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Reacher preguntó en un céntrico hotel llamado Metropole Palace, situado a dos manzanas de First Street, en la calle comercial más importante. Pagó en metálico por adelantado solamente una noche y se registró como Jimmy Reese. Había agotado los nombres de todos los presidentes y vicepresidentes, y ahora había empezado con los segundas bases de los Yankees. Jimmy Reese había jugado bastante bien durante 1930, y bastante mal durante 1931. Había aparecido de la nada, y se había trasladado a St. Louis hasta bien entrado el año 1932. Más tarde había dejado de jugar. Falleció en California, a los 93 años. Pero ahora había vuelto, a una habitación individual con baño en el Metropole Palace, solo por una noche, ya que debía abandonar la habitación antes de las once de la mañana del día siguiente.

El Metropole Palace era un hotel triste, lúgubre y medio vacío. Pero anteriormente había sido un lugar imponente. Reacher se percató de ello. Los comerciantes de cereales, hacía cien años, subirían la colina desde el embarcadero y pasarían la noche en el hotel. Imaginó tiempo atrás el vestíbulo con el aspecto de un salón del oeste. Sin embargo, ahora estaba decorado con finos toques modernistas. Habían restaurado el ascensor. Las habitaciones se abrían con tarjetas magnéticas en lugar de llaves. Pero Reacher supuso que el edificio, en realidad, no había cambiado demasiado. Sin duda alguna, la habitación era sombría y estaba pasada de moda. Parecía que no hubiesen cambiado el colchón durante todo aquel tiempo.

Reacher se tumbó, colocando las manos detrás de la cabeza. Pensó en la ciudad de Kuwait, hacía más de catorce años. Todas las ciudades tienen un color, y Kuwait era blanca. Estuco blanco, hormigón pintado de blanco, mármol blanco. Cielos blancos a la luz del sol. Hombres vestidos de blanco. El parking desde el que James Barr disparó era blanco, y el edificio de apartamentos que tenía enfrente también. Debido al sol, los cuatro soldados llevaban gafas de sol estilo aviador. A los cuatro les había alcanzado la bala en el cráneo, pero las gafas no se habían roto. Simplemente habían caído al suelo. Recuperaron las balas y cerraron el caso. Se trataba de balas Match 168 gramos de punta encapsulada. Nada de punta hueca, ya que estaban prohibidas por la Convención de Ginebra. Eran balas utilizadas por francotiradores norteamericanos, del ejército o de la Marina. Si Barr hubiese utilizado un fusil de asalto, una ametralladora o una pistola, Reacher no le habría descubierto. Todas las armas utilizadas en conflictos, excepto los rifles de francotirador, seguían las directrices marcadas por la OTAN, lo que habría ampliado el círculo de sospechosos hasta extremos impensables, dado que casi todos los países de la OTAN habían tomado parte en el conflicto. Pero Barr se había propuesto utilizar su arma de francotirador, solo en una ocasión, y esta vez de verdad. Y gracias a las balas pudieron encontrarle.

Fue un caso muy duro. Quizás el más duro de la carrera de Reacher. Había utilizado la lógica, la deducción, la intuición, había trabajado en la oficina, en la calle, y había tenido que descartar sospechosos. Al final, todas las pistas le llevaron a James Barr, un hombre que finalmente había presenciado el humo rosado y que, por algún extraño motivo, parecía sentirse en paz tras lo sucedido.

Había confesado.

La confesión fue voluntaria, rápida y completa. Reacher no le puso nunca la mano encima. Barr habló francamente sobre la experiencia. A continuación, le hizo algunas preguntas a Reacher sobre la investigación, como si le fascinara el proceso. Obviamente, no esperaba que le pillaran en un millón de años. Se sentía a la vez resentido y admirado. Se comportó como si le pesara que le dejaran en libertad, como si lamentara que, a pesar de los esfuerzos, Reacher no hubiera conseguido nada.

Catorce años más tarde Barr no había confesado.

Había también otra diferencia entre la primera vez y esta última. Pero Reacher no conseguía describirla. Tenía algo que ver con el calor que hacía en la ciudad de Kuwait.

Grigor Linsky cogió su teléfono móvil y llamó a El Zee. El Zee era el hombre para el que trabajaba. No solo Zec, sino El Zec. Era una cuestión de respeto. El Zec tenía ochenta años, pero continuaba rompiendo brazos si se enteraba de que le faltaban al respeto. Era como un toro viejo. Todavía mantenía la misma fuerza y actitud. Tenía ochenta años gracias a eso. Sin ello habría fallecido a los veinte años. O algo más tarde, a los treinta, aproximadamente cuando se volvió loco y se le ocurrió el nombre de El Zec.

—La abogada regresa a su oficina —dijo Linsky—. Reacher ha girado en dirección este antes de llegar a First Street. No le he seguido, pero le he visto pasar de largo la estación de autobuses. Por tanto, supongo que se queda en la ciudad. Según mi opinión, se aloja en el Metropole Palace. No hay nada más en esa dirección.

El Zec no dijo nada.

—¿Hacemos algo? —preguntó Linsky.

—¿Durante cuánto tiempo va a estar por aquí?

—Eso depende. Está claro que ha venido en misión de ayuda.

El Zec no dijo nada.

—¿Hacemos algo? —volvió a preguntar Linsky.

Hubo una pausa. Ruido estático, respiración de anciano.

—Tal vez deberíamos distraerle —dijo El Zec—. O desanimarle. Me han dicho que fue soldado. Por lo tanto, probablemente se comporte de forma predecible. Si se aloja en el Metropole, no se quedará en la habitación toda la noche. Allí no hay ninguna diversión para un soldado. Saldrá a algún lado. Probablemente a solas. Así que podría sufrir algún incidente. Usa tu imaginación. Busca un buen escenario. No uses a nuestros hombres. Y haz que parezca natural.

—¿Daños?

—Rompedle los huesos, como mínimo. Quizás alguna lesión en la cabeza. Puede que termine en la sala de cuidados intensivos junto a su amigo James Barr.

—¿Y la abogada?

—A ella dejadla en paz por el momento. Ya nos encargaremos de ella más adelante, si es necesario.

Helen Rodin pasó una hora sentada ante su escritorio. Recibió tres llamadas. La primera era de Franklin. Se retiraba del caso.

—Lo siento, pero vas a perder —le dijo—. Y yo tengo que ocuparme del negocio. No puedo seguir trabajando en esto gratis.

—A nadie le gustan los casos perdidos —dijo Helen, diplomáticamente. Iba a necesitar a Franklin más adelante, en un futuro. No había razón para obligarle a seguir con ella.

—Los casos perdidos sin remunerar no —rectificó Franklin.

—Si consigo que nos paguen, ¿volverás conmigo?

—Por supuesto —contestó Franklin—. Llámame.

A continuación colgó. Habían guardado las formas, seguirían en contacto. La siguiente llamada ocurrió diez minutos más tarde. Era su padre. Parecía profundamente preocupado.

—No deberías haber aceptado este caso, lo sabes —le dijo.

—No es que me sobren las ofertas —replicó Helen.

—Perder podría significar ganar, ya sabes a qué me refiero.

—También ganar podría significar ganar.

—No, ganar significará perder. Tienes que entenderlo.

—¿Es que tú alguna vez te has propuesto perder un caso? —le preguntó ella.

Su padre no respondió. Luego comenzó a indagar.

—¿Te ha encontrado Jack Reacher? —preguntó, como queriendo decir: ¿Debería preocuparme?

—Me ha encontrado —le contestó, con voz clara.

