XXI putsch de Barcelona

La batalla de Guadalajara no señaló, como se habían propuesto los italianos, el fin de Madrid sino todo lo contrario, el fin del asedio de Madrid. Tras casi seis meses de sitio, Franco hubo de tomar la que quizá fuera su decisión más importante en toda la guerra: desistir en sus intentos de tomar la ciudad y dirigir su atención hacia el norte del país. Pero aunque fuera una decisión difícil, a la luz de los acontecimientos resultó la más acertada. El resto de ese año de 1937 lo dedicó Franco a la conquista del norte de España: Bilbao cayó el 19 de junio, Santander el 25 de agosto, Gijón el 22 de octubre. No voy a describir aquí la campaña de Franco en el Norte por la sencilla razón de que no estuve allí. Para los interesados en los trágicos sucesos que se produjeron en tomo al sitio de Bilbao y en Guernica, yo les recomendaría El árbol de Guernica, de George L. Steer.

La decisión de Franco de dirigirse al norte de España solo se entiende si tenemos en cuenta el bloqueo casi total de armas y material de guerra que se había impuesto a la República. Si Madrid hubiera tenido la ocasión de rearmarse en aquellos meses en los que Franco le concedió un respiro, la situación se habría vuelto muy peligrosa para los intereses de los nacionales. La decisión de Franco demuestra hasta qué punto sabía que aquel rearme era imposible, hasta qué punto confiaba en sus propias fuerzas y despreciaba las de su enemigo.

Porque el Norte no era importante como objetivo militar. Quiero decir que no representaba un peligro para su retaguardia cuando sitiaba Madrid, y tampoco era una zona decisiva, ya que daba por descontado que el Norte se rendiría cuando el resto del país cayera en sus manos. ¿Por qué entonces se dirigía hacia allí? Porque era su escaparate, la ocasión de exhibir sus rápidas conquistas ante el mundo entero. Con un ejército relativamente pequeño como el que tenía, pero excelentemente equipado de artillería, tanques y aviación, Franco sabía de antemano que el Norte no se le podía resistir. Para dar una idea de la desproporción de fuerzas, basta decir que la República disponía de dos o tres cazas para la defensa de Bilbao, frente a los ciento cincuenta o doscientos aparatos que Franco desplegó para el asedio. Naturalmente, el gobierno de la República trató de enviar cazas al nuevo frente, pero no podía hacerlo desde Madrid porque la distancia era demasiado grande para que aquellos aparatos volaran sin repostar. Trató de hacerlo desde el aeródromo de Pau, en el sur de Francia, pero las autoridades francesas lo prohibieron, desarmaron los aviones y los enviaron de vuelta al territorio español. Aquel intento de utilizar bases francesas por parte del gobierno de la República desencadenó las protestas de Italia y Alemania. ¡Y mientras tanto la aviación alemana bombardeaba Guernica! Aquellos setenta aparatos que viajaban a bordo del Mar Cantábrico habrían podido salvar Bilbao, pero, como antes hemos señalado, cayeron en manos de Franco.

En cualquier caso, la decisión de emprender la campaña del Norte, que suponía alargar la guerra por tiempo indefinido, debió de ser muy dura para Franco: el orgullo de sus tropas pisoteado en las puertas mismas de Madrid. Pero Franco se tragó su orgullo en aquella ocasión, y de una manera muy poco española, pero eminentemente práctica, optó por una solución que, a largo plazo, le aseguraba el éxito en su empresa, un éxito que dependía, en gran medida, del gobierno de Francia. No hablo ya de cooperación con el gobierno de la República, sino simplemente de permitir el paso del material de guerra que llegaba de Rusia por territorio francés. La marina de los nacionales había establecido un bloqueo del Mediterráneo e incluso habían hundido un barco llegado de Rusia, el Konsomol, además de capturar otros buques.

Pero si los envíos de Rusia se hubieran hecho por el mar del Norte y el Atlántico hasta un puerto como Burdeos, los nacionales y sus aliados no hubieran podido impedirlo. Desde Burdeos habría sido muy sencillo hacer llegar ese material hasta territorio de la República, siempre que las autoridades francesas lo hubieran permitido, naturalmente.

Aquella era la frustrante situación que se vivía en la República en la primavera de 1937. Por primera vez desde que comenzara la guerra, Franco nos permitía un respiro. Pero, debido al bloqueo impuesto por los fascistas, así como por el de aquellos países que la República consideraba sus «aliados», cundía la sensación de que aquel respiro no iba a servir para nada. Al contrario, serviría para la disgregación de las propias fuerzas de la República, tal como ocurrió en el putsch de Barcelona. Salió a flote la lucha por el poder en la República, larvada en aquellos meses de guerra, pero que ahora explotaba en la superficie.

