Me refiero naturalmente al rey de Inglaterra, porque el rey de España estaba muy bien como estaba, descoronado. Asistí a la coronación del rey en aquella primavera de 1937 y pude contemplar el magnífico espectáculo del desfile por el centro de Londres desde un escaparate especialmente habilitado en unos grandes almacenes de Oxford Street. Y en aquel escaparate era yo, efectivamente, como un maniquí, totalmente insensible a la magnificencia y la belleza de las tropas que pasaban ante mis ojos: muchos guardias del rey a caballo, muchos highlanders escoceses tocando la gaita, muchos gurkas indios con sus llamativos turbantes; sí, pero ¿dónde estaban los tanques?, ¿dónde el cuerpo motorizado?, ¿dónde los cañones y las ametralladoras? Y al final del desfile, las autoridades que regían nuestro Imperio, los rajaes llegados de la India, los gobernadores de los países africanos. Sí, pero ¿dónde estaban los nativos de aquellos países? Y sobre todo, ¿dónde estaba la juventud? Porque aquello me parecía un desfile de momias.
Supongo que la transición había sido demasiado rápida. Hacía escasos días que había dejado atrás un Madrid en guerra. El bombardeo de Madrid se había recrudecido en las últimas fechas y llegaron a caer hasta dos mil bombas y obuses en una sola jornada y el número de víctimas llegó a ser de cuarenta a cincuenta diarias, con centenares de personas heridas.
El último día en que estuve en Madrid fue uno de los peores que he pasado en toda la guerra. Cuando desperté, parecía como si alguien estuviera tirando pesas en el piso de arriba, pero eran cañonazos que retumbaban en todo el edificio. Salí a la calle para coger el metro y me apeé en la estación Banco de España. Cuando ascendía a la superficie, por las escaleras me topé con varias personas que bajaban corriendo. Al llegar arriba supe el motivo de aquellas prisas. Junto a la boca de metro había un hombre sin cabeza. Parecía que se la habían seccionado limpiamente con una cuchilla. A su lado, una chiquilla parecía dormida si no fuera por sus piernas, que tenía dobladas de una forma extraña. Y un poco más lejos otra mujer se había derrumbado y semejaba un montón de ropa vieja y trapos sucios. Supongo que debería haber salido para comprobar, al menos, si estaban muertos, pero las piernas no me obedecieron, y en lugar de subir a la superficie me precipité hacia abajo, buscando el refugio del metro. Solo me atreví a salir cuando escuché el ruido de las ambulancias. Franco estaba utilizando la artillería antiaérea para bombardear la calle de Alcalá y la Gran Vía, la arteria principal de Madrid.
Por la tarde cogí de nuevo el metro para transmitir mi última crónica desde el edificio de la Telefónica. A mi lado había dos chicas jóvenes que discutían: «¡Tú haz lo que quieras, pero yo he venido a la Gran Vía a comprarme un par de medias, le guste o no le guste al general Franco!». Y tiró de su compañera, y, sin saberlo, también tiró de mí y subimos por las escaleras hasta la calle. El aspecto que ofrecía la Gran Vía era desolador.
Por lo menos veinte o treinta edificios habían sido bombardeados desde que estuve allí aquella misma mañana. En la entrada del edificio de Telefónica había una gruesa capa de hule que cubría el cuerpo de dos chicas que habían muerto al explosionar una bomba cuando salían del edificio. El general Franco tenía la mala costumbre de programar los bombardeos para las ocho de la tarde, cuando más gente había en la calle y cuando más daño podía hacer. Todavía no sé lo que perseguía con aquel horror, pero puedo asegurar que la población de Madrid, incluso aquellos que en algún momento pudieran haberle favorecido, le habían vuelto resueltamente la espalda.
