XX Guadalajara

En aquella primavera de 1937, nuestra vida en Madrid estaba dirigida por el frenesí de la guerra y marcada por una rutina diaria que no dejaba de ser curiosa. Algunos colegas, como el propio Hemingway, ya han contado cómo era vivir en Madrid en aquellos meses, pero creo que no estará de más que yo cuente aquí algunas cosas sobre la vida cotidiana, si es que se la puede llamar así.

Los corresponsales de prensa extranjeros comíamos a diario en los sótanos del hotel Gran Vía, frente al edificio de la Telefónica. El menú diario variaba poco: solíamos tomar judías —blancas o pintas— acompañadas de pan de centeno y carne de caballo —o de mula— asada. El restaurante estaba a resguardo de las bombas que caían a todas horas en la Gran Vía, pero de cuando en cuando nos veíamos sorprendidos por una lluvia de cristales que caían desde el techo por alguna de las claraboyas que se abrían a la calle. Recuerdo un día en que nos cayó encima un trozo de cristal cuando estábamos comiendo y departiendo amablemente con la duquesa de Atholl y otros miembros del Parlamento británico, que realizaban una visita a ese Madrid en guerra. Afortunadamente nadie resultó herido y recuerdo que la duquesa me preguntó si, además de carne de caballo, también comíamos cristales. Yo me disculpé y subí al vestíbulo del hotel para saber lo que había ocurrido. Allí, tendido junto a la puerta de entrada, había un hombre en el suelo, a pocos pasos de donde había explosionado la bomba. Sus manos trataban de sujetar sus intestinos, que le habían reventado, pero lo más curioso era ver la expresión de su cara, que no reflejaba dolor alguno, sino más bien asombro e incredulidad ante lo que le acababa de ocurrir. Parte de sus intestinos acabaron en mis zapatos mientras me inclinaba sobre él y otra parte en el coche de la duquesa, aparcado frente a la puerta del hotel. Mientras transportábamos a aquel hombre a una ambulancia yo ya sabía que moriría antes de ser atendido en un hospital. En aquel mismo lugar, hacía pocos días había muerto una de las camareras que esperaba junto a la puerta del hotel la llegada de su novio.

La duquesa tuvo que aguardar a que limpiaran su coche para continuar viaje. De todos modos, me causó una excelente impresión: aquella mujer había sido elegida diputada en la Cámara de los Comunes y estaba entregada a la causa de la democracia, tanto en España como en el resto del mundo. No me sorprendió enterarme de que, unos meses más tarde, en las elecciones británicas, esta valerosa mujer perdía su escaño de diputado: mi país, definitivamente, se había vuelto loco. Más fría fue la recepción que los periodistas dimos a los miembros de la Segunda Internacional que nos visitaron unos días después. Las grandes cantidades de dinero que la Segunda Internacional había recogido para la República en los primeros días de la guerra fueron disminuyendo a medida que transcurrían los meses. Pero no era de dinero de lo que nos quejábamos. Al fin y al cabo, la República disponía de una de las mayores reservas de oro del mundo. Lo que faltaban eran armas y municiones. Lo que nosotros echábamos en cara a los socialistas es que no habían hecho lo suficiente con sus respectivos gobiernos para facilitar esas armas y, en último término, para intervenir en España. La situación mundial no estaba para paños calientes.

