¡Qué extrañamente apropiado era todo aquello! ¡La última sesión de las Cortes de la República se celebraba en una mazmorra! ¡La democracia prisionera, la democracia amordazada, la democracia torturada!
¡Qué sabia elección la de aquel tétrico lugar para el último encuentro de los diputados que habían representado y defendido la democracia, antes de que se produjera la diáspora, antes de que la República pasara a ser un capítulo más en la larga —y ciertamente variada— Historia de España!
Hacía mucho frío en el castillo de Figueras aquella noche del 1 de febrero de 1939, hacía frío, pero sobre todo había humedad, una humedad que se calaba hasta los huesos y te encogía el alma. En aquellas mazmorras donde nos encontrábamos, en los sótanos del castillo de Figueras habían estado encerradas gentes de derechas durante la guerra, y antes, gentes de izquierdas, después de la huelga general de 1934. Ahora todo estaba limpio y silencioso, las paredes recién encaladas, aguardando el acontecimiento que se iba a producir allí aquella noche. Era un lugar seguro, a resguardo de las bombas de Franco, cuyo ejército pisaba los talones de aquella dramática retirada republicana hacia la frontera francesa.
Las Cortes españolas se reunían en ese lugar en la noche del 1 de febrero, tal como ordenaba la Constitución. Yo había asistido a su primera sesión y ahora me disponía a asistir a la última.
Durante la guerra, las Cortes se habían reunido en Madrid, después en Valencia —en aquella maravillosa Lonja que se había decorado con grandes tapices para la ocasión—, después en un monasterio en Montjuich, e incluso en un banco en Sabadell. Unas Cortes nómadas, unas Cortes perseguidas con saña por los enemigos de las Cortes, unas Cortes que en definitiva no habían conseguido echar raíces en aquel país que ahora se disponía a expulsarlas. Unas Cortes que también habían sido culpables, porque nunca fueron capaces de hablar con voz firme y clara, como el pueblo, sin duda alguna, hubiera deseado.
Su presidente, Diego Martínez Barrio, estaba sentado junto a una mesa envuelta en la bandera republicana. Frente a él había sesenta y tres diputados de los cuatrocientos setenta y tres que tenía aquella Cámara. Dio la palabra a Juan Negrín, que, como no era orador, leyó su discurso. Ponía tres condiciones para la paz: 1) Total independencia y autonomía del territorio español. 2) Garantías para que el pueblo español pudiera escoger su propio destino. 3) Garantías de que no se perseguiría a los perdedores en la posguerra. Hablaba, naturalmente, para la Historia. Algo parecido a la muerte flotaba en el ambiente de la sala aquella noche. Le susurré al oído del escritor ruso Ilya Ehrenburg, que tenía junto a mí: «Esto parece una tumba». «Lo es —me respondió—. Es la tumba de la democracia, pero no solo la de España, sino la de toda Europa».
Todo ese día habíamos estado esperando en Figueras los bombardeos de Franco. Llegaron a la mañana siguiente y mataron a unas sesenta personas. La ciudad, lindando casi con la frontera francesa, estaba atestada de refugiados. Habíamos estado en las oficinas del gobierno cumpliendo con el ritual de la censura, como si aquella fuera una crónica más entre las miles que habíamos estado enviando a lo largo de tres años de guerra, sobre todo para rendir tributo al equipo de personas que ni siquiera en aquellas dramáticas circunstancias eran capaces de abandonar sus puestos de trabajo. Si allí estaban ellos, allí estábamos también nosotros.
Realmente no fue en Figueras donde percibí el ocaso de la democracia, sino al cruzar la frontera y llegar a Francia. Muchas veces los periodistas nos quejamos de nuestro trabajo y decimos que preferiríamos ser limpiabotas, pero en el fondo estamos encantados con nosotros mismos y con nuestra labor. Sin embargo, ha habido una sola historia en toda mi vida que hubiera preferido no tener que escribir jamás: lo que sucedió aquel día que llegué a la frontera francesa. Hoy sigo pensando que lo que mis ojos vieron ese día no fue la realidad, que fue simplemente una pesadilla, un mal sueño. Un sueño del que podría despertarme con una buena ducha de agua fría.
La primera oleada de refugiados —que alcanzaría la cifra final de cuatrocientos mil— llegó al pequeño pueblo fronterizo francés de Le Perthus el 30 de enero. Recuerdo que la carretera estaba atestada de carretas, camiones, ambulancias, carros de mulas y cualquier otro vehículo de ruedas que se pueda uno imaginar.
