporcionar el aparato tampoco le interesaba demasiado. Lo único que le importaba era la cantidad de gasolina que le quedaba en el depósito, el cual parecía tener carburante más que suficiente para recorrer otros ocho kilómetros de ida y ocho de vuelta.

La dirección que tenía de Jeb Oliver no era más que un número de casa y una carretera rural. Más fácil de encontrar que una calle que tuviera por nombre Del Olmo o Avenida del Arce. Según la experiencia de Reacher, algunas ciudades tenían más calles con nombre de árbol que árboles propiamente.

Salió de la zona de aparcamiento y condujo en dirección norte hacia el cruce de cuatro direcciones, donde encontró numerosas señales de indicación. Vio el número de ruta que estaba buscando. Se trataba de un camino irregular que iba de derecha a izquierda, de este a norte. El pequeño todoterreno conseguía avanzar sin problema. Era bastante alto en relación a su anchura, lo que le hacía inclinarse al tomar las curvas. Pero no volcó. Su pequeño motor trabajaba sin cesar. El interior olía a perfume.

La parte oeste-este del sendero se asemejaba bastante a una carretera nacional. Sin embargo, después de un giro hacia el norte, la calzada se estrechó y los arcenes se recortaron. Tanto a derecha como a izquierda del camino había cosechas. Se trataba de un cultivo de invierno en forma de círculos enormes. Sistemas de riego por aspersión giraban lentamente. En los extremos donde los aspersores no alcanzaban no había ningún vegetal, solo piedras. Con la superposición de cultivos en forma de círculo sobre espacios cuadrados se echaba a perder más del veinte por ciento de cada acre. No obstante, Reacher pensó que eso no debía importar en lugares donde la tierra abunda y los sistemas de riego no.

Reacher condujo seis kilómetros más a través del campo, dejando atrás media docena de senderos con buzones colocados a la entrada, cada uno con un número. Los senderos conducían hacia este y oeste, a unas granjas situadas a una distancia de unos doscientos metros de la carretera. Reacher continuó conduciendo sin perder de vista los números de los buzones y redujo la velocidad al ver el de Oliver. Era como todos los demás, un poste y una caseta con el número 88, pintado de color blanco y colocado sobre un rectángulo de madera contrachapada y erosionada por el paso del tiempo. El sendero era estrecho, con dos surcos embarrados, por los cuales se distinguían huellas profundas de neumáticos. Recientes, anchas, agresivas, de una camioneta grande. No se trataba del tipo de ruedas que se compran en los establecimientos por unos cien dólares.

Reacher giró el volante del Toyota y avanzó por el camino. Al fondo, vio una casa grande de madera con un granero situado en la parte trasera. Junto a este, había aparcada una camioneta roja y reluciente. El vehículo estaba encarado. La rejilla del radiador era enorme y de cromo. Una Dodge Ram, adivinó Reacher. Aparcó delante de ella y salió del coche. La casa y el granero debían de tener cien años de antigüedad, mientras que la camioneta tendría un mes como mucho. Utilizaba un motor Hemi, disponía de una cabina, tracción a las cuatro ruedas y unos neumáticos anchísimos. Su valor probablemente superaba el de la casa, que se mantenía en pie a duras penas y que raramente aguantaría un invierno más. El granero no se encontraba en mejores condiciones, pero al menos tenía los cierres de la puerta nuevos, atravesados con un candado de bicicleta.

No se percibía ningún sonido, salvo el siseo de una lluvia a lo lejos a medida que los aspersores giraban lentamente sobre los campos. Ninguna actividad más. Ni un coche en la carretera. Ni un perro ladrando. No soplaba viento. El fuerte olor a tierra y fertilizante invadían el ambiente. Reacher se dirigió hacia la puerta delantera. Llamó dos veces con el dorso de la mano. No hubo respuesta. Volvió a probar. Lo mismo. Rodeó la casa en dirección a la parte posterior y vio a una mujer sentada en un columpio que había en el porche. Era delgada y curtida. Llevaba un vestido descolorido y sostenía una botella de contenido color dorado. Debía de tener unos cincuenta años, pero podía pasar por setenta, o cuarenta si se daba un baño y dormía una noche plácidamente. Apoyaba un pie en el suelo y con el otro empujaba el columpio, poco a poco, hacia atrás y hacia delante. Iba descalza.

—¿Qué quiere? —le dijo.

—Jeb —contestó Reacher.

—No está.

—Tampoco está en el trabajo.

—Ya lo sé.

—¿Entonces dónde está?

—¿Cómo voy a saberlo yo?

—¿Es usted su madre?

—Sí, lo soy. ¿Acaso cree que le estoy escondiendo? Vaya adentro y compruébelo.

Reacher no dijo nada. La mujer le miraba mientras continuaba meciendo el columpio, hacia delante y atrás, delante y atrás. Colocó la botella sobre su regazo.

—Insisto —continuó—. En serio. Busque en la maldita casa.

