XXIX La batalla del Ebro

La buena noticia en la República en aquel verano de 1938 es que, al fin, se había conseguido formar y forjar un verdadero ejército, capaz de enfrentarse con dignidad al de Franco. La mala noticia era que no había nada que comer. En otras palabras, teníamos buenos soldados, pero con armas escasas y poca comida.

Yo estuve unos días en Madrid en aquel verano de 1938 y pude comprobar que la situación había empeorado ostensiblemente desde mi última visita. La ración diaria que se distribuía a la gente eran unas judías con un pedazo de pan. En agosto comenzó a funcionar la línea de tren que unía la capital con Valencia vía Tarancón.

Pero la comida que llegaba desde Valencia comenzaba también a escasear y apenas servía para aprovisionar el ejército de cuatrocientos mil hombres que la República tenía en la zona centro. La población de Madrid parecía haber encogido y estaba claro que aquella situación no se podía prolongar indefinidamente.

La situación en Barcelona no era mucho mejor. Los trenes de cercanías que salían a diario de la ciudad iban atestados de gente, que a veces se subían en el techo de los vagones para no quedarse en el andén. Esas personas salían de la ciudad cada día en busca de comida. No llevaban dinero encima, sino pastillas de jabón, sobres de azúcar, paquetes de café, productos que los campesinos necesitaban. Se trataba en muchos casos de chicas jóvenes que se dirigían a pequeños pueblos o aldeas para mercadear esos productos. De noche las veías regresando con un saco de patatas colgado de la espalda, andando kilómetros para coger el tren de vuelta en la estación más cercana. Y cuando al fin aparecía el tren tenían que luchar por subirse a bordo, o a veces viajaban colgadas en las escalerillas, el saco de patatas bamboleando a sus espaldas. Pero allí no concluía su odisea. En ocasiones, los aviones fascistas que habían estado bombardeando el puerto se dirigían hacia aquellos trenes para descargar las bombas y municiones que les habían sobrado, y los viajeros saltaban de los trenes y corrían despavoridos en busca de algún refugio. Y si aquellas chicas lograban regresar a sus hogares con el saco de patatas tan laboriosamente conseguido, tampoco podían esperar dormir tranquilas: lo más probable es que las sirenas sonaran una y otra vez alertando de nuevos ataques aéreos, a veces hasta cinco o seis veces en una noche.

La producción de material de guerra en las pocas fábricas que la República tenía en Cataluña era lenta y laboriosa. En primer lugar porque las fábricas eran objetivos militares y estaban continuamente amenazadas por la aviación enemiga y el trabajo había de interrumpirse con frecuencia. En segundo lugar, porque no había suficiente electricidad. En tercer lugar, porque la dinamita y otros materiales explosivos con los que se fabricaban las bombas venían de fuera y entraban siempre de contrabando. Solía utilizarse el pequeño y bien protegido puerto de Vallcarca, situado en el macizo del Garraf, al sur de Barcelona, para estos menesteres. Al amparo de la noche solía llegar a este diminuto puerto algún mercante, a menudo con bandera inglesa o procedente del norte de Africa. En un santiamén se procedía a descargar la preciosa mercancía y el barco, si no había sido aún detectado, continuaba viaje por la costa. Todavía faltaba transportar aquella peligrosa carga de dinamita hasta la fábrica de bombas y municiones. Compárese esta odisea con las facilidades que se le daban a Franco, que recibía en los puertos del norte de España las bombas empaquetadas en Colonia o en Hamburgo, sin que nadie se atreviera a interceptar aquellos barcos que surcaban el mar del Norte.

Un oficial del ejército me contó que la partida de obuses para mortero que recibieron en el Ebro era defectuosa, de manera que los morteros republicanos apenas funcionaron en aquella batalla, excepto cuando se hacían con un arsenal de obuses abandonado por el ejército nacional. Lo mismo podríamos decir de los aviones que se fabricaban en la República, que dependían de ciertas piezas que se fabricaban fuera de España, de manera que la producción se podía detener durante semanas a la espera de aquellas piezas.

Otro de los artículos que escaseaba en la República era el jabón. Ya sé que puede no parecer objeto de primera necesidad, pero la limpieza jugaba un papel importante en la moral de la tropa, así como de la población civil. Lo cierto es que la grasa para fabricar jabón se destinaba a las fábricas de material de guerra.