Los anarquistas, después de la revolución social que desencadenaron en los primeros meses de la Guerra Civil, se habían entregado a grandes experimentos sociales. La colectivización de la industria en Cataluña había mejorado, sin duda alguna, la condición de los trabajadores, que ahora cobraban salarios muy altos y trabajaban menos de las cuarenta horas semanales. Pero si las condiciones de los obreros habían mejorado, no por ello había aumentado la producción en la industria textil, la química y la médica, que eran las de mayor peso en Cataluña. Naturalmente, allí no había altos hornos como en Vizcaya, y en este sentido su contribución al material de guerra tenía que ser por fuerza muy limitado. Pero, en cualquier caso, Cataluña era el centro industrial más importante en la República, y aquella revolución social en la que estaba inmersa no contribuía a aumentar su producción.

El gobierno de Largo Caballero se había mantenido en el poder gracias a un difícil equilibrio entre las pretensiones de los anarquistas y las de los comunistas, apoyándose a veces en unos y otras en otros. Aquel equilibrio se rompió el 1 de mayo en Barcelona, cuando los anarquistas iniciaron una revuelta en las calles de Barcelona, aliándose con el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), lo que propició la caída del gobierno de Largo Caballero y la llegada al poder de un nuevo gobierno presidido por Juan Negrín.

La revuelta de mayo fue, sin duda, el suceso más lamentable que se produjo en la República mientras duró la guerra. Pienso que Franco podría haberse aprovechado de aquella situación lanzando un ataque por sorpresa en el frente de Aragón, que había quedado debilitado por la marcha de una división anarquista a Barcelona. Parece ser que los integrantes de esta división fueron desarmados, aunque Barcelona estuvo durante una semana en manos de los anarquistas y sus aliados los trotskistas del POUM. El gobierno mandó seis mil hombres desde Valencia bajo las órdenes del general Pozas para sofocar la rebelión, y después de una semana de barricadas y luchas callejeras la revuelta fue sofocada.

Debo señalar aquí que la mayoría de los anarquistas no tuvieron nada que ver con aquel putsch, y los ministros anarquistas del gobierno de Caballero, como Federica Montseny o García Oliver, se marcharon inmediatamente a Barcelona para negociar una solución. Aquella revuelta fue organizada por un grupo radical anarquista liderado por el intelectual catalán Andrés Nin. Supongo que también había otros elementos interesados en que aquella revuelta prosperara, y me parece probable que los agentes de Franco en Barcelona estuvieran asimismo implicados en ella. Nin fue arrestado y conducido a Madrid, donde fue encarcelado. Pero un buen día desapareció de la cárcel y nunca más se supo de él. Todo parece indicar que fueron los comunistas los que liquidaron a Nin. Los otros líderes de la revuelta fueron juzgados en Barcelona y sentenciados a penas de prisión. El gobierno cometió la torpeza de insistir en que aquellos hombres eran agentes alemanes o italianos infiltrados, en lugar de juzgarles simplemente por un acto de rebelión.

Debo señalar también que muchos intelectuales de izquierdas apoyaron el putsch de Barcelona. Recuerdo una conversación que tuve con Emma Goldman, la veterana revolucionaria americana, que sostenía que el fracaso del putsch anarquista significaba el fin de la revolución en España. Decía que, a partir de entonces, el gobierno de la República sería «reaccionario y conservador». Nadie sabía lo que iba a ocurrir en España a partir de ese momento, pero yo no estaba muy de acuerdo con las opiniones de la Goldman.

El putsch anarquista de Barcelona fue la consecuencia de la debilidad extrema del gobierno de la Generalitat catalana, presidido por Lluís Companys. Companys y su partido, Esquerra Republicana, eran liberales de izquierda, personas con excelentes ideas y grandes planes para el futuro, pero sin capacidad alguna para realizarlos. Desde el principio mismo de la guerra habían sucumbido a la presión de los anarquistas, que controlaban de hecho no solo Barcelona, sino la mayor parte de las ciudades y pueblos de Cataluña. Debo señalar aquí que no se trataba simplemente de una alianza entre Esquerra Republicana de Cataluña y los anarquistas, sino que eran los comités anarquistas que se habían organizado en toda Cataluña los que, de hecho, controlaban la situación. No había, por tanto, una colaboración, sino una sumisión de Esquerra a los dictados de los anarquistas.

