5

Reacher se despertó a las seis. Se dio una ducha larga y fría, ya que en su habitación hacía un calor terrible. La camisa, no obstante, estaba seca, tiesa como una tabla, y no había encogido. No había servicio de habitaciones. Salió a almorzar. La carretera estaba llena de camiones que levantaban polvo y suciedad al tiempo que mezclaban el cemento. Reacher los esquivó y se dirigió hacia el sur, en dirección al muelle, cruzando la frontera de la pequeña aristocracia. Encontró un restaurante de trabajadores que disponía de un sencillo menú. Bebió café y comió huevos. Sentado junto a una ventana, observó la calle en busca de posibles merodeadores o coches sospechosos aparcados. Puesto que la noche anterior le habían seguido, era lógico pensar que volverían a hacerlo. Así que mantuvo los ojos bien abiertos. Sin embargo, no vio a nadie.

Más tarde caminó a lo largo de First Street, en dirección norte. El sol se alzaba a su derecha. Aprovechó los escaparates de las tiendas a modo de espejos, con el fin de vigilar sus espaldas. Multitud de personas iban en la misma dirección que él, pero nadie le estaba siguiendo. Supuso que, quienquiera que fuese, le estaría aguardando en la plaza, preparado para confirmar lo que esperaba ver: El testigo que acude al despacho de la abogada.

La fuente seguía funcionando. El estanque se había llenado casi hasta la mitad. Las ofrendas a las víctimas continuaban allí, alineadas con cuidado, un día más, algo más apagadas, más marchitas. Reacher imaginó que permanecerían allí durante una semana aproximadamente. Hasta que se celebrase el último de los funerales. Luego los retirarían con discreción, quizás en mitad de la noche, y la ciudad pasaría página.

Se sentó un momento en el pedestal donde se erguía la estatua de la NBC, de espaldas a la torre, como alguien que espera a que pase el tiempo porque llega pronto a algún sitio. Y así era. Eran solo las ocho menos cuarto. A su alrededor, había personas solas o en grupos de dos o tres, en la misma situación que él. Fumaban un último cigarrillo, leían las primeras noticias del día o se relajaban antes de comenzar la jornada laboral. Reacher echó una ojeada primero a los hombres que estaban solos, leyendo el periódico. Era la típica táctica para vigilar a alguien. Sin embargo, en su opinión, la táctica del fumador le estaba ganando terreno. Los tipos que paseaban por los alrededores se habían convertido en el relevo, o quienes hablaban por el móvil. Podía quedarse eternamente de pie con un Nokia pegado a la oreja y nadie sospecharía.

Finalmente, Reacher se fijó en un tipo que estaba fumando y hablando por el teléfono móvil. Se trataba de un hombre de baja estatura, de unos sesenta años. Tal vez más. Un hombre curtido. En su espalda se percibía una tensión permanente que le hacía estar inclinado. Quizás se tratara de una antigua lesión en la columna vertebral. Quizás alguna costilla rota y mal curada años atrás. Fuese lo que fuese, adoptaba una actitud incómoda y desagradable. No era el tipo de hombre con quien podía mantener una conversación larga por gusto. Pero allí estaba, al teléfono, hablando por hablar. Tenía el pelo fino y gris, recién cortado, aunque no a la moda. Llevaba un traje cruzado de alta confección extranjera, de corte cuadrado, demasiado grueso para aquella época del año. Polaco, probablemente. O húngaro. De Europa Oriental, sin duda. Tenía el rostro pálido y los ojos oscuros. No miró en dirección a Reacher ni una sola vez.

Reacher comprobó la hora en su reloj. Las ocho menos diez. Se levantó del granito brillante y caminó hacia el vestíbulo del edificio.

Grigor Linsky se detuvo, disimulando, y marcó un número de teléfono real en el móvil.

—Está aquí —dijo—. Acaba de entrar.

—¿Te ha visto? —preguntó El Zec.

—Sí, estoy seguro.

