prólogo

Leí por vez primera Vida y Muerte de la República española en la biblioteca de la Universidad de Oxford en 1969 y me impresionó su extraordinaria descripción de la política española durante toda la vida de la Segunda República, desde su inicio el 14 de abril de 1931 hasta su derrota a finales de marzo de 1939. Era un libro que abarcaba el periodo completo, combinando recuerdos personales de los grandes políticos de la época con relatos de primera mano de los principales acontecimientos de esa década decisiva. Narraba esa compleja experiencia con una prosa rica, salpicada de humor e impregnada de compasión por el sufrimiento de los españoles, y de indignación hacia quienes lo provocaron. Sentí gran interés por saber más de ese hombre que sentía un afecto tan profundo por España y por los españoles. Lo único que sabía era que Henry Buckley había sido corresponsal de The Daily Telegraph durante la Guerra Civil española. Por ello sentí una gran alegría cuando, en 1971, un amigo mutuo, Agustín Gervás, me presentó a Ramón, hijo del autor.

Durante nuestro encuentro le manifesté mi entusiasmo por el libro de su padre y expresé mi asombro por el hecho de que nunca se hubiera vuelto a publicar. Sus respuestas a mis preguntas aumentaron mi interés tanto por el autor como por el libro. Me enteré de que Henry Buckley había nacido cerca de Manchester en 1904 y que, tras haber estado en París, había venido a España como corresponsal del ahora desaparecido Daily Chronicle.

En la época en que conocí al hijo de Henry Buckley, yo ya empezaba a coleccionar libros sobre la Guerra Civil española, que se convertiría en una de las grandes pasiones de mi vida. Le comenté que mientras que la mayoría de las obras sobre dicho tema publicadas en Inglaterra resultaban relativamente fáciles de obtener en librerías de segunda mano, Vida y Muerte de la República española era absolutamente imposible de encontrar. Ramón me explicó que esa dificultad se debía al hecho de que, poco después de publicarse en 1940, el depósito londinense donde se almacenaban los ejemplares fue destruido por las bombas incendiarias alemanas. Tardé ocho años más en obtener un ejemplar propio. Durante los veinticinco años siguientes, el libro de Henry Buckley ha sido una de las obras sobre la Guerra Civil española que he releído con mayor frecuencia. Mi fascinación por el autor continuó, avivada en buena parte al enterarme de que había regresado a España tras la Segunda Guerra Mundial con su esposa catalana y vivido allí hasta su muerte, pese a haber sido un ferviente republicano. Resulta algo irónico que el propio Franco recibiera a Buckley en las audiencias anuales que otorgaba a los miembros de la Asociación de Corresponsales Extranjeros en España.

Henry Buckley era un católico con una aguda conciencia social. A lo largo del libro, resulta evidente que era su compasión, más que su ideología, la que motivaba su apoyo a las luchas de obreros explotados y campesinos sin tierra en los años treinta. Buckley medía a las principales personalidades de la época con un rasero más humano que político. El general Miguel Primo de Rivera le parecía un «grandísimo caballero andaluz». Le desagradaba Alfonso XIII («su rostro revela maña, quizá astucia, pero no inteligencia»). Sentía simpatía personal por José Antonio Primo de Rivera, el hijo del dictador, pero despreciaba a los matones a sueldo de la Falange.

En 1929, al adentrarse por primera vez en España, su primera impresión fue de decepción por la miseria general y la pobreza de los campesinos. A su llegada, Buckley era muy consciente de que iba a informar sobre un país que le era absolutamente desconocido. Escribe siempre con una percepción humorística de sus propias limitaciones, describiéndose al abandonar París rumbo a Madrid como «virgen, antojadizo y melindroso». Siempre se muestra sumamente sensible a la belleza femenina, pero jamás pierde su sentido del ridículo masculino. Nos habla, por ejemplo, de una novia alemana que se desmayaba en sus brazos cada vez que la besaba, aunque se apresura a aclaramos que los vahídos se debían a una deficiencia cardíaca de la teutona y no eran, en modo alguno, consecuencia de sus propias dotes amatorias.

