XXVI LA BATALLA DE ARAGÓN

Contra todo pronóstico, la ofensiva nacional no se detuvo en Teruel, sino que continuó su camino en busca del Mediterráneo. Franco abrió un frente de unos doscientos kilómetros, desde los Pirineos hasta Montalbán. Y en este vasto frente, lanzó tres ataques en punta de lanza: desde Huesca por las faldas del Pirineo; desde Zaragoza hacia Lérida, y desde Zaragoza por el valle del Ebro hacia el mar. Aquella ofensiva en pleno invierno cogió totalmente por sorpresa al ejército republicano. Las tropas que habían participado en la defensa de Teruel estaban totalmente agotadas y no habían tenido tiempo de reponer el material de guerra perdido. Yo mismo había visto a unidades del ejército republicano que entraban en combate cuando la mitad de los hombres no disponían de un fusil, no hablo ya de granadas o de ametralladoras.

Solamente en el aire la República parecía disponer de suficientes aparatos, aunque no creo que el número de bombarderos excediera en esos momentos de los ciento cincuenta, y tenían que lidiar con una aviación fascista que superaba los quinientos bombarderos. Según las cifras que se hicieron públicas en Alemania después de finalizar la guerra de España, en ella participaron ciento treinta oficiales y cinco mil soldados alemanes, «técnicos», pilotos y tanquistas en su mayor parte. Si a esto añadimos los pilotos nacionales y los italianos, podemos hacernos una idea del potencial aéreo del general Franco.

La punta de lanza más importante en aquel tridente que desplegaba el ejército nacional se dirigía hacia el Mediterráneo. Participaban en esta ofensiva dos divisiones italianas y dos divisiones mixtas, es decir, italo-españolas, pero bajo mando italiano. Eran tropas de refresco, que no habían participado en la batalla de Teruel. Aquellas tropas, excelentemente equipadas, disponían de camionetas, tanquetas y tanques ligeros para facilitar el rápido avance de la ofensiva. Las cuatro divisiones sumaban la friolera de sesenta mil hombres. El comandante en jefe era el general Berti, y el segundo en el mando, el general Manzini.

Para dar una idea de la rapidez del avance de aquella ofensiva, baste decir que en pocos días la República había perdido tres mil kilómetros cuadrados y el frente de Aragón simplemente se había colapsado.

A pesar de que en algunos puntos de aquel frente los republicanos habían resistido perfectamente el avance de las tropas nacionales, debieron retirarse precipitadamente para no encontrarse en posiciones aisladas, flanqueadas por las velocísimas tropas nacionales, que parecían competir en una suerte de carrera para ver quién llegaba antes al mar. El efecto de aquel golpe en la moral del ejército republicano no pudo ser más devastador, sobre todo en aquellos momentos en que Barcelona —y toda la República— celebraba el hundimiento del crucero Baleares, uno de los buques estrella de la marina de Franco.

La marina republicana lo había tenido muy difícil en aquella guerra. Cuando sus naves salían de la base naval de Cartagena solía escoltarlas algún barco alemán e italiano, que sin duda espiaba cada uno de sus movimientos y transmitía su posición exacta al ejército nacional. Y no había nada que pudieran hacer contra aquellos buques escolta nazis, porque si los hubieran atacado, eso habría sido un acto de agresión internacional. En alguna ocasión, como en el bombardeo naval de la ciudad de Málaga, la marina republicana había perseguido a unidades que parecían pertenecer a la marina nacional y que no llevaban bandera alguna. Cuando se encontraron ya en alta mar y fuera de las aguas territoriales, izaron la bandera italiana.