También las finanzas de la República comenzaban a flaquear. En el mes de febrero de 1936, antes de comenzar la guerra, el Banco de España tenía unas reservas de oro, plata y bronce estimadas en unos tres mil millones de pesetas. Digo estimadas porque el precio de la onza de oro variaba considerablemente por aquellas fechas. Además de estas reservas, el gobierno se había hecho con depósitos bancarios y propiedades de gente considerada hostil a la República. Finalmente, había pedido a los ciudadanos que se desprendieran de todos los objetos de oro que poseyeran en un último intento de mantener a flote las finanzas. Ocurría que los gastos del Estado aumentaban a velocidades astronómicas. Los seguros de los barcos extranjeros que llegaban a los puertos españoles se habían multiplicado por cien, debido a los riesgos que debían correr para alcanzar la República.

Yo tenía la impresión de que el Estado todavía contaba con dinero, pero su provisión de fondos comenzaba a agotarse. Calculaba que en aquellos dos años y pico de guerra la República había gastado una cantidad que rondaba los cuatro mil millones de pesetas. Se explicaba perfectamente si tenemos en cuenta las cantidades extravagantes que pagaba por el material de guerra que compraba, mucho del cual nunca llegaba a su destino o acababa en manos del enemigo o en el fondo del mar. Las finanzas de la República comenzaban a flaquear y se oían rumores de que estaba tanteando un préstamo en el extranjero. Sea como fuere, la verdad es que la República había estado en guerra durante dos años sin pedir la ayuda de nadie, lo cual tenía una enorme importancia política, porque significaba que no estaba hipotecada a ningún país.

Las finanzas del general Franco eran mucho más sorprendentes, aunque debo confesar que no tengo datos fidedignos para contrastar lo que voy a decir y me sirvo de simples conjeturas. Franco estaba en desventaja con respecto a la República porque no disponía de las reservas de oro del Banco de España. Aparentemente, su provisión de fondos consistía en las contribuciones de sus propios seguidores y de las propiedades confiscadas en el territorio nacional. Pero, a pesar de su aparente debilidad económica, resulta que la peseta de Franco —la peseta que se expedía en territorio nacional— alcanzaba una cotización mucho más alta que la republicana. Cada libra esterlina se cambiaba por cincuenta pesetas de Franco, en el cambio oficial, y por cien, en el mercado negro. A la vez, cada libra esterlina se cambiaba por cien pesetas republicanas, al cambio oficial, y por trescientas o cuatrocientas en el mercado negro. Pero la verdadera razón de la fortaleza financiera de Franco era que no funcionaba con dinero real, sino con créditos. Al concluir la guerra española, un periódico italiano cifró la deuda de Franco con respecto a su país en dos mil millones de pesetas. No tengo la más remota idea de si aquella cifra se aproximaba a la realidad, pero quedaba claro que Franco había vivido del crédito durante todo el conflicto.

La cantidad de moneda que circulaba en España al empezar la guerra ascendía a unos cinco mil millones de pesetas y al finalizar la contienda había aumentado a siete mil millones, solo en territorio republicano. La inflación de la peseta en dicho territorio se debía, en gran medida, al espectacular incremento de la paga tanto de los soldados como de los obreros. Un soldado de las fuerzas republicanas recibía diez pesetas diarias y en el Ejército de Franco, cincuenta céntimos diarios. La gente en la República llevaba mucho dinero en el bolsillo y era frecuente oír a alguien preguntar en una tienda: «¿Qué tenéis para vender?».

Pero la inflación no era suficiente para explicar la devaluación de la peseta republicana. Podía deberse también a que muchas personas ricas se habían pasado al territorio nacional llevando consigo grandes cantidades de pesetas republicanas que cambiaban a cualquier precio. Es posible también que Franco, que puso en circulación una nueva moneda, sacara al mercado internacional grandes cantidades de las antiguas pesetas de la República. Sea por lo que fuere, lo cierto es que la peseta republicana se vendía a precio de saldo fuera de España.