—Pues haz que sea la última vez. Ahora permanece a la sombra.

Cuando Reacher vio a Helen, esta ya estaba sentada al escritorio. Se la veía acomodada, como si llevase allí un buen rato. Llevaba el mismo traje negro, pero otra camisa, esta vez amplia y sin escote, azul pastel, a juego con el color de sus ojos. Llevaba el pelo recogido en una larga cola de caballo. Su escritorio estaba cubierto de libros de leyes. Algunos hacia arriba, otros hacia abajo. Todos abiertos. En un cuaderno amarillo, había escritas unas ocho páginas de notas. Referencias, apuntes sobre casos, decisiones, precedentes.

—James Barr está consciente —comenzó—. Rosemary me ha llamado esta mañana a la cinco.

—¿Puede hablar?

—Solo con los médicos. No dejan que nadie más se le acerque. Ni siquiera su hermana.

—¿Y la policía?

—Están esperando. Pero antes tengo que ir yo. No puedo dejar que hable con la policía sin estar en presencia de su abogado.

—¿Qué les ha contado a los médicos?

—Que no sabe por qué está ahí. Que no recuerda nada referente al viernes. Los médicos dicen que se lo temían. La amnesia suele aparecer como consecuencia de lesiones en la cabeza, borrando de la memoria los siete días precedentes al traumatismo. En ocasiones incluso semanas.

—¿En qué te afecta esto a ti?

—Genera dos grandes problemas. En primer lugar, Barr podría estar fingiendo amnesia, lo que realmente es muy difícil de probar. Así que ahora tengo que encontrar a un especialista que me dé su opinión también sobre eso. Y si no está fingiendo, nos encontramos en un área completamente gris. Si ahora está sano, y antes también lo estaba, pero no recuerda la semana pasada, ¿entonces cómo puede tener un juicio justo? No será capaz de participar en su propia defensa, dado que no tendrá la más mínima idea de lo que se está juzgando. Y ha sido el estado quien ha creado esta situación. Fue el estado quien permitió que le hicieran daño. Era su cárcel. No pueden hacer algo así, seguir adelante y procesarle.

—¿Qué pensará tu padre de todo esto?

—Él luchará con uñas y dientes, evidentemente. Ningún fiscal puede permitirse admitir la posibilidad de que la amnesia sea un motivo para cancelar un juicio. De lo contrario, todo el mundo recurriría a ella. Todo el mundo provocaría que le golpeasen durante la detención. De este modo, nadie recordaría nada de lo sucedido.

—Debe de haber ocurrido en otras ocasiones.

Helen asintió.

—Así es.

—¿Y qué es lo que dicen los libros?

—Ahora lo estoy leyendo, como puedes ver. Dusky contra Estados Unidos, Wilson contra Estados Unidos.

—¿Y bien?

—Hay montones de «sis» y «peros».

Reacher no dijo nada. Helen le miró fijamente.

—El caso se está descontrolando —repuso Helen—. Ahora se celebrará un juicio en torno al juicio. Podría llegar hasta el Tribunal Supremo. Yo no estoy preparada para ello. Y no es lo que quiero. No quiero ser una abogada que obtiene la libertad de sus clientes gracias a complicados tecnicismos. Eso no es lo que soy, y no puedo permitir que me cuelguen esa etiqueta.

—Pues entonces declárale culpable y al diablo con él.

—Cuando me llamaste anoche pensé que vendrías hoy a mi oficina para decirme que Barr es inocente.

—Sigue soñando.

Helen apartó la mirada.

—Pero —continuó Reacher.

Helen volvió a mirarle.

—¿Hay un pero?

Reacher asintió.

—Desgraciadamente.

—¿Cuál es el pero?

—No es tan culpable como creía que era.

—¿Qué quieres decir?

—Coge el coche y te lo mostraré.