En esta ocasión, la marina republicana tuvo más suerte. Eludió la «escolta» alemana y se presentó de improviso frente a la flota de Franco. La flota republicana se componía de dos cruceros, el Libertad y el Méndez Nuñez, y un destructor. Ante ellos estaba lo más granado de la marina nacional, los cruceros Almirante Cervera, Canarias y Baleares. Amparándose en la oscuridad de la noche, los barcos republicanos consiguieron una posición favorable respecto a los nacionales y concentraron su fuego de torpedo en el costado del Baleares, que fue alcanzado de lleno, hizo explosión y se hundió. Satisfecha con aquel golpe de suerte, la flota republicana regresó a Cartagena sin sufrir baja ni daño alguno.

Todavía no me explico por qué los otros navios nacionales no acudieron en ayuda del Baleares ni persiguieron a la flota republicana. Posiblemente se debió a la oscuridad, y los almirantes del Canarias y del Cervera pensarían que se trataba de muchos más barcos de los que en realidad tenían delante. No he leído una versión nacional de esta batalla naval, así es que no puedo cotejarla con la información que se publicó en la República. En cualquier caso, parece ser que los primeros en acudir en auxilio del Baleares fueron dos barcos ingleses, el Boreas y el Kempenfeldt, que estaban patrullando aquellas aguas en cumplimiento del Tratado de No Intervención. A las cuatro de la madrugada dijeron haber avistado un barco en llamas y a punto de hundirse. Se dirigieron al lugar y pudieron rescatar a cuatrocientos hombres de un total de más de mil que constituía la dotación del Baleares. Después de esto se dirigieron hacia donde se encontraba el Canarias para transferir aquellos hombres, muchos de los cuales estaban heridos.

Al día siguiente, exaltado por aquel éxito tan inesperado, el propio Indalecio Prieto se reunía con la prensa y nos ofrecía champán para que brindáramos con él. Nos enseñó unas fotos que mostraban al Canarias recibiendo a los supervivientes del naufragio del Baleares y rodeado de mucho humo. Prieto y el vicealmirante Bouza, presente en aquella reunión, insistían en que aquella foto probaba que el Canarias también había sido alcanzado por los torpedos republicanos. Yo le contesté que aquel humo parecía proceder de las chimeneas del barco, pero el vicealmirante insistía en que tenía que venir de algún incendio declarado en la sala de máquinas. De cualquier manera, aquel era un gran éxito para una República que, desde hacía ya bastante tiempo, no tenía nada que celebrar.

Si echábamos cuentas, la marina de la República disponía de dos cruceros, el Cervantes y el Méndez Núñez, doce destructores, seis lanchas torpederas y cinco submarinos. Los nacionales tenían tres cruceros, el Canarias, el Almirante Cervera y el Navarra (este último construido durante la guerra con ayuda alemana), dos destructores, cinco lanchas torpederas y cuatro submarinos. Nadie sabía de dónde procedían aquellos submarinos. Desde luego, no tenían ninguno cuando empezó la guerra. Tampoco estaba muy claro de dónde procedían algunos destructores. Parece ser que Italia se los había vendido al general Franco. ¡Imagínense la que se habría armado si se hubiera anunciado que la Unión Soviética vendía un destructor a la República!

La marina era, en todo caso, el único cuerpo del ejército en el que la República aventajaba a los nacionales. Pero aquella ventaja no se traducía en una hegemonía en el mar, porque la marina republicana tenía que lidiar no solo con la de Franco, sino también con la de Italia y Alemania. La marina de la República no podía luchar en solitario con aquel bloqueo naval que la Sociedad de Naciones había impuesto a España y que Italia y Alemania, con tanta astucia, aprovechaban. Mientras que el Atlántico era un mar abierto para los intereses de Franco, el Mediterráneo era un mar cerrado para aquella República que dominaba toda la costa del Levante español, pero que no podía sacar ningún beneficio de ello.