Pero la razón más importante de esta devaluación de la peseta en los mercados internacionales es que nadie apostaba ya por la República. El dinero no habla, pero escucha, escucha a aquellas personas que tienen el poder en un determinado país. Si Londres o París hubieran tomado medidas contra la intervención de Italia y Alemania en la guerra española, o simplemente hubieran permitido la apertura de la frontera francesa para que la República se pudiera aprovisionar, el dinero habría escuchado, habría tomado nota, y la peseta republicana habría subido como la espuma. Pero lo que se escuchó fue el silencio cómplice de las dos potencias, y el dinero tomó nota de aquel silencio y apostó, con toda la lógica del mundo, por la peseta de Franco.

Supongo que mis lectores deben de estar ya hartos de que vuelva una y otra vez sobre este asunto. Quizá fuera que me sentía, de alguna manera, culpable de aquello, sobre todo hacia el final de la guerra, cuando veía a aquellas gentes cansadas, hambrientas y con el mundo entero en contra, y todavía te miraban como si tú, o tu país, pudieras hacer algo por ellas. Yo hablaba a diario con decenas de personas, en los tranvías, en los trenes, en los coches que nos llevaban al frente; hablaba con soldados, con diplomáticos, con partidarios y con detractores de Franco, y siempre tuve la certeza de que, para la inmensa mayoría de las personas, la lucha por la República y su régimen de libertades había valido la pena. Se quejaban mucho de todo lo que estaba ocurriendo, de todo lo que estaban sufriendo, pero nunca de la causa por la que estaban luchando. Y esta lucha que hoy en día parece definitivamente perdida no solo en España, sino fuera de ella, no habrá sido en vano, de eso estoy totalmente convencido. Porque en España se plantaron unas semillas que germinarán de nuevo, aunque no sepa decir cuándo ni dónde.

Mi admiración hacia la República y, sobre todo, hacia la fe que la gente todavía tenía en ella, no me impedía ver el lado más oscuro del régimen. Me refiero, por ejemplo, al barco Uruguay, atracado en el puerto de Barcelona y con cuatrocientos prisioneros nacionales en sus bodegas. Supongo que a muchos de ellos se les aplicaba el «tercer grado» para obtener la máxima información, además de estar sometidos a diario al bombardeo de su propia aviación. El Uruguay no contribuía precisamente a dar una buena imagen de la República. De todos modos, hay que decir que en aquellos últimos meses de la guerra no se estaba produciendo nada parecido a la barbarie que se desató al iniciarse la contienda. Para dar un ejemplo, en Barcelona asistí a varias sesiones del llamado Tribunal del Pueblo, compuesto por un magistrado y dos civiles, que se ocupaba de casos de «deslealtad a la República» y de traición, y me pareció que se hacía justicia, si bien habría preferido que se hubiera actuado con menos celeridad y con más tiempo para aportar pruebas, llamar a testigos y dictar sentencia.

Pero en aquel verano de 1938 era consciente sobre todo del tremendo sufrimiento humano que aquella guerra estaba causando. Me paraba por la calle, al verme con pinta de extranjero, una viuda para preguntarme por la guerra y cuánto tiempo tardarían las tropas de Franco en entrar en Barcelona. Después me contaba que a su marido lo habían matado los «rojos» en los primeros días de la revolución y por eso quería saber cuándo entrarían «los suyos» en la ciudad. Llegaba al hotel y la camarera quería que le contase los últimos triunfos del ejército republicano. A ella la Falange le había matado a sus dos hermanos, asesinados en Pamplona poco después del Alzamiento.

Las cosas eran más simples en el frente, porque todo se reducía al enfrentamiento entre dos ejércitos.

Yo habría preferido que aquel enfrentamiento hubiera sido más equilibrado, que las fuerzas en liza hubieran tenido las mismas posibilidades para alcanzar la victoria final. El ejército republicano tenía motivos para estar orgulloso por la ofensiva que había lanzado en el Ebro. No era ninguna broma cruzar aquel río de una anchura de más de cien metros, un caudal muy grande incluso en verano y una corriente bastante rápida. Para dificultar aún más la operación, las márgenes del río eran escarpadas.

