XXV Teruel

Pero la República todavía no estaba dispuesta a arrojar la toalla. A principios de septiembre lanzó una nueva ofensiva en el frente de Aragón para tomar Zaragoza. El 5 de septiembre caía Belchite, en el camino a dicha ciudad, en manos de las Brigadas Internacionales y de las tropas republicanas que las apoyaban. Pero en todas las ofensivas solía ocurrir lo mismo: tenían éxito en los primeros días, el tiempo que Franco tardaba en llevar sus unidades motorizadas y sus tanques desde el Norte. Y entonces las tropas republicanas tenían que enfrentarse a un enemigo con una superioridad técnica tan avasalladora que poco se podía hacer, y las ofensivas, como la de Belchite o la de Brunete, se quedaban en agua de borrajas. Se desbarató otra ofensiva planeada contra Teruel porque, horas antes de iniciarse, el comandante en jefe se pasó al enemigo llevándose los mapas y planos del ataque. Afortunadamente, su ausencia fue detectada aquella misma noche y se dio orden a las tropas y los arsenales de municiones previstos para el ataque de que se dispersaran. Cuando de madrugada comenzaron a llegar los aviones nacionales y a bombardear las posiciones republicanas, las tropas se habían diseminado ya y el daño fue menor de lo previsto. Pienso para mis adentros que, en el fondo, la defección del comandante fue una bendición del cielo: la República no estaba preparada para lanzar aquel ataque.

El problema mayor de la República seguía siendo la escasez de armas. Como he señalado antes, por cada barco ruso que conseguía burlar el bloqueo fascista caían dos o tres en manos de italianos o alemanes. La ruta terrestre era imposible porque Francia había cerrado herméticamente sus fronteras con España. La única solución era que la República fabricara su propio material de guerra, pero eso resultaba difícil y costoso, porque la industria siderúrgica estaba en el norte de España. Con lo poco que había en el territorio de la República, se hizo un titánico esfuerzo por aumentar la producción de armas. Justamente para dar auge a esta producción, el gobierno decidió trasladarse de Valencia a Barcelona. Una de las primeras medidas gubernamentales fue suspender la semana de cuarenta horas que habían suscrito los sindicatos catalanes. Cataluña se convertía en el centro político e industrial de la República y el eje Valencia-Barcelona, en su arteria principal.

A partir de ese momento comenzó el bombardeo intensivo de Franco sobre los puertos de estas dos ciudades, a sabiendas de que tenía que paralizar el nuevo impulso que la República quería tomar. No me parece casual que nuestro corresponsal en Roma anunciara, a principios de octubre, que Bruno Mussolini, el hijo del Duce, se había incorporado a la escuadrilla de aviones que los italianos tenían en Palma de Mallorca. El objetivo de su misión estaba claro: bombardear los puertos del Levante español.

Uno de los motivos de fricción que surgió en el nuevo gobierno de Negrín fue la cuestión de los comisarios políticos.

El ministro de la Guerra, Indalecio Prieto, desconfiaba de los comisarios. El papel de estos en el nuevo ejército republicano consistía en explicar a los soldados las razones por las cuales estaban luchando, asesorarles en cuestiones personales y erigirse en modelos de conducta para que los soldados pudieran seguir su ejemplo. Julio Álvarez del Vayo, que estaba a cargo de aquel cuerpo de comisarios, solía decir que se trataba de enseñar «el porqué se avanzaba y el cómo, el porqué y en qué circunstancias se debía retroceder». La idea del comisario político venía de los tiempos de la Revolución francesa, pero estaba claro que el modelo que se había adoptado en España era el de Rusia, aunque, justo es decirlo, los comisarios políticos no procedían solo del Partido Comunista, sino que también los había anarquistas y socialistas. Los comisarios recibían una buena paga y tenían el grado de comandante en el batallón al que se les destinaba.