—Confío en su palabra.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Porque si me invita a que busque en la casa, significa que no está ahí.

—Ya se lo he dicho. No está aquí.

—¿Y en el granero?

—Está cerrado desde fuera. Solo hay una llave y la tiene él.

Reacher no dijo nada.

—Se ha ido —dijo la mujer—. Ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Temporalmente, espero.

—¿Esa camioneta es de él?

La mujer asintió. Dio un sorbo pequeño y delicado a la botella.

—¿Así que se fue a pie? —preguntó Reacher.

—Le vino a buscar un amigo.

—¿Cuándo?

—Anoche a la madrugada.

—¿Y dónde fueron?

—No tengo ni idea.

—Suponga.

La mujer se encogió de hombros, continuó balanceándose, bebió.

—Lejos, seguramente —dijo—. Tiene amigos por todas partes. A California, tal vez. O a Arizona, a Texas, a México.

—¿Fue un viaje planeado? —preguntó Reacher.

La mujer limpió el cuello de la botella con el dobladillo de su vestido y le ofreció un trago a Reacher. Él sacudió la cabeza. Tomó asiento en las escaleras del porche. La madera vieja crujió por el peso de su cuerpo. El columpio continuaba balanceándose, hacia atrás y hacia delante. En silencio, pero no del todo. Lo único que se oía era el débil sonido del mecanismo después de cada balanceo y el crujido de una tabla de madera al compás del movimiento. Reacher percibía el olor a moho de los cojines y a bourbon del interior de la botella.

—Pongamos las cartas sobre la mesa, quienquiera que seas —dijo la mujer—. Jeb llegó cojeando a casa ayer por la noche con la nariz rota. Y me estoy temiendo que seas el tipo que hizo que se la rompiera.

—¿Por qué?

—¿Quién más iba a venir a buscarle? Me imagino que habrá empezado algo y aún no lo ha acabado.

Reacher no dijo nada.

—Así que huyó —dijo la mujer—. El muy marica.

—¿Llamó a alguien ayer por la noche? ¿O le llamó alguien a él?

—¿Cómo voy a saberlo yo? Hace cientos de llamadas al día, y recibe también cientos. El teléfono móvil es lo más importante de su vida. Aparte de la camioneta.

—¿Vio quién vino a buscarle?

—Alguien en coche. Jeb le esperaba en la carretera. El coche no vino aquí. No veo mucho. Estaba oscuro. Tenía los faros delanteros blancos y los traseros rojos, como todos los coches.

Reacher asintió. Había visto solo un par de marcas de neumáticos sobre el barro. Correspondían a la camioneta de Jeb. El coche que le había pasado a buscar seguramente fuera un sedán, con el suelo demasiado bajo para conducir por el sendero que llevaba a la granja.

—¿Le dijo hasta cuándo estaría fuera?

La mujer se limitó a negar con la cabeza.

—¿Estaba asustado por algo?

—Parecía abatido. Desanimado.

Desanimado. Igual que la chica pelirroja del almacén de repuestos de automóvil.

—Muy bien —dijo Reacher—. Gracias.

—¿Ya te vas?

—Sí —contestó Reacher.

Se fue por donde había llegado, escuchando el sonido de los aspersores, el silbido del agua de riego. Se dirigió al Toyota, giró el volante y tomó rumbo al sur.

Aparcó el Toyota junto al Chevy y se encaminó al interior del establecimiento. Gary continuaba detrás del mostrador. Reacher no le prestó la menor atención y avanzó directamente hacia la puerta que decía Se prohíbe la entrada. La pelirroja aún estaba sentada al escritorio. Casi había acabado con las facturas. La pila de la derecha tenía una gran altura, mientras que en la de la izquierda solo quedaba una hoja de papel. La chica no estaba haciendo nada. Simplemente estaba reclinada en la silla, sin ganas de terminar. Sin ganas de salir y ver a los clientes. O a Gary.

Reacher dejó las llaves del coche sobre el escritorio.

—Gracias por el préstamo —dijo.

—¿Le has encontrado? —preguntó.

—Se ha ido.

Sandy no dijo nada.

—Pareces cansada —señaló Reacher.

La chica continuó callada.

—Como si no tuvieras energía, ninguna ilusión, ningún interés.

—¿Ah, sí?

—Anoche estabas llena de vida.

—Ahora estoy trabajando.

—Anoche también estabas trabajando. Te estaban pagando.

—Me has dicho que ibas a olvidar lo sucedido.

—Y lo haré. Que tengas una vida próspera, Sandy.

Ella se lo quedó mirando un instante.

—Tú también, Jimmy Reese —contestó.

Reacher se dio la vuelta, cerró la puerta al salir y se encaminó al exterior. Comenzó a andar en dirección al sur, de vuelta a la ciudad.