Aquella situación podría muy bien haber degenerado en un caos total de no ser por el rápido crecimiento del partido comunista catalán, el PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña), y el sindicato UGT (Unión General de Trabajadores). Los comunistas fueron los claros vencedores de aquella lucha por el poder en Cataluña, que tuvo repercusiones inmediatas en el gobierno de la República. El 16 de mayo caía el gobierno de Largo Caballero y el 17 se nombraba a Juan Negrín, hasta entonces ministro de Hacienda, presidente del gobierno, y a Indalecio Prieto, ministro de la Guerra, que además conservaba las carteras de Marina y Aviación.

Para entender la caída de Largo Caballero, aquel líder carismático de las masas obreras, el Lenin español como se le había llamado, hay que tener en cuenta la pugna entre bastidores que se había desarrollado desde que accedió al gobierno. Influido sin duda por su amigo el intelectual socialista Luis Araquistáin, Caballero se había ido distanciando del Partido Comunista. Antes de la guerra, y en contra de los criterios de Indalecio Prieto, Caballero había establecido una alianza con el Partido Comunista que había llevado al Frente Popular al poder en las elecciones de 1936. Pero en aquellos días el partido apenas contaba con diez mil afiliados. Al comenzar la Guerra Civil, el número de afiliados creció hasta los cien mil y la Unión Soviética se convirtió en el único país que ayudaba a la República. Esto, naturalmente, dio alas al partido, que se convirtió en una de las fuerzas más importantes en la República. Caballero no había tenido problemas en colaborar con el Partido Comunista cuando este era una fuerza política de escasa entidad, pero ahora que se había convertido en un gran partido se echó atrás.

Largo Caballero era, en teoría, un marxista que creía en la lucha de clases y en el triunfo del proletariado. Pero en la práctica no pasaba de ser un experto líder sindical. Su vida había discurrido entre los despachos de los sindicatos y las cárceles donde a menudo había ido a parar. Pero no había tenido ni el tiempo ni la cultura suficiente para madurar su pensamiento y para estar a la altura de las circunstancias en aquellos críticos días para la República que le había tocado vivir. Sin ambición ni ostentación alguna, tenía una hoja de servicios a la República que a nadie se le hubiera ocurrido cuestionar. Sin embargo, le faltó aquel plus de liderazgo y de imaginación política que se precisaban para enfrentarse a aquellas dramáticas circunstancias.

Rusia había pasado por una guerra civil y una revolución y en cuestión de veinte años habían creado un partido con vocación de liderazgo no solo en Rusia, sino en el mundo entero. Los comunistas españoles no tenían más que copiar el modelo ruso, inspirándose en el funcionamiento a base de «células» para actuar con rapidez e influir en la opinión pública. El Ejército republicano adoraba a los comunistas por su estricta disciplina. A diferencia de los anarquistas, obedecían órdenes y después las discutían. En poco tiempo, Enrique Líster había organizado el Quinto Regimiento, que pronto se convirtió en la espina dorsal de todo el Ejército republicano. Los comunistas también manejaban como nadie el nuevo lenguaje político, los eslóganes que electrizaban a las multitudes y las enardecían. Tenían la habilidad de expresar en pocas palabras lo que todo el mundo sentía, pero que nadie, hasta aquel momento, había dicho.

Naturalmente, si Caballero hubiera sido más listo, habría buscado una alianza con aquella nueva y poderosa fuerza política. Las novedosas ideas procedentes de Moscú habrían, sin duda, revitalizado al Partido Socialista, y la organización sindical que los socialistas controlaban se habría visto beneficiada con la nueva savia que proporcionaban los líderes comunistas. Pero en lugar de aliarse con ellos, entró en una lucha sorda entre bastidores que a la larga le llevaría a su destitución.

Caballero no era el único socialista que desconfiaba de los comunistas. El propio Negrín se había ocupado de reorganizar el cuerpo de Carabineros, una especie de policía de aduanas. El contingente del cuerpo había aumentado en número de catorce mil a cuarenta mil hombres. Formaban parte de su uniforme unos cascos de acero y unas largas capas de color verde, y se desplazaban en modernos camiones por la ciudad. No estaban destinados al frente, sino a la retaguardia, y su función más importante era la custodia de edificios públicos, ministerios, embajadas, etcétera. El cuerpo estaba integrado por hombres procedentes de las Juventudes Socialistas y de ciertos sectores republicanos del Ejército. Era un secreto a voces que el cuerpo de Carabineros era una especie de guardia pretoriana del Partido Socialista, destinada a disuadir a los comunistas de cualquier tentación de golpe de Estado. De aquí el esmero con que Indalecio Prieto había reorganizado aquel antiguo cuerpo. A diferencia de otros cuerpos, los carabineros no tenían comisarios políticos.