Bajaron juntos a un parking subterráneo con acceso únicamente a los propietarios del edificio. Aparcados, había camiones de radiodifusión de la NBC, coches, furgonetas y todoterrenos de varias marcas y años. Había un Mustang nuevo azul descapotable con una pegatina de la NBC en el parabrisas. Probablemente sería de Ann Yanni, pensó Reacher. Era ideal para ella. Seguro que Ann conducía con la capota bajada los días que tenía libres y subida los días que trabajaba, para evitar estar despeinada delante de las cámaras. O tal vez utilizara mucha laca.

El coche de Helen Rodin era un sedán pequeño color verde oscuro, tan corriente que Reacher no sabía ni de qué marca era. Quizás un Saturn. Estaba sucio y no era nuevo. Era el coche típico de los estudiantes recién graduados. El tipo de vehículo que utiliza un joven hasta que gana su primer sueldo y se puede permitir obtener un crédito. Ya se sabe cómo van los créditos. Durante los partidos de béisbol en televisión, había muchos anuncios publicitarios, en cada cambio de turno o al volver al toril.

—¿Dónde vamos? —preguntó Helen.

—Al sur —contestó Reacher.

Echó el asiento hacia atrás, aplastando cantidad de objetos que se encontraban a los pies de la parte posterior. Helen tenía el asiento colocado muy cerca del volante, aunque no era una mujer de dimensiones pequeñas. El asiento de Reacher estaba situado de tal manera que parecía mirar a Helen desde la parte trasera del coche.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó ella.

—No es lo que sepa yo —contestó—, sino James Barr.

—¿Sobre qué?

—Sobre mí.

Helen salió del parking y condujo hacia el sur, descendiendo por una calle paralela a First Street. Las ocho de la mañana, hora punta, el tráfico todavía era denso. Por ese camino evitaban los atascos matutinos, pensó Reacher.

—¿Y qué es lo que James Barr sabe sobre ti? —preguntó Helen.

—Lo que le impulsó a verme —contestó.

—Pero si debe de odiarte.

—Estoy seguro. Pero aun así quería que estuviese aquí.

Helen avanzó hacia el sur, en dirección al río.

—No me volvió a ver nunca —continuó Reacher— después de aquello. Nos conocimos durante tres semanas, hace más de catorce años.

—Te conoció siendo tú investigador, resolviendo un caso sólido.

—Un caso que él creía que jamás se resolvería. Me vio dar cada uno de los pasos hasta llegar a la solución. Barr ocupaba un asiento en primera fila. Pensó que yo era un genio de la investigación.

—¿Por eso te quería aquí?

Reacher asintió.

—Me he pasado toda la noche intentando estar a la altura de su opinión.

Cruzaron el río, pasando por encima de un puente largo de hierro. El sol brillaba a su izquierda. El embarcadero estaba situado a su derecha. El agua, lenta y gris, fluía lánguidamente.

—Ahora hacia el oeste —dijo Reacher.

Helen giró el volante hacia la derecha y tomó una carretera del condado de dos direcciones. A orillas del río, había tiendas de cebos para pescar y chiringuitos donde vendían carnes para barbacoa, cerveza y hielo.

—Pero este caso ya está resuelto —agregó Helen—. Y él lo sabía.

—Este caso solo está resuelto a medias —repuso Reacher—. Eso es lo que él sabía.

—¿A medias?

Reacher asintió, aunque a sus espaldas.

—Hay algo más, algo de lo que Emerson se dio cuenta —prosiguió—. Barr quería que alguien más lo entendiese. Pero su primer abogado era perezoso, no le interesaba demasiado. Por eso Barr se sintió frustrado.

—¿Qué más hay?

—Ahora te lo enseñaré.

—¿Es importante?

—Eso creo.

—Entonces, ¿por qué Barr no expuso los hechos? Cualesquiera que fueran.

—Porque no podía. Y porque, de todos modos, nadie le hubiese creído.

—¿Por qué? ¿Qué demonios pasa?

Llegaron a un cruce con cuatro posibles direcciones, tal y como Reacher esperaba.