Había tres personas en la oficina de Helen Rodin cuando Reacher llegó. Helen y tres desconocidos. Uno era un tipo que llevaba un traje muy caro. Estaba sentado en la silla de Helen, detrás de su escritorio. Helen estaba a su lado, de pie, con la cabeza de lado, hablando. Se trataba de una reunión de última hora. Los otros dos desconocidos permanecían junto a la ventana, como a la espera, a la cola. Uno era un hombre; la otra, una mujer. La mujer tenía el pelo largo y oscuro y llevaba gafas. El hombre era calvo. Ambos vestían de manera informal, con una chapa en la solapa con su nombre en letras grandes. En la chapa de la mujer se leía Mary Mason seguido de una palabra que debía de ser del campo de la medicina. La del hombre, Warren Nibuhr, y a continuación las mismas letras que en la chapa de la mujer. Médicos, supuso Reacher, psiquiatras probablemente. Con aquellas chapas en la solapa, parecía que hubiesen salido antes de tiempo de un congreso de medicina. Sin embargo, no parecían molestos.

Helen interrumpió su discurso.

—Amigos, les presento a Jack Reacher —dijo—. Mi investigador renunció y el señor Reacher estuvo de acuerdo en ocupar su puesto.

«Eso es nuevo», pensó Reacher. Pero no dijo nada. A continuación Helen señaló orgullosa al tipo que estaba sentado.

—Le presento a Alan Danuta. Es abogado especializado en asuntos del ejército, del distrito de Columbia. Seguramente el mejor.

—Ha llegado muy rápido —le dijo Reacher.

—Debía hacerlo —repuso el hombre—. Hoy es el día clave para el señor Barr.

—Vamos a ir todos al hospital —dijo Helen—. Los médicos dicen que Barr puede recibirnos. Esperaba que Alan me aconsejara por teléfono o por e-mail, pero finalmente ha volado hasta aquí.

—Prefiero hacerlo así —dijo Danuta.

—Tuve suerte —dijo Helen—. Más que suerte, porque toda esta semana se celebra un congreso de psiquiatría en Bloomington. La doctora Mason y el doctor Niebuhr se han acercado hasta aquí.

—Yo estoy especializada en pérdida de memoria —dijo la doctora Mason.

—Y yo estoy especializado en coacción —dijo el doctor Niebuhr—. Adicciones de mentes criminales y asuntos de ese tipo.

—Así que este es el equipo —explicó Helen.

—¿Dónde está la hermana de Barr? —preguntó Reacher.

—Está con él.

—Tenemos que hablar.

—¿En privado?

—Es solo un momento.

Helen hizo un gesto de circunstancia delante de los demás y acompañó a Reacher a la oficina exterior.

—¿Has conseguido averiguar algo? —preguntó Helen.

—La tía buena y los cuatro tipejos fueron contratados por un amigo suyo llamado Jeb Oliver. Les pagó cien dólares a cada uno. Imagino que él se quedó con otros quinientos. Fui a su casa, pero se había ido.

—¿Adónde?

—Nadie lo sabe. Un tipo le pasó a buscar en coche.

—¿Quién es ese Jeb?

—Trabaja en la tienda con la chica. Pero en sus ratos libres es camello.

—¿De verdad?

Reacher asintió.

—Hay un granero cerrado con candado detrás de su casa. Quizás un laboratorio de drogas o un almacén. Pasa mucho tiempo hablando por teléfono. Posee un camión que debe de costar el doble de lo que un empleado de tienda gana al año. Y vive con su madre.

—¿Y eso último qué prueba?

—Los camellos tienen más probabilidades de vivir con sus madres que ninguna otra persona. Lo he leído en el periódico.

—¿Eso por qué?

—Normalmente por pequeños antecedentes. No cumplen los requisitos que el casero solicita.

Helen no dijo nada.

—Iban todos drogados ayer por la noche —prosiguió Reacher—. Los seis. Seguramente speed, a juzgar por cómo estaba hoy la chica. Diferente. Realmente abatida, como si sufriese una resaca de anfetaminas.

—¿Iban todos drogados? Entonces tuviste suerte.

Reacher sacudió la cabeza.

—Si quieres pelearte conmigo la mejor opción es tomarte una aspirina.

—¿Adónde nos lleva esto?

—Debemos mirarlo desde la perspectiva de Jeb Oliver. Se encargaba de hacer algo por parte de otra persona. En parte como trabajo, en parte como favor. Le pagaron mil dólares. Fue un encargo de alguien con más autoridad que él, y no estoy hablando del encargado de la tienda de repuestos.

—¿Entonces crees que James Barr tiene trato con traficantes de droga?

—Trato quizás no. Pero tal vez algún traficante le haya coaccionado por alguna razón.

—Eso haría subir las apuestas —dijo Helen.

—Un poco —repuso Reacher.

—¿Qué hacemos?

—Iremos al hospital. Deja que la doctora Mason averigüe si Barr está fingiendo la amnesia. Si es así, la manera más rápida de acabar con todo esto es acorralarle hasta que escupa la verdad.

—¿Y si no está fingiendo?

—Entonces utilizaremos otros métodos.

—¿Como cuáles?