Soy de los que piensan que la figura del comisario era necesaria en el ejército de la República. Un ejército que prácticamente acababa de nacer, que luchaba en una guerra civil, es decir, en una guerra entre hermanos, y que disponía de medios muy precarios para el combate, precisaba de estos asesores no solo para que allanaran las dudas de los soldados en el terreno político, sino para auxiliarlos en el terreno personal. Eran, por tanto, algo así como instructores políticos, psicólogos y estrategas, todo en uno. En alguna ocasión se habían producido fricciones con los oficiales militares, pero en general estaba demostrado que las unidades que disponían de buenos comisarios eran las más efectivas en el combate.

Prieto no anuló la figura del comisario, pero solía dar los puestos más importantes a los socialistas, los anarquistas o los republicanos de izquierda, lo cual creaba fricciones con los comunistas. Otro de los problemas de Prieto radicaba en la excesiva burocratización de sus ministerios. Conseguir un pase para viajar al frente era una verdadera tortura y, como aquellos pases eran válidos solo para dos semanas o como mucho un mes, la cantidad de papeleo resultaba ingente. Y al ser Prieto una persona encantadora, era, por tanto, mucho más difícil de criticar. Pienso que hubiera sido un excelente gestor bajo las órdenes de un líder mucho más dinámico y carismático de lo que él era. A aquel hombre le faltaba un poco de alegría. Recuerdo que una de las coletillas en sus discursos era aquello de «pase lo que pase en esta guerra, ya sabemos ahora que la economía de este país está arruinada para muchos años», lo cual sin duda era verdad, pero no se trataba de algo que inspirara demasiado entusiasmo en aquellas dramáticas circunstancias. Y es que Prieto era un líder para la paz más que para la guerra, una persona capaz de llevar a cabo un programa político a largo plazo más que un iluminado que inspirara a aquella gente cada vez más desilusionada.

Cuando lord Attlee, líder de la oposición en la Cámara de los Comunes británica, visitó España en diciembre de 1937 dijo en una entrevista que el factor esencial para la victoria de la República era la amalgama de todas las fuerzas antifascistas en un solo movimiento. Tenía toda la razón del mundo, pero… ¡a ver quién le ponía el cascabel al gato! Tal era entonces la fuerza y el poderío del Partido Comunista que cualquier «amalgama» pasaba necesariamente por reconocer el liderazgo de los comunistas, y eso era algo que republicanos, anarquistas y socialistas «de derechas» no estaban dispuestos a hacer. Sin embargo, aquella unidad política, por difícil que fuera, constituía la única posibilidad que tenía la República de sobrevivir.

Aunque parezca irónico, Indalecio Prieto era una de las pocas personalidades respetadas por la diplomacia occidental. Los ingleses solían decir de él que era una persona «totalmente fiable» y los franceses llegaron a calificarle como «el único gran hombre que había en la República». Pero todos esos piropos no le valían absolutamente para nada, es decir, no se traducían en favores de ningún tipo. Ingleses y franceses contemplaban los toros desde la barrera, encumbrando a unos y denostando a otros, pero sin querer «inmiscuirse» en los asuntos del país vecino. Tenían todavía la ocasión de adoptar una línea mucho más dura con respecto a la intervención de Alemania e Italia en España, pero, como eso podría poner en peligro su propia «seguridad», no estaban dispuestos a hacerlo.

Tuve ocasión de conocer a Attlee durante los días que pasó en España. Me pareció una persona sensible y cordial, pero no de una gran fuerza. Me aseguró que entendía perfectamente que no solo el socialismo o la democracia, sino el futuro mismo de nuestro país pasaba por lo que ocurriera en la guerra española. Entendía el problema, pero me dio la impresión de que no sabía muy bien lo que se podía hacer desde Inglaterra. Leía en su cara una sensación de impotencia y desamparo, como si los acontecimientos en España le hubieran sobrepasado ampliamente y ya no supiera cómo reaccionar. Eso sí, se entrevistó con los brigadistas ingleses y accedió a que dieran su nombre a su batallón. Pero me temo que poco más que eso resultó de su visita.