Por lo general, todos aquellos visitantes se alojaban en el hotel Gran Vía, más protegido que el hotel Florida, cuya fachada principal se abría a la plaza del Callao. Pero debo confesar que el hotel Florida tenía más vida. Recuerdo a un capitán vasco que mandaba una unidad en el frente de la Ciudad Universitaria y solía reunirse con sus amigos en el Florida por las noches. Eso sí, tenía siempre un coche esperándole en la puerta del hotel, y en cuanto el oficial de guardia le telefoneaba para avisarle de cualquier novedad salía pitando hacia el frente, que se hallaba a muy poca distancia del lugar donde nos encontrábamos. Me acuerdo de una noche en la que un colega y yo conocimos a dos hermosas mujeres de Marruecos. Supongo que mi amigo se propasaría con su pareja, pero lo que yo recuerdo son los gritos de dolor de mi colega, quejándose de que aquella mujer ¡le había mordido en la entrepierna! Y recuerdo que una noche loca de despedida de algunos de mis colegas yo bailaba la rumba con una periodista noruega que al menos ¡debía de pesar cien kilos! Yo soy más bien pequeño de estatura y de complexión ligera, así que constituíamos una extraña pareja. ¡Tal vez fuera por eso por lo que fuimos tan aplaudidos al final de nuestro baile! Y un día, o mejor dicho una noche, alguien encontró, abandonada en los sótanos del hotel, una máquina americana para hacer tortitas, y allí estábamos en los sótanos del hotel comiéndonos unas maravillosas tortitas con nata y sirope mientras amanecía sobre Madrid en guerra.

Mientras tanto, la feroz batalla del Jarama se iba diluyendo en una serie de enfrentamientos cada vez más esporádicos, sin que la línea del frente se moviera. Franco, sin embargo, no perdía el tiempo y había conseguido apoderarse de varios navíos republicanos, equilibrando su inicial desventaja en el mar. Primero hundió el Galdamés y tomó prisionero y después mandó fusilar al diputado catalán Carrasco i Formiguera, de reconocida filiación católica, militante del partido Unió Democrática de Cataluña. Silencio en la Iglesia española por aquel horrible asesinato. Solo los católicos franceses —Mauriac, Bernanos, Maritain— se atrevieron a levantar la voz ante un acto tan insensato.

Presa de mayor importancia fue el Mar Cantábrico, capturado por los nacionales cuando se disponía a desembarcar material de guerra y aviones destinados a la República. El Mar Cantábrico había zarpado de algún puerto en Estados Unidos pocas horas antes de que el Congreso americano firmara un Convenio de Neutralidad para prohibir la venta de armas de cualquier tipo a España. Desde allí se había dirigido a algún puerto mexicano para tratar de burlar la vigilancia a la que, de antemano, sabía que estaba sometido por parte de los nacionales. Era justamente en los servicios de inteligencia donde el general Franco gozaba de una enorme ventaja sobre su rivales. Los alemanes habían montado un impresionante servicio de espionaje no solo en Europa, sino en Estados Unidos, lo que permitía a Franco recibir información sobre cualquier movimiento de barcos a este o al otro lado del Atlántico. No tenía más que apostar sus naves en el estrecho de Gibraltar y aguardar a que pasara por allí su presa para caer sobre ella. Esto es lo que ocurrió con el Mar Cantábrico y con tantos otros barcos que intentaron llegar a la República. Los holandeses, que solían enviar barcos con comida y medicinas para los republicanos, optaron finalmente por mandar un destructor, el Hertog Hindrich, para proteger sus cargueros en ruta hacia la España republicana.

La relativa calma en torno a la capital de España que habíamos tenido en los últimos días del mes de febrero, se rompió a principios de marzo con la llegada del contingente italiano bajo las órdenes del general Bergonzoli. Pocos días después, la llamada «batalla de Guadalajara» había comenzado. La batalla duró quince días y supuso un tremendo castigo para las fuerzas italianas. Tantos han dictado ya sentencia sobre esta famosa batalla que me parece que lo prudente es examinar estas opiniones con alguna precaución. ¿Es cierto que la batalla de Guadalajara es la prueba definitiva de que cualquier ofensiva puede ser detenida desde el aire, o que los modernos y ultraligeros carros de combate italianos no son tan efectivos como parecen, o simplemente que los soldados italianos, a la hora de la verdad, son cobardes? Todas estas opiniones, vertidas tan a la ligera, merecen un escrutinio más exhaustivo antes de ser aceptadas o rebatidas.

Para entender Guadalajara hay que remontarse a la llegada del primer contingente de tropas italianas que llegaron a Andalucía a finales de 1936. A medida que avanzaban hacia el Este se habían encontrado con muy escasa resistencia. Los miles de milicianos, en su mayoría campesinos andaluces de tendencia anarquista, estaban tan pobremente pertrechados, tan mal instruidos, sin apenas tanques o artillería para hacer frente a la moderna máquina de guerra italiana, que aquello había sido como coser y cantar. Habían cortado Andalucía, desde el Oeste hacia el Este, con la misma facilidad que un cuchillo corta un pedazo de manteca.