—Ya veremos —contestó Reacher—. Por el momento oigamos lo que los psiquiatras tienen que decir.

Helen Rodin se dirigió al hospital en su Saturn acompañada del abogado Alan Danuta a su lado y de Reacher espachurrado en el asiento trasero. Mason y Niebuhr les seguían en el Taurus que habían alquilado aquella mañana en Bloomington. Los dos coches estacionaron en una zona de aparcamiento, el uno al lado del otro. Los cinco salieron, esperaron un instante y avanzaron hacia la entrada principal del edificio.

Grigor Linsky les vio llegar. Se encontraba a quince metros del aparcamiento, en el mismo Cadillac que la madre de Jeb Oliver había visto en la oscuridad de la noche anterior. Dejó el motor en marcha y marcó un número de teléfono en el móvil. El Zec contestó después del primer tono.

—¿Sí? —preguntó.

—El soldado es bueno —comentó Linsky—. Ha estado en casa del chico.

—¿Y?

—Nada. El chico ya no está allí.

—¿Dónde está pues?

—Repartido.

—¿Concretamente?

—La cabeza y las manos en el río. El resto, bajo siete metros de piedra molida, en el tramo nuevo de First Street.

—¿Qué están haciendo ahora?

—El soldado y la abogada están en el hospital con otros tres, un abogado especializado y dos psiquiatras expertos, supongo.

—¿Podemos estar tranquilos?

—Deberíamos estarlo. Tienen que intentarlo. Así funciona el sistema, ya lo sabes. Pero no lo conseguirán.

—Asegúrate de que así sea —concluyó El Zec.

El hospital estaba situado en las afueras de la ciudad; por consiguiente, era relativamente espacioso. Obviamente, la construcción del edificio no había sufrido restricciones debido a la falta de terreno, sino solamente restricciones presupuestarias, pensó Reacher, lo que había limitado el hospital a seis plantas de hormigón sin ningún tipo de adorno. Las paredes estaban pintadas de blanco, tanto por dentro como por fuera, y las plantas tenían poca altura. No obstante, salvo esos factores, el edificio era igual que cualquier otro hospital. Y olía como cualquier otro hospital. A decadencia, desinfectante, enfermedad. A Reacher no le gustaban demasiado los hospitales. Los dos psiquiatras encabezaban el grupo. Parecían sentirse como en casa. Helen Rodin y Alan Danuta les seguían detrás. Iban el uno al lado del otro, hablando. Los psiquiatras llegaron al ascensor y Niebuhr pulsó el botón. La pequeña columna de personas que le seguía se arrimaron a él. Helen Rodin se volvió y detuvo a Reacher antes de que alcanzara al resto del grupo. Se acercó a él y le habló en voz baja.

—¿Te dice algo el nombre de Eileen Hutton?

—¿Por qué?

—Mi padre me ha enviado por fax una lista nueva de testigos. Ha añadido su nombre.

Reacher se quedó callado.

—Parece ser que es del ejército —dijo Helen—. ¿La conoces?

—¿Debería?

Helen se aproximó más a él, dando la espalda a los demás.

—Necesito saber qué es lo que sabe —le dijo en voz baja.

«Esto podría complicar las cosas», pensó Reacher.

—Era el abogado fiscal —explicó Reacher.

—¿Cuándo? ¿Hace catorce años?

—Sí.

—Entonces ¿qué sabe?

—Creo que ahora está en el Pentágono.

—¿Qué sabe, Reacher?

Reacher apartó la mirada.

—Lo sabe todo —contestó.

—¿Cómo? Si nunca llegasteis a llevar a Barr a juicio.

—Aun así.

—¿Cómo?

—Porque compartíamos cama. Helen le miró.

—Dime que es broma.

—No es broma.

—¿Le contaste todo?

—Manteníamos una relación. Naturalmente que le conté todo. Estábamos en el mismo bando.

—Dos solitarios en el desierto.

—Fue algo bonito. Tres meses estupendos. Era una buena persona. Seguramente todavía lo sea. Me gustaba mucho.

—Eso es más de lo que tengo que saber, Reacher.

Reacher no dijo nada.

—Se nos está yendo de las manos —dijo Helen.

—No puede usar lo que tiene. Menos aún que yo. Se trata de información clasificada y ella todavía trabaja en el ejército. Helen Rodin se quedó callada.

—Créeme —dijo Reacher.

—Entonces ¿por qué demonios aparece su nombre en la lista?

—Yo tengo la culpa —dijo Reacher—. Mencioné el Pentágono cuando hablé con tu padre, cuando no podía entender de dónde habíais sacado mi nombre. Ha debido de estar indagando. Me lo temía.

—Si Eileen Hutton habla, esto se acabará incluso antes de que empiece.

—No es posible.

—Quizás sí. Quizás es a lo que venga. ¿Quién sabe lo que puede hacer el ejército?

La campana del ascensor sonó y la pequeña multitud se apiñó tras las puertas.

