El frío era agudo en el exterior. El coche patinaba en el hielo de la carretera cuando nos dirigíamos hacia la iglesia para asistir a la misa del gallo. Pero dentro de aquella pequeña iglesia católica en el norte de Inglaterra se estaba muy calentito. Placía la friolera de catorce años que no la pisaba, catorce años que me habían llevado por todos los rincones de Europa. Pero aquella Nochebuena necesitaba volver a casa. La última que pasé en aquella iglesia yo era el monaguillo que ayudaba al sacerdote en la misa; ahora era un respetable señor casado.
En el sermón, el sacerdote habló de España: «Oímos tantas versiones distintas de lo que está ocurriendo en España que ya no sabemos qué pensar. Pero una cosa sí sabemos, y es que el pueblo español está sufriendo, y lo único que ahora podemos hacer por ellos es rezar para que tanto dolor desaparezca pronto».
Los católicos ingleses habían oído tantas y tan contradictorias versiones que ya no sabían muy bien lo que pensar, y aquel sacerdote tenía al menos la honradez de reconocerlo. Desgraciadamente, en los últimos meses la prensa católica inglesa se había ido inclinando más y más del lado de Franco y aquello había producido un desconcierto lógico entre los católicos ingleses.
Mientras asistía a aquella misa del gallo, pensaba en la Iglesia, en el papel que había representado durante siglos y en el que ahora desempeñaba. ¿Qué partido tomaría Cristo en aquella contienda? ¿No estaría donde siempre estuvo, del lado de los pobres y de los humildes? Ya sé que se me dirá que miles de religiosos —sacerdotes, monjas, frailes— fueron asesinados en los primeros días de la guerra.
Pero Cristo habría querido saber por qué se habían producido aquellos asesinatos, habría querido saber si su Iglesia había cumplido con su cometido en los años —y en los siglos— anteriores a aquella guerra. No me imagino a Cristo del lado del dinero y del poder. Y así habíamos llegado a la extraña paradoja que se vivía en aquellos días tanto fuera como dentro de España: cualquier persona que estuviera a favor de los pobres y de los oprimidos era inmediatamente tachada de anticatólica.
Veinticuatro horas más tarde estaba de nuevo en España. Había precipitado mi regreso por las alarmantes noticias que me llegaban: en la madrugada del 23 de diciembre Franco había lanzado la gran ofensiva sobre Cataluña, con unos doscientos mil soldados y la División Littorio como punta de lanza. Y la verdad es que desde el comienzo de aquella ofensiva le había favorecido la suerte. Había escogido cruzar el río Segre, que actuaba de frontera entre los dos ejércitos, en un punto al sur de Lérida, frente a unas posiciones republicanas defendidas por una división de carabineros. Ya he dicho antes que los carabineros estaban controlados por los socialistas y no tenían comisarios políticos en sus unidades. Por las razones que fuere, en cuanto empezaron a caer las primeras bombas, los oficiales que estaban al mando decidieron subirse a sus coches y largarse con viento fresco. Naturalmente, los soldados, al comprobar que sus oficiales habían desaparecido, decidieron hacer lo mismo y comenzaron la retirada. De esta forma tan simple pudo el ejército de Franco cruzar el río Segre sin que nadie le molestara. Aquello colapsaba todo el frente, porque las tropas que defendían posiciones más abajo del río se vieron totalmente desbordadas por el avance nacional y comenzaron a retirarse también.
Para tratar de apagar aquel incendio, la República llevó al bombero de siempre, Enrique Líster. Con su Quinto Regimiento trató de tapar el boquete que los nacionales habían abierto en la línea del frente, y desde la Nochebuena hasta el 3 de enero ocupó las colinas detrás del Segre, en torno al pueblo de Castelldans, y resistió el avance de las tropas italianas.
Hasta que no regresé a España no me di cuenta de la extrema gravedad de la situación. Supongo que me aferraba a la esperanza de que, en vista de la ofensiva de las tropas nacionales, Francia abriría de nuevo sus fronteras, como lo había hecho en la ofensiva anterior. No me había percatado de que en aquellos momentos tanto Londres como París se habían puesto ya abiertamente del lado de Franco, no por las virtudes de este, sino porque consideraban que la República española era ya decididamente «roja». Franco, al fin y al cabo, representaba para ellos la «ley y el orden», aunque fuera un orden nazi, pero aquello, pensaban mis ingenuos compatriotas, se arreglaría después de la guerra, concediéndole a Franco una serie de créditos que sin duda alguna harían que volviera España al redil de las naciones democráticas. Esas eran las cuentas de la lechera que en aquellos momentos se hacían los gobiernos de Francia y Gran Bretaña, aunque debo añadir, en honor a la verdad, que aquellas «cuentas» no eran compartidas por todos los políticos conservadores del momento. Pienso sobre todo en Anthony Edén y en Winston Churchill, pero ellos eran minoría en el Partido Conservador.