Aquello no tenía remedio. A principios del mes de octubre la Sociedad de Naciones rechazaba una propuesta que ordenaba la retirada de todos los ciudadanos extranjeros que luchaban en España. Por supuesto, aquella propuesta favorecía a la República y perjudicaba al general Franco. Pues bien, a pesar de que Francia e Inglaterra votaron a favor de la propuesta, fue rechazada por treinta y dos votos a treinta. Incluso en aquellas fechas, el eje Roma-Berlín era capaz de manipular la opinión pública mundial imponiendo su criterio sobre el de las llamadas «democracias occidentales».

Pero todo esto nos lleva lejos de los acontecimientos que se estaban produciendo en aquellos momentos en la guerra española. La atención mundial se centraba ahora en la ciudad de Teruel, situada en el camino que conduce desde el interior de la Península a la huerta valenciana. Teruel, encumbrada sobre una colina y rodeada de altos cerros y montañas desprovistas de árboles, tiene una belleza austera y dramática. Valencia, como digo, está a escasos cien kilómetros de distancia, pero Teruel no tiene nada que ver con la capital levantina ni con su clima agradable y templado. Los termómetros en invierno marcan allí las temperaturas más bajas de toda España. El carácter apasionado y dramático de sus gentes se refleja en la leyenda medieval de los amantes. Cuenta la historia de un muchacho pobre que quería casarse con la hija de un hombre muy rico. El hombre le concedió un tiempo para que consiguiera su propia fortuna. El joven se enriqueció y regresó a Teruel el día en que su amada celebraba su matrimonio con otro hombre. El muchacho se suicidó y su amada murió de dolor junto a su tumba. El folclore popular ha trivializado la historia con los siguientes versos:

Los amantes de Teruel,

¡tonta ella y tonto él!

Recuerdo Teruel en pleno invierno, el sol poniéndose tras los montes y bañándolo todo de tintes rosados y de color violeta. Aquella ciudad tan bella y tradicional, tan española, era también una de las más conservadoras y reaccionarias de toda España. Cuando por fin conseguimos entrar en la ciudad con las tropas republicanas, pregunté por unos amigos que tenía allí. «¡Menudos amigos tiene usted, camarada! —me respondió un hombre—. ¡Vaya usted al seminario y pregunte por ellos!». El seminario era el lugar donde los fascistas de Teruel se habían hecho fuertes y resistían cuando el resto de la ciudad había caído en manos republicanas.

Al primero que encontré cuando llegué al frente de Teruel fue a Ernest Hemingway, que se alegró enormemente de verme, sobre todo cuando comprobó que le llevaba dos botellas de whisky. Le encontré como le había visto en tantas otras ocasiones: estaba ayudando a un grupo de milicianos a situar en posición un cañón del setenta y cinco, que se empleaba para asaltos a corta distancia. Para Hemingway la guerra era eso: implicarse en cuanto discurría a su alrededor, ayudar a los soldados novatos a cargar y descargar sus armas, hablar con todo el mundo, a veces también pelearse con todos. A pesar de que era el corresponsal de prensa mejor pagado de cuantos estábamos en la guerra española, pienso que se le daba mejor la novela o el cuento que la crónica periodística, entre otras cosas porque era un perfeccionista y corregía docenas de veces todo lo que escribía. Su técnica no se adaptaba a las inevitables prisas de un corresponsal de guerra.

Al comenzar el conflicto, Teruel cayó en manos de los nacionales y las fuerzas republicanas locales se replegaron a los altos del Escandón, a unos diez kilómetros de la ciudad. La línea del frente se acercaba aún más en Valdecebro, en el Nordeste, describiendo una media luna en torno a la ciudad. Los republicanos la habían bombardeado en algunas ocasiones, pero el frente no se había movido desde el comienzo de la guerra.

La operación que llevó a cabo Enrique Líster con su Quinto Regimiento consistió en completar aquella media luna del frente hasta que la ciudad quedara totalmente rodeada. Para ello, desplazó sus tropas, a plena luz del día, desde Valdecebro hasta Caudete y Concud, pero sin llegar a tomar ninguna de estas localidades, y desde allí se dirigió hacia el Sur para ascender hasta la Muela de Teruel y completar así el círculo en torno a la ciudad. Se trataba, por tanto, de una maniobra envolvente, parecida a las que ya había ejecutado en Brunete y en Belchite. La operación se inició en la tarde del viernes 17 de diciembre y el combate por la ciudad de Teruel no cesaría hasta el 22 de febrero, cuando el general Franco tomó de nuevo la ciudad. En la noche del 17 de diciembre quedó totalmente rodeada. Tenía entonces Teruel una población de veinte mil habitantes, además de una guarnición de unos cinco mil soldados nacionales.