A la mañana siguiente salía en coche por la carretera de Valencia, y debo confesar que aquello me pareció una liberación. Viajaba conmigo John Lloyd, de la Associated Press, y, aunque viajábamos en un coche que más parecía una lata de sardinas, yo me encontraba radiante de felicidad. Allí estaba el campo hermosísimo en plena primavera, allí estaban los pájaros cantando, allí estaba el sol bañándolo todo, como si la naturaleza no tuviera noticia alguna del horror que se estaba produciendo en Madrid. Incluso el lugar donde nos detuvimos para desayunar, un bar donde nos sirvieron unos excelentes huevos con beicon, parecía totalmente ajeno a la tragedia, como si se encontrara a miles de kilómetros de Madrid. O quizá fuera que yo me sentía de nuevo totalmente «vivo». Tal vez la única manera de apreciar las cosas más elementales y simples de nuestra existencia sea cuando sabes que has estado a punto de perderlas.
Y ahora que me encontraba de nuevo en Londres no sabía muy bien qué hacer con mi vida. Iba a cenar con amigos aquí y allá y en alguna ocasión acabamos la noche en un strip-tease. Pero ¡qué diferencia de los strip-tease en los que yo había estado en España! En este país ese tipo de espectáculos estaban dirigidos a la clase obrera, ¡y había que oír los gritos, las chanzas y las bromas de los clientes pidiendo a las chicas que se fueran quitando la ropa! En Londres, los espectadores pertenecían más bien a la clase media y parecían inmensamente aburridos mientras miraban a las chicas, como si estuvieran allí simplemente porque esa noche no hubieran encontrado nada mejor que hacer.
Allí estaba yo en la capital misma del Imperio británico, pero de un imperio donde se respiraba ya un inconfundible aire de decadencia. Todo aquel desfile militar que contemplaba desde el escaparate de Oxford Street me parecía una producción de Hollywood, como si todas aquellas cámaras de cine que se veían en las calles estuvieran rodando una película que, dentro de unas semanas, veríamos en las pantallas.
Incluso aquellas personas que se desmayaban a mi alrededor por las apreturas de la muchedumbre y que la policía retiraba en camillas parecían «extras» especialmente entrenados para el rodaje. No podía ser cierto lo que mis ojos contemplaban —los lanceros, los alabarderos, los gaiteros, la guardia real—, porque aquello pertenecía al siglo XIX, nada que ver con el nuevo siglo que nos había tocado vivir.
Pasó junto a mí el automóvil con el primer ministro, Stanley Baldwin, y la multitud prorrumpía en vivas, como si todo estuviera perfectamente ensayado. Yo me preguntaba si tenía la menor idea de lo que significaba el Tratado de No Intervención, si le importaba lo más mínimo lo que estaba ocurriendo en España. Pasó la carroza real con sus majestades y la cara del rey parecía la de un hombre preocupado pero resultaba imposible saber si lo que le preocupaba era lo que estaba ocurriendo en España, ni siquiera podía saber si se le estaba contando la verdad sobre España.
Ignoro si tendrá algo que ver el chaparrón que cayó al final del desfile, pero recuerdo que regresé a mi hotel totalmente deprimido. Tenía la impresión de que me había equivocado de siglo, que mi país todavía vivía en el XIX cuando el resto del mundo vivía ya en la era moderna, en la zozobra y en la belleza de la era moderna. En lugar de lanceros bengalíes, habría querido ver tanques y unidades motorizadas y vuelos rasantes de la aviación sobre nuestras cabezas. Y en lugar de las autoridades y los grandes dignatarios que habían acudido desde todos los rincones de nuestro Imperio, habría querido ver a la juventud —de todos los colores y de todas las razas— en aquel desfile, unida por aquello que llamamos la Commonwealth o Comunidad de Naciones. Pero aquella Commonwealth que yo soñaba tenía que ser letra viva, y no muerta, tenía que estar representada por la juventud de cada país, y no por venerables ancianos con un pie en la tumba.
Otra cosa que me descorazonó en aquel breve viaje a Londres fue el escaso interés que encontré por lo que estaba ocurriendo en España. Por supuesto, la gente de izquierda defendía con ardor la República española y los tories la cuestionaban, cuando no la atacaban. Pero me refiero al hombre de la calle sin mucho interés por las ideas políticas. A aquel hombre medio no parecía interesarle —ni preocuparle— en absoluto lo que estaba ocurriendo en un país que era casi un país vecino. No sabían que al desinteresarse por la suerte de España estaban empezando a cavar su propia fosa.