Los franceses no dejaban pasar ningún tipo de vehículo, de ahí el gigantesco atasco. Corría el rumor de que las tropas de Franco habían entrado ya en Figueras, y aquel rumor había producido una estampida de la gente hacia la frontera. Al principio, todo el mundo era admitido, pero al prefecto de los Pirineos Orientales, monsieur Didkowsky, se le ocurrió cambiar de opinión. Decidió admitir solo a mujeres y niños, excluyendo así a los miles y miles de soldados republicanos que en aquellos momentos se agolpaban en la frontera. Hay que decir, en honor a la verdad, que los jefes del ejército republicano habían pedido a las autoridades francesas que no admitieran a soldados, por la sencilla razón de que Franco no había llegado aún a Gerona y, por tanto, estaba muy lejos de Figueras. Pero todo esto la gente no lo sabía.
En cualquier caso, la tragedia estaba servida. Yo estaba allí, en aquel puesto fronterizo aquella noche junto con el brigadier Molesworth, enviado especial de la Sociedad de Naciones, y no podíamos dar crédito a lo que estábamos contemplando: veíamos llegar a aquellos soldados hasta el puesto fronterizo, algunos simplemente destrozados por el cansancio, otros hambrientos, otros heridos de gravedad, algunos con miembros de su cuerpo gangrenados, todos cubiertos de suciedad, barro y miseria, y veíamos cómo los guardias fronterizos franceses los mandaban de vuelta, de vuelta hacia ningún lado. A todo esto había comenzado a llover, primero suavemente, pero cada vez con más intensidad, de manera que aquellas cortinas de agua no hacían sino aumentar el espectáculo dantesco al que, absolutamente impotentes y horrorizados, asistíamos. De nada sirvió que Molesworth protestara ante la gendarmería. Se encogieron de hombros y dijeron que estaban «cumpliendo órdenes».
Yo, desesperado, no sabía lo que debía hacer. Regresé a la Junquera, el último pueblo español, y fui en busca del comandante. Me dijo que doce bebés habían muerto aquella noche por dormir a la intemperie. Las calles estaban llenas de gente que dormía o que había pasado ya a mejor vida. Volví a la frontera y me dirigí a Perpiñán. Pensé que la ciudad entera se estaría preparando para recibir aquella oleada de refugiados, que las escuelas se estarían acondicionando para atenderles, que las iglesias se habrían abierto en plena noche para acogerles, que se habrían preparado cantinas y cocinas de campaña para dar de comer a toda aquella gente, que cines y teatros habrían suspendido sus funciones.
Me equivocaba. Al llegar a Perpiñán pude comprobar no solo que los cines estaban abiertos aquella noche, sino que, además, estaban muy concurridos. Y las calles se encontraban llenas de personas que paseaban, que hablaban, que se reían, que se divertían. Iban bien vestidas y parecían bien alimentadas. Entraban en los bares y en los cafés, y se dirigían a los music halls para contemplar el espectáculo de varietés que se ofrecía aquella noche. Desde la calle, podía oír la inconfundible música del acordeón francés. Aquel espectáculo era, en el fondo, mucho más tétrico y dantesco que el que acababa de ver en la frontera, porque estaba contemplando a una humanidad que había perdido el corazón, a unos seres humanos que habían dejado de ser humanos.
Llegados a este punto, sería totalmente injusto olvidarnos de aquellas personas —francesas y no francesas— que se volcaron con los refugiados. El mismo prefecto de los Pirineos no hacía más que cumplir órdenes de París, pero, por su propia iniciativa, había traído a un equipo de médicos que se ocupaban de los heridos más graves en la fortaleza de Bellegarde, encima de Le Perthus. Las mujeres de ese pueblo organizaron una cantina para dar sopa caliente al mayor número de refugiados posible. El obispo de Perpiñán mandó un comunicado a los medios de comunicación instando a los católicos franceses a ayudar a los refugiados españoles. El párroco del pueblecito de Prats de Molló abrió las puertas de su iglesia aquella noche para que entraran los refugiados. Pero fueron, como digo, actos individuales, que en ningún caso podían disimular lo que ya era evidente: la crueldad del gobierno francés hacia aquellos miles de refugiados españoles y la indiferencia de la población francesa en general, como si todo aquello no fuera con ellos.