Aquel pequeño éxito del hundimiento del Baleares apenas nos distrajo de los problemas con los que se enfrentaba la República entonces. Uno de ellos era determinar la posición exacta del frente, que fluctuaba más que la cotización de las acciones en Bolsa. Otro era el persistente bombardeo de Barcelona que acompañaba a la ofensiva de Franco en Aragón. Parecía haber aprendido del estratega Douhet, que sostenía que ■la forma más segura de asegurarse la victoria en una batalla era golpear al enemigo en la retaguardia, para que, de esta manera, el movimiento de tropas hacia el frente se paralizara.

No era aquella la primera ocasión en la que se bombardeaba Barcelona. El 25 de enero de aquel año, un bombardeo en el centro de la ciudad había causado más de cien muertos. Unos días más tarde, escuadrones italianos estacionados en Mallorca habían matado en un bombardeo a más de trescientas personas, incluidos ochenta niños que se encontraban en un orfanato.

Pero la verdadera prueba del método Douhet llegó el 16 de marzo, cuando la ciudad comenzó a ser bombardeada a intervalos de tres horas. La aviación italiana realizó un total de diecisiete incursiones que concluyeron dos días después. La cifra de muertos alcanzó los mil trecientos y la de heridos superó los dos mil.

Recuerdo que un mediodía cayó una bomba muy cerca de donde yo me encontraba, y pudimos contemplar, atónitos, cómo se derrumbaban a un tiempo cuatro grandes edificios. Al principio pensamos que se trataba de un nuevo invento, de una bomba con una capacidad destructora como jamás se había conocido hasta aquel momento. Después supimos que lo ocurrido era que la bomba había caído sobre un camión repleto de dinamita que se encontraba en plena calle y que produjo el efecto devastador que todos habíamos presenciado. En aquella terrorífica explosión murieron más de cuatrocientas personas, y cuando las ambulancias se acercaban para recoger los cadáveres, se comprobaba que no había cadáveres, sino trozos de cuerpos diseminados por todas partes. La explosión se había producido a la hora de comer, cuando muchas personas salían de sus oficinas y estaban en la calle.

El pánico comenzó a cundir en Barcelona. La gente, aterrorizada, abandonaba la ciudad a cientos y a miles, y buscaban refugio en el campo. Pero el sentimiento que prevalecía entre los ciudadanos no era el pánico, sino la indignación, la furia ante aquellos bombardeos cuyos únicos objetivos eran civiles y no militares. Aquellas oleadas de bombas que concluyeron, como ya he dicho, el viernes 18 de marzo, obligaron a la República a trasladar los cazas que tenía destinados en el frente de Aragón para defender la ciudad. A partir de ese momento había una patrulla aérea sobre los cielos de Barcelona. Pero no fue aquello lo que hizo que Franco suspendiera los bombardeos, sino el grito de horror que se levantó en la prensa de todo el mundo. Hasta Franco se dio cuenta de que debía mejorar su imagen si quería entrar en Barcelona con un mínimo de dignidad.

Desde mi punto de vista, el experimento Douhet fue un total y absoluto fracaso, aunque se había realizado a muy pequeña escala y en circunstancias muy especiales. Los aviones habían accedido a la ciudad por el mar sin encontrar apenas resistencia antiaérea. Sin embargo, los dos objetivos del «experimento Douhet» no se cumplieron: las comunicaciones de Barcelona con el frente de Aragón no se habían interrumpido y la gente no había abandonado la ciudad, presa del pánico. Es cierto que varios miles de personas dormían en los descampados y que algunas se habían refugiado en casas de campo, pero la gran mayoría de los ciudadanos permanecían en Barcelona, con mucho miedo en el cuerpo, pero también con mucho odio hacia las personas que habían ordenado aquel bombardeo tan incomprensible sobre la población civil. Si de lo que se trataba era de hundir la moral de la población civil —que ya estaba por los suelos por las noticias que llegaban del frente y por la escasa ayuda de la comunidad internacional—, yo diría que consiguió el efecto contrario: los ciudadanos vieron su orgullo tan absurdamente pisoteado que reaccionaron poniéndose aún más de parte de la República.