—¿Y ha sido interesante? —queriendo decir: ¿Debería preocuparme?

—Sin duda alguna me ha dado algo en lo que pensar.

—Bien, ¿hablamos de ello? —queriendo decir: Por favor, cuéntame.

—Estoy segura de que hablaremos de ello pronto. Cuando sea el momento adecuado.

Hablaron durante un minuto más y quedaron para cenar juntos. Rodin lo volvió a intentar: Por favor, dímelo. Helen no lo hizo. Luego colgaron. Helen sonrió. No le había mentido. Ni siquiera se había tirado un farol. Pero sintió que había tomado parte en el juego. La justicia era un juego, y como en cualquier juego, había un componente psicológico.

La tercera llamada era de Rosemary Barr, desde el hospital.

—James se está despertando —dijo—. Le han quitado el tubo de respiración. Ha salido del coma.

—¿Ya habla?

—Los doctores dicen que podría hacerlo mañana.

—¿Podrá recordar algo?

—Los doctores dicen que es posible.

Una hora más tarde Reacher salió del Metropole. Tomó dirección norte, hacia los comercios de artículos a bajo precio que había visto cerca de los juzgados. Quería ropa. Algo urbano. Quizás un peto no, pero sí algo más clásico que la ropa que llevaba en Miami. Pensó que su próxima parada sería Seattle, con su famoso café, y no podía pasearse por allí con una camisa color amarillo chillón.

Encontró una tienda y compró un pantalón, cuya etiqueta decía gris, aunque a él le parecía verde oliva. También encontró una camiseta casi del mismo color. Y ropa interior. Compró también un par de calcetines. Se cambió de ropa en el probador y tiró las prendas viejas en el cubo de basura del mismo comercio. Le cobraron cuarenta dólares por unas prendas que esperaba usar durante cuatro días. Un derroche, pero merecía la pena gastar diez dólares al día si con ello evitaba ir cargando con una mochila.

Salió de la tienda y caminó en dirección oeste, hacia el sol vespertino. El tejido de la camiseta era demasiado grueso para el tiempo que hacía, pero Reacher se adecuó remangándose y abriéndose los dos primeros botones. Estaba bien, perfecta para Seattle.

Llegó a la plaza y vio que habían vuelto a activar la fuente. La piscina se iba llenando, muy despacio. El barro del fondo tenía un grosor de una pulgada y se arremolinaba lentamente. Algunas personas contemplaban la escena. Otras paseaban. Pero nadie caminaba por el pequeño pasillo lleno de ofrendas, el lugar donde las víctimas de Barr habían fallecido. Quizás nadie volviera a caminar por allí nunca más. La gente evitaba el pasillo tomando un camino más largo, más allá de la insignia de la NBC. Por instinto, por respeto, por temor. Reacher no estaba seguro del motivo.

Avanzó con cuidado entre las flores y se sentó en el muro, con el sonido de la fuente de fondo, y el parking detrás. El sol le calentaba un hombro, mientras que el otro continuaba frío, a la sombra. Bajo sus pies notaba restos de arena. Volvió la cabeza hacia la izquierda y divisó la puerta del edificio de tráfico. Miró a la derecha y vio los coches circular por la autopista elevada. Tomaban una curva, en las alturas, uno detrás de otro, en fila india, en un solo carril. No había demasiados vehículos. El tráfico allá arriba era fluido, teniendo en cuenta que se aproximaba la hora punta en First Street. Entonces volvió la cabeza de nuevo hacia la izquierda y vio a Helen Rodin sentada a su lado. Respiraba con dificultad.

—Estaba equivocada —le dijo—. Eres un hombre difícil de encontrar.

—Sin embargo, lo has conseguido —contestó él.

—Te he visto desde la ventana. He venido corriendo desde allí, antes de que te alejaras. Pero antes me he pasado media hora llamando a todos los hoteles de la ciudad y en todos me han dicho que no estabas registrado.

—Es mejor que no se sepa.

—James Barr está despertando. Podría recuperar el habla mañana.

—O quizás no.

—¿Sabes algo sobre daños cerebrales?

—Sobre los que yo he causado.

—Quiero que hagas algo por mí.

—¿Como qué? —preguntó Reacher.

—Ayudarme —le contestó— con algo importante.

—¿Ah, sí?

—También te ayudarás a ti mismo.

Reacher no dijo nada.

—Quiero que seas mi analista de pruebas.

—Ya tienes a Franklin para eso.

Helen negó con la cabeza.

—Franklin está demasiado cerca de sus colegas policías. No será lo bastante crítico. No querrá hacerles enfadar.

—¿Y yo sí? Quiero hundir a Barr, ¿recuerdas?

—Exacto. Por eso exactamente deberías encargarte tú, para confirmar que tienen un caso sólido. Después podrás dejar la ciudad y marcharte contento.

—Si encuentro alguna fisura en el caso, ¿deberé decírtelo?

—En tal caso, lo vería en tus ojos, y lo sabría según lo que hicieras a continuación. Si desapareces, significará que se trata de un caso sólido, si te quedas por aquí, significará que es débil.

—Franklin ha abandonado, ¿no es cierto?

Helen hizo una pausa, y luego asintió.

—Se mire por donde se mire, es un caso perdido. Estoy trabajando en él sin cobrar, porque nadie más querría hacerlo. Pero Franklin tiene que ocuparse de su negocio.

—Así que él no quiere trabajar gratis, ¿pero yo sí?

—Tú tienes que hacerlo. Creo que ya te lo habías planteado, por eso fuiste a ver primero a mi padre. Él está totalmente convencido, ya lo viste. Pero tú continúas queriendo echar una ojeada a los informes. Fuiste un investigador meticuloso, según dijiste, eras un perfeccionista. Quieres dejar la ciudad sabiendo que está todo perfectamente atado, según tu punto de vista.

Reacher no dio contestación.

—Te dejarán ver los informes —prosiguió—. Es un derecho constitucional. Tienen que dejarnos verlo todo. La defensa tiene acceso a la información que tenga que ver con el proceso.

Reacher continuó sin decir nada.

—No tienes elección —añadió—. De otro modo no tendrás acceso. No comparten la información con personas ajenas al proceso.

«Echar una ojeada. Dejar la ciudad y marchar contento. No hay elección».

—De acuerdo —dijo Reacher.

Helen señaló.

—Camina cuatro manzanas hacia el oeste y una al sur. Allí se encuentra la comisaría de policía. Yo iré a la oficina y llamaré a Emerson.

—¿Empezamos ya?

—James Barr está despertando. Necesito acabar con esto cuanto antes. Voy a perder la mayor parte del día de mañana intentando encontrar a un psiquiatra que trabaje gratis. El alegato por desequilibrio mental sigue siendo nuestra mejor baza.

Reacher caminó cuatro manzanas hacia el oeste y una hacia el sur, pasando por debajo de la autopista. Se detuvo en una esquina. La comisaría de policía ocupaba casi toda la manzana. El resto estaba destinado a una zona de aparcamiento en forma de L para vehículos policiales. Se trataba de coches blancos y negros, coches camuflados para uso de los detectives, una camioneta para escenas de crimen y un furgón SWAT. El edificio era de ladrillos y cristal. Tenía el tejado plano, cubierto de conductos de ventilación. Había barrotes en todas las ventanas. Una tela metálica rodeaba el perímetro.