—Ahora te lo enseñaré —volvió a decirle—. Toma la dirección norte.

Helen aceleró el diminuto coche, ascendiendo por la pendiente, y se unió al tráfico. Circulación de todo tipo avanzaba hacia el norte. Camiones de dieciocho ruedas, camionetas, furgones, coches. Volvieron a cruzar el río por un puente de hormigón. Al este se podía ver el embarcadero, a lo lejos. Delante, a la derecha, el centro de la ciudad. La carretera se elevaba suavemente mediante pilares. Helen continuó conduciendo. A su paso, las azoteas de los edificios de la periferia se convertían en manchas borrosas a izquierda y a derecha.

—Prepárate para coger el desvío que hay detrás de la biblioteca —le avisó Reacher.

La salida estaba señalizada con antelación. La línea discontinua que separaba el carril derecho del central se convirtió en continua. Poco a poco la carretera se fue estrechando. Todo el tráfico se vio forzado a unirse en un único carril. El carril de salida se fue desviando hacia la derecha. El coche de Helen avanzó por él. Mientras tanto, el carril central comenzó a ensancharse y a llenarse de señales de obras. Más adelante se podían ver bidones amarillos. Helen y Reacher dejaron los bidones atrás y continuaron por el desvío, por detrás de la biblioteca. Reacher se inclinó y comprobó el espejo retrovisor. No les seguía nadie.

—Ve despacio —le pidió a Helen.

Doscientos metros después, el desvío entró en una curva, recorriendo la parte posterior de la biblioteca, detrás de la torre negra de cristal. La calzada era lo bastante ancha para habilitar dos carriles. Pero el radio, demasiado estrecho, hacía poco segura la conducción en dos carriles, uno al lado del otro, a gran velocidad por la curva. Los ingenieros de caminos así lo habían creído. Habían aconsejado construir una trayectoria menos pronunciada. Habían trazado un único carril a lo largo de la curva. Se trataba de un carril algo más ancho de lo normal, con el fin de evitar accidentes. Empezaba a la izquierda, luego avanzaba bruscamente hacia la derecha, y superaba el vértice de la curva formando un ángulo aún más marcado.

—Ahora ve aún más despacio —dijo Reacher.

Helen redujo la velocidad del coche. Por delante, tanto a izquierda como a derecha, había líneas continuas rugosas sobre el asfalto, simples trazos de pintura, pero que servían para guiar a la gente y protegerles.

—Para —dijo Reacher—. Aquí, a la derecha.

—No puedo parar aquí —repuso Helen.

—Como si tuvieras un pinchazo. Para aquí. Aquí mismo.

Helen pisó el pedal del freno, giró el volante y detuvo el coche a la derecha, hacia el arcén. Notaron el ruido de los neumáticos rodando por encima de las bandas rugosas que delimitan el carril. Un ritmo débil y vibrante. El ruido disminuyó a medida que el coche se detenía.

Pararon.

—Retrocede un poco —le pidió Reacher.

Helen dio marcha atrás, como si estuviese aparcando en paralelo al ras del muro de hormigón.

—Ahora un metro hacia delante —agregó Reacher.

Así hizo Helen.

—Perfecto —repuso él.

Reacher bajó la ventanilla. El carril a su izquierda estaba limpio y liso, pero el arcén donde habían aparcado estaba cubierto de polvo, basura y escombros acumulados a lo largo de los años. Había latas, botellas, trozos de guardabarros y fragmentos diminutos de cristal de faros rotos. A su izquierda, a lo lejos, la circulación rugía hacia el norte cruzando un puente elevado. Los vehículos avanzaban constantemente en aquella dirección. Sin embargo, Reacher y Helen se detuvieron un minuto antes de que nadie más tomara el mismo desvío. Una camioneta solitaria pasó cerca, sacudiéndoles con fuerza. A continuación, el carril quedó de nuevo en calma.

—Esto está muy despejado —opinó Reacher.