La misma noche en que comenzaron aquellos bombardeos intensivos sobre Barcelona presencié una procesión de miles de personas que recorría el paseo de Gracia en dirección a la parte alta de la ciudad.

Se concentraron en torno al palacio de Pedralbes, donde en aquellos momentos el presidente Azaña presidía un consejo de ministros. Había circulado la noticia de que el presidente Azaña quería proponer un armisticio, auspiciado por las potencias occidentales, Francia e Inglaterra, que actuarían de intermediarias entre ambas partes. La propuesta era que tanto Azaña como Franco dimitieran de sus puestos de jefes de Estado y en su lugar se nombraría un gabinete neutral presidido por un político aceptable para ambas partes, como podría ser el profesor Julián Besteiro.

El Partido Comunista había convocado a sus militantes a la manifestación para protestar por aquella petición de armisticio y fue secundado por los anarquistas y buena parte del Partido Socialista. Cuentan las malas lenguas que un ministro, alarmado por aquella multitud que se concentraba en el exterior del palacio, vio llegar por la avenida Diagonal a varias unidades de los guardias de asalto y exclamó, aliviado: «¡Menos mal! ¡Aquí llega la Guardia de Asalto!». Lo que no sabía el ministro es que la Guardia de Asalto acudía para sumarse a la manifestación. Finalmente, y después de una violenta discusión, se impuso el criterio de que la guerra debía continuar y el doctor Negrín recibió a una delegación de los manifestantes para informarles del acuerdo que se había tomado.

Pedir un armisticio a Franco en aquellas circunstancias equivalía a pedir la luna, y lo malo era que muchos republicanos no se daban cuenta y caían una y otra vez en el mismo error. No había otra alternativa que continuar la guerra hasta el final con la esperanza de que un brusco cambio en la situación internacional favoreciera la posición republicana. Incluso la rendición incondicional era para la República un callejón sin salida, porque suponía, seguramente, la muerte para miles de personas, la cárcel para decenas de miles de personas, y la certeza de que España ya no volvería a ser un país democrático durante varias generaciones.

Yo me imagino que cuando el señor Besteiro representó a la República española en la coronación de Jorge VI, debió de tantear a las autoridades de mi país sobre la posibilidad de un armisticio. Desde luego, fue recibido por Anthony Eden, y le contó todo lo que Eden deseaba escuchar. También se entrevistó con Léon Blum y le contaría todo lo que el socialista francés quería oír. De aquellos encuentros nacería, digo yo, la idea de un armisticio. Me temo que, con la mejor intención del mundo, Besteiro estuvo engañando a aquellos señores, pintando un panorama que simplemente no se correspondía con la realidad. Y no lo hacía de mala fe, sino porque él mismo no acababa de entender lo que estaba ocurriendo en España, tanto en la zona republicana como en la nacional. La dinámica de los acontecimientos había llevado a esas dos Españas a tal extremo que ya no era posible ningún tipo de entendimiento, simplemente se trataba de saber cuál de las dos Españas acabaría imponiéndose sobre la otra. El profesor Besteiro constituye un perfecto ejemplo de cómo se puede ser honrado, culto, total y absolutamente dedicado a su país y, sin embargo, no saber lo que está ocurriendo en él. Pertenecía a otro tiempo, casi diría que a otro siglo. Esto, naturalmente, con independencia de su talla humana, que demostró quedándose en Madrid y con los madrileños hasta el final mismo de la guerra.

