XXVIII Ofensiva sobre Valencia

Durante aquella primavera y los comienzos del verano de 1938, Franco prosiguió su ofensiva hacia el Sur, pero sin mucho éxito. Basta decir que, como ya hemos señalado, Franco había tomado Vinaroz el 15 de abril pero tardó dos meses más en entrar en Castellón de la Plana, a escasos cien kilómetros de distancia. Si se compara con la ofensiva de Aragón en los meses anteriores, se comprobará que el ejército nacional avanzaba por la costa mediterránea a paso de tortuga. La conquista de Castellón era necesaria para Franco porque todavía no disponía de un puerto en aquella zona del Mediterráneo. El Grao de Castellón, situado a algunos kilómetros de la propia ciudad, se convertía así en objetivo prioritario.

Las razones de aquella lenta progresión de los nacionales son múltiples. Una de ellas era la zona montañosa que debían cruzar las tropas, el Maestrazgo, que permitía al ejército republicano, a las órdenes del coronel Menéndez, oponer tenaz resistencia a su avance. Menéndez había estado en Teruel y ponía en práctica todo lo que allí había aprendido respecto al combate en terreno montañoso. También hay que tener en cuenta el rearme del ejército republicano, así como el cansancio de las tropas nacionales después de aquella desenfrenada carrera hacia el mar. Sea por lo que fuere, era evidente que los nacionales estaban encontrando muchas más dificultades de las previstas en sti avance hacia Valencia.

En el mes de julio viajé a esta capital en avión para poder seguir de cerca un nuevo frente abierto por las tropas nacionales que avanzaban desde Teruel. Antes de que pudieran llegar a la costa, las fuerzas republicanas que se habían hecho fuertes en la sierra de Espadán detuvieron aquella ofensiva. Desde Nules, en el interior, hasta Sagunto, en la costa, la República había establecido una línea defensiva que el ejército nacional no había conseguido superar. Uno de los responsables de aquel éxito era el joven Durán, un oficial del ejército republicano, músico y compositor en la vida civil, y parece que también había hecho sus pinitos en el cine. Extraño aprendizaje para llegar a militar, pero así eran tantos y tantos oficiales de la República.

La nueva ofensiva lanzada desde Teruel se debía, evidentemente, a la excelente defensa de la costa levantina que tanto dificultaba el avance nacional. La doble cuña de Franco, una desde la costa y otra desde el interior, pretendía hacer saltar por los aires aquella defensa para poder acceder así a la capital levantina. Debo reconocer que mi labor en aquel frente fue una de las más agradables que he tenido en el transcurso de la guerra. Solíamos desplazarnos desde Valencia al frente a primeras horas de la mañana y regresábamos hacia las tres de la tarde. Después de comer escribíamos nuestras crónicas, las mandábamos por radio a Londres y todavía teníamos tiempo de acercarnos al Perelló para darnos un baño. Disfrutábamos además del paisaje de la huerta valenciana, que se parece un poco a la campiña holandesa por el agua y las acequias, pero es mucho más rica en colorido. Cuando llegábamos al Perelló, a pocos kilómetros de Valencia, íbamos a la casa del cónsul americano, que nos permitía cambiarnos en ella y, después de un buen baño, nos obsequiaba con un whisky en la terraza. Allí estábamos, contemplando el azul intenso del Mediterráneo desde una tumbona y con un whisky en la mano sin poder creer que unas horas antes habíamos estado tirados en alguna trinchera.

Supongo que la vida y las necesidades de un corresponsal de prensa en aquella guerra eran muy diferentes a como habían sido en conflictos anteriores. Antes, los corresponsales se incorporaban plenamente al ejército con el que estaban y mandaban sus crónicas a través de los medios de comunicación que les facilitaba el propio ejército. Muchos de aquellos periodistas eran expertos en temas militares. Todo esto había cambiado con la guerra española. Ahora el factor más importante que debía tenerse en cuenta era la prisa. Tan fundamental era salir por la mañana al frente para enterarse de lo que pasaba como volver a media tarde para escribir a toda velocidad lo que habíamos visto. Ya no escribíamos largas crónicas donde se analizaba la situación, sino mensajes breves, con frases cortas que describían lo que estaba ocurriendo, pero rara vez profundizaban en la materia. Y es que la mayoría de nosotros no éramos expertos en temas militares y para casi todos aquella era su primera experiencia en un frente. Claro, que se aprendía muy deprisa.