—Vas a tener que hablar con ella —repuso Helen—. Ha venido a declarar. Tienes que averiguar qué.

—Probablemente en la actualidad tenga un rango de general condecorado. No puedo obligarla a que me cuente nada.

—Encuentra la manera —dijo Helen—. Aprovecha los recuerdos.

—Puede que yo no quiera. Recuerda que todavía seguimos en el mismo bando en lo que concierne al especialista E-4 James Barr.

Helen Rodin se volvió y se metió en el ascensor.

Las puertas del ascensor se abrieron en el vestíbulo de la sexta planta. El interior estaba pintado íntegramente de color blanco, excepto una puerta de acero con cristal blindado que conducía a una cámara de seguridad. Tras la puerta, Reacher pudo distinguir una sala de cuidados intensivos, dos salas aisladas, una para mujer y otra para hombre, dos salas generales y una sala de recién nacidos. Reacher supuso que toda la sexta planta había sido financiada por el estado. Se trataba de la mezcla perfecta entre prisión y hospital. Ningún objeto alegraba la estancia allí.

Sentado tras un escritorio, un tipo con uniforme de vigilante de prisión recibió al grupo. Fueron registrados y tuvieron que firmar una renuncia de responsabilidad. A continuación llegó un doctor y les acompañó a una salita de espera. El doctor era un hombre aburrido de unos treinta años. Las sillas de la sala de espera estaban hechas de tubos de acero y vinilo verde. Parecían sacadas de los Chevrolets de los años cincuenta.

—Barr está despierto y bastante lúcido —dijeron los médicos—. Nuestro diagnóstico es que está estable, pero eso no significa que esté recuperado, así que limitamos cada visita a dos personas como máximo. Les pedimos que sean tan breves como les sea posible.

Reacher vio sonreír a Helen. Sabía por qué. Los policías querrían entrar de dos en dos; por lo tanto, Helen podría ver a Barr como abogada defensora sin presencia policial.

—Su hermana está con él ahora mismo —dijo el doctor—, y preferiría que ustedes entrasen cuando ella hubiera salido.

El doctor les dejó en la sala y Helen dijo:

—Iré yo primera, sola. Tengo que presentarme y obtener el consentimiento a su representación. Seguidamente entrará la doctora Mason. Y después, basándonos en sus conclusiones, decidiremos qué hacer.

Helen hablaba rápido. Reacher se dio cuenta de que estaba algo nerviosa. Algo tensa. Todos lo estaban, excepto Reacher. Ninguno de ellos, salvo Reacher, se había encontrado antes con James Barr. Barr se había convertido en el destino final y desconocido de todos ellos. Un destino distinto para cada uno. Barr era cliente de Helen, a pesar de que ella realmente no lo había querido así. Era objeto de estudio para Mason y Niebuhr, quizás objeto de publicación de las revistas de medicina, con el cual obtener fama y reputación. Tal vez se tratase de una enfermedad de origen desconocido. Síndrome de Barr. Lo mismo sucedía con Alan Danuta. Tal vez fuese un caso sin precedentes que llevar al Tribunal Supremo, un capítulo digno de aparecer en un libro de texto, digno de impartirse en una lección universitaria. Indiana contra Barr. Barr contra Estados Unidos. Estaban invirtiendo en un hombre al que nunca habían visto.

Cada uno de ellos tomó asiento en una silla de vinilo verde. La diminuta sala olía a desinfectante y permanecía en silencio. No se oía nada, excepto un débil goteo en las tuberías y una máquina marcando el tono del pulso en una habitación. Nadie dijo nada, pero todos parecían saber que estaban inmersos en un proceso largo. No tenía sentido impacientarse. Reacher estaba sentado frente a Mary Mason. La miró. Era relativamente joven para tratarse de una experta. Parecía simpática y extrovertida. Había escogido unas gafas de montura alargada, para que de este modo se le pudieran ver bien los ojos. Tenía los ojos tiernos, alegres y serenos. Hasta qué punto aquella expresión se debía al trato con los enfermos y hasta qué punto era realmente suya, era algo que Reacher desconocía.

—¿Cómo lo hacéis? —le preguntó Reacher.

—¿La valoración? —dijo ella—. Comienzo presuponiendo que es más probable que la amnesia sea real y no fingida. Las lesiones cerebrales que provocan coma durante dos días producen generalmente amnesia. Es una información comprobada hace ya mucho tiempo. Lo que hago entonces es observar al paciente. Los amnésicos reales son personas inquietas debido a su situación. Se sienten desorientados y asustados. Es evidente que tratan de recordar, quieren hacerlo. Los que fingen amnesia muestran una actitud distinta. Eluden los días en cuestión. Es como si estuvieran fuera de sí mismos, mentalmente. En ocasiones también físicamente. A menudo el lenguaje corporal también es distinto.

—Es algo subjetivo —opinó Reacher.

Mason asintió con la cabeza.