Puede que Buckley fuera un ignorante a su llegada, pero se propuso aprender y lo logró. Al principio no le gustaba Madrid por «inhóspito, ventoso y monótono» y le indignaba esa colmena burocrática en la que «un millón de españoles viven a expensas del resto de la nación». Sin embargo, como muestra su relato del sitio de la capital durante la guerra, acabó enamorándose de la ciudad y admirando a sus habitantes.

«Creo que el sistema democrático adoptado por la República cuando el rey Alfonso abandonó el país fue en buena parte responsable de la tragedia española», escribe Buckley en lo que, a primera vista, parecen palabras de buen conservador inglés. Sin embargo, pronto se hace evidente que su opinión se basaba en la creencia radical de que los republicanos no eran lo bastante autoritarios como para acometer una reforma completa de la arcaica estructura económica del país.

El valor abrumador de este maravilloso libro estriba en proporcionarnos la visión objetiva de un testigo presencial en esa década crucial de la Historia contemporánea de España. Su relato está plagado de anécdotas tan perspicaces como reveladoras. Mientras las masas republicanas invaden las calles de Madrid, Buckley, esperando en el frío cortante de la noche del 13 de abril ante el Palacio de Oriente, le pregunta a un portero qué está haciendo la familia real. «Imaginaba a sus miembros en angustioso cónclave, llamando a amigos y realizando consultas desesperadas —escribe Buckley—. Sin embargo, la respuesta del portero fue tranquila y comedida: "Sus majestades están asistiendo a una función cinematográfica en el salón en el que recientemente se ha instalado un aparato de sonido"». Al día siguiente, presenció cómo el entonces desconocido doctor Negrín calmaba a una muchedumbre impaciente disponiendo que se colgara una bandera republicana de un balcón del Palacio de Oriente. En el bar Chicote de la Gran Vía madrileña, un banquero español le dijo que «el único futuro que iban a tener los republicanos y socialistas era la horca o la cárcel». En el otoño de 1931, presenció cómo se le negaba la entrada al Palacio de Oriente a la esposa de Alcalá Zamora el día de su investidura como presidente de la República, gesto que Buckley considera simbólico de la posición que ocupaban las mujeres españolas en esa época.

Tanto para el historiador como para el lector general, uno de los mayores placeres de la prosa de Buckley se halla en sus agudos retratos de los principales políticos y militares de la época. Sobre Julián Besteiro, un presidente de las Cortes algo desencaminado, escribe con mordaz ironía que «mostraba buena tolerancia, siempre dispuesto a ayudar a los débiles; en este caso los representantes del feudalismo que habían tratado sin escrúpulos a sus oponentes durante muchos siglos». Después de la matanza a manos de las fuerzas de seguridad de los campesinos anarquistas de Casas Viejas, en la provincia de Cádiz, el 8 de enero de 1933, Buckley describe a Carlos Esplá, entonces subsecretario de Gobernación, como «un republicano excepcionalmente inepto y confuso». Pese a que no le gustaban sus medidas, admiraba la eficacia política del dirigente de la CEDA, José María Gil Robles, «truculento, enérgico, ejecutivo excelente, con un buen juicio sobre los hombres y la política». Por otra parte, consideraba el pretendido cariz revolucionario de Largo Caballero en 1934 completamente falso. Se refería al general Gonzalo Queipo de Llano como un «oficial excitable e irascible» y describe la oratoria vacía de Alcalá Zamora en términos satíricos.

De todos los políticos de la década, quien más le impresionó fue Dolores Ibárruri. Tras entrevistarla por primera vez en Valencia en mayo de 1937, habla con admiración ilimitada de la energía, la capacidad de liderazgo y la claridad de ideas de La Pasionaria. Le agradaba Indalecio Prieto y admiraba su labor incansable como ministro durante la Guerra Civil, pero se daba cuenta de que su trabajo febril no era muy productivo por su empeño en ocuparse hasta de los más mínimos detalles, llegando hasta el extremo de examinar personalmente las peticiones de los periodistas para visitar el frente. Buckley señala con exasperación cómo el secretario de Prieto, Cruz Salido, se limitaba a remitírselo todo a Prieto. De Valentín González, El Campesino, su opinión confirma la de otros observadores: «Poseía en la mirada el extraño magnetismo de un loco». Por el contrario, pocos observadores esperarían que se describiera al brutal estalinista Enrique Líster como un gourmet. «Tenía un cocinero que había estado en los vagones-restaurante de los coches-cama antes de la guerra, y de las diversas ocasiones, durante varias retiradas, que tuve ocasión de comer en el cuartel general de Líster, creo que ninguna resultó mala». También podía admirar «el manejo de Líster de los restos de un ejército con frialdad y una destreza considerable». Reserva su mayor admiración para Negrín no solo por su dinamismo, sino también por su generosidad: «Lo que más me impresionó de él fue su compasión por el sufrimiento humano. Se quedaba mirando al vendedor de periódicos al que acababa de comprar el diario vespertino y le decía: "¿Te han tratado esos ojos, hijo? ¿No? Pues ve al doctor fulano de tal en la clínica tal y tal, entrégale esta tarjeta y él se ocupará de que te curen de inmediato"».