—Siempre —dijo Helen—. En realidad esta carretera no lleva a ningún sitio donde la gente tenga que ir. Significó una pérdida total de dinero. Pero supongo que siempre tienen que estar construyendo algo.

—Mira hacia abajo —le pidió Reacher.

La carretera se elevaba sobre grandes pilares. La calzada se encontraba a unos doce metros sobre el nivel del terreno. El muro de hormigón tenía una altura de casi un metro. Más allá, a la derecha, en lo alto, se alzaba la planta más alta de la biblioteca, un edificio con una cornisa de formas complejas, esculpida en piedra caliza. El techo era de pizarra. Daba la impresión de estar tan cerca que se podría tocar.

—¿Qué? —preguntó Helen.

Reacher señaló con el pulgar y se inclinó hacia atrás para que Helen mirara a través de la ventanilla. A su derecha se podía observar, sin ningún tipo de obstáculo, la plaza. La vista se alcanzaba mediante una línea perfecta a lo largo del estrecho pasillo que había situado entre el extremo del estanque y el muro de la plaza. Más allá, justo en frente, perfectamente alineada, se encontraba la puerta de la oficina de tráfico.

—James Barr era un francotirador —dijo Reacher—. No el mejor, ni el peor, pero era uno de nosotros y se entrenó durante más de cinco años. Y el entrenamiento tiene un propósito: instruir a alguien, no necesariamente demasiado inteligente, para que parezca más inteligente de lo que es inculcándole una especie de conciencia táctica fundamental. Hasta que un día esa conciencia inculcada se convierte en instintiva.

—No lo entiendo.

—Desde aquí es desde donde un francotirador entrenado habría disparado. Desde aquí arriba, en la carretera. Porque desde aquí su objetivo avanza directamente en dirección a él formando una línea recta. Una única fila, avanzando por un estrecho pasillo. Desde aquí el francotirador establece un único blanco y no tiene que variarlo. Sus víctimas simplemente avanzan hasta tal punto, una detrás de la otra. Disparar a un lado es mucho más difícil. Los objetivos avanzan de derecha a izquierda al frente, relativamente rápidos. Ha de tener en cuenta el grado de desviación. Debe mover el rifle después de cada disparo.

—Pero no disparó desde aquí.

—A eso me refiero. Debería haberlo hecho, pero no lo hizo.

—¿Y bien?

—Tenía una furgoneta. Debería haberla aparcado donde estamos nosotros. En este mismo lugar. Debería haberse colocado en la parte posterior y haber abierto la puerta corrediza. Debería haber disparado desde el interior del vehículo, Helen. Las ventanas eran opacas. Los pocos coches que hubiesen pasado por aquí no habrían visto nada. Debería haber disparado sus seis tiros, con objetivos mucho más fáciles, y los seis casquillos habrían caído en el interior de la furgoneta. Finalmente, debería haber cerrado la puerta, subido al asiento del conductor y marchado. Habría sido una posición de tiro mucho mejor y no habría dejado ningún rastro. Ninguna evidencia física de ningún tipo, ya que nada habría tenido contacto con nada, excepto los neumáticos con el asfalto.

—Está muy lejos. Es una distancia demasiado larga para disparar desde aquí.

—Son unos sesenta y cinco metros. Barr estaba totalmente capacitado para disparar a una distancia cinco veces mayor, como cualquier francotirador. Un tiro con una M1A Super Match a sesenta y cinco metros equivale a un disparo a quemarropa.

—Alguien podría haber visto la matrícula de su coche. Siempre hay algún coche. Alguien habría recordado haberle visto aquí.

—Llevaba las placas de la matrícula cubiertas de barro, probablemente a propósito. Y este habría sido un buen camino por donde escapar. En cinco minutos habría estado a ocho kilómetros de aquí. Mucho mejor que circular entre el tráfico, por las calles principales.

Helen Rodin se quedó callada.