Recuerdo un día, tumbados en la arena de la playa del Perelló, que hablábamos entre nosotros sobre el miedo que sentíamos cada mañana cuando nos dirigíamos al frente. La verdad es que pocas veces nos acercábamos a la primera línea de fuego. Nos solíamos quedar en puestos de observación, al alcance, eso sí, de las baterías enemigas, además del fuego de la aviación. El riesgo no podía ser muy grande, pero a mí no me importaba confesar que cada vez que me acercaba al frente se me hacía un nudo en el estómago y otro en la garganta. Y cuando teníamos que abandonar el coche al divisar algún aparato enemigo descendiendo sobre nosotros, me daba un ataque de pánico, no tanto por las bombas que podían lanzar, sino por las ametralladoras que barrían la carretera.

Ser un buen corresponsal de guerra en aquellas circunstancias era un trabajo tremendamente difícil. Por un lado, se necesitaba alguien con músculos de acero y una resistencia física a toda prueba. Pero tan importante como sus reflejos físicos eran sus reflejos emocionales, la capacidad de percibir y sentir lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Y tan decisiva como sus reflejos emocionales era su inteligencia, su capacidad para analizar cualquier situación, para criticar las diferentes estrategias en el combate. Como lo era también su habilidad para sacar partido de cualquier hecho, de dramatizar cualquier situación, para que aquella crónica que estaba escribiendo, sin apartarse de la verdad, fuera capaz de causar algún impacto en el ánimo del lector que la leyera.

A mí me sucedía, por ejemplo, que cuanto más en forma me encontraba, más nervioso me ponía al acercarme a la línea de fuego. Si estaba cansado, me relajaba y ya nada me importaba. Naturalmente, el miedo y la ansiedad se olvidaban también con el vino y las mujeres que frecuentábamos, pero no había una regla fija. Algunos de mis colegas soportaban perfectamente un largo período de tensión y castidad y otros en cambio se derrumbaban.

Aquella ofensiva sobre Valencia desde Teruel fue uno de los errores más graves que cometió Franco desde que comenzó la guerra. El gobierno estimaba que los nacionales sufrieron veinte mil bajas en una sola semana, y aunque la cifra seguramente estaba inflada, da una idea bastante exacta de la carnicería que sufrieron dichas tropas. Los italianos estaban al frente de aquella ofensiva, con las divisiones Littorio, 23 de Marzo y Flechas Azules, donde había soldados españoles e italianos bajo mando italiano. Apoyaban esa infantería nada menos que seiscientas piezas de artillería y cuatrocientos aviones en el aire, de procedencia italo-alemana. Contra tan impresionante maquinaria de guerra parecía que poco podrían hacer los aguerridos defensores de aquella tierra. Y, efectivamente, el principio de la ofensiva se pareció mucho a la de Guadalajara. El 15 de julio los nacionales tomaron sin mayores problemas la localidad de Sarrión.

El avance continuó hacia Mora de Rubielos, que pocas horas después caía también en manos de los nacionales, pero no sin una heroica resistencia de una unidad de carabineros que consiguió salir de allí cuando estaba ya rodeada por las tropas enemigas. Esto ocurría en el flanco derecho de la ofensiva nacional.

En el flanco izquierdo, los nacionales se habían internado en la sierra de Toro, un terreno casi impracticable. Allí se habían enfrentado a los anarquistas de la Columna de Hierro, de la que ya hemos hablado, y, al parecer, habían dado buena cuenta de ellos.

La situación no se presentaba nada bien para la República cuando yo inspeccioné ese frente el 16 de julio. Todo el mundo parecía estar en retirada y lo que caía del cielo era un auténtico diluvio de bombas. Se bombardeaba no solo la línea del frente, sino pueblos que a veces estaban a treinta kilómetros de distancia. La verdad es que yo no entendía muy bien lo que Franco pretendía conseguir con aquellos bombardeos indiscriminados sobre la población civil, que yo ya había presenciado en Barcelona, pero que nunca antes había visto, al menos a tal escala, en una zona agreste y rural como aquella. Si lo que pretendía era desmoralizar a la población civil, estaba consiguiendo todo lo contrario. Un día, cuando entré en la vieja y pintoresca Segorbe, ahora reducida a escombros, pude ver a un grupo de chicas que se afanaban en recoger chatarra entre las ruinas de la ciudad. La subían a un camión para llevarla a Valencia, donde, según me contaron, la llevaban a una fábrica que la reciclaba y convertía en material de guerra. Aquellas chicas no pensaban en huir, sino todo lo contrario, en prolongar la resistencia hasta el final. En aquellas circunstancias, las mujeres de la República supieron estar a la altura de los hombres.