Todavía no entiendo cómo la República se las ingenió para enviar a este desolado y remoto rincón de España una tropa de cincuenta mil hombres sin que el enemigo se enterara. Quizá lo hicieran al amparo del mal tiempo que reinaba, una tempestad de nieve y viento que disminuía la visibilidad a pocos metros. Claro que eso también contaba en contra del ejército republicano, que debía desplazar sus piezas de artillería por un terreno donde a menudo se quedaban empantanadas. La operación Teruel había sido planeada por Vicente Rojo, profesor de Estrategia en la Academia de Toledo; el comandante en jefe era el general Miaja, que había participado en la defensa de Madrid y en las batallas del Jarama y de Guadalajara. Rojo, a pesar de su modestia y de su personalidad retraída, era sin duda una de las luminarias del ejército republicano.

Otra cosa es si la República debería o no haber emprendido aquella ofensiva. Como he señalado antes, mi opinión era que la debilidad del ejército republicano desaconsejaba cualquier acción ofensiva y aconsejaba concentrar todas las energías en fortificar sus posiciones y reorganizarse. El prestigio del ejército republicano no dependía de la toma de Teruel, entre otras cosas porque esa conquista no supondría ningún cambio de posición de las potencias occidentales respecto al envío de armas. Hacía tiempo que la República sabía muy bien que la única forma de obtener material de guerra era con las reservas de oro del Banco de España, además de tener grandes dosis de buena suerte para que aquel material llegara a su destino.

Circulaba por aquellos días una teoría bastante peregrina, pero que quizá tuviera un fondo de verdad. Según esa teoría, Prieto necesitaba la conquista de una plaza importante para poder negociar desde una posición de fuerza una tregua o armisticio con el general Franco. Es posible que desconociera la nueva correlación de fuerzas, de la misma manera que había subestimado la ascensión del Partido Comunista en la República. Quizá lo que no entendía Prieto es que Franco ya no dependía de Alemania e Italia solo para la provisión de hombres y armas, como había ocurrido en los primeros días del conflicto, sino que ahora estaba unido a aquellos dos países por un gran movimiento que pretendía cambiar el mundo. En otras palabras, Franco ya no podía negociar una tregua, aunque lo hubiera deseado, porque ahora formaba parte de un movimiento internacional, y ya no dependía de sí mismo, sino de sus socios.

En aquel año y medio de guerra había ocurrido en España una polarización de las dos partes en el conflicto: una parte, la República, escorándose cada vez más hacia un tipo de régimen comunista, y la otra, la nacional, inclinándose a favor de un tipo de régimen fascista. El totalitarismo, por tanto, parecía inevitable en el horizonte político español, ganara quien ganara aquella guerra. Pero, habiendo dicho esto, convendría hacer algunas matizaciones. A pesar de que tanto Falange Española como el Partido Comunista habían crecido espectacularmente durante aquellos meses y contaban ya con cientos de miles de afiliados, no se habían hecho, ni de lejos, con el control político de ninguna de las dos Españas. Es sintomático que Franco castigase al líder falangista Manuel Hedilla con el exilio cuando este se atrevió a hacer objeciones a su política en zona nacional. Franco quería dejar claro que allí seguía mandando el Ejército, por encima de cualquier otra facción. La Iglesia, por otra parte, había vuelto a su antigua preeminencia, y el exiliado cardenal Segura había regresado con todos los honores para ocupar el arzobispado de Sevilla. Y los grandes terratenientes y propietarios que apoyaban al general Franco no habían sufrido ningún tipo de expropiación de sus propiedades, como habría ocurrido en un régimen totalitario.