—Y esperaba que hiciese sol —añadió Reacher—. Tú me dijiste que normalmente hace buen día. A las cinco en punto de la tarde, el sol estaría en el oeste, tras él. Podría haber disparado sin que el sol le molestase. Esa es una preferencia básica y absoluta del francotirador.

—A veces llueve.

—No habría pasado nada tampoco. Al contrario, habría limpiado todo rastro de grava de los neumáticos. De cualquier modo, debería haber disparado desde aquí, desde su furgoneta. Todas las razones de este mundo apuntan a ello.

—Pero no fue así.

—Evidentemente.

—¿Por qué no?

—Deberíamos volver a tu oficina. Allí es donde tendrías que estar ahora. Tienes que preparar muchas estrategias.

Helen Rodin se sentó a su escritorio. Reacher se aproximó a la ventana y miró hacia la plaza. Buscó al hombre lesionado con el traje de corte cuadrado. No le vio.

—¿Qué estrategia? —preguntó Helen—. Barr eligió el lugar desde donde disparar, eso es todo, y no eligió bien, según tu opinión, y según alguna teoría militar que aprendió hace catorce años y que probablemente olvidó el mismo día en que dejó de trabajar para el ejército.

—Los francotiradores nunca olvidan —agregó Reacher.

—No estoy convencida.

—Por eso Barr desistió con Chapman. Tampoco podría convencerle. Por eso quiso que viniera yo.

—¿Y tú estás convencido?

—Esta es la situación: un francotirador que desperdicia una posición excelente a favor de otra peor.

—Usó un parking en la ciudad de Kuwait. Tú mismo lo dijiste.

—Porque aquella era una buena posición. Se encontraba en línea directa con la puerta del edificio de apartamentos. Los cuatro tipos caminaban directamente hacia él. Cayeron como fichas de dominó.

—Pero esto ha sucedido catorce años después. Barr no es tan bueno como antes. Eso es todo.

—Los francotiradores nunca olvidan —repitió Reacher.

—Fuese como fuese, ¿acaso eso le convierte en menos culpable?

—Si una persona escoge una opción B pésima, en lugar de una opción A genial, debe haber una razón para tal elección. Y toda razón conlleva una consecuencia.

—¿Y cuál fue su razón?

—Debió de ser muy buena, ¿no?, porque él mismo se atrapó en el interior de un edificio, en un lugar concurrido, con un blanco más difícil y en un lugar que, por propia naturaleza, se convirtió en la mejor escena del crimen que un veterano como Emerson había visto en veinte años.

—De acuerdo, dime por qué Barr haría algo así.

—Porque se propuso dejar todas las pruebas que pudo.

Helen le miró.

—Eso es una locura.

—Fue una escena del crimen perfecta. Todo el mundo estaba tan contento con lo buena que era que no se pararon a pensar que era demasiado buena. Me incluyo yo. Era como La Escena del Crimen 101, Helen. Debió de ser como el caso que le dieron a Bellantonio en su primer día de universidad. Demasiado buena para ser verdad. Por lo tanto, no era de verdad. Todo era contradictorio. Como, ¿por qué iba a llevar una gabardina? Hacía calor y no estaba lloviendo, estaba dentro de un coche y no salió para nada. La llevó para dejar rastros de fibras en la columna. ¿Por qué iba a llevar aquellos ridículos zapatos? Tan solo con mirarlos ya se sabe que arrastran todo tipo de porquería en la suela. ¿Por qué iba a disparar en medio de la oscuridad? Para que la gente viese los destellos de la boca del arma y precisara su posición, y por consiguiente, que la policía se presentase en el parking y hallase las demás pruebas. ¿Por qué iba a arañar el rifle con el muro? El arma tiene un valor de, ni más ni menos, dos mil quinientos dólares. ¿Por qué no se llevó el cono? Habría sido más fácil meterlo en la parte trasera de la furgoneta que dejarlo en el parking.

—Es una locura —dijo Helen.