Reacher entró. Le indicaron dónde encontrar a Emerson. Le esperaba tras su escritorio. Reacher le reconoció de haberle visto por televisión, la mañana del sábado. Estaba igual, pálido, calmado, competente, ni alto ni bajo. En persona parecía que hubiese sido policía desde el mismo día de su nacimiento. Desde su concepción, quizás. Estaba en cada uno de sus poros, en su ADN. Llevaba puesto un pantalón gris de franela y una camisa blanca de manga corta, con el cuello abierto. No llevaba corbata. Colgada del respaldo de su silla, había una americana. Tanto su cuerpo como su rostro no estaban del todo definidos, como si las constantes presiones le modelaran a su antojo.

—Bienvenido a Indiana —le saludó.

Reacher no contestó.

—En serio —explicó—. De verdad. Nos encanta que viejos amigos del acusado aparezcan para destrozar nuestro trabajo.

—Estoy aquí por su abogada —aclaró Reacher—. No como amigo.

Emerson asintió.

—Yo mismo le pondré en antecedentes —continuó—. Luego mi técnico en escenas de crimen le explicará los detalles. Puede ver absolutamente todo lo que quiera, y puede preguntar lo que quiera.

Reacher sonrió. Él también había sido policía hacía trece años, y habían sido tiempos duros. Conocía el lenguaje policial y todos sus dialectos. Conocía el tono y entendía los matices. Así pues, la manera con que se le dirigía Emerson le decía muchas cosas. Le decía que, a pesar de la hostilidad inicial, era un tipo que, en el fondo, se alegraba de enfrentarse a un crítico. Porque estaba convencido de que tenía un caso increíblemente sólido.

—Conoce a James Barr bastante bien, ¿me equivoco? —preguntó Emerson.

—¿Y usted? —le devolvió la pregunta.

Emerson sacudió la cabeza.

—Nunca me lo he encontrado cara a cara. Carece de antecedentes similares.

—¿Su rifle era legal?

Emerson asintió.

—Estaba registrado y no lo modificó. Al igual que el resto de sus armas.

—¿Cazaba?

Emerson negó con la cabeza nuevamente.

—No pertenecía a la Asociación Nacional del Rifle ni a ningún otro club de armas. No le hemos visto cazar por la montaña. Nunca se ha visto envuelto en problemas. Era simplemente un ciudadano discreto. De hecho, un ciudadano invisible. Carece de antecedentes.

—¿Se ha encontrado algo así antes?

—Demasiadas veces. Si incluimos Distrito de Columbia, Indiana se encuentra en el puesto dieciséis de un total de cincuenta y uno en la lista de muertes per cápita causadas por homicidio. Peor que Nueva York, peor que California. Esta ciudad no es la peor del estado, pero tampoco la mejor. Así pues, sí, lo hemos visto con anterioridad, y a veces existen antecedentes, y otras veces no. Sea como sea, sabemos lo que hacemos.

—Hablé con Alex Rodin —dijo Reacher—. Está impresionado.

—Debería. Nosotros actuamos correctamente. Pillamos a tu viejo amigo seis horas después del primer tiro. Es un caso digno de aparecer en un libro de texto, de principio a fin.

—¿No cabe ninguna duda?

—Digámoslo así: escribí el informe el sábado por la mañana y no he vuelto a pensar en ello desde entonces. Es perfecto. Es casi el caso más perfecto que he visto jamás, y he visto muchos.

—Entonces ¿tiene algún sentido que yo esté aquí?

—Claro que sí. Tengo un técnico en escenas de crimen que se muere de ganas por alardear. Es un buen hombre, y merece su momento de gloria.

Emerson acompañó a Reacher al laboratorio y lo presentó como el investigador de la defensa, no como el amigo de James Barr, cosa que ayudó un poco a calmar el ambiente. A continuación, les dejó a solas. El técnico en escenas de crimen era un tipo formal de cuarenta años, llamado Bellantonio. Su nombre era más exuberante que él. Era alto, de piel oscura, delgado y encorvado. Podría haber sido director de pompas fúnebres. Bellantonio sospechaba que James Barr iba a declararse culpable. Pensaba que Barr no llegaría a asistir nunca al día del juicio. Estaba claro. Había ordenado las pruebas siguiendo una cadena de secuencia lógica, exponiéndolas sobre las mesas alargadas del sótano de la comisaría, con el único fin de ofrecer a los visitantes la actuación que jamás podría ofrecer a un jurado.

Las mesas eran blancas, estilo cantina, y ocupaban todo el largo de la sala. Por encima de estas, había un tablón largo de corcho con cientos de papelitos enganchados, forrados con plástico protector, que hacían referencia a los objetos colocados debajo. Situado entre dos mesas, se encontraba el Dodge Caravan beige de James Barr. La sala era nítida y brillante, gracias a la luz de los fluorescentes, y la furgoneta parecía enorme y fuera de lugar. Estaba vieja y sucia. Olía a gasolina, grasa y goma. La puerta trasera corrediza estaba abierta. Bellantonio había colocado una luz en el interior que iluminaba la tapicería.

—Todo esto está muy bien —dijo Reacher.

—Es la mejor escena de crimen en la que haya trabajado nunca —comentó Bellantonio.

—Explíqueme.

Bellantonio comenzó por el cono de tráfico, colocado sobre un trozo de papel de cocina. También parecía más grande de lo normal y discordante con la sala. Reacher vio el polvo que utilizaban para hallar huellas dactilares, y leyó el papel. Barr había manejado aquel cono, sin duda. Había puesto la mano encima, cerca del extremo superior, donde el objeto se estrechaba. Más de una vez. Había huellas dactilares y de la palma. La correspondencia era increíble. Las huellas encajaban a la perfección.

Lo mismo sucedía con el cuarto de dólar hallado en el parquímetro, y con el casquillo de bala. Bellantonio le enseñó a Reacher los fotogramas impresos con láser de las imágenes captadas con la cámara del garaje. Mostraban la furgoneta entrando en el lugar antes de los hechos, y saliendo después de estos. Bellantonio le enseñó el interior del Dodge, las fibras de tapicería que había encontrado la policía en el cemento rugoso y nuevo, al igual que los pelos de perro, las fibras de tejido vaquero y del abrigo. A continuación, le mostró un pedazo de moqueta que habían extraído de la casa de Barr, y comprobó ante él que las fibras coincidían con las halladas en la escena del crimen. Le enseñó las botas camperas, y cómo la suela de crepé funcionaba como el mejor mecanismo para el traslado de partículas. Los diminutos restos de suela encontrados en la escena del crimen encajaban con el calzado de Barr. Bellantonio le enseñó el polvo de cemento hallado en casa de Barr, en la cocina, el comedor, el dormitorio y el garaje, una muestra tomada en el parking y un informe de laboratorio corroborando que se trataba del mismo polvo.

Reacher revisó la transcripción de las llamadas al 911 y las conversaciones mantenidas entre los coches patrulla. Luego echó una ojeada al protocolo en casos de crimen, el rastreo inicial de policías de uniforme, el examen forense de los hombres de Bellantonio, la genial idea de Emerson de revisar el parquímetro. Después leyó el informe de la detención, el cual estaba impreso y colgado en el corcho junto a todo lo demás. La táctica de los SWAT, el sospechoso dormido, la identificación tras ver el carné de conducir en la cartera que llevaba en el bolsillo del pantalón. Las pruebas médicas. La captura del perro llevada a cabo por los agentes K9. La ropa del armario. Las botas. Las armas del sótano. Reacher leyó las declaraciones de los testigos. Un recluta de la Marina había oído seis disparos. Una compañía telefónica recuperó la grabación. Aparecía adjunto un gráfico, una onda sonora gris, con seis picos elevados. El gráfico, de izquierda a derecha, seguía una onda que coincidía con la que Helen Rodin había descrito. Uno, dos-tres, pausa, cuatro-cinco-seis. El eje vertical del gráfico representaba el volumen. Los disparos eran débiles, pero se distinguían claramente en la grabación. El eje horizontal representaba el tiempo. Seis disparos en menos de cuatro segundos. Cuatro segundos que habían cambiado una ciudad, al menos durante un tiempo.