—Fundamentalmente es subjetivo. Es muy difícil probar que estén fingiendo. Se pueden utilizar escáneres mentales que muestren la actividad cerebral diferente, pero es también muy subjetivo. En ocasiones, la hipnosis puede resultar útil, pero a los tribunales suele asustarles. Así que, sí, se trata de una opinión, nada más.

—¿Qué médico se encarga de hacer la valoración de la acusación?

—Alguien como yo. Yo he trabajado en ambos bandos.

—¿Y en cuál de las dos valoraciones se cree?

—Normalmente en la del experto cuya chapa tiene más letras detrás del nombre. En eso es en lo que se fija el jurado.

—Tú tienes muchas letras.

—Más que la mayoría de la gente —repuso Mason.

—¿Qué habrá olvidado Barr?

—Varios días, como mínimo. Teniendo en cuenta que el traumatismo tuvo lugar el domingo, me sorprendería mucho que recordara algo después del miércoles. Y anteriormente a ese día, podría recordar de forma vaga algunas cosas y otras no. Pero eso es lo mínimo. He visto casos de conmociones cerebrales que olvidan incluso meses sin haber entrado en coma.

—¿Podría volver a recordar algo de lo olvidado?

—Del período inicial confuso, posiblemente. El paciente podría retroceder desde la última cosa que recuerda, a partir de los días precedentes, y evocar algunos episodios anteriores. Si en lugar de retroceder avanzara, se vería mucho más limitado. Si recordara la última comida, quizás pudiera avanzar hasta su última cena. Si recordara la última vez que fue al cine, quizás pudiera avanzar hasta el momento en que volvía a casa. Sin embargo, se encontraría con alguna limitación en algún punto. Normalmente ese punto es el momento de recordar ir a dormir.

—¿Podría recordar los hechos sucedidos hace catorce años?

Mason asintió.

—Su memoria a largo plazo debería estar en perfecto estado. Según la persona existen diferentes definiciones internas de largo plazo, ya que parece haber una migración química de una parte a otra del cerebro, y no hay dos cerebros idénticos. La biología física sigue siendo incomprensible. En la actualidad, a la gente le gusta compararlo con los ordenadores, pero no es correcto. No es lo mismo que hablar de discos duros y memorias de acceso aleatorio. El cerebro es orgánico. Es igual que si lanzamos una bolsa de manzanas por las escaleras. Algunas se dañarán, otras no. No obstante, yo diría que los recuerdos de hace catorce años se almacenan en la memoria a largo plazo de prácticamente todo el mundo.

La sala de espera quedó en silencio. Reacher escuchaba el sonido distante de la máquina al compás del pulso. Era un ritmo constante, procedente de algún monitor de ritmo cardíaco o alguna otra máquina que mantuviera a alguien con vida. Según el sonido que emitía, marcaba unas setenta pulsaciones por minuto. Un ritmo relajante, agradable. De repente se entreabrió una puerta del pasillo y Rosemary Barr salió de la habitación. Iba limpia y con el pelo cepillado, pero parecía débil, agotada, insomne y diez años mayor que el día anterior. Durante un instante permaneció inmóvil. A continuación miró hacia la derecha, hacia la izquierda, y caminó lentamente hacia la sala de espera. Helen Rodin se levantó de su asiento y fue a su encuentro. Permanecieron juntas, hablando en voz baja. Reacher no las oía. Seguidamente Helen cogió a Rosemary por el brazo y la acompañó en dirección al grupo. Rosemary miró a los dos psiquiatras, luego a Alan Danuta, luego a Reacher. No dijo nada. Después caminó sola hacia el escritorio donde estaba sentado el guardia de seguridad. No echó la vista atrás.

—Evasión —dijo Niebuhr—. Todos estamos aquí para indagar y examinar a su hermano. Físicamente, mentalmente, legalmente, metafóricamente. Es algo invasivo y desagradable. Admitir nuestra presencia significa reconocer el peligro al que se enfrenta su hermano.

—Tal vez simplemente esté cansada —sugirió Reacher.

—Voy a entrar —dijo Helen.

Avanzó por el pasillo y entró en la habitación de la que había salido Rosemary. Reacher la siguió con la mirada hasta que oyó el sonido de la puerta cerrándose. A continuación se volvió hacia Niebuhr.

—¿Ha visto algo así antes? —le preguntó.

—¿Coacción? ¿Lo ha visto usted antes?

Reacher sonrió. A todos los psiquiatras que había conocido les gustaba responder con preguntas. Quizás les hubieran enseñado a hacerlo el primer día de universidad.

—Yo he visto muchos casos —contestó Reacher.

—¿Pero?

—Normalmente existían más pruebas de amenazas serias.

—¿La amenaza hacia su hermana no es seria? Creo que fue usted mismo quien habló de esa hipótesis.

—No la han secuestrado. No se encuentra retenida. Barr podría haberla mantenido a salvo en alguna parte. O haberle dicho que se fuera de la ciudad.