Con el frente prácticamente colapsado, solo quedaba un resquicio para la esperanza. Se trataba de una línea de fortificaciones que se extendía desde Viver a la sierra de Espada, último obstáculo con el que las tropas nacionales se habrían de enfrentar antes de enfilar la llanura de Valencia. No sé quién diseñó y construyó aquellas fortificaciones, pero sin duda hizo un buen trabajo. En primer lugar, porque dominaban todos los caminos y carreteras por los que inevitablemente habría de discurrir el avance del ejército nacional. En segundo lugar, porque estaban excavados en la tierra y en la roca de aquellos lugares, de manera que pudieran resistir los impactos cercanos de bombas de más de media tonelada.

El 18 de julio aquella última línea de defensa estaba lista para el combate. Los italianos, convencidos de que las tropas republicanas estaban no ya en retirada, sino en franca huida, no se molestaron en comprobar la consistencia de aquella última línea defensiva que tenían delante. Como había ocurrido en Guadalajara, cometieron un gravísimo error. Avanzaban en oleadas solo para ser abatidos por las ametralladoras republicanas que dominaban las alturas. Los nacionales no se esperaban aquella resistencia y llevaron toda su artillería para concentrar su fuego en la línea defensiva republicana. Yo presencié el combate desde las alturas de un cerro cercano. Las columnas de humo producidas por los obuses nacionales se multiplicaban por las faldas de las montañas en un frente que se extendía a lo largo de unos treinta kilómetros. Y después llegaba la aviación y pasaba y repasaba las posiciones republicanas dejando caer su pesada carga, y uno entonces se preguntaba si podía quedar alguien con vida en aquella línea de defensa. Supongo que la misma pregunta se hacían las tropas italianas: no era posible que quedara vida humana en aquellas alturas tan castigadas por su aviación. Cuando cesaba el ataque aéreo y se dispersaba el humo, las tropas italianas se desplegaban para comenzar un nuevo ataque, pero de nuevo surgían, no se sabía de dónde, las ametralladoras republicanas, que barrían a placer desde las alturas a los atacantes. Y esto ocurría una y otra vez. La aviación nacional volaba entonces más bajo con objeto de afinar el tiro contra aquella línea defensiva aparentemente inexpugnable. Y lo increíble era que las fuerzas republicanas no disponían de baterías antiaéreas en aquel sector, de manera que la aviación podía bombardearlas a placer. Llegaban los bombarderos protegidos por docenas de pequeños cazas, aunque realmente no necesitaban protección alguna porque la aviación republicana era casi inexistente. Yo llegué a contar casi cien aparatos en el aire a un tiempo, pero aquella demostración de poderío y fuerza se estrellaba contra los riscos donde se escondían, no se sabe muy bien cómo, los defensores de la República.

Cinco días después de iniciarse el combate, las posiciones continuaban siendo las mismas. Supongo que se estaba escribiendo un nuevo capítulo en la historia militar. Un terreno escabroso, unas excelentes fortificaciones y unas decenas de ametralladoras eran capaces de paralizar toda una maquinaria moderna de guerra, que disponía de una superioridad abrumadora (yo calculo que de ocho a uno) en todos los terrenos: infantería, artillería, tanques, aviación, etc. Supongo que si la República hubiera dispuesto de buenos estrategas, lo primero que se les hubiera ocurrido habría sido reforzar aquella línea de defensa que tan excelentes resultados les había dado. Habrían traído tropas de refresco de Barcelona para tratar de consolidar aquellas posiciones, esperando a que Franco atacara de nuevo para ocasionarle una nueva masacre.

En lugar de esto, optaron por la solución contraria: iniciaron una nueva ofensiva en el Ebro. Supongo que lo que pretendían era salvar la ciudad de Valencia, sin darse cuenta de que Valencia se estaba salvando sola.

Efectivamente, había organizado su propia defensa, sin ayuda alguna de las Brigadas Internacionales o de tropas enviadas desde Madrid. Con algún refuerzo, los que estaban salvando Valencia eran las propias tropas valencianas, comandadas por un tal coronel Menéndez y un cuerpo de oficiales jóvenes que habían recibido su instrucción en la Academia Militar de Barcelona antes de comenzar la guerra.

Pienso que si Franco no hubiera conquistado Teruel en el mes de febrero, aquella rápida ofensiva del ejército nacional no se habría producido y Franco no habría podido llegar al mar en el mes de abril y haberse situado a las puertas de Valencia en el mes de julio. Pero, como antes he señalado, la apertura de la frontera francesa en el mes de junio había resultado decisiva para la República, que había conseguido rearmarse en pocas semanas. Esto explicaba el lento avance de Franco por la costa desde Vinaroz y también el parón de su ejército en aquella segunda ofensiva desde Teruel.