Reacher miró el rifle, cerrado herméticamente en una funda de plástico transparente. Leyó la nota situada encima. Una Springfield M1A Super Match, recámara para diez balas, cuatro cartuchos todavía en el interior. Las huellas de Barr recorrían el arma. Las rozaduras en el guardamano encajaban con los restos de barniz encontrados en la escena. La bala intacta recuperada de la piscina. Un informe de balística confirmaba que la bala coincidía con el cañón. Otro informe confirmaba que el casquillo coincidía con el eyector. Impresionante. Caso cerrado.

—De acuerdo, es suficiente —dijo Reacher.

—Es bueno, ¿verdad? —le preguntó Bellantonio.

—El mejor que haya visto jamás —le contestó Reacher.

—Mejor que cientos de testigos oculares.

Reacher sonrió. A los técnicos de escenas de crimen les encantaba aquella frase.

—¿Hay algo que no le acabe de gustar? —le preguntó.

—Me gusta todo —dijo Bellantonio.

Reacher contempló su propio reflejo en la ventana opaca del Dodge. El cristal oscuro hacía que su camiseta nueva pareciera gris.

—¿Por qué dejaría allí el cono de tráfico? —le preguntó—. Pudo haberlo metido en la parte posterior de la furgoneta fácilmente.

Bellantonio no respondió.

—¿Y por qué pagó el parking? —preguntó Reacher.

—Soy forense —dijo Bellantonio—. No psicólogo.

Poco después apareció Emerson y permaneció allí, esperando que Reacher se rindiera. Reacher se dio por vencido. No había duda. Les estrechó la mano y les dio la enhorabuena por el buen trabajo.

Regresó, una manzana en dirección norte y cuatro en dirección este, bajo la autopista elevada, en dirección a la torre negra de cristal. Eran las cinco pasadas y el sol le ardía en la espalda. Llegó a la plaza y observó que la fuente aún seguía en funcionamiento y que el estanque se había llenado una pulgada más. Dejó atrás la insignia de la NBC y subió por el ascensor. No vio a Ann Yanni. Tal vez se estuviese preparando para el noticiario de las seis en punto.

Reacher encontró a Helen Rodin sentada tras su escritorio de segunda mano.

—Mírame a los ojos —le dijo.

Así hizo ella.

—Hazte a la idea —continuó—. Es un caso sólido como el hierro. Un resultado tan seguro como el de Willie Mays debajo de una pelota de béisbol.

Helen no dijo nada.

—¿Ves alguna duda en mis ojos? —le preguntó.

—No —contestó ella—. No.

—Pues empieza a telefonear a los psiquiatras. Si eso es lo que de verdad quieres.

—Merece tener un representante, Reacher.

—Ha roto las reglas.

—No podemos lincharle.

Reacher hizo una pausa. Seguidamente asintió.

—El psiquiatra debería pensar sobre el parquímetro. Es decir, ¿quién pagaría por diez minutos aunque no tuviera intención de disparar a nadie? Es algo que no logro explicarme. Es como si siguiera la ley a rajatabla, ¿no crees? Quizás en esta ocasión Barr estaba loco de verdad. Ya sabes, confundido por lo que iba a hacer.

Helen Rodin tomó nota.

—Me aseguraré de mencionárselo.

—¿Quieres que cenemos juntos?

—Estamos en bandos opuestos.

—Ya hemos comido juntos.

—Porque quería que me ayudaras.

—Todavía podemos ser civilizados.

Helen negó con la cabeza.

—Voy a cenar con mi padre.

—Él está en el bando opuesto.

—Es mi padre.

Reacher no dijo nada.

—¿Te ha tratado bien la policía? —preguntó.

Reacher asintió.

—Han sido muy atentos.

—No creo que les haya agradado mucho verte. No entienden la razón por la que estás aquí.

—No tienen de qué preocuparse. Tienen un gran caso.

—Aún no pueden cantar victoria.

—La llevan cantando desde el viernes a las cinco. Y bastante alto.

—Quizás podamos tomar una copa después de cenar —dijo Helen—. Si me da tiempo. Hay un bar recreativo seis manzanas al norte de aquí. Un lunes por la noche es casi el único lugar abierto en la ciudad. Me pasaré por allí a ver si estás. Pero no puedo prometerte nada.

—Yo tampoco —añadió Reacher—. Quizás vaya al hospital, para desconectar la máquina que mantiene con vida a James Barr.

Bajó por el ascensor y encontró a Rosemary Barr esperándole en el vestíbulo. Reacher supuso que Rosemary acababa de volver del hospital, había llamado a Helen Rodin y ella le había dicho que Reacher estaba bajando. Así que se quedó esperándole. Rosemary paseaba nerviosa, de un lado para otro, recorriendo una y otra vez el espacio entre el ascensor y la puerta principal.

—¿Podemos hablar? —le preguntó.

—Fuera —contestó él.

Reacher la acompañó al exterior, a la plaza, al muro sur del estanque, que continuaba llenándose, lentamente. El agua salpicaba y tintineaba. Reacher se sentó en el lugar donde se había sentado anteriormente, con las ofrendas funerarias a sus pies. Rosemary Barr se puso de pie frente a él, cara a cara, muy cerca, clavándole la mirada, sin bajar la vista a las flores, las velas o las fotografías.

—Tienes que tener la mente abierta —le dijo.

—¿Yo?

—James quería que vinieras, así que no puede ser culpable.

—No tiene por qué ser así.

—Es lógico —agregó Rosemary.

—Acabo de ver las pruebas —continuó Reacher—. Es más que suficiente.

—No voy a discutir sobre lo sucedido hace catorce años.

—No puedes.

—Pero ahora es inocente.

Reacher no dijo nada.

—Entiendo cómo te sientes —prosiguió Rosemary—. Crees que te ha defraudado.

—Es que lo ha hecho.

—Pero supón que no. Supón que cumplió tus condiciones y que todo esto sea una equivocación. ¿Cómo te sentirías entonces? ¿Qué harías por él? Si es que estás dispuesto a hundirle, ¿no crees que tendrías que estar igualmente dispuesto a ayudarle?

—Demasiadas hipótesis.

—No es una hipótesis. Solamente te estoy preguntando que, si se demuestra lo contrario, si él no lo hizo, ¿gastarías la misma energía en ayudarle?

—Si se demuestra lo contrario, no necesitará mi ayuda.

—¿Pero se las darías?

—Sí —contestó Reacher, consciente de que era una promesa fácil de hacer.

—Entonces tienes que tener la mente abierta.

—¿Por qué te fuiste de casa?

Rosemary hizo una pausa.

—James se pasaba el día enfadado. No era divertido vivir con él.

—¿Enfadado por qué?

—Por todo.

—Entonces, tal vez seas tú quien tengas que tener la mente abierta.

—Podría haberme inventado una razón, pero no lo he hecho. Te he dicho la verdad. No quiero ocultarte nada. Necesito que confíes en mí. Necesito hacerte creer. James es un hombre infeliz, tal vez incluso desequilibrado. Pero él no ha hecho esto.

Reacher no dijo nada.

—¿Tendrás la mente abierta? —preguntó Rosemary.

Reacher no contestó. Se encogió de hombros y se alejó.