Unos días más tarde Francia decidió abrir sus fronteras, aunque fue un gesto tardío y obligado por las circunstancias. ¿Qué otra cosa podían hacer los franceses con aquellas masas de refugiados que se agolpaban en sus fronteras? ¿Cómo podían impedir aquella invasión si no era por la fuerza de las armas?
Yo recordaba el medio millón de refugiados holandeses que llegaron a Bélgica porque no querían vivir en su país ocupado por los alemanes en 1914 y la cálida acogida de los belgas. ¡Qué distinto del trato de los franceses a sus vecinos españoles!
Y lo peor estaba todavía por llegar. Cuando aquellos desgraciados pudieron cruzar al fin la frontera se les llevó a unos «campos» junto al mar. Aquellos campos eran solo eso, campos pantanosos que se inundaban con las lluvias o eran azotados por tormentas de arena cuando se levantaba el viento en la playa.
Apenas había alguna cabaña donde refugiarse. Los hombres tenían que cavar agujeros en la arena; vivían en guaridas como animales para protegerse de las lluvias y del frío. No existía agua potable en aquellos campos, de manera que pronto cundió la disentería entre la población de refugiados. El servicio médico era prácticamente inexistente, de manera que semanas después de haber llegado muchos heridos todavía no habían sido atendidos. Algunas mujeres y niños fueron recogidos en otros lugares, pero muchas sufrieron los rigores de aquellos mal llamados «campos de refugiados» y bien llamados «campos de concentración». No había más que ver a los soldados senegaleses que patrullaban con porras de madera y a la caballería del Ejército francés, que recorría aquellos recintos blandiendo el sable a la menor provocación, para que no quedara ninguna duda del lugar donde nos encontrábamos. Y así, un mes después de que la guerra hubiera concluido, gente que en su vida anterior eran abogados, o arquitectos, o médicos, se habían convertido en esta nueva vida en Argeles o en Saint-Cyprien —los nombres de aquellas ratoneras— en alimañas que vivían en madrigueras que ellos mismos se habían construido —como si fueran topos— en la arena. Deambulaban todo el día con aspecto desaliñado y abatido, sin saber dónde meterse cuando llegaron las lluvias de la primavera.
Nunca me había sentido tan deprimido, porque ese medio millón de hombres que deambulaba perdido por aquellos campos representaba el punto al que el género humano había llegado, señalaba no hacia un pasado evidente —la guerra española—, sino, por extraño que pudiera parecer, hacia un futuro, una visión de futuro en el que todos los verdaderos demócratas acabaríamos así, encerrados en grandes campos de concentración, encerrados y aislados para no contaminar con nuestras ideas al resto de la humanidad.
Ya no hablo de caridad cristiana, pero ¿qué impedía a las autoridades francesas o inglesas ofrecer trabajo a todos aquellos hombres, excepto el temor de que con sus ideas contaminaran a los otros trabajadores?
Las potencias europeas sí se preocuparon de salvaguardar una cosa en la guerra española: los cuadros del Museo del Prado. Expertos en arte se trasladaron a Madrid para supervisar el embalaje y la protección de los cuadros, y todo el mundo sabía que seiscientos cuadros habían llegado hasta la frontera francesa después de una larga odisea. Así que no era cierto que la suerte de los españoles les fuera indiferente: todo el mundo se alegraba de saber que los cuadros de Francisco de Goya, Diego Velázquez, El Greco o Zurbarán habían llegado hasta la frontera y se encontraban en buen estado, o de que habían salido de Perpiñán con dirección a Ginebra el 13 de febrero y no habían sufrido daño alguno. ¡Lástima de que todos aquellos caballeros hubieran muerto hacía cientos de años! Como señalaba al principio, la guerra española me había dado ocasión de escribir centenares de historias, algunas de ellas infinitamente tristes y dolorosas, pero desde luego ninguna tan sórdida, ninguna tan miserable, ninguna tan degradante para el ser humano como las que escribía en aquellos días desde el sur de Francia, historias que no quería escribir simplemente porque sentía vergüenza ajena. Se puede abandonar un pueblo a su suerte, como habían hecho Francia e Inglaterra con España, pero lo que no se puede hacer es pisotear su honor y su dignidad, precisamente aquello que más valoraba el pueblo español.