XXX Juan Negrín

Los individuos que pertenecen a la clase «intelectual» rara vez se sienten a gusto en una situación que se podría describir como «revolucionaria», aunque hayan sido justamente ellos mismos los que hayan ayudado a crear esa situación. Una cosa es tener ideas revolucionarias y otra muy distinta es afrontarlas en la realidad; una cosa es soñar con la revolución y otra muy distinta es ver cómo esa revolución se materializa ante tus propios ojos. Buen ejemplo de todo esto fue el de aquel grupo de intelectuales madrileños que ayudaron a derrocar la monarquía y a traer la República a España: José Ortega y Gasset, Salvador de Madariaga, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Miguel de Unamuno. Ya en la época de la República su importancia fue menguando, su papel como portavoces del mundo de la cultura fue decreciendo. Y al comenzar la Guerra Civil pareció como si se los hubiese tragado la tierra. Hubo desde luego notables excepciones, entre ellas la del propio Unamuno, que por su misma naturaleza era un ser incapaz de callarse por nada y por nadie. Hasta el mismo día de su muerte, ocurrida en Salamanca a finales de 1936, estuvo despotricando contra todo y contra todos, primero contra los republicanos y después contra los nacionales.

Hay otra excepción a esta regla que ya he señalado, aunque se tratara la de un intelectual menos conocido que los antes citados. Me refiero al doctor Juan Negrín. Este hombre fue la persona más interesante que conocí en toda la guerra. Y la pregunta que yo me hacía entonces, y que no me he dejado de hacer desde entonces, era la siguiente: ¿qué demonios hacía ese canario bonachón y bou vivant que desde siempre había mirado con desprecio la política, que había sido elegido diputado un par de veces pero que jamás había pronunciado un discurso parlamentario, qué hacía aquel hombre al frente de la República en su hora más crítica?

Desde que llegué a Madrid en 1929, había coincidido muchas veces con Negrín en la tertulia de intelectuales que solía reunirse en el bar Los Italianos. Aunque parezca mentira, Negrín había recibido una educación totalmente germana. Fue a Alemania con su familia cuando tenía doce años y permaneció allí hasta los veinticinco. Naturalmente, se trataba de la Alemania anterior a la Gran Guerra. De cualquier manera, Negrín recibió la excelente educación que su padre, un próspero terrateniente canario, se podía permitir. A su regreso a España ganó la cátedra de Fisiología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Madrid, y ya en los años de la República fue secretario del rector y se implicó directamente en la construcción de la nueva Ciudad Universitaria. Tenía además una consulta privada y un laboratorio de análisis médicos. Para entonces ya estaba casado y tenía tres hijos.

En los cinco años en los que fue diputado en Cortes durante la República jamás se le ocurrió pronunciar un discurso. Cuando fue jefe del gobierno durante la guerra y tuvo que hablar ante la Cámara para explicar su política, lo primero que dijo fue: «¡Gracias a Dios que no soy político ni pienso serlo jamás!».

De estatura mediana, anchas espaldas, gafas de concha negra que se le comían media cara, una mirada y sonrisa joviales, quizá lo más notable de Juan Negrín fuera su inmensa capacidad de trabajo, a pesar de llevar una vida muy irregular: podía estar de copas con sus amigos hasta las cuatro de la mañana, pero a las ocho y media cogía su coche y a las nueve en punto estaba en su despacho de la Ciudad Universitaria. Otra característica suya era la capacidad de acercarse a la gente y, como buen médico, su interés por las personas que le rodeaban: al chico que le vendía el periódico y que ocultaba los ojos tras unas gafas le preguntaba por la vista y le alargaba una tarjeta de algún oftalmólogo amigo suyo. Y cuando visitaba algún pueblo remoto insistía en entrar en las casas para ver las condiciones en las que vivía aquella gente y trataba de ayudarles en lo que podía. Aquel fue el Juan Negrín que yo conocí.

Durante los primeros días de la guerra y la revolución, los intelectuales que antes he citado, al contemplar los crímenes cometidos por algunos revolucionarios, o la expropiación de las tierras, o al comprobar que los juicios de los tribunales populares eran «sumarísimos», se echaron atrás y gritaron aquello de «¡No es eso, no es eso!». Juan Negrín en cambio se echó hacia adelante: se fue al frente del Guadarrama para organizar los servicios médicos y hospitalarios, y todavía tuvo tiempo, según parece, de dirigir a los milicianos que acudían a aquel frente. De nada servía lamentarse de los terribles crímenes que se cometieron en Madrid en los primeros días de la guerra, entre otras cosas porque lo mismo estaba sucediendo en el lado nacional, y nada se podía hacer al respecto en aquellos momentos. De lo que se trataba entonces era, ni más ni menos, de salvar la República y Negrín fue de los pocos intelectuales que comprendió perfectamente la situación y puso manos a la obra. La actividad de hombres como Negrín salvó a Madrid —y, por tanto, a la República— en aquellos primeros meses de la guerra.