Mientras tanto, cientos de piezas de artillería esperaban en el puerto de Marsella, además de ametralladoras y munición. Pero no había manera de transportar aquel material de guerra por mar, la única manera autorizada por las autoridades francesas. Marsella estaba llena de espías que inmediatamente darían aviso de cualquier barco que zarpara de los muelles, y sería cuestión de horas, no de días, para que aquel barco fuera bombardeado desde el aire o perseguido por la flota de Franco y sus aliados. También había aviones esperando en los muelles de Marsella, pero estaban en partes y nadie podía ensamblarlos hasta que no llegaran a su destino.
Marsella se hallaba muy lejos, y yo me encontraba con Herbert Mathews y Willie Forrest en Castelldans, en pleno fragor del combate. Líster había establecido su centro de operaciones en una cueva a un kilómetro de la línea del frente. Sus hombres habían tomado posiciones en los cerros que dominaban el valle del Segre y aguantaban como podían la lluvia de fuego de la artillería italiana que subía desde el valle, así como la que los aviones nacionales les enviaban desde el cielo. Las baterías republicanas apenas podían responder a aquel diluvio. Líster, casi siempre locuaz y comunicativo, estaba aquella mañana de un humor de perros. Apenas nos dedicó un «buenos días» cuando nos vio. Afortunadamente, su comisario político, Santiago Alvarez, estaba algo más locuaz. Nos dijo que los hombres de su regimiento aguantaban con mucho esfuerzo sus posiciones en Castelldans, y que la división italiana estaba realizando la maniobra que solía realizar, desbordarles por el flanco, y se dirigía en dirección sur hacia Borjas Blancas. Corrimos al coche bajo un diluvio de bombas y obuses, comprobamos que el automóvil no había sufrido daño alguno, cruzamos el pueblo ya totalmente desierto de Castelldans y enfilamos la carretera hacia Borjas Blancas. Cuando llegamos a este pueblo vimos que había sido totalmente destruido por la aviación nacional, todo para nada, porque aquel pueblo no constituía un objetivo militar y la población civil lo había abandonado hacía ya varios días. Nos congratulamos de haber escapado con vida de aquella lluvia de fuego y nos sentamos en la cuneta de la carretera para celebrarlo. ¡Hay que ver lo bien que sienta un bocadillo y un vaso de vino en esas circunstancias! Desde la carretera podíamos ver las explosiones de las bombas que caían por los lugares que acabábamos de pasar, y supongo que sentíamos una dicha infinita de estar vivos. Aquella misma noche del 3 de enero cayó Castelldans y al día siguiente, Borjas Blancas y Artesa de Segre, ambas localidades en la intersección de importantes carreteras.
A esas alturas, éramos ya expertos en retiradas y no nos impresionaban tanto las largas filas de refugiados, los soldados maltrechos y el caos y la confusión que todo ello generaba en caminos y carreteras. Pero pronto nos dimos cuenta de que aquella retirada era diferente de las que habíamos visto en otras ocasiones, porque aquella era la retirada sin posible retorno, la retirada definitiva. En las montañas que defienden y protegen el campo de Tarragona el joven coronel Tagüeña nos hablaba ya con total franqueza y libertad: «Tenemos una o dos ametralladoras para cada batallón. Nos quedan solo unos treinta cañones en toda la división, pero ayer únicamente funcionaban tres, aunque el equipo de reparación hace milagros. Ayer trajeron un tanque que se había incendiado. Sacamos los restos de los dos tanquistas que todavía se encontraban en su interior, lo limpiamos, lo reparamos y hoy el tanque está de nuevo en servicio. Así están las cosas en este frente».
Las ligeras columnas motorizadas italianas rompían el frente por veinte lugares distintos y habría hecho falta un gran dispositivo aéreo y artillería móvil para poder detener aquel avance. Lo único que se le puede achacar al general Rojo es el no haber presagiado aquella ofensiva. En las semanas que siguieron a la batalla del Ebro podría haber llevado tropas y material de guerra desde Valencia y desde la zona Centro en general.