No fue al hospital. No desconectó las máquinas que mantenían con vida a James Barr. En lugar de eso, se dirigió al bar recreativo, después de darse una ducha en el Metropole Palace. Tras recorrer seis manzanas al norte de la torre negra de cristal y cruzar por debajo de la autopista, llegó a un lugar apartado. Tal y como Reacher había visto, las familias de clase alta residían en una zona bien delimitada al sur de la ciudad. Ahora pudo comprobar que también vivían en una zona bien delimitada al norte. El bar se encontraba un poco más allá. Estaba ubicado en un edificio rectangular y sencillo que podría haber sido destinado a cualquier otro tipo de local. Tal vez a una tienda de comestibles, un concesionario de coches o una sala de billares. El tejado era plano, las ventanas estaban tapadas con ladrillos y el musgo crecía por los desagües por el agua de lluvia estancada.

El interior estaba en mejores condiciones, pero era muy corriente. Era como los demás bares recreativos a los que había ido. Constaba de una sala, en cuyos altos techos colgaban los conductos de aire acondicionado, pintados de negro. Había tres docenas de pantallas de televisor pegadas a la pared y al techo. La sala estaba llena de los típicos juegos recreativos. Sudaderas firmadas y enmarcadas, cascos de fútbol americano expuestos en estanterías, palos de hockey, pelotas de básquet, béisbol, revistas antiguas de deporte. El personal que atendía las mesas estaba formado únicamente por chicas, ataviadas con traje de animadoras. El personal de la barra eran hombres, y llevaban ropa de árbitro a rayas.

En todos los televisores se emitía fútbol. Algo inevitable, pensó Reacher, en una noche de lunes. Algunas pantallas eran normales, otras de plasma, y otras proyectores. Se repetía la misma escena una y otra vez, con colores y enfoques ligeramente distintos, algunos grandes, otros pequeños, unos brillantes, otros oscuros. El lugar estaba repleto de gente, pero Reacher consiguió una mesa libre. En un rincón, como a él le gustaba. Una camarera estresada se acercó y Reacher pidió una cerveza y una hamburguesa con queso. No miró el menú. Los bares recreativos siempre tenían cerveza y hamburguesas con queso.

Se comió la hamburguesa, se bebió la cerveza y vio el partido. El tiempo pasaba, el local se llenaba cada vez más de gente y ruido, pero nadie le propuso compartir la mesa. Reacher provocaba ese efecto en la gente. Permanecía apartado, en una burbuja de calma, con un mensaje claro: Que nadie se acerque a mí.

Sin embargo, alguien ignoró el mensaje y se aproximó. En parte fue culpa suya. Apartó la mirada del televisor y vio a una chica acercarse, haciendo malabares con una botella de cerveza y un plato de tacos. Era guapa. Tenía el pelo rizado y pelirrojo. Llevaba una camisa a cuadros abierta a la altura del cuello y atada al ombligo, y unos pantalones que parecían vaqueros pero debían de ser elásticos. Tenía una figura esbelta, la misma forma que un reloj de arena. Calzaba unas botas brillantes de piel de cocodrilo.

Si se buscara en una enciclopedia la definición de chica country, su fotografía aparecería junto a la entrada. Parecía demasiado joven para beber cerveza, pero había pasado la pubertad. Eso con toda seguridad. Los botones de la camisa le iban tirantes, y no se apreciaba marca de ropa interior bajo la licra. Reacher la miró un instante demasiado largo, lo que ella tomó como una invitación.

—¿Puedo compartir tu mesa? —le preguntó, a una distancia de casi un metro.

—Adelante —contestó Reacher.

La chica tomó asiento. No en frente, pero sí al lado.

—Gracias —agregó.

Bebió de la botella, sin perder de vista a Reacher. Tenía los ojos verdes, vivos, muy grandes. Se inclinó hacia él, arqueando su espalda menuda. Llevaba los primeros tres botones de la camisa desabrochados. Quizás una talla 95C, pensó Reacher, con un Wonderbra. Podía ver el borde del sujetador. Encaje blanco.

Se le acercó, debido al ruido.

—¿Te gusta? —le dijo.

—¿El qué? —preguntó Reacher.

—El fútbol —aclaró ella.

—Un poco —respondió.

—Jugabas?

Jugabas, no juegas. Le hizo sentirse un anciano.

—La verdad es que eres lo bastante corpulento —dijo.

—Probé cuando estaba en el ejército —contestó—. En West Point.

—¿Y conseguiste algo?

—Solo en una ocasión.

—¿Te lesionaste?

—Era demasiado violento.

La chica medio sonrió, no del todo segura de que Reacher estuviera bromeando.

—¿Quieres un taco? —le dijo.

—Acabo de cenar.

—Me llamo Sandy —se presentó.

«Yo también me llamaba así —pensó Reacher—. El viernes, en la playa».

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Jimmy Reese —respondió.

Reacher se percató de un destello de sorpresa en sus ojos. No supo el motivo. Quizás hubiese tenido un novio llamado Jimmy Reese. O quizás fuese una gran admiradora de los Yankees de Nueva York.

—Encantada de conocerte, Jimmy Reese —le dijo.

—Igualmente —contestó Reacher, volviendo a mirar en dirección al televisor.

—Eres nuevo en la dudad, ¿verdad? —continuó.

—Normalmente —respondió.

—Me estaba preguntando que si el fútbol te gusta solo un poco, tal vez quisieras llevarme a otro sitio.

—¿Como cuál?

—A un sitio más tranquilo. Tal vez más solitario.

Reacher no dijo nada.

—Tengo coche —prosiguió.

—¿Tienes edad para conducir?

—Tengo edad para hacer muchas cosas. Y soy bastante buena en algunas.

Reacher no dijo nada. La chica echó la silla hacia atrás, separándose un poco de la mesa. Se volvió hacia Reacher y luego hacia abajo.

—¿Te gustan estos pantalones? —le preguntó.

—Creo que te quedan muy bien.

—Yo también. El único problema es que son demasiado ceñidos para llevar algo debajo.

—Cada cual carga con su cruz.

—¿Crees que son demasiado atrevidos?

—Son opacos. Normalmente eso ya es suficiente para mí.

—Imagínate bajándolos.

—No puedo. Dudo que me los pusiera antes.

La chica frunció el ceño.

—¿Eres marica?

—¿Y tú puta?

—De eso nada. Trabajo en la tienda de repuestos de automóvil. La chica hizo una pausa, pensativa. Reconsideró la situación. Entonces se le ocurrió una idea mejor: saltó de la silla, abofeteó a Reacher y gritó. El grito fue fuerte y la bofetada sonora. Todo el mundo se volvió a mirarles.

—¡Me ha llamado puta! —gritó—. Me ha llamado puta.

Hubo un ruido de sillas rozando contra el suelo y unos chicos se pusieron en pie rápidamente. Eran corpulentos, con vaqueros, botas y camisas a cuadros. Gente de campo. Eran cinco, todos iguales.

La chica sonrió con actitud victoriosa.

—Son mis hermanos —le dijo.

Reacher no dijo nada.

—Me acabas de llamar puta en presencia de mis hermanos.

Cinco chicos, todos mirándole.

—Me ha llamado puta —gimoteó.

«Regla número uno, ponerse de pie y prepararse.

Regla número dos, demostrar con quién están jugando».

Reacher se puso de pie, lenta y relajadamente. A las seis y cinco, a las dos menos diez. La mirada tranquila, las manos cayéndole por ambos costados.

—Me ha llamado puta —volvió a repetir la chica.

«Regla número tres, identificar al cabecilla».