La República tenía ahora armas para defenderse, pero esas armas no eran inagotables. La frontera francesa se había cerrado de nuevo y nadie podía vaticinar cuándo se abriría. Franco, en cambio, disponía de un arsenal, porque sabía que toda pieza destruida sería pronto sustituida por el material de guerra que entraba por los puertos del Norte.

Supongo que si el general Rojo hubiera estado en Valencia en lugar de encontrarse en Barcelona, habría entendido mejor la situación. El que estaba en peligro no era el ejército republicano, que mantenía sus posiciones, sino el del general Franco. Este y sus aliados italianos habían perdido el veinte por ciento de sus hombres y los que todavía continuaban vivos estaban totalmente agotados por el calor, la falta de agua y aquel combate que tan cuesta arriba —en todos los sentidos— se les había puesto. Como ya he dicho, si la República hubiera actuado con inteligencia, habría reforzado aquella línea de defensa en torno a la ciudad de Valencia y esperado a que Franco atacara y se estrellara de nuevo en ella.

Supongo que el general Rojo y el doctor Negrín, que, como digo, se encontraban muy lejos del lugar, en Barcelona, sucumbieron a la tentación de encontrarse con un ejército descansado, listo para el ataque y relativamente bien armado y pertrechado. Supongo también que actuaban con la noble intención de distraer el ataque de Franco en Valencia abriendo un nuevo frente. Como ya he dicho, pretendían salvar esta capital sin darse cuenta de que se estaba salvando sola.

Aquel nuevo envite del ejército republicano le debió de parecer de perlas al general Franco. Suspendió la ofensiva sobre Valencia —que tantas bajas y sinsabores le había costado— y dirigió sus tropas hacia el Ebro.

La batalla por Valencia concluyó así tan súbitamente como había comenzado. Demostró que las tropas motorizadas hispano-italianas no eran invencibles, si se contaba con buenas fortificaciones y un mínimo de armamento. Los oficiales y la tropa se sentían orgullosos de que hubieran sido los propios valencianos los que habían detenido al general Franco, sin ayuda alguna de tropas extranjeras, y creían que aquello convencería al fin a las potencias occidentales para apoyar a la República. Me miraban cuando decían eso y yo les sonreía para seguirles la corriente, pero en mi fuero interno me sorprendía su total ingenuidad.

La República se enfrentaba ahora a un nuevo problema. Ya no eran solo las armas, sino también la comida lo que comenzaba a escasear. Desde hacía meses, los alimentos no llegaban a Madrid y las raciones que se repartían habían disminuido en número y en tamaño, produciéndose una situación de semihambruna en la capital. El cierre de la frontera francesa en lo que a armas se refiere no afectaba a los productos alimenticios que continuaban llegando por tierra a Cataluña. Pero el transporte de esos productos más allá de Cataluña era muy complicado, sobre todo ahora que las comunicaciones terrestres con Valencia habían sido cortadas por el ejército nacional. El Tratado de No Intervención se había convertido en el mejor aliado del general Franco.

Cuando pasé por Alicante antes de dirigirme a Valencia para presenciar aquella ofensiva, contemplé los restos de cuatro buques ingleses atracados en el puerto. Habían sido destruidos, según me contaron, en una noche de luna llena por un solo bombardero que había hecho muchas pasadas para escoger sus objetivos. Teniendo en cuenta que Alicante apenas contaba con baterías antiaéreas, el bombardero se podía permitir el lujo de acercarse, buscar sus objetivos y bombardear con total impunidad. El centro de la ciudad de Alicante tampoco había escapado a los bombardeos fascistas y en una ocasión murieron hasta trescientas personas.

Si no me equivoco, un total de veintisiete barcos británicos habían sido hundidos cuando se encontraban atracados en puertos de la República, y unos ciento setenta habían resultado seriamente dañados. Los franceses habían perdido trece barcos y tenían cuarenta y dos dañados. Los bombardeos sobre aquellos buques los realizaban los llamados «cazabombarderos», como el Junker Sturz tipo JU 87. Se trata de aparatos de un solo motor pero capaces de transportar bombas de media tonelada bajo el fuselaje. Al descender sobre su objetivo usa unos alerones en las alas para frenar el descenso y dar tiempo para afinar la puntería. Tiene la ventaja de que puede descender hasta una altura muy baja, eludiendo así las baterías antiaéreas. Un avión de este tipo descendió sobre Barcelona y dejó caer una bomba en una central eléctrica. Afortunadamente, la bomba no explotó, pero esa precisión solo se podía realizar con aparatos de aquel tipo.