Lo que entonces nos preocupaba no era ese imposible armisticio, sino una línea de frente que se nos venía, literalmente, encima. El ejército republicano había pasado de ocupar posiciones muy cercanas a las ciudades de Huesca y Zaragoza y, en el Pirineo, las puertas mismas de Jaca, a retirarse en desbandada ante aquella ofensiva de los nacionales. Estos barrían toda aquella zona como si fueran un gran vendaval y ocasionaban la primera gran ola de refugiados de la guerra. El avance había sido tan rápido que muchas tropas y civiles leales a la República se encontraron, de la noche a la mañana, en territorio nacional, sin posibilidad de retroceder al republicano. Muchos optaron por cruzar los Pirineos hacia Francia, pero aquello era casi peor que enfrentarse a las tropas nacionales, porque los pasos de montaña estaban cubiertos de nieve en ese mes de marzo y por lo general aquellas personas no iban equipadas para emprender aquella travesía. Parece ser que los restos de una división —unos cuatro mil hombres—, cuando llegaron a Francia, fueron entrevistados por las autoridades francesas para ser repatriados. Podían escoger entre el regreso al ejército republicano o la incorporación al ejército nacional. Solo ciento sesenta y ocho soldados entre cuatro mil eligieron esta segunda opción.

Yo me encontraba en Lérida, dispuesto a presenciar la batalla por aquella ciudad. Pero el espectáculo más deprimente no estaba en la población misma, sino fuera de ella, en las carreteras por donde fluía un río interminable de refugiados, acarreando sus pertenencias en sus carretas de mulas. Entonces llegaban los aviones nacionales y, en vuelos rasantes, comenzaban a ametrallarlos, dejando una estela de cadáveres de hombres y animales y un reguero de sangre.

La batalla de Lérida llevó una semana y si duró tanto fue gracias al arrojo de uno de los personajes más pintorescos del ejército republicano. Me refiero a Valentín González, apodado El Campesino. Procedía en efecto de una familia de campesinos de Extremadura y parecía realmente un labrador, corpulento, bronceado, saludable de aspecto y algo lento en sus andares. Pero había algo extraño en su mirada, un brillo en los ojos que atraía con una fuerza magnética parecida a la mirada de un loco. Pertenecía al Partido Comunista y había sido en su juventud enlace sindical y, según cuentan, agitador político. Se estrenó en la guerra en Guadalajara, donde jugó un papel importante. Apareció de nuevo en la batalla de Teruel, donde parece que fue el último en abandonar la ciudad antes de que entraran en ella las tropas nacionales. Estas habían rodeado la ciudad y nadie se explicaba cómo El Campesino había conseguido salir de ella con todos sus hombres y había cruzado por la noche las líneas nacionales sin que le descubrieran.

Visité los cuarteles del batallón de la Guardia de Asalto que comandaba y me impresionó el aseo y la limpieza tanto de sus hombres como del lugar. Me impresionaron también el entrenamiento y la disciplina de sus soldados. Claro que aquello se debía en parte a la eficiencia de su lugarteniente, el joven comandante Medina. El carismático Campesino y aquel joven universitario, tan escrupuloso y metódico, formaban un buen equipo.

De Teruel, el batallón de El Campesino había regresado a Madrid para disfrutar de un bien merecido descanso. Y allí estaban de nuevo, a finales del mes de marzo, dispuestos a detener aquel tren expreso que parecía entonces el ejército nacional. Salí a inspeccionar las defensas de Lérida antes de que llegaran los nacionales y pude comprobar que no existían. ¡Una ciudad tan importante y nadie se había molestado en levantar una línea de defensa! El único obstáculo al avance de las tropas nacionales era el río Cinca: los republicanos habían volado el puente sobre el río en Fraga, a pocos kilómetros de Lérida, y habían abierto las compuertas de los embalses en los Pirineos, de manera que el río bajaba muy crecido. Cuando las tropas nacionales llegaron a él hubieron de improvisar un puente de barcas.

El Campesino les esperaba a la entrada de Lérida, en un puesto de mando que había improvisado en los sótanos de un banco. Me dijo que «podría resistir si llegaba la artillería y los tanques que estaba esperando».