Eran cinco. Y una banda de cinco tíos debía de tener un cabecilla, dos miembros con ganas de pelea y otros dos reacios a la idea. Lo único que tenía que hacer era tumbar al cabecilla y después a los dos tipos dispuestos a pelear. Los otros dos simplemente huirían. Así que no se trataba de un cinco contra uno. La cosa nunca iba más allá de un tres contra uno.

«Regla número cuatro: el cabecilla es el que da el primer paso».

El primero en dar el primer paso fue un zampabollos de unos veintitantos años, de pelo rubio platino y cara redonda y roja. Avanzó y los demás le siguieron en fila india. Reacher también dio un paso hacia ellos. La desventaja de sentarse en el rincón es que no se puede avanzar hacia ningún otro lado excepto hacia adelante.

Pero no pasaba nada.

«Porque, regla número cinco: no dar nunca marcha atrás.

Pero, regla número seis: no romper el mobiliario».

Romper el mobiliario de un bar conlleva que el dueño tenga que informar a su compañía de seguros, y las compañías de seguros necesitan informes policiales, y el primer instinto de un policía es meter a cualquiera en la cárcel y luego solucionar el problema. Lo que generalmente significaba: culpar al desconocido.

—Me ha llamado puta —continuaba lloriqueando la chica, como si le hubiesen roto el corazón.

Se había apartado a un lado. Miró a Reacher, quien a su vez miraba a los cinco tipos y estos a él. La chica movía la cabeza alternativamente como si estuviese siguiendo un partido de tenis.

—Fuera —dijo el más musculoso.

—Antes paga tu cuenta —le dijo Reacher.

—Ya pagaré luego.

—No podrás hacerlo.

—¿Eso crees?

—Esa es la diferencia entre nosotros.

—¿Cuál?

—Que yo pienso.

—Tienes una boca demasiado grande, amigo.

—Eso es lo que menos te ha de preocupar.

—Has llamado puta a mi hermana.

—¿Prefieres acostarte con vírgenes?

—Sal afuera, amigo, o yo mismo te sacaré.

«Regla número siete: actuar, no reaccionar».

—De acuerdo —dijo Reacher—. Vayamos fuera.

El tipo grande sonrió.

—Después de ti —le dijo.

—Quédate ahí, Sandy —dijo el cabecilla.

—No me importa ver sangre —contestó ella.

—Estoy seguro de que te encanta —repuso Reacher—. Cada cuatro semanas te provoca un alivio tremendo.

—Fuera —dijo el mismo tipo—. Venga.

Se volvió y los demás le siguieron. Avanzaron en fila, entre las mesas. Sus botas chocaban contra la madera. La tal Sandy también les siguió. Algunos clientes retrocedieron a su paso. Reacher puso veinte dólares en la mesa y miró el partido de fútbol. Alguien iba ganando, alguien iba perdiendo.

Reacher fue detrás de Sandy. Tras los pantalones de liera.

Todos le esperaban en la acera, colocados en un semicírculo bien formado. Las farolas iluminaban la calle, al igual que los paseos que iban hacia el norte y hacia el sur. La luz proyectaba tres sombras por cada uno de los tipos. El letrero de neón del bar rellenaba las sombras de color azul y rosa. La calle estaba vacía y tranquila. No había nada de tráfico. Nada de ruido, excepto el rumor amortiguado del bar detrás de la puerta.

El ambiente era agradable. Ni frío ni calor.

«Regla número ocho: Valoración y evaluación».

El cabecilla era redondo, tranquilo y pesado, como una foca marina. Haría aproximadamente unos diez años que había dejado el instituto. Nunca le habían roto la nariz, ni tenía cicatrices en las cejas, ni los nudillos deformados. Por lo tanto, no era boxeador. Probablemente fuese solo defensa de fútbol americano. Seguramente pelearía como un luchador y pretendería tirar al suelo a Reacher.

Así pues, el cabecilla atacaría primero. Con la cabeza hacia abajo.

Aquella era la suposición más acertada que Reacher podía tener.

Porque efectivamente estaba en lo cierto.

El tipo explotó y cargó contra Reacher, con la cabeza hacia abajo. Directo al pecho, con el objetivo de que su oponente diera marcha atrás, tropezara y cayera. Más tarde, los otros cuatro podrían rodearle, pisotearle y patearle hasta que se dieran por satisfechos.

«Error.

Porque, regla número nueve: No embestir nunca a Jack Reacher».

Cuando estuviera esperándolo, porque habría sido como embestir a un roble.

El tipo grandote cargó y Reacher se colocó ligeramente de costado y dobló levemente las rodillas, justo a tiempo, cargando todo el peso de su cuerpo en el pie que tenía más retrasado y en el hombro derecho, que estaba esperando la embestida de su contrincante.

La fuerza cinética es algo maravilloso.

Reacher apenas se movió, sin embargo, el tipo corpulento rebotó de manera impresionante. Quedó aturdido, tambaleándose hacia atrás con las piernas agarrotadas, intentando desesperadamente mantenerse en pie, dibujando vagamente un semicírculo en el aire con un pie y luego con el otro. Finalmente se detuvo a casi dos metros de Reacher, con los pies clavados en el suelo y las piernas separadas una de la otra, igual que una letra mayúscula A enorme y muda.

Tenía sangre en la cara.

Ahora sí que le habían roto la nariz.

«Tumba al cabecilla».

Reacher avanzó y le dio una patada en la ingle con el pie izquierdo. Si le hubiese golpeado con el derecho la pelvis le habría salido a trozos por la nariz.

«Tienes buen corazón —le había dicho en una ocasión un instructor del ejército—. Un día eso acabará contigo».

Pero hoy no, pensó Reacher, ni aquí. El cabecilla cayó al suelo, sobre las rodillas. Seguidamente su cara se estampó contra el cemento.

Aquello ya estaba chupado.

Los dos siguientes llegaron juntos, hombro con hombro. Reacher golpeó al primero con un cabezazo y al segundo con el codo en la mandíbula. Ambos cayeron al suelo, inmóviles. Se acabó, pues los otros dos salieron corriendo. Los dos últimos siempre lo hacían. La tal Sandy también corrió tras ellos, no muy deprisa, porque los pantalones ajustados y las botas de tacón alto se lo impedían. Pero Reacher la dejó marchar. Se volvió y pateó a sus tres hermanos, tendidos en el suelo, en el costado. Comprobó que respiraran. Les registró los bolsillos. Encontró sus carteras. Revisó sus carnés. A continuación los soltó, se levantó y miró a su alrededor, ya que oía un coche acercarse por detrás.

Era un taxi, del cual bajó Helen Rodin.

Helen entregó un billete al taxista, que salió zumbando hacia delante, sin querer mirar ni a izquierda ni a derecha. Helen Rodin se quedó inmóvil en la acera, contemplando la escena. Reacher se encontraba a tres metros de ella, con tres sombras de neón que proyectaban su cuerpo y tres siluetas inertes tendidas a su espalda.

—¿Se puede saber qué demonios ha pasado aquí? —le preguntó.

—Dímelo tú —contestó—. Tú vives aquí. Tú conoces a esta endemoniada gente.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué narices ha pasado?

—Hablemos —le dijo.

Caminaron hacia el sur, a paso rápido. Doblaron una esquina y se dirigieron hacia el este. A continuación de nuevo hacia el sur. Entonces redujeron un poco el ritmo.

—Tienes sangre en la camisa —le dijo Helen Rodin.

—No es mía —contestó Reacher.

—¿Pero qué ha pasado ahí?