Negrín fue ministro de Hacienda en el gobierno de Largo Caballero de septiembre de 1936. Se enteró de que le habían nombrado ministro mientras organizaba la evacuación de Talavera de la Reina ante la inminente llegada de las tropas de Franco. En mayo de 1937 fue nombrado presidente del gobierno gracias al apoyo de Indalecio Prieto, y en abril de 1938 se hizo cargo también de la cartera de Defensa, convirtiéndose así en el líder indiscutible de la República hasta la desaparición del régimen.

Dos circunstancias ayudaron a Juan Negrín a mantenerse en el poder en esta última época de la República. En primer lugar, el apoyo del Partido Comunista, sin el cual era imposible gobernar, y en segundo lugar, el apoyo, a veces a regañadientes, de su propio partido, el Socialista. Los socialistas se hallaban tan divididos que, en cualquier caso, les habría sido imposible ponerse de acuerdo respecto a otro candidato. Por un lado, estaba Largo Caballero, apartado del poder y rodeado de su gente: Araquistáin, Rodolfo Llopis, Wenceslao Carrillo. Caballero coqueteaba con los anarquistas, pero nunca consiguió llegar a ningún pacto serio con ellos. Por otro lado, estaba Indalecio Prieto. Por otro, Ramón González Peña, el líder de la revolución de Asturias, y aún me dejo en el tintero a Julián Besteiro, que vivía en una suerte de retiro o exilio —no se sabía muy bien— en Madrid.

Corresponde a los estudiosos historiadores del futuro averiguar por qué y cómo se produjo aquel desmoronamiento del socialismo democrático no solo en España, sino también en otros lugares de Europa —especialmente en Austria y en Alemania— a lo largo de los años treinta. Lo tenían todo: una poderosa organización, unos líderes inteligentes y bien preparados, unos programas políticos para encandilar a las masas de trabajadores industriales que les apoyaban. El Partido Socialista español fue el que más éxitos obtuvo en estos años: organizó la huelga nacional y la revolución de Asturias en 1934 y fue decisivo en el levantamiento popular contra el golpe militar de Franco en 1936. Pero dos años más tarde, en 1938, se había venido abajo y sus tres máximas figuras —Caballero, Besteiro y Prieto— se habían retirado de la política.

Quedaba Julián Álvarez del Vayo. Se trataba de otro joven intelectual con educación alemana, ya que había cursado estudios en la Universidad de Leipzig. Dominaba los idiomas —alemán, francés, inglés— y era experto en relaciones internacionales, especialmente después de los años que había pasado en Berlín y en Ginebra trabajando como periodista. Por eso Largo Caballero le ofreció la cartera de Asuntos Exteriores en su gobierno. Además de ministro, fue el jefe de los comisarios políticos, con rango de general del ejército.

Salió del gobierno con la caída de Largo Caballero en mayo de 1937, pero volvió a entrar en abril de 1938 con Juan Negrín. De todos los socialistas, pienso que Álvarez del Vayo es el que mejor comprendía la situación y más podía sintonizar con lo que en aquellos momentos estaba ocurriendo en el país. Creo que nadie mejor que él podía representar la diplomacia española en esa época tan crítica para la República. Naturalmente, el hecho de que Londres y París hicieran oídos sordos a lo que él decía en nada empaña su labor. Ni siquiera le ayudaba el tener un embajador en Londres tan capaz como Pablo de Azcárate. Estaba claro que aquella no era la hora de la diplomacia.

Quizá el mayor problema que tuvo Juan Negrín en aquellos últimos meses es que apenas podía contar con gente de su propio partido para ayudarle con la ingente cantidad de problemas que se le venían encima.

Negrín parecía un hombre-orquesta en aquel gobierno. Se había hecho cargo de la presidencia de gobierno, pero además, de las carteras de Guerra, Marina, Aviación, Industria e incluso Hacienda, ya que el ministro titular, Méndez Aspe, no tomaba ninguna decisión sin consultarla con él. Y por si esto fuera poco, tenía frecuentes roces con el gobierno de la Generalitat de Lluís Companys. Negrín y Companys vivían una suerte de gobierno de «cohabitación» en Barcelona, y en cualquier acto oficial había que interpretar Els Segadors junto al Himno de Riego. En esto los catalanes eran muy susceptibles, aunque no parecía el momento más adecuado de preocuparse por aquellas nimiedades.