La visión de Buckley para los detalles reveladores hace que la política de la Segunda República cobre vida en las páginas de su libro. Durante el período previo a las elecciones de noviembre de 1933, visitó la sede de la CEDA y señaló la espléndida calidad de los carteles utilizados en la campaña de Gil Robles. El 21 de abril de 1934 asistió, bajo una lluvia torrencial, a la concentración de la Juventud de Acción Popular en El Escorial. El desfile, los saludos romanos y los cánticos llevaron a Buckley a considerarla un ensayo para la creación de los escuadrones de choque fascistas. Se esperaba una asistencia de cincuenta mil personas, pero pese a los servicios de transporte, la gigantesca campaña de publicidad y las grandes sumas gastadas, llegó a menos de la mitad de ese número. Además, como observa Buckley, «había demasiados campesinos en El Escorial dispuestos a contar a los reporteros cómo el cacique del pueblo los había mandado con el billete y los gastos pagados». La víspera de la insurrección de los mineros en Asturias, la noche del 5 de octubre, Buckley se hallaba con los socialistas Luis Araquistáin, Juan Negrín y Julio Álvarez del Vayo en un bar de Alcalá discutiendo la conveniencia de la estrategia de Largo Caballero. Durante el sitio de Madrid, describe cómo el hotel Palace se convierte en hospital. Durante la batalla de Guadalajara, entrevista a soldados regulares italianos que habían venido a España siguiendo las órdenes de sus superiores. A finales de mayo de 1937, se apresura a visitar Almería para examinar los daños causados por el buque de guerra alemán Admiral Scheer el 31 de mayo de 1937, en represalia por el bombardeo republicano del crucero Deutschland dos días antes, y aporta una sombría descripción de los destrozos producidos en los barrios obreros de ese puerto indefenso.

Buckley se indigna ante las injusticias de una guerra desigual, aunque su indignación por las injusticias sociales ya era evidente desde 1931. Reflexionando sobre la situación de Alfonso XIII la noche antes de su partida de Madrid, pregunta retóricamente: «¿Dónde están sus amigos? ¿Puede alguien creer que este buen pueblo de España tenga un corazón de piedra? No. Si alguna vez hubiera mostrado generosidad o comprensión por sus padecimientos y luchas, no le dejarían solo esta noche. Pero nunca lo hizo». Aunque católico practicante toda su vida, la fe católica de Buckley flaqueó debido a la hostilidad de los católicos de derecha hacia la República, comentando: «Del mismo modo que me disgusta la violencia de las turbas y la quema de iglesias, creo que la gente de España que proclamaba a voz en grito su fe católica era la que más culpa tenía de la existencia de masas analfabetas y una economía nacional en ruinas». Su humanidad entró en pugna con su fe religiosa, como puede verse en sus gráficos relatos de las vidas cotidianas de los braceros hambrientos en el Sur.

La indignación de Buckley se convierte en furia cuando llega al terrible relato de los refugiados que llegan a la frontera francesa. Le enfurecía especialmente la hipocresía de británicos y franceses, más preocupados por la suerte de los tesoros del Museo del Prado que de la suerte de medio millón de seres humanos. «El mundo entero estaba pendiente del rescate de unas seiscientas obras maestras del arte español e italiano que se guardaban cerca de Figueras después de su larga odisea. Pero no nos importaba nada el alma de un pueblo que estaba siendo pisoteado. Fuimos incapaces de acoger a ese medio millón de personas, a las que hubiéramos podido alentar y proporcionar trabajo en Gran Bretaña, Francia y sus colonias. Eso sí que hubiera sido cultura en el sentido real de la palabra […]. Las mujeres, los niños, los enfermos y los heridos podían dormir al aire libre sin que a nadie le importara. Pero los veinte camiones de los cuadros del Prado contaban con grandes cubiertas de lona y el cuidado de una veintena de expertos».