—Estaba en el bar viendo el partido, pensando en mis cosas. Entonces una pelirroja atractiva y menor de edad comenzó a insinuarse. No le seguí el juego y se lo tomó como una razón para abofetearme. De repente cinco tíos saltaron de sus sillas. La chica dijo que eran sus hermanos. Salimos fuera.

—¿Cinco?

—Dos salieron corriendo.

—¿Después de que golpearas a los tres primeros?

—Me defendí. Eso fue todo. Fuerza mínima.

—¿La chica te abofeteó?

—En la cara.

—¿Qué le habías dicho?

—Eso no importa. Era un montaje. Por eso te pregunto: ¿es así como se divierten aquí? ¿Metiéndose con desconocidos en los bares?

—Necesito un trago —dijo Helen Rodin—. He venido a tomar una copa contigo.

Reacher dejó de caminar.

—Entonces volvamos.

—No podemos volver. Podrían haber llamado a la policía. Has dejado a tres tipos en el suelo.

Reacher miró de reojo hacia atrás.

—Entonces vayamos a mi hotel —propuso—. Hay un vestíbulo, podría haber también un bar.

Caminaron juntos, sin decir nada, a través de calles en penumbra y silencio, cuatro manzanas hacia el sur. Cruzaron la plaza por la zona este y pasaron junto a los juzgados. Reacher echó una ojeada al edificio.

—¿Cómo ha ido la cena? —preguntó.

—Mi padre ha intentado sonsacarme información. Todavía piensa que eres mi testigo.

—¿Le has contado la verdad?

—No puedo contárselo. La información que me has proporcionado es confidencial. Gracias a Dios.

—Entonces deja que se las apañe solo.

—No lo necesita. Está absolutamente seguro.

—Debería estarlo.

—¿Entonces te marcharás mañana?

—No lo dudes. Este lugar es muy extraño.

—Una chica se te ha insinuado, ¿por qué ha de ser eso una conspiración?

Reacher no contestó.

—No es algo inaudito —continuó—. Bueno, ¿o sí? Un bar, un tipo nuevo y solo en la ciudad, ¿por qué no puede sentirse atraída alguna chica? No eres repulsivo, ¿sabes?

Reacher continuó caminando sin decir nada.

—¿Qué le dijiste para que te abofeteara?

—No le demostré ningún interés, continuó insistiendo, entonces le pregunté si era puta. Algo así.

—¿Puta? Pues claro que te ganas una bofetada por eso en Indiana. Y también el odio de sus hermanos.

—Era un montaje, Helen. Seamos realistas. Lo que me dices es agradable, pero no soy el tipo de hombre a quien persiguen las mujeres. Eso ya lo sé, ¿vale? Así que ha de ser un montaje.

—¿Nunca ha ido detrás de ti una mujer?

—La chica sonrió en actitud de triunfo. Como si hubiese descubierto un punto débil. Como si hubiese ganado.

Helen Rodin no dijo nada.

—Y esos tipos no eran sus hermanos —agregó—. Todos tenían más o menos la misma edad, y cuando revisé sus carnés, todos los apellidos eran diferentes.

—Ah.

—Así que estaba todo preparado. Lo cual es raro. Hay solo dos razones para hacer algo así: diversión o dinero. Robar a un tipo en un bar no supone mucho dinero, así que no puede ser. De modo que lo hicieron por diversión. Algo extraño, el doble de extraño, porque ¿por qué yo? Deberían haber sabido que les iba a patear el culo.

—Eran cinco. Cinco nunca piensan que un solo hombre les puede patear el culo. Especialmente en Indiana.

—O quizás fuera yo el único desconocido del bar.

Helen miró hacia delante, calle abajo.

—¿Te alojas en el Metropole Palace?

Reacher asintió.

—Yo y no mucha más gente.

—Pues llamé y me dijeron que no estabas registrado. Llamé a todos los hoteles, esta tarde, cuando te intentaba localizar.

—Utilizo alias en los hoteles.

—¿Y eso por qué?

—Es solo un mal hábito. Ya te lo dije. Ahora es algo que hago de modo automático.

Subieron juntos las escaleras de la entrada, y cruzaron la puerta enorme de latón. No era tarde, pero el hotel estaba en silencio. El vestíbulo estaba desierto. Había un bar en una sala lateral, también vacía, excepto por un barman solitario apoyado en la caja registradora.

—Una cerveza —dijo Helen Rodin.

—Que sean dos —añadió Reacher.

Se sentaron a una mesa, cerca de una ventana con cortinaje. El camarero les llevó dos botellas de cerveza, dos servilletas, dos vasos helados y un tazón de frutos secos. Reacher firmó la cuenta y escribió el número de su habitación.

Helen Rodin sonrió.

—Y bien, ¿quién cree el Metropole que eres?

—Jimmy Reese —contestó Reacher.

—¿Y ese quién es?

—Espera —dijo Reacher.

«Un destello de sorpresa en los ojos de Helen. Reacher no sabía el motivo.

Encantada de conocerte, Jimmy Reese».

—La chica me buscaba a mí personalmente —prosiguió—. No buscaba al azar a algún desconocido solitario. Buscaba expresamente a Jack Reacher.

—¿Ah, sí?

Reacher asintió.

—Me preguntó cómo me llamaba. Le dije Jimmy Reese. Por un instante le rompí todos los esquemas. Sin duda alguna se sorprendió. Debió de pensar algo así como: «Tú no eres Jimmy Reese, eres Jack Reacher, me lo han dicho». A continuación hizo una pausa para sobreponerse.

—Las primeras letras son iguales: Jimmy Reese, Jack Reacher. La gente utiliza a veces las mismas iniciales.

—Reaccionó rápido —dijo—. No era tan tonta como parecía. Alguien le ordenó que se acercara a mí. Tenía que cumplir con su parte. Debían ocuparse de mí esta noche, y ella debía asegurarse de que así fuera.

—Entonces, ¿quiénes fueron?

—¿Quién sabe cómo me llamo?

—El departamento de policía. Acabas de estar con ellos.

Reacher no dijo nada.

—¿Qué? —le dijo Helen—. ¿Policías interesados en proteger su caso?

—Yo no estoy aquí para hundirles el caso.

—Pero eso ellos no lo saben. Al contrario, piensan que es exactamente a eso a lo que has venido.

—Su caso no necesita protección. Es sólido como el oro. Y esos tipos no tenían pinta de policías.

—¿Quién más podría estar interesado?

—Rosemary Barr. Es la más interesada. Sabe mi nombre. Y sabe por qué estoy aquí.

—Eso es ridículo —opinó Helen.

Reacher no dijo nada.

—Eso es ridículo —volvió a decir Helen—. Rosemary Barr es simplemente una secretaria de un bufete de abogados, tímida e insignificante. No intentaría algo así. No sabría cómo. Ni en un millón de años.

—En realidad fue un intento de aficionados.

—¿Comparado con qué? Eran cinco. Suficientes para acabar con cualquiera.

Reacher no contestó.

—Rosemary Barr estaba en el hospital —añadió Helen—. Volvió allí tras la reunión que mantuvimos, y allí ha permanecido durante la mayor parte de la tarde. Apuesto a que aún continúa allí. Su hermano está saliendo del coma. Quiere estar con él.

—Apuesto un dólar contra diez a que lleva encima un teléfono móvil.

—No se puede utilizar teléfonos móviles en las proximidades de la UCI. Provocan interferencias.

—Entonces utilizó una cabina.

—Está demasiado preocupada.

—Por salvar a su hermano.

Helen Rodin se quedó callada.

—Es tu clienta —dijo Reacher—. ¿Seguro que eres imparcial?