Como ya he señalado, los que estuvieron detrás de Juan Negrín en todo momento fueron los comunistas. Hacia el final de la guerra sus afiliados sobrepasaban ya los trescientos mil, y era la fuerza política más importante en la España republicana. Tenían además el apoyo de las Juventudes Socialistas y de otras organizaciones, como el Socorro Rojo Internacional. Su poder en los sindicatos era grande a través de una organización llamada Grupo Revolucionario Socialista. Controlaban, directa o indirectamente, gran parte de los periódicos que se publicaban en aquellos días. Tenían además la gran virtud de no airear los trapos sucios, de manera que si se peleaban entre ellos nosotros no nos enterábamos. Finalmente contaban con un buen equipo de gente relativamente joven, como Dolores Ibárruri, José Díaz, Jesús Hernández y Manuel Uribe, que presentaban una imagen cohesionada.

Negrín contaba con todo el aparato del Partido Comunista para hacer llegar sus mensajes al pueblo. Si se trataba, pongamos por caso, de movilizar más hombres para el frente y de hacer que las mujeres ocuparan sus puestos de trabajo, aquella propuesta tenía que llegar a todos los rincones de la República para ser explicada, discutida y asumida por cada comunidad. El aparato del Partido Comunista se ponía entonces en marcha y proporcionaba los medios para difundir y discutir la propuesta.

El Ejército también había dado todo su apoyo a Juan Negrín. Este trató de reorganizarlo, pero hubo de enfrentarse a muchas dificultades políticas. Dentro del Ejército había, como en otros sectores, muchos celos con respecto a los comunistas, que eran los «niños bonitos» en aquellos momentos. Si, por ejemplo, la ofensiva del Ebro se dejaba en manos de comunistas como Modesto y Líster, el flanco norte de aquella ofensiva, para compensar, tenía que estar en manos de un hombre de distinta filiación política, como Juan Perea, que había comandado una columna de milicianos anarquistas en Somosierra al comenzar la guerra.

Poco se puede decir de los partidos republicanos, como la Izquierda de Azaña y la Unión de Martínez Barrio, porque habían sido «decapitados» ya antes de que empezara la guerra: ¡Azaña y Martínez Barrio habían asumido las funciones de presidente y portavoz de las Cortes, con lo cual queda dicho todo! Debo añadir en honor a Martínez Barrio que cuando las Brigadas Internacionales establecieron sus campos de entrenamiento en Albacete fue él quien se encargó de coordinar aquel campamento con la ciudad, para facilitar todo lo que los brigadistas necesitaban. Pero son hechos puntuales y aislados. ¿Y qué decir de los propios catalanes de Esquerra Republicana? Pues, simplemente, que se comportaban como si aquello no fuera con ellos.

Naturalmente, la atonía, el desinterés y la falta absoluta de iniciativa por parte de los partidos republicanos se debía fundamentalmente a la falta de apoyo de las potencias occidentales. El silencio de estas potencias había contagiado a los liberales españoles, los hombres que habían traído la República a España y, por tanto, la democracia. Ahora el mundo les volvía la espalda y ellos también se encerraban en un mutismo, en un profundo silencio. Habían acudido a los países democráticos en busca de soluciones para sus problemas y les habían dado con la puerta en las narices. O quizá fuera que las democracias de la vieja Europa ya no tenían soluciones, que había que mirar hacia otros líderes, como el presidente Roosevelt en América, para encontrarlas. Pero América quedaba demasiado lejos y el tiempo de la República española se iba agotando.

Allí estaba España dispuesta a dar el salto desde unas estructuras feudales que habían dominado en el pasado hacia un futuro ya moderno, hacia un campo ya mecanizado. Pero nadie en el mundo parecía dispuesto a echarle una mano. Quizá porque nosotros los ingleses ya no teníamos soluciones a todos esos problemas, o por nuestro supremo egoísmo, que siempre nos ha caracterizado, o porque pensábamos que la democracia era una suerte de statú quo que debía mantenerse y no una forma creativa de enfrentarse al mundo y sus problemas. En realidad no sé cuáles eran las razones de nuestra total indiferencia hacia la República española, solo sé que pronto pagaremos por ello.