Si los socialistas desconfiaban de los comunistas, menos aún podían tolerar a los anarquistas. Varios ministros socialistas se habían enfrentado ya con Caballero por el trato de preferencia que este concedía a los anarquistas. El putsch de Barcelona fue, por tanto, la gota que colmó el vaso de agua. Era el momento para dejar caer a Largo Caballero y encumbrar a Indalecio Prieto. Pero Prieto prefería trabajar en la sombra y propuso a Juan Negrín como presidente de gobierno. El propio Prieto dirigía todo el esfuerzo bélico con las tres carteras que reunía en sus manos —Guerra, Marina y Aire— y se constituía además en el «hombre fuerte» del gobierno. Los anarquistas se solidarizaron con Caballero y no entraron en el nuevo gobierno, y el resto de las carteras se repartieron entre tres ministros socialistas, tres republicanos, dos comunistas, un nacionalista vasco y un catalán. El nuevo gobierno tenía un claro color rojo, porque el propio Negrín, aunque no estuviera afiliado al partido, era un simpatizante, y los socialistas como Prieto estaban claramente dispuestos a colaborar con el Partido Comunista. Aquello, por otra parte, no hacía sino reflejar la nueva composición política de la República. Mientras que el Partido Socialista se había estancado en unos ochenta mil afiliados que tenía al comenzar la guerra, los comunistas habían pasado de los cien mil militantes en julio de 1936 a los trescientos mil en aquellos momentos. Por muy infladas que pudieran estar estas cifras (proporcionadas por el propio partido) quedaba clara la fulgurante ascensión de este partido en los primeros meses de la guerra.

Su líder más carismático era sin duda Dolores Ibárruri. Yo había oído a Dolores pronunciar discursos y responder a interpelaciones en las Cortes españolas y me había sorprendido la fuerza de su carácter y de su voz. Yo estaba allí en la última sesión de las Cortes cuando contestó al famoso discurso de Calvo Sotelo en el que este se declaraba «fascista» con aquella atronadora amenaza: «¡Usted no volverá a hablar en esta casa!». Naturalmente, aquello no pasaba de ser parte de la retórica de Dolores y nada tuvo que ver con el asesinato de Calvo Sotelo pocos días después. No fue este un asesinato «político» —en el sentido de premeditación—, sino puramente emocional, dictado por las ansias de venganza de los compañeros del teniente Castillo, como ya hemos señalado antes.

Dolores Ibárruri era una mujer vasca de padres muy humildes. De joven trabajó como criada. Se casó con un minero asturiano y fue sin duda en Asturias donde se politizó y adquirió un pensamiento político. En los años de la República se afilió al Partido Comunista y se convirtió en una gran oradora.

Conocí a Dolores en Valencia, en el mes de mayo de 1937. Recuerdo que era un día caluroso y que al entrar en la sede del partido un soldado me pidió que me identificara. Después de hacerlo gritó: «¡Un inglés para ver a Dolores!». Arriba me esperaba su secretaria. Me dijo que Dolores estaba muy ocupada y que no podía atenderme, pero que contestaría a mis preguntas si se las daba por escrito. Esa monserga ya me la conocía yo y le expliqué que aquello no serviría de nada si no la conocía personalmente. La convencí para que entrara en el despacho de Dolores y pronto pude oír su voz que decía: «¡Que pase!».

La habitación donde trabajaba Dolores era grande, fresca y limpia. No había nada en las paredes y muy pocas cosas encima de su mesa, entre ellas un frasco de agua de Colonia. Y detrás de la mesa estaba ella, una mujer de unos treinta y cinco años, alta, de buena figura, con una mirada imperiosa, casi desafiante: «¿Qué quiere saber?», me espetó nada más verme. No había nada de amable o amistoso en aquella voz. No sé cómo, pero conseguí suavizar sus ademanes, conseguí que se relajara, conseguí que hablara conmigo. Y entonces se lanzó de lleno a su tema favorito: la lucha del pueblo español por conquistar su dignidad y su libertad. Se olvidó de que yo existía y escenificó aquella lucha del pueblo a veces hablando con odio, otras con amargura, a veces con humor, otras con cinismo, a veces riéndose a carcajada limpia y otras enarcando las cejas y en ocasiones golpeando la mesa con el puño. No podría decir lo que Dolores me dijo en aquella ocasión, solo el cómo me lo dijo. Tres cuartos de hora más tarde bajaba por las escaleras de la sede del partido con la cabeza dándome vueltas, ebrio no de ideas, sino de sensaciones, y sobre todas ellas la certeza de que había conocido a un ser humano excepcional.