Nada que ver con el frente de Madrid. Aparentemente, nadie les dijo a los italianos que la historia allí iba a ser muy diferente: allí había cazas soviéticos para enfrentarse a su propia aviación, allí había una artillería que se había visto reforzada en los últimos meses, allí estaban unas Brigadas Internacionales pletóricas después del éxito del Jarama, y allí estaban las recién creadas unidades del ejército republicano que suplían sus carencias materiales con enormes dosis de entusiasmo. Nadie les había contado todo esto a los italianos. Simplemente aterrizaron en la alta meseta castellana, como antes habían desembarcado en Andalucía, y desplegaron todo su potencial de guerra: treinta mil soldados y un gran número de tanquetas y camiones que permitían «motorizar» a su ejército, atacar al enemigo no al paso de un soldado de infantería, sino a la velocidad de un camión desplazándose por terreno abierto.

Y para más inri, su primer contacto con las fuerzas de la República fue el mismo que el tenido unas semanas antes en Andalucía: grupos de milicianos, en su mayoría campesinos anarquistas, que se habían hecho fuertes en torno a Sigüenza, que apenas habían entrado en combate hasta aquel momento, y que bastante hicieron con salir corriendo cuando vieron que se les echaba encima aquel motorizado ejército italiano. A los pobres campesinos de Sigüenza aquello les debió de parecer como una invasión de marcianos o extraterrestres. Y a los italianos les confirmaba lo que ya habían comprobado en Andalucía: su moderno ejército inspiraba tal terror en el enemigo que este salía corriendo a las primeras de cambio. Tal era el entusiasmo de los italianos y su fe en la victoria que una emisora italiana con la que conseguí sintonizar recomendaba a la población de Madrid que se rindiera cuanto antes porque los famosos legionarios italianos estarían en cuestión de horas a las puertas mismas de su ciudad.

En un par de días, las fuerzas italianas habían avanzado hasta Brihuega y Trijueque y se hallaban, por tanto, a escasos kilómetros de la propia Guadalajara. El gobierno tenía solo un par de días para prevenir la defensa de esta ciudad. A toda prisa, desplazó la XI División desde el frente del Jarama hacia Guadalajara. El joven general Enrique Líster estaba al mando de esta división. A pesar de su nombre inglés, Líster había nacido en Galicia, en la localidad de El Ferrol, al igual que el propio general Franco. Durante los años de la República había estado en Rusia como tantos otros líderes comunistas, y ahora se disponía a poner en práctica la estrategia militar que allí había aprendido. También habían sido desplazadas al frente de Guadalajara la Brigada XV de los alemanes, bajo las órdenes de Hans, y las brigadas belgas e italianas. Ingleses y americanos debían permanecer en el Jarama para mantener una mínima defensa en aquel frente. El gobierno había adquirido recientemente una serie de camiones ligeros de procedencia americana que facilitaron enormemente el transporte rápido de tropas. Eran camiones capaces de desenvolverse bien en terreno abierto y que, debido a su extrema ligereza, no se atascaban en zonas pantanosas, y gracias a ellos se pudo desplazar un pequeño ejército de un frente al otro en cuestión de horas.

En la noche del miércoles 10 de marzo, cuando los italianos se habían apoderado de la localidad de Trijueque, un ejército republicano de unos seis o siete mil hombres se concentraba en la vecina localidad de Torija, a unos cinco o seis kilómetros de Trijueque. Torija, situada en la alta meseta que domina la ciudad de Guadalajara, era un buen lugar para iniciar la defensa de dicha ciudad. También se habían desplazado fuerzas a Hita, para cubrir el flanco occidental, y hacia el Sur, para controlar la carretera de Brihuega. Pero Torija habría de convertirse en el centro neurálgico de aquella operación y en su castillo medieval se instaló Enrique Líster para dirigirla.