Pero, naturalmente, hay muchos tipos de regímenes totalitarios. El de la Alemania nazi deja muy escasa libertad al individuo. El régimen fascista de Metaxas en Grecia o el de Oliveira en Portugal, en cambio, tratan de combinar la iniciativa privada, propia del capitalismo, con el control de las grandes empresas por parte del Estado, propio del fascismo. El régimen del general Franco en la España nacional parece apuntar hacia este tipo de solución, más que hacia el fascismo en estado puro, como sucede en Alemania.

En aquella Europa de 1937 había nacido lo que podríamos llamar un «capitalismo rebelde». Aquella rebeldía, encabezada por Alemania e Italia, pretendía reorganizar y redistribuir los medios de producción para poder así competir y aventajar a las que, hasta aquel momento, habían sido las dos grandes potencias europeas, Francia y Gran Bretaña. A esta rebeldía se habían sumado una serie de pequeños estados como Grecia, Portugal y ahora la España del general Franco. Se trataba, por tanto, de un gran movimiento a nivel internacional, encabezado y coordinado desde la Alemania nazi. Por eso decía antes que Franco, aunque hubiera querido, no podía pactar ningún armisticio, en la medida en que ya no dependía de sí mismo.

No me parece del todo irrelevante añadir aquí que, por aquellas fechas, diciembre de 1937, Londres acababa de nombrar a sir Robert como «principal agente de Gran Bretaña en la España nacional», con destino a la ciudad de Salamanca. En Barcelona se conformaban con tener un «encargado de negocios». El gobierno de su majestad comenzaba a orientarse en la dirección en la que soplaba el viento.

Pero volvamos de nuevo a Teruel, esa población de unos veinte mil habitantes y cinco mil soldados que la custodiaban. La historia de Teruel en los primeros días de la guerra había sido como tantas otras historias de tantas otras ciudades españolas. Los nacionales tomaron el poder y comenzó un baño de sangre. La izquierda habla de dos mil personas asesinadas en Teruel en aquellos primeros días, aunque yo me inclino por una cifra menor, varios centenares como mínimo. Parece ser que algunas de estas ejecuciones eran públicas y se efectuaban en la plaza del Torico en presencia de varios centenares de espectadores. Se ejecutaba a personas de ambos sexos. Un concejal republicano del Ayuntamiento me comentaba que, de los siete concejales de izquierda, solo dos seguían con vida, y fue porque ambos consiguieron huir a territorio de la República.

Yo entré en la ciudad veinticuatro horas después de que lo hicieran las tropas de Líster y solo pude ver el cadáver de un hombre tendido en la cuneta. Parece ser que Líster entró en la ciudad por una carretera y permitió a la población civil que lo deseara salir por la otra. Se intentó a toda costa evitar las represalias. Algunos edificios de la ciudad —como el Banco de España, el Gobierno Civil, el convento de Santa Clara y el seminario— continuaban en manos de los fascistas, que ofrecían tenaz resistencia.

Durante dos semanas continué allí para ofrecer a mis lectores ingleses el drama de aquella población perdida en las montañas del centro de España, cuyo nombre corría ya de boca en boca por todo el mundo.

Cada noche regresaba a Valencia para poder mandar mi crónica a Londres. Un día pude ver cómo arrestaban al director de la cárcel de Teruel, que se había escondido durante unos días y tenía un aspecto lamentable. No sé lo que harían con él.

Otro día encontramos una tienda con centenares de jamones colgados del techo. Dos soldados la custodiaban. El dueño nos ofreció un jamón y nos pidió que lleváramos a su hijo con nosotros a Valencia aquella noche, haciéndole pasar por periodista. Me imagino que aquel joven debía de pertenecer a la Falange o algún partido de derechas, pero no nos importó llevarle cuando comprendimos que de lo que se trataba era de salvarle el pellejo. Recuerdo también que celebramos la Nochebuena en un establo (parece apropiado) donde los soldados habían organizado una gran hoguera. Sacaron las guitarras y se organizó una improvisada rondalla al estilo de Aragón. Así pasamos la noche, entre jotas y villancicos, y me sentí mucho más cercano al verdadero espíritu navideño que si hubiera estado en París o en cualquier otra capital europea, participando en algún cotillón. Más tarde, envuelto en mantas en el coche, no conseguía conciliar el sueño: me preguntaba dónde me encontraría yo en la Nochebuena del año siguiente: en realidad lo que me cuestionaba es dónde se encontraría el mundo al año siguiente, si la humanidad se habría desquiciado por completo —parecía llevar ese camino— o si, por el contrario, se habría embarcado en una nueva senda de paz y de conciliación, si no era ya hora de que volviéramos de una vez los ojos hacia un pequeño establo para ver lo que allí había ocurrido hacía casi dos mil años.