En cierta medida, la indignación de Buckley se dirige sobre todo al papel del gobierno británico y del cuerpo diplomático.

Comenta que «cuando hablaba con alguna de nuestras autoridades diplomáticas, las encontraba bien dispuestas hacia la derecha española. La consideraban una garantía contra el bolchevismo, pensaban que era preferible tenerlos a ellos en el poder que a los socialistas o republicanos por esta razón, y desdeñaban amablemente cualquier sugerencia de que la derecha española pudiera alinearse algún día con Alemania e Italia, con lo cual nuestras rutas imperiales se hallarían repentinamente en peligro». Apenas le sorprendió que su amigo Jay Alien, el gran corresponsal de guerra estadounidense, le contara que había visto desembarcar a pilotos italianos en Gibraltar y las autoridades británicas les habían permitido y facilitado su paso por el Peñón para llegar a Sevilla. Tras el bombardeo del acorazado Deutschland, los alemanes muertos fueron enterrados con todos los honores militares en Gibraltar. Le consternó que las autoridades ordenaran a un destructor británico que no interviniera mientras el puerto de Gandía era bombardeado por la aviación alemana. De hecho, Buckley describe a una clase dirigente británica que anteponía sus prejuicios clasistas a sus intereses estratégicos. A este respecto cita a un diplomático británico que afirma: «lo esencial que hay que recordar en el caso de España es que se trata de un conflicto civil y es muy necesario que apoyemos a nuestra clase».

Buckley no compartía en modo alguno la histeria anticomunista de las clases medias británicas. Se mostraba escéptico ante las declaraciones de que la Unión Soviética quería crear un satélite español. «Incluso suponiendo que el Partido Comunista llegara a conseguir el control completo del gobierno y la nación, seguiría probablemente estando compuesto por españoles, y me parecía que a Rusia le iba a resultar muy difícil imponer una línea de conducta que no aprobara el conjunto de los españoles […]. Por supuesto, Rusia tenía gran interés en salvar a la República, pero no creo que, aparte del deseo natural de ver al Partido Comunista español con el mayor poder posible y propagar sus ideas al máximo, los rusos tuvieran idea alguna de convertir a España en un estado sometido, y no lograba imaginar cómo podrían haberlo hecho a tan larga distancia […]. Se ha escrito mucho sobre las actividades rusas en España durante la Guerra Civil, pero yo no vi rusos en las fuerzas policiales ni como personas particulares, exceptuando el personal diplomático, unos cuantos periodistas y algunos consejeros militares. También hubo, durante algún tiempo, varios aviadores y tanquistas a partir de octubre de 1936, hasta que la mayoría fueron reemplazados de forma gradual». Por esta razón, distó mucho de convencerle el coronel Segismundo Casado, comandante del Ejército Republicano del Centro, cuando sostuvo que su golpe del 4 de marzo de 1939 pretendía «salvar a España del comunismo».

