XXIV Reposo en Montreux

Me encontraba totalmente agotado en aquel verano de 1937, aunque no lo sabía. Me lo dijo una mujer inglesa, médico en las Brigadas Internacionales. «¿Cómo te encuentras?», me preguntó mirándome a la cara, un día que estábamos tomando unas copas en El Escorial. «La verdad es que algo cansado —le contesté—. De un tiempo a esta parte no tengo apetito y he perdido cinco kilos. Debe de ser el calor de agosto». «Me lo imaginaba —me dijo—. Sigue mi consejo y tómate unas buenas vacaciones, porque si no lo haces, lo sentirás».

Después de la batalla de Brunete, Ginebra en el mes de agosto parecía poco menos que la antesala del paraíso. Allí estaba yo contemplando el famoso lago desde la terraza del hotel Rusia, sin más ocupación que observar el lento discurrir de un barco de vapor con sus lucecitas y su banda de música en cubierta.

Parecía mentira, pero hacía escasamente una semana me encontraba yo en un barranco, en la retaguardia de la ofensiva de Brunete, hablando con los chicos de la Brigada Inglesa, aunque la verdad es que estaban tan agotados que tenían pocas ganas de hablar. Conocí a Jock Cunningham, que comandaba la brigada y que era radical y muy revolucionario en sus ideas, y a Hugh Slater, que vino a España como corresponsal de prensa y regresó para alistarse en las Brigadas. Resulta que Slater, en su segundo viaje a España, había sido arrestado en Perpiñán, donde se pasó dos semanas en el calabozo acusado del horrible crimen de querer entrar en España para luchar por la democracia y la libertad. Pero allí estaba Slater tan contento, al mando de una batería de cañones antiaéreos.

Desde Ginebra subí hasta el pueblecito de Caux-sur-Montreux, desde donde podía seguir contemplando el lago Leman, pero a vista de pájaro, a muchos kilómetros de distancia. El aire estaba tan quieto que, a pesar de la distancia, podía escuchar claramente el sonido de los barcos de vapor que cruzaban lentamente el lago. Una calma total y absoluta parecía reinar en aquel pueblecito, justamente lo que yo andaba buscando.

Pasaba la mayor parte del tiempo tumbado, en mi cama o en el monte, entre la flor de brezo, leyendo la prensa que llegaba a mis manos. He aquí algunas anotaciones que hice en mi diario de aquel mes de agosto a partir de las noticias que iba leyendo en los periódicos:

7 de agosto: El petrolero inglés British Corporal ha sido bombardeado en el Mediterráneo.

13 de agosto: El buque español recién construido Ciudad de Cádiz ha sido hundido por un submarino desconocido frente a Gallípoli.

14 de agosto: Un petrolero de trece mil toneladas con bandera panameña ha sido incendiado por los disparos de un buque de guerra de los nacionales españoles frente a las costas de Túnez.

17 de agosto: El carguero español Aldecoa tuvo que buscar refugio en un puerto francés después de ser perseguido por unidades de la marina italiana.

18 de agosto: El barco español Armuru, procedente de Rusia, hundido frente a Gallípoli.

24 de agosto: El carguero inglés Noemijulea, que transportaba fosfatos desde Túnez a Barcelona, bombardeado frente a la costa española.

25 de agosto: El buque cisterna inglés Romford bombardeado.

31 de agosto: El carguero ruso Timiryazeff, procedente de Liverpool y con destino a Port Said, que transportaba carbón, torpedeado y hundido frente a la costa de Argelia.

2 de septiembre: Hundido el buque cisterna inglés Woodford en ruta desde Valencia a Barcelona por un submarino sin bandera o identificación. El Woodford ondeaba la bandera del Tratado de No Intervención y llevaba a bordo un oficial del Comité de No Intervención.

6 de septiembre: El petrolero inglés Burlington, que llevaba siete mil toneladas de crudo a bordo con destino a Cartagena, es apresado por destructores nacionales. Los nacionales llevaron el barco hasta Palma de Mallorca, desembarcaron el crudo y permitieron a su capitán que continuara viaje.

Naturalmente, aquel desastre de barcos que viajaban por el Mediterráneo llevó a Inglaterra y a otros países a firmar el Tratado de Nyon, que pretendía acabar con esos actos de piratería. Se establecieron patrullas para vigilar y controlar el tráfico en este mar y se obligó a los submarinos a viajar en superficie. Pero el daño para la República ya estaba hecho. Como es lógico, el precio del seguro de los barcos se puso por las nubes y el transporte de armas y material bélico a España no solo debía realizarse de forma clandestina y bajo increíbles dificultades, sino que cada pistola debía pagarse a precio de oro.

Mientras tanto, Franco se aprovisionaba tranquilamente en los puertos del Norte. Los cargueros alemanes llegaban a Pasajes o a Bilbao o a Vigo, donde descargaban su mercancía —tanques, aviones, artillería— sin ocultarla especialmente y sin mayores problemas. El bloqueo decretado por el Tratado de No Intervención exigía que para detener un barco era preciso antes inspeccionarlo. Y como los alemanes no admitían ninguna inspección, sus barcos viajaban sin contratiempos por el Atlántico hasta los puertos del Norte. Tampoco las autoridades de Gibraltar parecían tomarse mayores molestias en aquel asunto. Dejaban pasar los barcos por el estrecho sabiendo muy bien que su destino eran los puertos del Norte para aprovisionar a los nacionales.

Desde Caux-sur-Montretix la situación parecía cada vez más clara: la campaña del Norte había servido a Franco para fortalecer su situación y poder aprovisionarse sin problemas, al tiempo que sometía a la República a un lento pero seguro estrangulamiento en el Mediterráneo.

Yo lo miraba todo desde mi pequeño refugio en las alturas de la montaña. Podía ver cómo las pequeñas nubes se iban formando en el lago, cómo al principio no eran más que un jirón de niebla. Podía ver cómo ascendían lentamente por el valle y se unían a otras nubes. Era cuestión de tiempo hasta que estallara la gran tormenta.