En los primeros días después de la ocupación, Teruel parecía un lugar relativamente tranquilo y seguro, sobre todo si se evitaba pasar cerca de aquellos lugares donde los fascistas aún resistían. Pero la paz duró poco tiempo. Pronto comenzaron a llegar cazas Fiat que ametrallaban las carreteras pasando en vuelo rasante, y unos días después, pesados bombarderos Junker que dejaban caer toneladas de bombas sobre la ya castigada ciudad. Preparaban el camino para la contraofensiva del ejército nacional.

Corría el rumor de que italianos y alemanes estaban en contra de aquella contraofensiva y hubieran preferido esperar hasta la primavera para atacar en una punta de lanza que habría de llevar el ejército nacional hasta el mar Mediterráneo. Podrían esperarse unos meses para reconquistar Teruel, que, además, no tenía ninguna importancia estratégica. Pero me imagino que Franco era de otra opinión y pensaba que no podía mostrar ningún signo de debilidad o flaqueza si no quería que los créditos que le concedían los banqueros de París, Londres o Nueva York se interrumpieran. A veces las consideraciones políticas pesaban más en esta guerra que la estrategia militar.

Lo cierto es que, si la Nochebuena había resultado casi idílica, la Nochevieja fue un infierno. Las fuerzas republicanas, que no cedieron un palmo de terreno, rechazaron el ataque frontal de las fuerzas nacionales sobre la ciudad. Los cazas y los bombarderos ametrallaban y bombardeaban una y otra vez las posiciones republicanas, hasta que la ventisca que se había levantado a media mañana hizo que la visibilidad fuera casi nula. Constituía un espectáculo dantesco contemplar a aquellos hombres luchando contra el enemigo y a la vez contra los elementos, como si la furia en el combate hubiera desencadenado esa otra furia en forma de nieve y ventisca que ahora caía sobre ellos. Yo tenía tina visión privilegiada de aquel tremendo espectáculo. Aquel día me había quedado en puerto Escandón porque la artillería nacional amenazaba todas las carreteras de acceso a Teruel. Desde allí divisaba las baterías de Franco lanzando lenguas de fuego sobre la ciudad, o los pesados bombarderos alemanes dejando caer su mortífera carga antes de alejarse lentamente. Las tropas nacionales consiguieron llegar a dos kilómetros de la ciudad, pero no pudieron pasar de allí, tal era la desesperada defensa de los republicanos. Debió de ser un duro golpe para los fascistas que todavía resistían en el centro de Teruel.

Más tarde nos enteramos de que en el valle habían muerto dos colegas «del otro lado», corresponsales en la España de Franco. Se trataba de Edward Neil, de la Associated Press, y Bradish Jonson, del Spur, además de Harold Philby, del Times, que resultó herido. Parece ser que una bomba cayó junto al coche en el que viajaban.

La tormenta de viento y nieve duró dos días más y cuando concluyó había lugares que tenían más de un metro de nieve. El tráfico por carretera se había interrumpido y unos seiscientos vehículos quedaron atrapados en la nieve. Ya que no podíamos movernos de allí, Sefton Delmer y yo decidimos bajar hasta la ciudad para descubrir lo que ocurría. Los nacionales tuvieron la gentileza de no bombardear nuestro vehículo mientras nos acercábamos a la ciudad. A ambos lados de la carretera veíamos los cuerpos de mulas muertas petrificados por el frío. Cuando entramos en Teruel comprobamos que sus habitantes no tenían un minuto de respiro. Los cazas y los bombarderos nacionales pasaban una y otra vez sobre nuestras cabezas y la artillería nos obsequiaba con sus proyectiles. Pero al llegar junto a los edificios del seminario y del convento de Santa Clara pudimos comprobar que era allí, efectivamente, donde «el demonio tenía su guarida», como decimos en mi país. Las bombas y los proyectiles no caían ya solo de arriba, sino de todas partes, en una batalla que parecía no tener fin. Pudimos ver a los carabineros —sus elegantes trajes verdes hechos jirones— lanzando granadas a los sótanos de aquellos edificios religiosos, mientras los rebeldes que se escondían allí les devolvían el fuego, en medio de las ruinas de los edificios.