—Dos puntos clave —continuó Reacher—. ¿Por qué pagó por aparcar? Eso me molestó desde el principio. Quiero decir, ¿quién hace algo así? Pero lo hizo, sencillamente para dejar una pequeña pista extra. Solo eso tiene sentido. Quiso dejar el cuarto de dólar con sus huellas en el parquímetro, con el único propósito de atar todos los cabos, para que pudieran comparar sus huellas con las del casquillo, que probablemente también dejó a propósito.

—Cayó en una zanja.

—Podría haberlo sacado. El lugar estaba lleno de alambre por todas partes, según el informe de Bellantonio. Habría tardado un solo segundo.

Helen Rodin hizo una pausa.

—¿Cuál es el otro punto clave?

—Ese es fácil, una vez que sabes desde qué perspectiva mirar. Barr quería tener una vista del estanque desde el sur, no desde el oeste. Era crucial. Quería verlo longitudinalmente, no de lado.

—¿Por qué?

—Porque no falló, Helen. Disparó al interior del estanque deliberadamente. Quiso introducir una bala en el agua, a lo largo del eje diagonal, desde un ángulo bajo, igual que si se tratase de un tanque utilizado en balística. Solo así podrían encontrarlo intacto más tarde y relacionar el cañón del arma con el crimen. Si hubiese disparado desde un ángulo lateral, no habría podido hacerlo. La bala no habría recorrido la suficiente distancia en el agua, habría alcanzado el muro con demasiada fuerza y se habría dañado.

—Pero ¿por qué demonios iba a hacer todo eso?

Reacher no contestó.

—¿Remordimiento por lo ocurrido hace catorce años? ¿Para que le pudiesen encontrar y castigar?

Reacher sacudió la cabeza.

—Habría confesado en el momento en que le encontraron. Una persona con remordimientos estaría deseando confesar.

—Entonces, ¿por qué hizo todo eso?

—Porque le obligaron, Helen. Tan simple como eso.

Helen observó a Reacher.

—Alguien le forzó —dijo Reacher—. Le obligaron a hacerlo y a que luego cargara con las culpas. Le obligaron a volver a casa y esperar a que le detuviesen. Por eso se tomó las pastillas para dormir, para no volverse loco, allí sentado, esperando a que le fueran a buscar.

Helen Rodin no decía nada.

—Le coaccionaron —prosiguió Reacher—, créeme. Es la única explicación lógica. No era un chiflado solitario. Por eso dijo tienen al hombre equivocado. Era un mensaje. Esperaba que alguien lo descifrase. Lo que quiso decir era que debían buscar a otro hombre, aquel que le obligó a hacerlo. Al hombre que, según Barr, es el responsable.

Helen Rodin siguió sin decir nada.

—Quien mueve las marionetas —añadió Reacher.

Reacher volvió a echar un vistazo a la plaza, desde la ventana. El estanque estaba lleno aproximadamente hasta los dos tercios de su capacidad. La fuente salpicaba gotas de agua alegremente. El sol brillaba en el cielo. No había ningún sospechoso visible.

Helen Rodin se levantó de su escritorio. A continuación permaneció en pie tras la mesa.

—Debería dar un giro al caso —repuso.

—De todos modos ha matado a cinco personas.

—Pero si hubo una coacción real, le puede ayudar.

Reacher no dijo nada.

—¿Qué crees que fue? ¿Un reto entre dos personas? ¿Algún desafío?

—Puede ser —contestó Reacher—, pero lo dudo. A juzgar por las apariencias, James Barr está desfasado en veinte años. Un reto es cosa de críos. E igualmente, lo habrían hecho desde la carretera, puesto que habrían querido salir airosos para poder repetirlo en el futuro.

—¿Entonces cómo fue?

—Algo totalmente distinto. Algo real.

—¿Deberíamos compartirlo con Emerson?

—No —respondió Reacher.

—Yo creo que sí.

—Hay razones por las que no debemos hacerlo.