Como corresponsal del Daily Telegraph, Henry Buckley entabló amistad con los principales corresponsales de guerra en España, entre ellos Jay Alien, Vincent Sheehan, Lawrence Fernsworth, Herbert Matthews y Ernest Hemingway. Buckley era un hombre sensible, modesto y lacónico. Un periodista español describió su voz como «casi un susurro». Era muy popular entre los demás corresponsales extranjeros, que solían llamarle «Enrique». Constancia de la Mora, esposa del jefe de la aviación republicana Ignacio Hidalgo de Cisneros, describía a Buckley como «un hombre de cara tímida, con un pequeño tic en la comisura de los labios que le daba una pincelada sardónica a su humor seco». Sin embargo, su aspecto reposado y modales tranquilos ocultaban el valor de un periodista siempre dispuesto a correr considerables riesgos para cubrir la información. En las últimas fases de la batalla del Ebro, cruzó el río en una barca con Ernest Hemingway, Vincent Sheehan y Herbert Matthews. Después explicó: «Nos enviaron para informar de las noticias en el frente de Líster […]. En ese momento casi todos los puentes que cruzaban el Ebro habían resultado destruidos por la lucha, y se habían hundido en el río una serie de aspas de hierro para desalentar la navegación. Sin embargo, como no había otra vía para alcanzar el frente, nos montamos los cuatro en una barca con la idea de remar a lo largo de la orilla hasta que llegáramos a la parte más profunda del cauce, luego lo cruzaríamos y volveríamos a remar hasta la orilla opuesta. El problema fue que nos vimos atrapados en la corriente y comenzamos a desviarnos hacia el centro. Cada momento que pasaba la situación se hacía más amenazadora, pues una vez sobre las aspas era seguro que el fondo de la barca se destrozaría; y casi igual de seguro que nos ahogaríamos tan pronto como la barca hubiera volcado. Fue Hemingway quien salvó la situación porque se puso a los remos como un héroe y con tanto ahínco que logró que lo cruzáramos sanos y salvos».

Durante la batalla del Ebro, Henry Buckley visitó Sitges acompañado del pintor Luis Quintanilla y de Herbert Matthews. Allí conoció a María Planas, hija de un industrial local y catalanista conservador. Pocos meses más tarde, decidieron casarse. Aunque la Iglesia católica estaba oficialmente proscrita en la España republicana, Constancia de la Mora, encargada de las relaciones del gobierno con la prensa extranjera, consiguió que pudieran contraer matrimonio en una capilla utilizada por las autoridades vascas exiliadas en Barcelona.

Tras la Guerra Civil, Buckley regresó a Londres con su esposa y más tarde fue destinado a Amsterdam, de dónde tuvo que huir tras la invasión alemana. Posteriormente fue corresponsal de guerra con la flota británica en el Mediterráneo y en la campaña del norte de Africa. Al iniciarse la invasión de Italia desembarcó con las tropas aliadas en Anzio, donde resultó gravemente herido por un obús alemán. Inmediatamente después de la guerra fue adscrito a las fuerzas aliadas en Berlín y luego nombrado corresponsal de Reuters en Madrid, para después pasar a Roma en 1947 y 1948 antes de regresar a Madrid.

En 1949 volvió a Madrid como director de Reuters, donde permaneció hasta septiembre de 1966, salvo breves misiones en Marruecos y Argelia. En 1962 cubrió la última resistencia de la OAS en Orán. Continuó siendo amigo de Hemingway, y siempre que el novelista estadounidense visitaba Madrid iba a verlo para enterarse de lo que pasaba. Era tal su conocimiento de la Guerra Civil española que Hugh Thomas confesó que «había escarbado en su cerebro sin piedad» mientras preparaba su clásica obra sobre el tema. Después de haber vivido treinta años en el país, el gobierno de España solemnizó su jubilación en 1966 con la concesión de la Cruz de Caballero de la Orden de Isabel la Católica, que le impuso el entonces ministro de Asuntos Exteriores Fernando María Castiella. En enero de 1968 la reina Isabel II de Inglaterra le nombró miembro de la Orden del Imperio Británico, galardón que le entregó el entonces embajador británico sir Alan Williams.

A partir de 1966 Henry Buckley se retiró a vivir en Sitges, pero continuó trabajando para la BBC como corresponsal ocasional. Murió el 9 de noviembre de 1972. Manuel Aznar, uno de los periodistas más prestigiosos del franquismo, escribió en La Vanguardia: «Por ser un inglés de condición muy distinguida fue, entre nosotros, ejemplo de gentilhombría. Así quisiéramos que fuesen todos los ingleses entre nosotros». Su amigo Willy Forrest escribió en el Times del 15 de noviembre de 1972: «Buckley vio más de la Guerra Civil que ningún otro corresponsal extranjero e informó al respecto con un apego tan escrupuloso a la verdad que se ganó el respeto incluso de aquellos que a veces hubieran preferido que la verdad permaneciera oculta».

Vida y Muerte de la República española es un digno monumento a un gran periodista.

PAUL PRESTON