A partir de ese momento, la buena estrella que había acompañado a las tropas italianas desde el momento de su llegada a España se eclipsó y toda suerte de desgracias pareció caer sobre él. Cuando, en la mañana del 11 de marzo, los italianos emprendieron su avance hacia Torija y hacia la ya muy cercana Guadalajara, se encontró de frente con unas tropas que no retrocedían a las primeras de cambio. Es decir, la artillería italiana cañoneaba las posiciones republicanas, pero estas devolvían el fuego y no retrocedían, como sin duda esperaban los italianos. Las tanquetas italianas que atacaban las posiciones republicanas no hacían mella en ellas. Quizá si los italianos hubieran dispuesto en aquel momento de tanques, habrían podido abrir una brecha en el ejército que les cerraba el paso.

Hasta el tiempo se les volvió en contra. Una ventisca de nieve y granizo comenzó a azotar aquella desolada meseta castellana haciendo aún más dificultoso el avance de las tropas italianas. Aquellas nubes bajas y aquel viento huracanado no impidieron el despliegue de la aviación republicana. La República sacó de los hangares cuanto todavía podía mantenerse en el aire y todos los aparatos de que en aquellos momentos se disponía atacaron a las tropas italianas. Los cazas barrían una y otra vez la carretera que conducía hacia Guadalajara, impidiendo el avance de los italianos. La aviación nacional, en cambio, no aparecía por ningún lado, quizá porque no disponía de aeródromos cercanos donde los cazas —que tienen un depósito muy pequeño de gasolina— pudieran repostar. En realidad, no sabíamos lo que estaba ocurriendo en la zona nacional, porque Franco había prohibido a los corresponsales de prensa acreditados en su bando que se desplazaran con las tropas italianas, porque había que mantener a toda costa la elegante ficción de que no había tropas italianas en España. El propio secretario del partido fascista italiano había comunicado al general Franco que «Italia había prohibido el reclutamiento de voluntarios para la guerra de España en cumplimiento del Tratado de No Intervención». La función de teatro continuaba.

Pero lo cierto es que durante aquellos días críticos no apareció ningún caza nacional para proteger a las desamparadas tropas italianas en su avance hacia Guadalajara. No ocurría lo mismo con los bombarderos, que se dedicaban a bombardear sistemáticamente la capital alcarreña. En uno de aquellos ataques perecieron al menos sesenta personas. Pero si las bombas llovían sobre Guadalajara, no lo hacían en cambio sobre las posiciones republicanas que impedían el avance de los italianos sobre esta ciudad. Aquellas columnas móviles italianas tampoco parecían contar con suficiente protección antiaérea. Resulta sorprendente, asimismo, que los italianos no hubieran preparado pistas de aterrizaje en un terreno lo suficientemente alto y seco para impedir cualquier tipo de contingencia en caso de mal tiempo.

En aquella situación tan crítica, el comandante italiano cometió lo que a mi juicio fue un gravísimo error. En lugar de retirarse a algún lugar donde sus hombres pudieran protegerse y mantener sus posiciones, optó por consolidar su posición en aquel abierto y desolado páramo que no ofrecía protección alguna. En vez de replegarse a algún lugar para reagrupar a sus tropas e iniciar una nueva ofensiva, decidió plantar cara a las fuerzas republicanas en una línea de frente que se extendía desde Trijueque hasta Brihuega y que ofrecía un excelente blanco a la aviación republicana.

La teoría de que fueron los elementos los que derrotaron a las tropas italianas es solo cierta si nos atenemos a lo que ocurrió en el aire. Yo estuve inspeccionando el terreno tanto durante como después del combate y puedo asegurar que, a pesar del agua que caía, la tierra había drenado perfectamente. Yo desde luego no vi ningún vehículo atascado en el barro. La carretera principal estaba asfaltada y en muy buen estado. Fue una de las obras que realizó Primo de Rivera. En tierra no fueron los elementos los que derrotaron a los italianos, sino los hombres que defendían las posiciones de la República. Empapados de agua y ateridos de frío, sin los cascos y los impermeables con los que se protegían los italianos, aquellos hombres aguantaron a pie firme, dispuestos a no ceder ni un milímetro de terreno a la ofensiva italiana.