Ascendimos a la única torre de Teruel que no estaba en ruinas para contemplar el escenario de aquella batalla. Los nacionales habían tomado la Muela de Teruel, pero su ímpetu pareció flaquear cuando se disponían a asaltar la ciudad. Mientras tanto la guerra continuaba en aquel otro frente que había dentro de la misma población. Indalecio Prieto había insistido en minimizar el número de víctimas entre la población civil, lo que significaba que aquellos edificios que aún resistían debían ser tomados en combate cuerpo a cuerpo y no utilizar minas u otros medios de destrucción masiva. De cualquier manera, el convento de Santa Clara se había derruido, pero al parecer mil setecientas personas resistían en los sótanos sin luz ni agua. Otras tres mil resistían en el edificio del Banco de España. El 7 de enero el teniente coronel Rey d’Harcourt, el oficial de más rango del ejército nacional en el interior de Teruel, decidió rendirse y las miles de personas que permanecían en los edificios fueron evacuadas.

Se ha criticado mucho la decisión de D’Harcourt, especialmente por los oficiales del ejército nacional que rodeaban Teruel. Pero ¿qué otra cosa podía hacer ante los miles de civiles —mujeres, niños y ancianos— que tenía a su cargo y que no disponían de agua potable ni de comida? Sin duda, habrían muerto mucho antes de que el ejército de Franco entrara en la ciudad para rescatarles, lo que no ocurrió hasta el 22 de febrero. El colofón a esta historia de Rey d’Harcourt fue la triste muerte que encontró camino de la frontera francesa, fusilado al final de la guerra.

La batalla de Teruel continuó durante las seis semanas siguientes. Prieto se vio obligado a llevar las Brigadas Internacionales, aunque al principio había asegurado que aquella sería una batalla exclusivamente «española». Así fue como llegaron a Teruel la Brigada Lincoln, la Mackenzie-Papineau (canadienses) y el recién bautizado Batallón Attlee, de los ingleses. Muchos de estos jóvenes perdieron la vida en los desolados cerros y montañas que rodean la ciudad de Teruel, tratando de evitar lo inevitable.

Uno de los grandes problemas a los que hubo de enfrentarse el ejército republicano en la batalla de Teruel fue el de las comunicaciones. No me refiero solo a que el terreno es extraordinariamente montañoso y abrupto y las buenas carreteras escasas, sino al hecho de que los defensores de la ciudad resistieron durante semanas, como ya he señalado, en el seminario y el convento de Santa Clara. Estos edificios ocupan una posición ventajosa en lo alto de la ciudad, ya que dominan los caminos de acceso a ella por la carretera de Valencia y por la de Cuenca. Los soldados del ejército nacional que se refugiaron en ellos podían, por tanto, hostigar, desde las ventanas y terrazas del edificio, a las tropas, los vehículos y los tanques que pretendían entrar en la ciudad. Como ya he señalado antes, Prieto había prohibido el uso de minas, gases lacrimógenos, fuego u otros medios de destrucción masiva, de forma que, durante las tres semanas que duró el «desalojo» de aquellos edificios, las tropas republicanas debían dar grandes rodeos para evitar los disparos de los fascistas. Por ejemplo, si se quería desplazar una pieza de artillería hasta la Muela de Teruel, que dista solo unos kilómetros del centro de la ciudad, para evitar el fuego enemigo había que llevarla hasta Puebla de Valverde y de allí hasta Vilel, para finalmente ascender hasta la Muela. Un corto recorrido de unos kilómetros se había convertido en un calvario de setenta o más.