A pesar de que la marina y la aviación nacionales ejercían una gran vigilancia sobre la costa mediterránea, pienso que un destructor al amparo de la noche podía haberla burlado. Naturalmente, aquello habría debilitado el frente de Valencia, en aquellos momentos inactivo, pero era un riesgo que, en circunstancias extremas, había que correr. Todo el mundo sabía que la República no resistiría después de la caída de Barcelona.
Pienso también —puestos a pensar en errores que pudieran haberse cometido— que después de la batalla del Ebro habría sido mejor retrasar las posiciones y esperar la ofensiva de Franco en una línea imaginaria que podríamos trazar de Norte a Sur, desde Pons, pasando por Bellpuig, hasta Montblanch, cercano ya a la costa. Esta línea de frente tenía, a mi modo de ver, más fácil defensa que el Segre, y aunque suponía entregar al enemigo una gran extensión de territorio, tenía la ventaja de estar más cerca de Barcelona y, por tanto, ser más adecuada para el acceso de tropas de refresco. Pero, naturalmente, todo esto son conjeturas, y en último término la República no disponía de una línea Maginot, sino de simples búnkers, trincheras y nidos de ametralladoras.
Tan confiado estaba Franco en su ofensiva que se había permitido el lujo de usar la caballería en la parte sur del Ebro, cerca ya del delta. Excepto en guerra de guerrillas, y siempre en terreno muy accidentado, la caballería es hoy una reliquia del pasado. Al descubierto, el caballo es un blanco mucho más fácil que la infantería, totalmente vulnerable a los cazas desde el aire o a un simple nido de artillería desde tierra. Por eso aquel escuadrón de caballería comandado por el general Monasterio suponía casi un desplante por parte de Franco, como si tratara de decirnos que aquella guerra se había convertido en un desfile militar.
Durante la guerra, solo en Teruel se había utilizado la caballería con éxito. Las fuerzas de la República se habían hecho fuertes al norte de la provincia, en la sierra de Palomera. Pero Franco había conseguido abrir una brecha en el frente un poco más abajo, y por allí entró la caballería, a las órdenes de Monasterio, descendió hasta el pueblo de Perales y a continuación pilló al ejército republicano por la retaguardia. El abrupto terreno y la celeridad con que se efectuó la operación dieron el éxito al uso de la caballería, pero en general esta se utilizaba para operaciones «de limpieza», es decir, para repasar un terreno por el que ya habían pasado las tropas de vanguardia. Recuerdo una ocasión en Nules, cerca de Valencia, donde las tropas nacionales habían entrado después de horas de intenso bombardeo. Llegó entonces un escuadrón de la caballería nacional con el objetivo de perseguir a las tropas republicanas que se batían en retirada. Pero justamente en aquel momento apareció una escuadrilla de cazas republicanos que barría el campo con sus ametralladoras, y los pobres caballos huían despavoridos.
Y desde luego la caballería nacional no volvió a aparecer por aquel frente.
Creo que el general Gambara, que estaba al mando de las fuerzas italianas en aquella ofensiva de los nacionales, merece un reconocimiento. Por mucho que las tropas republicanas estuvieran en estado de total precariedad, el frente no se habría derrumbado si no hubiera sido por aquella absoluta y desconcertante movilidad de las tropas italianas, que tenían la virtud de aparecer —y desaparecer— donde menos se las esperaba. Estábamos asistiendo, me parecía, a un nueva idea de la guerra, donde el concepto «línea del frente» era ya cosa del pasado.
Líster estaba de acuerdo conmigo. Un día en el Ebro me dijo: «Lo que más me ha preocupado en esta guerra han sido las tropas italianas». Al insistir yo en el tema, añadió: «Esas unidades móviles que se desplazan a tanta velocidad no solo apoyan a los tanques y a los carros blindados, sino que disponen de hombres con fusiles automáticos y ametralladoras ligeras. Pueden aparecer en poco tiempo en cualquier lugar y tienen una gran capacidad de fuego. Se trata además de unidades que están frescas porque acaban de entrar en combate y pillan a mis hombres muy cansados».
Esas unidades móviles apenas intervinieron en la batalla del Ebro, pero jugaron un papel decisivo en la ofensiva de Cataluña. No me extraña que, al final de esa ofensiva, las unidades italianas se adjudicaran la captura de entre veinte y cuarenta mil prisioneros, la toma de ciento cincuenta pueblos y de seis ciudades importantes. No sé si fueron las primeras en entrar en Barcelona, pero desde luego sí lo hicieron en Tarragona, la segunda ciudad de Cataluña. Todo sucedía a la velocidad del rayo.