Sefton Delmer, Loayza y un servidor estuvimos en el castillo de Torija en ese fatídico día del 11 de marzo y regresamos a Madrid con la convicción de que la ofensiva italiana, al menos por el momento, había fracasado. Pude entrevistarme con un prisionero italiano, el sargento Lognoro, del 157 Regimiento del Ejército italiano. Me contó que se había introducido por equivocación en territorio republicano con doscientos soldados. Al caer la tarde había oído voces cercanas y, al preguntar en italiano dónde se encontraba, recibió la respuesta en perfecto italiano: «Aquí estamos, camaradas; hace tiempo que os estábamos esperando». Se trataba, naturalmente, de miembros del Batallón Garibaldi de las Brigadas Internacionales que daban así la «bienvenida» a sus incautos compatriotas. Lognoro me confesó que había recibido órdenes de partir hacia un «destino desconocido» y se había encontrado en España sin comerlo ni beberlo. Por lo menos, eso es lo que me dijo en aquellos momentos. Su comandante, el mayor Luciano Silva, había participado en la Primera Guerra Mundial, en la guerra de Abisinia y en otras campañas coloniales. Personas de este fuste deberían haber podido imponerse a ese ejército amateur de la República al que ahora se estaban enfrentando.

La aviación republicana tenía su base de operaciones en el pequeño aeródromo de Alcalá de Henares, situado a muy escasa distancia del frente, con lo que podía hacer frecuentes incursiones y regresar sin problemas para repostar. En ese sentido tenía toda la ventaja sobre la aviación franquista. De cualquier manera, parecía imposible que consiguieran orientarse en medio de aquella tormenta y mucho menos que pudieran hacer blanco con una visibilidad prácticamente nula. Los aparatos bimotores los solían pilotar españoles, que dejaban a los más experimentados aviadores rusos los aparatos de un solo motor, mucho más difíciles de pilotar. De todos modos, la República contaba ya con grandes pilotos españoles, como La Calle, jefe de un escuadrón que participó en Guadalajara. La última vez que vi a La Calle fue en el aeródromo de Toulouse, encerrado en un hangar, castigado, sin duda, por los franceses por haber luchado por la libertad en España.

Los flancos de la ofensiva italiana, situados en Hita y en Brihuega, estaban pendientes de lo que ocurría en el centro de la ofensiva, en Trijueque, y no se atrevían a avanzar para no quedar al descubierto. Y así la ofensiva italiana se hallaba paralizada, sin poder avanzar ni tampoco retroceder, porque Bergonzoli, como antes he señalado, no se atrevía a dar la orden de retirada. Por otra parte, poca ayuda podían esperar del resto del ejército nacional. Sea porque Franco había desplazado ya grandes contingentes de tropas hacia el Norte, sea porque los generales nacionales estuvieran celosos del éxito conseguido por los italianos en Málaga, sea porque los propios italianos hubieran insistido en emprender aquella ofensiva en solitario, lo cierto es que los italianos sabían que no podían contar con la ayuda de sus aliados, que habría podido sacarles de la desesperada situación en la que se encontraban.

Mientras tanto, la actividad en Torija, donde yo me encontraba, era frenética. Fue allí donde por primera vez me encontré cara a cara con Enrique Líster. Tenía este el aspecto de lo que era: un cantero gallego, con sus grandes manos, su corpulencia, su gruesa voz, la firmeza en su mirada y en su expresión. De trabajar la piedra había pasado a ser enlace sindical y después a Cuba y finalmente a la Unión Soviética, donde recibió su adoctrinamiento y adiestramiento en la Academia Militar. Fue el encargado de organizar el famoso Quinto Regimiento poco después de comenzar la guerra, en lo que fue un intento por parte del gobierno de la República de formar su propio ejército, de convertir a todos aquellos milicianos en un cuerpo con instrucción y disciplina. Tuvieron desde luego un comportamiento heroico en el Jarama, en la colina del Pingarrón y después en Ciempozuelos. Estaba, por tanto, ante una de las luminarias del nuevo ejército republicano.