En la noche del 25 de julio, la vanguardia de las tropas republicanas cruzó el río a nado y en combate cuerpo a cuerpo sorprendió a las tropas nacionales que se encontraban en la otra orilla. Se construyeron a toda prisa puentes de pontones con grandes barcas para que cruzara el grueso del ejército, y en cuestión de cuarenta y ocho horas las fuerzas republicanas ocupaban posiciones clave en las montañas que van desde Mequinenza, donde al Ebro se le junta el Segre, hasta Miravet. Se abría, pues, un frente de unos sesenta kilómetros.

Trazaba un gran arco en torno al Ebro que llegaba a su máximo diámetro en torno a Gandesa, a unos cuarenta kilómetros del río. Gandesa no se había tomado de nuevo, sino que el ejército republicano había ocupado posiciones en los montes que la rodean por el Nordeste.

Comenzaba así lo que después se llamaría la «batalla de los observatorios». Desde sus posiciones en las montañas, los republicanos podían seguir paso a paso los movimientos del ejército nacional. Las tropas de los nacionales, sobre todo las del general Yagüe, tardaron bastantes días en situarse en un frente que se extendía a lo largo de sesenta kilómetros. Franco, tan tranquilo y meticuloso como siempre, parecía no tener prisa en iniciar la contraofensiva. Después de una discusión con su alto estado mayor, cuentan que exclamó: «No entienden mi estrategia, no la entienden. ¡Tenemos la flor y nata del ejército republicano encerrado en un espacio de treinta y cinco kilómetros y no lo entienden!».

Se hizo una tentativa de cruzar el río en Amposta, justamente donde se abre formando el delta, por parte de las Brigadas Internacionales de franceses y de alemanes mandados por el comandante Hans. Según la información que recibíamos^ Burgos, murieron trescientos brigadistas, cien se ahogaron y otros trescientos fueron capturados por los nacionales. Aquello tenía todo el aspecto de haber sido una maniobra de distracción por parte de la República, para impedir que Franco desplazara las tropas de aquel sector hacia la parte más alta del río, donde se estaba produciendo la verdadera ofensiva. En cualquier caso, esta acción fue un éxito total y en muy pocas horas el ejército de la República se había hecho fuerte en las altas montañas del otro lado del río.

El éxito del ataque se explicaba por su rapidez, como en el caso del asalto de Líster a Teruel. Unas pocas ametralladoras de Franco bien situadas al otro lado del río habrían sido suficientes para impedir el cruce de aquel ejército de cincuenta mil hombres y al menos doscientas piezas de artillería. Todavía era más sorprendente saber que la operación había sido ejecutada por oficiales que, en su gran mayoría, eran amateurs, es decir, no habían recibido formación en una academia militar.

Ese no era el caso del jefe de aquella acción, el coronel Modesto, un madrileño pequeñito pero muy dinámico. Modesto había pasado tres años en la Legión, donde alcanzó la graduación de cabo. Carpintero de profesión, había actuado en varias ocasiones como enlace sindical y, como tantos otros, huyó a Rusia después del fracaso de la huelga revolucionaria de 1934. Al igual que Líster, en Moscú había recibido la educación militar que se impartía a todos los «revolucionarios» que llegaban de países extranjeros. Líster también formaba parte de aquella ofensiva. A él y a su Quinto Regimiento se le había encomendado el flanco sur, y del flanco norte se había hecho cargo el joven Tagüeña, que tan buen papel había hecho en Cherta, al resistir durante dos semanas el avance de la División Littorio en la ofensiva nacional del mes de marzo.

Como ya he señalado, a mí aquella ofensiva no me parecía una buena idea, teniendo en cuenta el estado de extrema debilidad de la República. Pero la decisión política la habían tomado el general Rojo y el gabinete de Juan Negrín, y nada tenía que ver con la brillantísima ejecución de aquella operación relámpago y con la ocupación de posiciones firmes del ejército republicano a la espera de la contraofensiva de los nacionales.