No dispongo de la información necesaria para conocer la composición exacta del ejército italiano —la División Littorio, las Flechas Negras, las Flechas Azules, las Flechas Verdes— ni mucho menos la proporción de infantería motorizada, tanques, tanquetas, carros blindados y unidades de artillería motorizada que se utilizaron para conseguir un despliegue tan efectivo en un tipo de terreno que, aunque accidentado y montañoso, no presentaba grandes elevaciones ni dificultades insuperables para aquel ejército móvil. Me imagino que el número de soldados italianos se elevaba a cuarenta mil, con otros veinte mil hombres dedicados al transporte, artillería y tropas de reserva, aunque hasta el momento no se han publicado estadísticas de esta ofensiva. Los italianos han admitido cinco mil bajas, pero insisten en que muchas de ellas eran de las tropas españolas que los acompañaban.
Naturalmente, no quiero quitarles mérito a las tropas nacionales en aquella última ofensiva. Me consta que los tercios de Navarra se batieron con gran coraje, pero a grandes rasgos la ofensiva fue un duelo entre los ejércitos de Líster y Gambara, que se vieron las caras primero en Castelldans, después en Montblanch, en Vilafranca del Penedés y finalmente en el Llobregat, a las puertas mismas de Barcelona.
Tagüeña resistió también maravillosamente en las montañas que circundan Valls, y nadie le hubiera movido de allí si no hubiera sido desbordado por su flanco derecho; con la caída de Valls quedaba descolgado y con el riesgo de verse aislado.
Los italianos habían contado con cuatrocientos cañones en aquella ofensiva, que se desplazaban por medio de tractores. No creo que el ejército republicano dispusiera de más de sesenta antes de comenzar la batalla del Ebro, y muchos estaban ya inservibles cuando Franco inició la marcha sobre Cataluña. No tengo idea del número de tanques de que disponían los italianos, pero no podían bajar de los doscientos, todos ellos ligeros marca Whippet, a los que habría que añadir un buen número de tanques alemanes, marca Mercedes. Las tropas republicanas disponían de muy pocos tanques y todos de fabricación soviética. El gobierno contaba con camiones especiales para transportar estos tanques por carretera. Recuerdo que al principio aquellos tanques eran tripulados por soldados rusos, pero pronto estos fueron sustituidos en su mayor parte por taxistas madrileños, que hicieron un excelente papel en los combates. Supongo que no podrían quedar más de treinta de esos tanques cuando Franco inició la ofensiva, a finales del mes de diciembre.
No creo que sea necesario describir el avance de Franco paso a paso. Baste decir que Tarragona cayó el 15 de enero y Barcelona el 26 de enero. El general Rojo se dio cuenta demasiado tarde de que debía llevar hombres y material de guerra desde Valencia, y cuando al fin llegaron a Barcelona era ya tarde para que aquellos refuerzos fueran efectivos. Tampoco sirvió de nada la orden de alistamiento para todos los hombres entre los diecisiete y los cincuenta y cinco años. Supongo que la República tomó aquella medida simplemente para impedir disturbios en las ciudades. Aquella movilización de última hora resultó desastrosa. Lo único que consiguió fue atestar de gente los trenes y los transportes públicos y crear nuevas unidades a las que no se podía entrenar, ni siquiera alimentar.
A veces uno recuerda las cosas más insólitas en situaciones tan dramáticas como aquella. Me acuerdo, por ejemplo, de cuatro máquinas apisonadoras que se desplazaban por la carretera de Valls hacia Barcelona a la aterradora velocidad de cinco kilómetros por hora. Y recuerdo que me encontré aquellas mismas máquinas y a aquellos mismos hombres que las conducían en Caldetas, en la carretera de la costa catalana hacia la frontera, dos semanas más tarde. Dos soldados republicanos caminaban hacia el exilio en compañía de una vaca. Los soldados estaban tan agotados que la vaca marchaba más deprisa que ellos, y uno se tenía que poner delante del animal para frenar su paso. Pero quizá lo que más recuerde sea la sensación de desamparo, de miseria y de tristeza que se respiraba en las calles de Barcelona en aquellos días del mes de enero. Las calles estaban vacías y los camiones, cargados hasta arriba, a veces de gente, otras de muebles y utensilios, enfilaban la carretera de la costa hacia la frontera. La gente hablaba en voz muy baja, en un susurro, como si un enemigo invisible estuviera acechando y escuchando. Todavía no podían hacerse a la idea de que todo estaba perdido, a pesar de que las baterías del general Franco resonaban ya a las afueras de la ciudad.