No llegaron. Cuando el ejército nacional se acercó a la ciudad bombardearon el puente de hierro que cruza el río y que había sido previamente minado. La explosión fue tan devastadora que una parte de aquel puente de hierro cayó sobre el refugio donde se encontraba El Campesino, que resultó herido de cierta gravedad, y tuvo que ser retirado del frente. La estrella de El Campesino se eclipsó a partir de aquel momento. Más adelante le dieron el mando de una división, pero le retiraron a Medina, su hombre de confianza, y pronto fue relevado del mando. Quizá El Campesino no fuera más que un carismático líder de guerrillas, pero sin las dotes ni la capacidad para comandar un ejército moderno.

Lérida cayó el 3 de abril, pero la tenaz resistencia al ejército nacional —la primera que había encontrado desde que iniciara aquella ofensiva— dio al gobierno de la República un pequeño respiro para poder reorganizar sus tropas. De regreso a Barcelona recogimos en el coche a un ferroviario que había ido a Lérida para llevarse de allí cualquier locomotora que todavía quedase en la estación de ferrocarril. Al comprobar que no había ninguna, salió de la ciudad antes de que cayera en manos de los nacionales. Lo encontré andando por la carretera y le ofrecí llevarle en el coche. Era un veterano de unos sesenta años de edad. Le pregunté por sus ideas políticas. «No tengo ideas políticas y no pertenezco a ningún partido —me contestó—. Pero lo que no entiendo es por qué los que tienen tanto se han levantado para luchar contra nosotros, que tenemos tan poco». Aquel hombre, en su aparente ignorancia, había acertado a definir mejor que nadie lo que era la guerra española.

Aquel 3 de abril fue, desde luego, un día negro para la República, porque también cayó Gandesa, en el frente del Ebro. Las Brigadas Internacionales se encargaron de la defensa de esta estratégica plaza, situada en las cercanías del gran río y clave para su protección. La prueba de su heroica resistencia fue el número de bajas: trescientos americanos de la Brigada Lincoln y ciento veinticinco ingleses del Batallón Attlee. Los brigadistas alemanes sufrieron también bajas similares.

Richard Mowrer y yo habíamos estado inspeccionando las líneas del frente pocas horas antes de que llegaran las tropas italianas. Las Brigadas Internacionales habían tomado posiciones en la carretera que sale de Gandesa en dirección a Caspe. Se habían situado en lo alto de un cerro y su posición parecía buena. Regresamos aquella misma noche a Barcelona para poder mandar la crónica. Recuerdo que recogimos en nuestro automóvil a unas mujeres refugiadas que insistieron en subir con su cabra. Ante la mirada de horror de Mowrer, las mujeres nos convencieron de que el animal estaba enseñado y no haría sus necesidades en nuestro coche.

Aquellas mujeres venían andando desde Belchite. Más adelante nos cruzamos con jóvenes brigadistas de la Lincoln y compatriotas del Batallón Attlee que se dirigían al frente de Gandesa. Andaban en largas hileras a ambos lados de la carretera, con caras de cansancio. Algunos levantaban la vista al paso de nuestro vehículo y nos miraban con envidia. Supongo que pensaban: «¡Qué bonito es ser periodista y regresar cada noche a la ciudad, y darse un buen baño y salir a tomarse una copa y a conocer mujeres!». Pero la mayoría estaban tan agotados que ni siquiera podían levantar la vista, concentrando todo su esfuerzo en poner un pie delante del otro. Se dirigían hacia un frente que, como tal, apenas existía, sin una estrategia definida y sin apenas oficiales para transmitir órdenes. En definitiva, se dirigían hacia la boca del lobo. Como ya he señalado, trescientos de aquellos jóvenes que marchaban por la carretera para reunirse con sus compañeros perecerían pocas horas después.