—Efectivamente —dijo Niebuhr—. Solo podemos llegar a la conclusión de que le ordenaron que no hiciera tal cosa. Le dijeron que no la escondiera, que no le contara nada, de modo que fuese vulnerable. Eso nos demuestra lo grave que pudo haber sido la coacción y pone de manifiesto la indefensión de Barr frente a ella. Día a día. Debe de haber estado viviendo con verdadero pavor, impotencia, culpa y dependencia.

—¿Alguna vez ha visto a alguien tan atemorizado que hiciera lo mismo?

—Sí —contestó Niebuhr.

—Yo también —coincidió Reacher—. Una o dos veces.

—Quien amenaza de ese modo debe de ser un auténtico monstruo. Aunque existen factores que influyen en mayor o menor medida, como mantener una relación reciente con aquel que amenaza, algún tipo de dependencia, un encaprichamiento, el deseo de agradar, impresionar, sentirse valorados o deseados.

—¿Una mujer?

—No, no se mata a alguien por impresionar a una mujer. En general tal hecho produce el efecto contrario. Se trataría de un hombre. Seductor, pero no de forma sexual. Sin embargo, fascinante.

—Un hombre alfa y un hombre beta.

—Efectivamente —volvió a decir Niebuhr—. Las reticencias de última hora se resolverían con las amenazas a la hermana. Posiblemente el señor Barr nunca estuvo del todo seguro de si las amenazas fueron en serio o en broma. Pero decidió no ponerlo a prueba. La motivación humana es muy compleja. La mayoría de la gente no sabe por qué hace las cosas realmente.

—Desde luego.

—¿Usted sabe por qué hace las cosas?

—A veces —respondió Reacher—. Otras, no tengo la más mínima idea. Quizás usted pueda decírmelo.

—Mis servicios son habitualmente muy caros. Por eso puedo permitirme hacer cosas como esta sin cobrar.

—Tal vez podría pagarle cinco pavos a la semana.

Niebuhr sonrió tímidamente.

—Uh, no —dijo—. Creo que no.

La sala volvió a quedar en silencio. Así continuó durante diez largos minutos. Danuta estiró las piernas y revisó unos papeles del interior del maletín que descansaba sobre sus rodillas. Mason tenía los ojos cerrados, tal vez estaba dormida. Niebuhr miraba hacia la nada. Sin duda alguna los tres estaban acostumbrados a tener que esperar. Al igual que Reacher. Había sido policía militar durante trece años, Apresurar y esperar era la consigna del cuerpo de policía militar. Y no Ayudar, Proteger o Defender. Se concentró en el sonido lejano del latido electrónico y dejó pasar el tiempo.

Grigor Linsky hizo un cambio de sentido y miró la puerta del hospital por el espejo retrovisor. Apostó consigo mismo a que no sucedería nada durante sesenta minutos. Al menos sesenta, pero no más de noventa. Seguidamente preparó un orden de prioridades en el caso de que no salieran todos juntos. ¿A quién debería dejar marchar y a quién debía perseguir? Al final decidió seguir la pista a quienquiera que se separara del grupo. Imaginó que probablemente sería el soldado. En su opinión, la abogada y los doctores volverían a la oficina. Eran predecibles. El soldado, en cambio, no lo era.

Helen Rodin salió de la habitación de James Barr quince minutos después de entrar. Avanzó sin dudar hacia la sala de espera. Todos la miraban. Helen miró a Mary Mason.

—Tu turno —le dijo.

Mason se puso de pie y camino por el pasillo. No llevaba nada encima. Ni maletín, ni papel, ni bolígrafo. Reacher la siguió con la mirada hasta que la puerta de la habitación de Barr se cerró. Después se recostó en la silla, en silencio.

—Me gusta —dijo Helen, sin dirigirse a nadie en particular.

—¿Cómo está? —le preguntó Niebuhr.

—Débil —contestó Helen—. Destrozado. Como si le hubiera atropellado un camión.

—¿Tiene sentido lo que te ha contado?

—Es coherente. Pero no recuerda nada. Y no creo que finja.

—¿Qué período de tiempo ha olvidado?

—No podría decirte. Recuerda haber escuchado un partido de béisbol por la radio. Podría ser la semana pasada o el mes pasado.

—O el año pasado —agregó Reacher.

—¿Ha aceptado que le representaras? —preguntó Danuta.

—Verbalmente —contestó Helen—. No puede firmar nada. Está esposado a la cama.

—¿Le has explicado los cargos que se le imputan y las pruebas del caso?

—He tenido que hacerlo —replicó Helen—. Quería saber por qué necesitaba un abogado.

—¿Y bien?

—Asume que es culpable.

Por un instante hubo un silencio. A continuación Alan Danuta cerró el maletín, se lo separó del regazo y lo colocó en el suelo. Se sentó con la espalda recta, rápidamente, de un solo movimiento.

—Bienvenidos a las zonas grises —repuso—. Ahora es cuando empieza la auténtica ley.

—Nada de eso —replicó Helen—. Por el momento, no.