—¿Como cuáles?

—Por una: Emerson ha llevado a cabo el mejor trabajo de su vida. No dejará que se le vaya al traste. Ningún policía lo haría.

—¿Entonces qué hacemos?

—Deberíamos hacernos tres preguntas básicas —propuso Reacher—. Quién, cómo y por qué. Fue una transacción. Tenemos que pensar en quién pudo salir beneficiado. Porque obviamente James Barr no fue.

—La respuesta a quién coincide con la persona que te envió a aquellos tipos anoche. Sin duda, estaba satisfecho con el giro que tomaba el asunto y no estaba dispuesto a que un desconocido lo estropeara todo.

—Correcto —dijo Reacher.

—Así que tengo que dar con esa persona.

—Quizás no deberías hacerlo.

—¿Por qué no?

—Podría acabar con tu cliente —repuso Reacher.

—Está en el hospital, vigilado día y noche.

—Tu cliente no es James Barr, sino Rosemary Barr. Tienes que pensar en qué tipo de amenaza consiguió que James Barr hiciera aquello. Debía saber de antemano que, en el mejor de los casos, le meterían en un psiquiátrico, le atarían a una camilla y jamás le concederían la libertad condicional. ¿Entonces por qué estuvo de acuerdo? ¿Por qué aceptó sumisamente? Debió de tratarse de una amenaza efectiva y escalofriante, Helen. ¿Y qué es lo único que Barr puede perder? No tiene esposa, ni hijos, ni familia. Excepto a su hermana.

Helen Rodin no dijo nada.

—Le dijeron que se callara, obviamente. Por eso me nombró a mí. Era una comunicación en clave. Porque la marioneta no puede hablar del director de marionetas, ni ahora ni nunca, porque la amenaza sigue ahí fuera. Creo que podría haber cambiado su vida por la de su hermana. Lo que significa un grave problema para ti. Si el director de marionetas te ve indagando, pensará que la marioneta ha hablado. Por eso no puedes acudir a Emerson.

—Pero la marioneta no ha hablado. Fuiste tú quien lo dedujo.

—Aunque pusiéramos un anuncio en los periódicos, ¿crees que alguien nos creería?

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Nada —dijo Reacher—. No hay nada que puedas hacer. Porque cuanto más intentes ayudar a James Barr, más cerca estarás de conseguir que maten a Rosemary Barr.

Helen Rodin se quedó callada durante un largo minuto.

—¿Podemos protegerla? —preguntó a continuación.

—No —contestó Reacher—. No podemos. Solo somos dos. Necesitaríamos a cuatro hombres como mínimo, y una casa para mantenerla a salvo. Eso costaría muchísimo dinero.

Helen Rodin salió de detrás del escritorio. Caminó hasta colocarse junto a Reacher. Miró por la ventana. Reposó las manos en el alféizar, con cuidado, igual que un pianista reposa las manos sobre el teclado. Seguidamente se volvió y se apoyó en el cristal. Olía bien, a alguna fragancia fresca parecida a jabón.

—Podrías buscarle tú mismo —le dijo Helen.

—¿Yo? —contestó Reacher, con tono indiferente.

Helen asintió.

—Ha cometido un error. Te ha dado un motivo que no está relacionado con James Barr, al menos directamente. Mandó a esos tipos para que te atacaran. Así pues, tu interés en encontrarle es absolutamente legítimo, independiente. Aunque le buscaras, no tendría por qué pensar que James Barr haya hablado.

—Yo no estoy aquí para ayudar a la defensa.

—Entonces míralo como si ayudaras al fiscal. Si hay dos personas involucradas, las dos merecen ir a prisión. ¿Por qué dejar al tonto cargar con toda la culpa?

Reacher no dijo nada.

—Míralo como si me estuvieras ayudando —dijo Helen.

Grigor Linsky marcó un número de teléfono en su móvil.

—Han vuelto a la oficina —dijo—. Veo a los dos en la ventana.