Nadie había previsto el rápido avance de aquellas fuerzas motorizadas de los italianos que, en lugar de tomar las plazas, se limitaban a flanquearlas dejando al enemigo totalmente fuera de posición. Los brigadistas que habíamos visto marchando por la carretera, a las órdenes del americano Bob Merryman, habían llegado al cruce de carreteras antes de entrar en Gandesa y habían visto unas tanquetas situadas cerca de aquel lugar.

Suponiendo, lógicamente, que aquellos tanques eran republicanos, se habían dirigido hacia ellos para saber dónde estaban las posiciones de las Brigadas y habían sido recibidos por fuego cruzado de tanques y ametralladoras. No podían imaginarse que la vanguardia de las fuerzas enemigas había dejado atrás Gandesa y se internaba en lo que ellos creían que era terreno republicano.

Lo mismo les había ocurrido a los que habían tomado posiciones en la carretera de Caspe. Se habían encontrado de pronto rodeados por el enemigo, sin otra ruta de retirada que campo a través hacia el propio río, que describe un gran arco en torno a la población de Gandesa. Unos centenares consiguieron llegar hasta el Ebro en una marcha por el campo de muchos kilómetros. Pero ya no había puentes para cruzarlo, porque todos habían sido dinamitados en previsión de la ofensiva nacional. Tampoco quedaban barcas, así es que muchos de ellos trataron de cruzar el río a nado, lo cual no era fácil en aquella época del año, cuando iba crecido y con fuerte corriente. Los que estaban heridos o no sabían nadar se escondieron en cuevas cerca de la orilla o en casas de campesinos que les ofrecían ayuda. La odisea de aquellos hombres tendrá que ser narrada algún día.

El desastre de Gandesa no se debió solamente a los movimientos relámpago de las fuerzas motorizadas italianas, sino sobre todo a la falta de información del ejército republicano sobre el enemigo. La República no disponía de aviones de observación para seguir los movimientos de las tropas nacionales. Gracias a la aviación alemana, Franco disponía de excelentes aparatos capaces de tomar fotos aéreas con gran precisión y de transmitir por radio al minuto el movimiento del ejército enemigo. Pero, aparte de estas deficiencias técnicas, también las hubo humanas, y en este caso hay que aludir a la responsabilidad al general Rojo, que no había previsto el rápido avance de los italianos y había llevado a aquellos brigadistas a un callejón sin salida.

Indalecio Prieto presentó la dimisión como ministro de la Guerra, supongo que a raíz de esos desastres del 3 de abril, Negrín rehízo su gabinete y, además de primer ministro, se adjudicó dicha cartera. Los sindicatos volvieron a tener un papel relevante en el gobierno con la inclusión de un anarquista llamado Blanco y del socialista González Peña, el líder sindical que había encabezado la rebelión de Asturias.

Las once carteras se repartieron de la siguiente manera: cuatro para los republicanos, tres para los socialistas, una para los comunistas, una para los anarquistas y dos para los nacionalistas.

No sé si fue como resultado del cambio en el gobierno, pero el ejército pareció remozarse en aquellos días: los camiones circulaban ondeando grandes banderas republicanas, se apreciaba un nuevo entusiasmo entre la tropa y, lo más importante, la ofensiva nacional parecía haberse detenido. No nos hacíamos ilusiones y sabíamos muy bien que las tropas nacionales debían de estar agotadas después de un mes de marcha incesante, pero de momento el avance sobre el Ebro se había detenido. No así el que discurría por el interior de Cataluña, cerca de la línea de los Pirineos. El 6 de abril caía Balaguer y unos días después Tremp. Ello suponía un verdadero desastre para la República, porque allí era donde se encontraban las centrales eléctricas que abastecían de electricidad a Barcelona y su cinturón industrial y a casi toda Cataluña. A toda prisa, se pusieron en marcha las centrales que operaban con máquinas de vapor y se solicitó la ayuda de Andorra y Francia, porque los cables de alta tensión llegaban hasta la frontera. Pero en aquellos momentos nadie parecía dispuesto a ayudar a la República española.