—No estás pensando con claridad. James Barr quiso verte. Quería que vinieras. Por consiguiente, su hermana también quiere que estés aquí. Rosemary quiere que te quedes el tiempo suficiente hasta que se te ocurra cómo puedes ayudar, si no ¿por qué su hermano pidió ante todo verte?

Reacher no respondió.

—Acéptalo —continuó Helen—. No ha sido Rosemary Barr. Le interesa más que cualquier otra cosa que estés aquí, vivo, a salvo y con la cabeza bien despejada.

Reacher pegó un buen trago a su copa de cerveza. A continuación asintió.

—Esta noche me han seguido hasta el bar, obviamente. Desde aquí. Así pues, me llevan siguiendo desde este mediodía. Si Rosemary se marchó directamente al hospital esta mañana, es imposible que haya tenido tiempo de preparar todo esto.

—Entonces pensemos en alguien que crea que puedes destruir el caso. ¿Por qué no la policía? Los polis pueden haberte seguido desde cualquier lugar. Hay montones de ellos y disponen de radios.

—La policía se enfrenta a los problemas de frente. No utilizan a una chica que comience el trabajo por ellos.

—La chica también podría ser policía.

Reacher sacudió la cabeza.

—Demasiado joven. Demasiado boba. Demasiado pelo.

Helen sacó un bolígrafo del bolso y escribió algo en la servilleta de papel. Luego lo deslizó por la mesa.

—Mi número de móvil —le dijo—. Podrías necesitarlo.

—No creo que nadie me denuncie.

—No me preocupa que te denuncien. Me preocupa que te detengan. Aunque quienes te hayan atacado no hayan sido agentes, la policía podría haber acudido al bar. Quizás el dueño les haya llamado, o el hospital, porque esos tres tipos han acabado en el hospital, eso por supuesto. Y la chica, sin duda alguna, conoce ahora tu alias, así que podrías verte metido en problemas. Si así sucede, atiende cuando te lean tus derechos y a continuación ponte en contacto conmigo.

Reacher sonrió.

—¿Representante de víctimas de accidente?

—Te estaré esperando.

Reacher aceptó la servilleta. La guardó en el bolsillo trasero del pantalón.

—De acuerdo —le dijo—. Gracias.

—¿Sigues pensando en dejar la ciudad mañana?

—Tal vez. O tal vez no. Quizás me quede por aquí pensando en el motivo de que alguien recurra a la violencia para proteger un caso tan perfecto como este.

Grigor Linsky llamó a El Zec desde el teléfono portátil de su coche.

—Han fallado —dijo—. Lo siento mucho.

El Zec no dijo nada, peor señal que si se enfadara.

—No averiguarán que fuimos nosotros —prosiguió Linsky.

—¿Estás seguro?

—Completamente.

El Zec no dijo nada.

—No hubo daños, no hay repercusiones —dijo Linsky.

—A no ser que sirviera únicamente para provocar al soldado —añadió El Zec—. Entonces sí que habrá daños. Posiblemente daños considerables. Es amigo de James Barr, después de todo. Ese hecho tendrá sus consecuencias.

Ahora fue Linsky quien permaneció callado.

—Dejemos que te vea una vez más —continuó El Zec—. Quizás un poco de presión extra ayude. Pero después, no dejes que te vuelva a ver.

—¿Y luego qué hago?

—Luego controla la situación —repuso El Zec—. Asegúrate por completo de que no va de mal en peor.

Reacher vio a Helen Rodin montar en un taxi y entonces subió escaleras arriba hasta su habitación. Se quitó la camisa y la puso en remojo en la pila del lavabo, sumergida en agua fría. No quería tener manchas de sangre en su camisa recién estrenada. En una camisa de tres días tal vez, pero en una nueva ni pensarlo.

Preguntas. Numerosas preguntas le rondaban por la mente, pero como siempre, la clave estaba en encontrar la pregunta básica. La pregunta fundamental. ¿Por qué querría alguien usar la violencia para proteger un caso redondo? Primera pregunta: ¿de verdad se trataba de un caso redondo? Reacher rastreó en su cabeza y volvió a escuchar a Rodin: Es el mejor caso que he visto; a Emerson: Es el caso más perfecto que he visto; a Bellantonio, el forense con aspecto de director de pompas fúnebres: Es la mejor escena del crimen en la que he trabajado. Me gusta todo. Todos aquellos hombres tenían su interés profesional en juego, evidentemente. Y orgullo, y promoción. Pero Reacher había presenciado por sí mismo el trabajo de Bellantonio, y había opinado: Es un caso sólido como el hierro. Un resultado tan seguro como el de Willie Mays debajo de una pelota de béisbol.

¿Lo era?

Sí, lo era. Tan seguro como el resultado de Lou Gehrig en un partido de béisbol. Tan cerrado como el final de la vida humana.

Pero aquella no era la pregunta fundamental.

Reacher aclaró la camisa, la escurrió con fuerza y la tendió sobre el radiador. Subió la temperatura del radiador y abrió la ventana. En el exterior no se oía ningún ruido. Solo silencio. No era como la ciudad de Nueva York. Parecía como si cerraran las calles a las nueve en punto. Fui a Indiana, pero estaba cerrado. Reacher se tumbó en la cama. Se desperezó. La camiseta desprendía calor húmedo. La habitación entera olía a algodón.

¿Cuál era la pregunta fundamental?

La cinta de casete de Helen Rodin era la cuestión principal. La voz de James Barr, profunda, ronca, frustrada. Su petición: «Tráigame a Jack Reacher».

¿Por qué querría verle?

¿Quién era Jack Reacher, según James Barr?

¿Fundamentalmente?

Aquel era el quid de la cuestión.

La mejor escena de crimen en la que he trabajado.

El mejor caso que he visto.

¿Por qué pagó por aparcar?

¿Tendrás la mente abierta?

Tráiganme a Jack Reacher.

Jack Reacher miró el techo de la habitación del hotel. Cinco minutos. Diez. Veinte. A continuación se dio la vuelta y sacó la servilleta de papel del bolsillo trasero de su pantalón. Rodó por la cama y marcó el número de teléfono. Helen Rodin respondió después de ocho tonos. Parecía adormilada. Reacher la había despertado.

—Soy Reacher —le dijo.

—¿Tienes problemas?

—No, pero tengo algunas preguntas. ¿Ha despertado ya Barr?

—No, pero está a punto. Rosemary ha vuelto al hospital. Me ha dejado un mensaje.

—¿Qué tiempo hacía el pasado viernes a las cinco de la tarde?

—¿Qué tiempo hacía? ¿El viernes? Bastante malo. Nublado.

—¿Y eso es normal?

—No, la verdad es que no. Normalmente hace sol. O llueve. En esta época del año suele ser una cosa o la otra. Pero casi siempre hace sol.

—¿Hacía frío o calor?

—Frío no, pero calor tampoco. Estaba bien, supongo.

—¿Qué llevabas puesto para trabajar?

—Pero ¿esto qué es? ¿Una llamada subida de tono?

—Tú dime.

—Lo mismo que hoy. Traje pantalón.

—¿Abrigo no?

—No era necesario.

—¿Tienes coche?

—¿Coche? Sí, sí que tengo. Pero utilizo el autobús para ir al trabajo.

—Utiliza el coche mañana. Nos vemos a las ocho en punto en tu oficina.

—Mañana —repitió ella—. Ocho en punto. Ahora me vuelvo a la cama.

Reacher colgó. Se levantó de la cama y comprobó la camisa. Estaba caliente y húmeda. Pero por la mañana estaría seca. Esperaba que no encogiera.