Hasta el 3 de abril de 1938 Barcelona había sufrido casi cien bombardeos y, como digo, fue su puerto, como los otros de la República, el lugar más afectado. Sin embargo, los trabajadores portuarios jamás interrumpieron su trabajo, demostrando un gran heroísmo. Muchos eran viejos, ya que los más jóvenes habían marchado al frente. La democracia tenía sus pegas, entre ellas la burocracia, y se tenían que pasar diversos controles antes de que la mercancía pudiera ser desembarcada. Parece que hasta veinte organizaciones distintas ejercían diversos controles sobre el puerto, dificultando aún más el desembarco de mercancías, lo cual hacía más heroica la labor de los estibadores del puerto.

Naturalmente, el gobierno de la República podía haber tomado represalias contra aquellos bombardeos.

Burgos estaba a tiro de piedra de Madrid. Pero Indalecio Prieto se mostraba contrario a tomar represalias y solo en alguna ocasión, como tras los terribles bombardeos de Barcelona, había ordenado bombardear determinados objetivos; en aquel caso, la ciudad de Salamanca. Naturalmente, pienso que Prieto había hecho muy bien al prohibir las represalias y el bombardeo de objetivos civiles, porque yo había comprobado en zona republicana el odio y la ira que generaban esos actos. Franco y sus asesores no se percataban suficientemente del aborrecimiento que la gente sentía hacia él, incluso personas que en principio no habían tomado partido en la guerra. Ganara quien ganara la contienda, aquel odio que se palpaba hacia Franco tardaría años, quizá generaciones, en disiparse.

Si antes distinguía entre objetivos civiles y militares y decía que el bombardeo de los puertos del levante español por parte de los nacionales era «más o menos legítimo», no me refería a la ley internacional. Según esa ley, ningún barco extranjero podía ser atacado en un puerto siempre y cuando estuviera allí por «razones comerciales legítimas». En tanto no se demostrara lo contrario, las «razones comerciales» de aquellos barcos extranjeros eran perfectamente «legítimas». Pero a la comunidad internacional no le interesaba en aquellos momentos mostrar una fuerte oposición a aquellos bombardeos de las aviaciones italiana y alemana, y así las potencias occidentales les dejaban hacer, aunque fueran sus propios barcos los que las sufrieran directamente.

Pude entrevistarme con muchos oficiales y miembros de la tripulación de los barcos británicos que atracaban en puertos españoles. No pocos de ellos habían ido a España por dinero, pero puedo asegurar que también muchos de aquellos hombres de nuestra marina mercante estaban allí por sus propias convicciones, asumían aquellos riesgos porque apoyaban la causa de la República. Siempre que hablaba con gente como ellos pensaba que no todo estaba perdido en mi país y, sobre todo, que la absoluta indiferencia del gobierno de su majestad hacia España no representaba los sentimientos de muchos de mis compatriotas.

Con mis propios ojos contemplé lo que le ocurrió a un mercante inglés en el puerto de Gandía. Este encantador puertecito situado al sur de Valencia pertenecía a una compañía inglesa y lo dirigía míster Apfel, un señor que llevaba siempre el sombrero bombín puesto. En el puerto había un único mercante, el Dellwyn, el resto eran barcos pesqueros y embarcaciones deportivas. En los tinglados no pude ver más que fertilizantes. El Dellwyn llevaba una carga de carbón destinada a la fábrica de gas de la localidad, ya que el comercio de carbón estaba autorizado por el Tratado de No Intervención. Había un oficial controlador y el barco llevaba la enseña de haber sido inspeccionado por los controladores. Pero todo aquello no sirvió de nada. En la noche del 27 de julio el Dellwyn fue hundido por un hidroavión alemán que tenía su base en la bahía de Pollensa, en Mallorca. Durante cinco noches consecutivas aquel hidroavión se había acercado a Gandía para destruir al Dellwyn, pero siempre erraba el tiro. En la quinta noche acertó de lleno y lo mandó a pique. Pero lo más grotesco de aquella historia es que el destructor británico H. M. S. Hero se hallaba fondeado a media milla del puerto de Gandía, y sus oficiales contemplaban cada noche las evoluciones del hidroavión alemán y las bombas que dejaba caer en torno al Dellwyn sin poder hacer nada para socorrerlo.

Más que una tragedia, aquello empezaba a parecer una ópera bufa.