En cuestión de horas, la aviación de estos últimos comenzaba a bombardear sin apenas tomarse un descanso los puentes de barcas por donde había pasado el ejército republicano. Desde la mañana hasta la noche, la aviación de Franco machacaba ambas márgenes del río. Un observador pudo contar hasta ciento sesenta aparatos de Franco en el aire a un mismo tiempo. Poca cosa se podía hacer para molestarles en su tarea. Las baterías antiaéreas de la República eran pocas y muy espaciadas a lo largo de aquel frente, y los escasos cazas que tenía la República apenas podían hacer mella en aquellos escuadrones de bombarderos nacionales que a veces reunían hasta cincuenta aparatos. Sin embargo, la tarea de la aviación nacional no era tan sencilla como pudiera parecer. Se ha calculado que se necesitan de promedio unas quinientas toneladas de bombas para destruir uno de esos puentes de pontón, y eso en pesetas equivalía a la friolera de veinte millones. Por mucho que los aviadores de Franco afinaran su puntería, continuaba siendo un ejercicio muy difícil acertar en un puente con una bomba. También hay que decir que los republicanos hacían lo posible para despistar a los pilotos nacionales, y habían tendido en distintos puntos del Ebro falsos pontones hechos de cuerdas y ropa, que conseguían engañar a los nacionales, que los contemplaban desde el aire y los tiroteaban a placer. Pienso que todo lo que los bombarderos han ganado en los últimos tiempos en velocidad lo han perdido en la precisión en el tiro, porque la bomba debe soltarse mucho antes y el margen de error es, por tanto, mucho mayor.

Los nacionales abrieron las compuertas de varios embalses de afluentes del Ebro en los Pirineos, con lo cual muchos de aquellos pontones fueron barridos por la corriente del río. Pero ni la aviación enemiga ni las crecidas del Ebro eran capaces de acabar con el entusiasmo de un equipo de ingenieros que se encargaba de construir aquellos improvisados puentes y de sustituir los destruidos por nuevos ingenios de su invención.

Hablando del Ebro, no puedo dejar de contar una anécdota que nos ocurrió a un grupo de corresponsales cuando tratábamos de cruzarlo. Queríamos entrevistar a Enrique Líster, que con su división ocupaba posiciones al otro lado del río. Subimos a una barca cuatro corresponsales de prensa, Vincent Sheehan, Herbert Matthews, Ernest Hemingway y yo. En plena travesía nos dimos cuenta de que la corriente arrastraba nuestra barca hacia los restos de un puente que había sido destruido por la aviación nacional, con riesgo de naufragar entre aquellos cascotes. Añádase a esto los aparatos nacionales, que hacían rápidas pasadas sobre nuestras cabezas, y se comprenderá que nuestra posición no era nada cómoda. El soldado que remaba no parecía tener mucha idea de lo que estaba haciendo, así que Hemingway lo apartó de un manotazo, se sentó en su lugar, empuñó los remos y comenzó a remar con furia hasta que llegamos a la otra orilla. Así era el escritor americano: ponía el corazón en todo lo que hacía, lo mismo si se trataba de enseñar a unos milicianos a emplazar una pieza de artillería que de sacar de un apuro a un grupo de incautos colegas.

La batalla del Ebro que comenzó en el mes de julio no concluiría hasta el mes de noviembre. La República perdió diez mil hombres y cincuenta mil resultaron heridos antes de que el frente cediera al avance de las tropas nacionales. Estas escuetas cifras dan idea por sí solas del heroísmo de aquel ejército que resistió impávido incluso cuando sabía que no le quedaba ya ningún puente en pie para emprender la retirada, si exceptuamos el de hierro en Mora de Ebro, que milagrosamente sobrevivió a todos aquellos bombardeos.

Pienso que una de las pérdidas más importantes que sufrió el ejército republicano durante aquella larga batalla fue la de las Brigadas Internacionales, que se habían incorporado a la 35 División bajo las órdenes del coronel Medina. Hubo en España unos doce mil brigadistas, y me imagino que en el frente del Ebro combatirían unos cinco mil. La decisión de prescindir de ellos la tomó el doctor Negrín cuando anunció, ante la asamblea de la Sociedad de Naciones, que la República había decidido retirar a todos los voluntarios extranjeros de forma unilateral, es decir, sin esperar la misma medida por parte de Franco. Barcelona les dio una impresionante y calurosa despedida el 28 de octubre, cuando los brigadistas marcharon por última vez por las avenidas principales de la ciudad. Aquello parecía el principio del fin. Unos días después moría en Palma de Mallorca el hermano piloto del general Franco. Aquel hombre que había apostado por la República antes de que esta se declarara y después se había sumado al ejército nacional, moría antes de ver entrar las tropas nacionales en Barcelona.