El domingo 14 de marzo las tropas republicanas iniciaron la contraofensiva. Sus fuerzas y las Brigadas Internacionales reconquistaron el pueblo de Trijueque después de un feroz combate. Yo llegué allí al día siguiente, mientras los italianos seguían bombardeando el pueblo sin resignarse a perderlo. Recuerdo que pasé bastante más tiempo en posición horizontal que en vertical, pero pude hablar con Gustav Regler y Ludwig Renn, que me contaron que habían entrado en el pueblo a bordo de un tanque. ¡Magnífico ejemplo el de aquellos dos escritores alemanes para la intelligentsia de todo el mundo, situados en la vanguardia no solo de las letras, sino también de las armas!

Aquel domingo se cumplían seis días desde el inicio de la ofensiva italiana y el general Bergonzoli parecía incapaz de tomar decisión alguna. Allí estaba su ejército atascado en una línea que se extendía desde Trijueque hasta Brihuega, aparentemente incapaz de avanzar o de retroceder. Hasta que las fuerzas republicanas iniciaron la segunda contraofensiva en Brihuega y bajaron desde la meseta hasta la hondonada donde se encuentra esta ciudad. En esta ocasión, los italianos no se retiraron ordenadamente, sino en total desbandada, retrocediendo hasta las localidades de Ledanca y Algora en la carretera principal, es decir, hasta el lugar donde la ofensiva se había iniciado. El viernes 19 de marzo el frente se había roto en mil pedazos.

Parece ser que uno de los mensajes que se encontraron entre los prisioneros capturados era del propio Duce y decía lo siguiente: «A bordo del yate Pola, camino de Libia, recibo ilusionado las noticias de los grandes combates que nuestros legionarios están librando en España. Conozco su entusiasmo y su determinación y sé que triunfarán sobre la resistencia del enemigo. La victoria sobre los intemacionalistas tendrá grandes consecuencias militares y políticas. Que sepan los legionarios que su Duce sigue al minuto sus avances y sus victorias».

Parece ser que Mussolini tuvo que interrumpir su viaje a Libia para regresar a Roma y hacerse cargo de la delicada situación en la que «sus legionarios» le habían metido.

El último día en que visité aquel frente fue el 23 de marzo y la situación se había estabilizado. El ejército republicano no estaba en situación de seguir persiguiendo a los italianos por la sencilla razón de que sus tropas estaban totalmente agotadas después de la batalla del Jarama y aquella agotadora semana en Guadalajara. Al inspeccionar el terreno, pude comprobar que estaba lleno de capas, abrigos, máscaras antigás, cascos e incluso algunas botas, todo ello abandonado sin duda por los italianos en su huida. En cambio, encontré muy pocos cadáveres, señal inequívoca de que aquello había sido un «sálvese quien pueda».

La responsabilidad de aquel desastre habría que buscarla en los oficiales italianos, que habían dividido sus escasos recursos, no habían buscado la ayuda y la cooperación con el ejército nacional y habían subestimado la resistencia del republicano. El orgullo les había impedido retirarse cuando aún estaban a tiempo para reagrupar las tropas y buscar una coyuntura más favorable. Pero no creo que los soldados italianos fueran responsables de aquel fiasco, ni que tengamos que llegar a la conclusión de que el carácter italiano es incompatible con el arte de la guerra. ¡Allí estaban aquellos trescientos o cuatrocientos hombres de la Brigada Garibaldi para demostrar justamente lo contrario! Tampoco creo que el fracaso de aquella ofensiva italiana deba achacarse a la excesiva mecanización —o motorización— de sus tropas. Sin embargo, es probable que la falta de experiencia de los oficiales que controlaban aquellas rapidísimas unidades ocasionara una falta de coordinación entre los diferente flancos de aquella ofensiva.

Lo que realmente demostró al mundo la batalla de Guadalajara fue de lo que era capaz el ejército de la República cuando contaba con un mínimo de armamento, apoyo aéreo y buena coordinación y dirección.

Aquel ejército creado de la nada en tan poco tiempo comenzaba a funcionar.