—No podemos en absoluto dejar que vaya a juicio. Ha sido el gobierno quien le ha lastimado con su negligencia, ¿y ahora quieren condenarle a la muerte? No creo que pueda, cuando Barr ni siquiera recuerda el día en cuestión. ¿Qué tipo de defensa podría ofrecer?

—A mi padre le dará un ataque.

—Obviamente. Tendremos que saltárnoslo. Iremos directamente al Tribunal Federal. De todos modos se trata de una cuestión que aparece reflejada en la declaración de derechos. Tribunal Federal, luego Tribunal de Apelación y luego Tribunal Supremo. Ese es el proceso.

—Un largo proceso.

Danuta asintió.

—Tres años —prosiguió—, si tenemos suerte. El caso precedente similar es Wilson, y duró tres años y medio. Casi cuatro.

—Y no tenemos ninguna garantía de que vayamos a ganar. Podríamos perder.

—En cualquier caso, iremos a juicio y haremos todo lo posible.

—Yo no estoy cualificada para esto —repuso Helen.

—¿Intelectualmente? Eso no es lo que he oído.

—Ni táctica, ni estratégicamente, ni económicamente.

—Existen asociaciones de soldados excombatientes que estarían dispuestos a ayudarle en el tema económico. El señor Barr sirvió a su país, después de todo, con honor.

Helen no contestó, simplemente miró en dirección a Reacher. Reacher tampoco dijo nada. Volvió la cabeza y miró hacia la pared. Pensó para sí: «¿Este tío va a librarse otra vez después de haber cometido un asesinato? ¿Por segunda vez?».

Alan Dan uta se movió en su asiento.

—Solo hay una alternativa —continuó—. No muy emocionante legalmente, pero la hay.

—¿Cuál? —preguntó Helen.

—Entrégale a tu padre al director de marionetas. Bajo las circunstancias, es mejor eso que nada. Y el director de marionetas es sin duda alguna el que más interesa en esta historia.

—¿Iría a por él?

—Se supone que conoces a tu padre mejor que yo. Sería tonto si no fuese a por él. Él sabe que el proceso de apelación duraría unos tres años y a lo largo de todo ese período James Barr ni siquiera habría pisado un tribunal. Además, todo buen abogado fiscal quiere encontrar al pez gordo.

Helen volvió a mirar a Reacher.

—El director de marionetas es solo una teoría —dijo—. No tenemos nada que se parezca lo más mínimo a una prueba.

—Tú verás —repuso Danuta—. Pero, de una manera u otra, no puedes permitir que Barr vaya a juicio.

—Vayamos por pasos —dijo Helen—. Veamos lo que piensa la doctora Mason.

La doctora Mason salió de la habitación veinte minutos más tarde. Reacher la observó mientras caminaba. La longitud de sus zancadas, la expresión de sus ojos y la posición de su mandíbula le dijeron que había llegado a una conclusión firme. No albergaba ninguna duda. Ninguna inseguridad, ninguna desconfianza. Nada en absoluto. Tomó asiento de nuevo y se alisó la falda a la altura de las rodillas.

—Amnesia permanente —explicó—. Absolutamente real. El caso más claro de los que he conocido.

—¿Duración? —preguntó Niebuhr.

—La liga principal de béisbol nos contestará a esa pregunta —contestó—. Lo último que recuerda es un partido de los Cardinals. Pero en mi opinión debe de ser de una semana o más, contando desde hoy hacia atrás.

—Lo que incluye el viernes —calculó Helen.

—Me temo que sí.

—Entendido —dijo Danuta—. Ahí lo tenemos.

—Genial —repuso Helen.

Se levantó. Los demás hicieron lo mismo. Juntos avanzaron hasta la salida, ya fuese consciente o inconscientemente, Reacher ni lo sabía. Pero estaba claro que Barr estaba tras ellos, en el sentido literal y en el figurado. Había pasado de ser un hombre a convertirse en un caso médico y en un argumento legal.

—Vosotros adelantaos —dijo Reacher.

—¿Te vas a quedar aquí? —preguntó Helen.

Reacher asintió.

—Voy a ver a mi viejo amigo —repuso.

—¿Por qué?

—Hace catorce años que no le veo.

Helen se separó de los demás y se acercó a Reacher.

—No, ¿por qué? —preguntó en voz baja.

—No te preocupes —le dijo—. No le voy a desconectar de las máquinas.

—Espero que no.

—No puedo —continuó—. No dispongo de coartada, ¿verdad?

Helen se quedó inmóvil un instante. No dijo nada. Luego se volvió y se unió a los demás. Salieron todos juntos. Reacher les siguió con la mirada mientras desfilaban por delante del escritorio del guarda de seguridad. Tan pronto como les vio cruzar la puerta de acero y esperar frente al ascensor, se volvió y avanzó por el pasillo en dirección a la habitación de James Barr. No llamó. Simplemente se detuvo un segundo frente a la puerta, giró el pomo y entró.