Dolores es el único político «de raza» que he conocido en todos estos años en España. Tiene más carácter y temperamento en su dedo meñique que Manuel Azaña en todo su cuerpo. Naturalmente no estoy hablando de ideas —con las que puedo o no coincidir—, sino de actitudes, de un dinamismo especial que desprende su persona y que contagia al reportero más insensible y que cree estar de vuelta de todo, como puede ser este servidor. Supongo que aquello fue como una «revolución emocional», algo que parece ajeno a nuestro carácter supuestamente «frío» y que nos es dado experimentar en muy contadas ocasiones.

No tuve ocasión de conocer a otros líderes comunistas, pero durante mi estancia en Valencia sí pude comprobar el buen trabajo realizado por Uribe, el ministro de Agricultura. Las ideas colectivistas y cooperativistas de anarquistas y socialistas no funcionaban en la huerta valenciana, donde cada campesino está muy orgulloso de cultivar su propio terreno, por muy pequeño que este sea. No aceptaban la idea de la propiedad común —por muy marxista que esta fuera— y se aferraban cada uno a su pedazo de tierra. El conflicto había llegado a tal extremo que las labores del campo se habían suspendido.

En estas llegó Uribe y se puso del lado de los campesinos. Respetando la propiedad de cada uno, organizó una cooperativa simplemente para la compra de fertilizantes y otros productos y la venta de lo que cultivaban en la huerta. Aquello enfureció a socialistas y anarquistas, que acusaban a los comunistas de admitir en su sindicato «a los elementos más reaccionarios del campesinado de Valencia». Yo no entro ni salgo en esta polémica, pero ¿de qué se trataba?, ¿de poner otra vez en marcha a los agricultores de la huerta para que funcionaran a pleno rendimiento? Pues Uribe lo había conseguido.

Un día, en el restaurante Baviera de Valencia, tuve una larga charla con Luis Araquistáin. Recuerdo una frase que pronunció y que me chocó extraordinariamente: «Los socialistas estamos tan en contra del comunismo como del fascismo. No podemos permitir que España viva bajo el yugo de Moscú». La verdad es que yo no entendía muy bien aquello del «yugo de Moscú». A mí Moscú me parecía estar muy lejos para que pudiera controlar nada en España. Aun admitiendo que España pudiera llegar a ser algún día un país bajo un régimen comunista, sería en todo caso un comunismo «a la española», gobernado por comunistas españoles, influidos por Moscú, ciertamente, pero capaces de desarrollar su propio programa político y sus propias directrices.

Así le razonaba yo a Araquistáin y todavía no sé si le estaba convenciendo a él o trataba de convencerme a mí mismo.

En cualquier caso, estaba claro que a los socialistas en aquella primavera de 1937 les había dado un ataque muy agudo de celos. Durante los años de la República, ellos habían sido los máximos representantes de la clase obrera y ahora se veían postergados y avasallados por una nueva formación política que reclamaba su protagonismo. Los socialistas no habían sabido estar a la altura de las circunstancias y desde el comienzo de la guerra no habían sabido o no habían querido renovar aquel Frente Popular que tan buen resultado les dio en febrero de 1936.

En los meses que duraba la guerra, la presencia rusa en España había sido más bien discreta. Había diplomáticos, periodistas y asesores militares, pero no en gran número. A partir de octubre de 1936 también hubo pilotos y expertos en tanques. Es cierto que los soviéticos trataban de mantener un perfil bajo. Los periodistas rusos que estaban en España, como Mijail Koltsov, de Pravda, tenían fama de inaccesibles y apenas se mezclaban con sus colegas de otras nacionalidades. Tampoco creo que hubiera más espías rusos en España durante la guerra que alemanes o italianos. Nadie podía asegurar cómo sería el futuro, pero en aquella primavera de 1937, si bien el Partido Comunista comenzaba a llevar la voz cantante, la presencia de rusos en España no era desde luego «agobiante».