Yo, desde luego, puedo asegurar que recorrí varios miles de kilómetros en el mes que estuve en Teruel cubriendo la refriega. Recuerdo que el primer chófer que tuve era de Santander y me contó la lucha por aquella ciudad en el mes de julio de 1936, cuando otros republicanos de izquierda y él habían impedido la entrada en la ciudad de un pequeño destacamento militar estacionado en las afueras. Recuerdo a otro joven, un ferviente anarquista de veintiún años. Decía que no fumaba, no bebía y no se acostaba con mujeres y que aquello era parte del credo anarquista. Pasaba el rato leyendo discursos de Bakunin y de Sorel. Nos dijo que había estado un tiempo en el frente de Aragón, pero que tuvo que regresar a Barcelona porque «las montañas le daban neurastenia». A pesar de todas sus virtudes, no tenía gran destreza manejando el volante y nosotros le comentamos que, sin duda alguna, la castidad producía flaqueza e inseguridad y le perjudicaba a la hora de coger el coche.

Conocí a otro anarquista en el puerto Escandón. Se trataba de un ferroviario de Valencia. Había pertenecido a la tristemente célebre Columna de Hierro. Esta brigada anarquista partió de Barcelona con una unidad de doscientos guardias civiles leales a la República con el objeto de detener a los nacionales que se habían apoderado de Teruel al comienzo de la guerra, y parecían dispuestos a continuar su avance hasta Valencia. Cuando llegaron a Puebla de Valverde, a unos veinte kilómetros de Teruel, el jefe de la guardia civil sacó su revólver, gritó: «¡Viva Franco!», y respaldado por sus hombres, conminó a los anarquistas a que se rindieran. La columna anarquista se dispersó por el campo en desbandada y muchos de ellos lograron huir, pero la Guardia Civil mató a setenta u ochenta anarquistas.

Todo ello quizá ayude a explicar la mala fama que, a partir de aquel momento, se fue ganando la Columna de Hierro. Sus integrantes se dedicaron durante un tiempo a vivir en el campo, expoliando a los campesinos y matando a los curas. La policía acabó en Valencia con uno de sus líderes, apodado Seisdedos, por actos delictivos, y la Columna de Hierro acudió al entierro de su jefe con tanquetas y ametralladoras. También acudió la policía de Valencia junto con un nutrido grupo de comunistas, y parece ser que el rifirrafe que se armó fue muy considerable. Se habla de sesenta personas muertas en aquel famoso entierro. No se conocen otras fechorías de la Columna de Hierro, pero el joven anarquista que estaba con nosotros en puerto Escandón evidentemente echaba de menos «aquellos buenos días» que había pasado con la famosa columna. «Francamente —me contaba—, yo dejé el ejército cuando introdujeron todas aquellas bobadas de saludar a los superiores, ser disciplinado y acatar órdenes. Aquello ya no tenía nada que ver con la libertad revolucionaria que nos prometieron al principio. ¿Cómo puede haber revolución si no hay libertad?».

Yo sigo pensando —ya sé que muchos no lo creen así— que las raíces del anarquismo español se hallan en el analfabetismo de la población rural. El único líder anarquista de talla que hubo en la Guerra Civil fue Buenaventura Durruti, y al parecer murió de los disparos de los propios anarquistas. Durruti era catalán pero de origen andaluz. Estuvo en el frente de Aragón al mando de un batallón anarquista y, cansado de los robos y la delincuencia de algunos de sus hombres, los juntó a todos, escogió a algunas cabezas de turco y los mató delante del resto de sus compañeros. A partir de aquel momento, muchos anarquistas desconfiaban de él y, naturalmente, él desconfiaba de los anarquistas, de manera que no iba a ningún lado sin sus guardaespaldas, que le acompañaban a todas partes con sus ametralladoras y subfusiles en el mejor estilo de Hollywood. Luchó por última vez en Madrid, en el frente de la Ciudad Universitaria. Nadie ha aclarado si murió de una bala perdida, si le mataron los comunistas o le disparó su propia gente, como parece lo más probable.