XXXIII El fin de la República

Recuerdo una escena que presencié de niño en una granja inglesa: el granjero se disponía a matar a un pato, pero cuando ya le había dado varias cuchilladas el pato se le escapó de las manos y comenzó a correr frenéticamente por el corral dejando atrás un largo reguero de sangre. Los chavales que estábamos presenciando aquella matanza quisimos ayudar al granjero, que no conseguía atrapar al ave y lanzamos sobre el pato una lluvia de piedras y otros objetos que teníamos a mano. Pero el animal se resistía a morir y tuvimos que atraparlo y reducirlo entre todos para que al fin pereciera.

La República española era todavía joven en 1939: todavía no había cumplido los ocho años. Más joven desde luego que la República de Weimar en Alemania, que llegó a cumplir los quince, o que la República de Austria, que tenía veinte, o la checa, que había llegado a los veintiuno aquella primavera. La República checa también estaba viviendo en aquella primavera de 1939 sus últimos días, pero parecía que aceptaba su muerte y los checos parecían resignados a vivir sin ella. El problema de la República española era el mismo que el del pato de aquella granja: no se resignaba a aceptar su suerte, se resistía a morir.

Después de la caída de Cataluña, el doctor Negrín salió en avión para Madrid con todo su gabinete, dispuesto a buscar soluciones donde ya no las había, entre otras cosas porque la población estaba al borde de la hambruna y porque los dos años en que el gobierno había permanecido alejado de la capital lo habían distanciado de la gente. En cualquier caso, quedaban casi medio millón de hombres teóricamente en pie de guerra en la zona Centro, y el gobierno pensaba que algo se podía hacer todavía con aquella fuerza.

El 5 de marzo se produjo el putsch del general Miaja, del coronel Casado y de Julián Besteiro contra el gobierno de Negrín. A pesar de sus buenas intenciones, aquel putsch no podía haber llegado en peor momento y tuvo nefastas consecuencias para la República o lo que quedaba de ella. Porque las razones del golpe de Estado habían sido las de negociar una rendición con Franco, cuando este llevaba meses —o años— insistiendo en que no había nada que negociar, que la única salida para la República era simplemente la de deponer las armas, la rendición incondicional. Tampoco entiendo los pretextos de Miaja y Casado alegando que Negrín presidía un gobierno «comunista», cuando solo había un ministro que pertenecía al Partido Comunista. Era cierto que el ejército republicano había estado mayoritariamente bajo mandos comunistas, pero eso era porque Líster, Modesto y Galán eran los mejores generales que hubiera podido tener el Ejército español en aquellas circunstancias. Nadie protestó cuando Líster llevaba sus tropas a la victoria en Teruel, en Guadalajara o en el Ebro. Parecía ridículo rasgarse ahora las vestiduras porque aquellos grandes estrategas fueran «comunistas».

Desgraciadamente, el golpe de Besteiro y los militares impidió poner en marcha el plan de retirada que Negrín y su gobierno estaban organizando: era todavía posible abrir un corredor desde Madrid hasta Cartagena, donde los barcos de la República permanecían anclados. Aquel corredor habría permitido la huida de miles de republicanos de Madrid para embarcarse en ese puerto. El ejército de la República disponía de efectivos para cubrir aquella retirada en dirección a Valencia y Cartagena con suficientes garantías como para asegurar un mínimo de protección a la población civil que decidiera salir de la capital en dirección a la costa. Franco, por otra parte, parecía dispuesto a dejar salir a todos esos miles de personas, que solo podrían causarle problemas en caso de permanecer en España.

Para entonces, el pueblo de Madrid, que una vez más pasaba a la Historia por la defensa apasionada de su ciudad, estaba física, moral y materialmente agotado. Dos años de bombardeos, de hambre, de un trabajo en ocasiones febril, de vivir casi siempre al borde de la desesperación, habían causado estragos en una población que ya no era ni sombra de lo que fue al principio de la guerra. No es que la gente no estuviera dispuesta a defenderse, es que ya ni siquiera estaba dispuesta a ponerse en pie. Contemplarían la entrada de las tropas de Franco con la completa indiferencia que solo da el agotamiento más absoluto.

El nuevo gobierno, si podemos llamarlo así, dio órdenes de arrestar al doctor Negrín y a sus ministros. Afortunadamente para ellos, huyeron en avión desde Alicante, donde habían instalado su cuartel general. La mayor parte de los líderes comunistas, como Dolores Ibárruri o Enrique Líster, consiguieron escapar también de aquella «purga».

En la base naval de Cartagena reinaba en aquellos últimos días de la República el más absoluto caos. Primero se produjo un intento de levantamiento de oficiales afectos a Franco. Negrín mandó tropas para sofocar aquella rebelión, pero entonces se produjo el golpe de Estado de Madrid, con lo cual las tropas se volvieron contra sí mismas. La flota republicana optó por levar anclas y puso rumbo hacia Bizerta, en Túnez. Yo había estado en Cartagena el mes de agosto del año anterior y me había sorprendido agradablemente el buen aspecto de la marinería. La flota cayó bajo control socialista y evidentemente los comisarios políticos de este partido habían realizado una buena labor. No digo que en aquellas circunstancias la flota pudiera hacer mucho, pero creo que antes de zarpar de Cartagena podrían haberse llevado a unos miles de republicanos para que huyeran de la represión de Franco.

Muy pocos consiguieron escapar. En Valencia, Alicante y otras ciudades costeras reinaba el caos más absoluto y pronto cayeron en manos de Franco. Sus tropas entraron en Madrid el 29 de marzo, con el consentimiento de las democracias occidentales, que no hacían esfuerzo alguno por acoger aquella riada de refugiados que primero había salido por la frontera de Cataluña y ahora lo hacía por mar y aire desde diversos puntos de España.

El 1 de abril de 1939 el general Franco decretó el fin de la guerra. La República había muerto. Descanse en paz.