El último ataque directo de Franco al corazón de Madrid se produjo en enero de 1937. A partir de ese momento, opta por una serie de maniobras envolventes en torno a la capital. Estas maniobras podrían haber tenido éxito si las hubiera realizado en el otoño, cuando llegó frente a la capital de España. Pero el asedio a Madrid no había hecho sino fortalecer la voluntad de sus habitantes, que, con la moral muy crecida, estaban dispuestos a resistir hasta el final.
En aquellos tres meses de asedio, las fuerzas leales al gobierno de la República se habían transformado. Se habían organizado en pequeñas unidades bajo el mando de un oficial. Habían recibido la tan esperada ayuda de Rusia y ya disponían de tanques, artillería pesada y ametralladoras, así como de los inestimables Migs que surcaban los aires de la capital. Recuerdo que la mañana en que aquellos aparatos llegaron a la ciudad («chatos» llamaban los madrileños a los bimotores y «moscas» a los de un solo motor), la gente se asomaba a los balcones, a las terrazas, a las azoteas de las casas y agitaba sus pañuelos con lágrimas en los ojos. Aquellos aparatos eran rusos pero de diseño americano, con motores Boeing. Había llegado también algún bombardero tipo Martin, pero aquellos aparatos siempre estuvieron en inferioridad numérica con respecto al enemigo.
Una mañana —debía de ser a principios del mes de febrero de 1937— me encontraba yo tumbado en una trinchera cerca del puente de Arganda, en la carretera de Valencia. Los rebeldes habían comenzado una gran ofensiva sobre esta zona con la intención de cortar ese cordón umbilical que unía la capital de España con Levante, es decir, la zona que le suministraba los alimentos y el material de guerra que Madrid necesitaba para aguantar el asedio. La ofensiva rebelde se había iniciado el 6 de febrero, y al día siguiente las emisoras fascistas ya proclamaban la conquista del famoso puente. Pero la realidad era que se encontraban todavía a un par de kilómetros del lugar y los disparos que llegaban hasta nosotros morían a nuestros pies.
Habían estado bombardeando el puente, pero no habían conseguido destruirlo, y la prueba era que Irving Pflaum, de la United Press, y Herbert Mathews, del New York Times, habían conseguido cruzarlo en coche aquella misma mañana. Yo decidí no seguir el ejemplo de mis colegas. Mi chófer estaba casado y con familia y me parecía que le estaba haciendo correr un riesgo innecesario para demostrar algo que, por otra parte, ya había sido demostrado. En las laderas del Jarama se habían apostado miles de milicianos que ofrecían una encarnizada resistencia a aquella «máquina de guerra» que se les venía encima: tropas de la Legión y Regulares de Marruecos, tanques y artillería alemanes y, por supuesto, el apoyo desde el aire de la aviación nazi. Se hablaba entonces de una fuerza que se acercaba a los ochenta mil hombres.
Y es que la moral de los nacionales era muy alta después del triunfo en Málaga. La ciudad andaluza había caído el 8 de febrero, oponiendo escasa resistencia a las tropas italianas de Mussolini recién llegadas a España. Bien pertrechadas, estas tropas disponían de su propio material: transporte, comunicaciones e intendencia, aparte, claro está, de un material de guerra moderno y de primera clase. No era, pues, sorprendente que hubieran barrido la escasa resistencia que presentaron los mal pertrechados milicianos, y habían entrado en Málaga como si se tratara de un paseo militar. La ofensiva italiana sobre esa ciudad estaba apoyada, además, desde el aire por la aviación alemana y desde el mar por sus propios destructores, que no dejaron de cañonear la costa malagueña impidiendo incluso la retirada de la población civil.
La verdad es que los malagueños tampoco habían recibido mucha ayuda del gobierno de la República.
Largo Caballero, tan eficaz como líder sindical, había resultado ser un ministro de la Guerra bastante mediocre.
Un ejemplo como botón de muestra. Un grupo de periodistas ingleses que habían intentado llegar a Málaga cuando se inició la ofensiva italiana se encontraron con un puente derruido por las recientes lluvias que les había impedido seguir adelante. Es decir, la única vía de acceso a Málaga desde la zona republicana —vía Almería— estaba cortada y nadie parecía darle importancia a aquel insignificante «detalle». Así, el suministro de alimentos y de material de guerra que llegaba en camiones desde Valencia no pasaba de Almería, a la espera de que «algún día» pudiera llegar a la asediada Málaga. Quizá Málaga estuviera condenada por la República desde un principio, pero lo cierto es que nada se hizo por salvarla.
Tal vez Málaga fuera solamente eso, un peón que la República sacrificaba al enemigo con la esperanza de poder ganar, al final, la partida. Porque la verdadera partida no se estaba jugando en aquel —en otro tiempo— bello rincón andaluz, sino en torno a la capital de España. Y lo cierto es que Franco había dividido peligrosamente sus efectivos al mandar a los recién llegados italianos a los confines meridionales de la Península.
Es difícil no intuir que había una rivalidad entre Franco y sus aliados alemanes, por un lado, y los recién llegados italíanos. Si estos habían conquistado Málaga, Franco y los nazis se disponían ahora a lograr una pieza mucho mayor. No hace falta ser un lince para darse cuenta de que si los italianos se hubieran incorporado a la ofensiva del Jarama, nada ni nadie podría haber detenido al ejército de los nacionales.
Pero lo cierto es que allí estaban, ante mis ojos, incapaces de tomar aquel puente, detenidos por la heroica resistencia de las milicias republicanas. Fue entonces cuando el general Aranda decidió cruzar el río unos kilómetros más abajo del puente de Arganda para tratar de alcanzar la población de Morata de Tajuña, situada en los altos que dominan el valle del Jarama. Comenzaba así una de las batallas más encarnizadas de la guerra. Y pienso que en este caso sí fue decisiva la intervención de las Brigadas Internacionales. Los brigadistas habían llegado a Madrid demasiado tarde para ser un elemento decisivo en la defensa de la ciudad. Pero desde entonces se habían fogueado en la lucha por la Ciudad Universitaria y ahora estaban listos para ofrecer a la República lo mejor de sí mismos. Fueron ellos los que cubrieron ese hueco que había en el ejército republicano entre Perales y Morata de Tajuña por donde pensaba penetrar el general Aranda con sus tropas. Allí fue donde los hombres de la XI y la XV Brigadas se mantuvieron firmes. Para dar una idea de las pérdidas del Batallón Inglés, baste decir que de los cuatrocientos hombres que lo componían solo cincuenta quedaban en pie después de una semana de combate. Afortunadamente para ellos, en aquel momento se les unió el batallón de la Brigada Lincoln, y juntos —ingleses y americanos— continuaron la lucha.
Pienso que el contingente total de las Brigadas Internacionales que defendieron el Jarama no excedía de los cuatro mil hombres. Algunos acababan de llegar de los campos de instrucción que tenían en Albacete, pero la mayoría, como ya he dicho, habían entrado en combate en Madrid. Es difícil, en cualquier caso, precisar el número de brigadistas que defendieron el frente del Jarama porque no se había publicado ningún recuento oficial y porque, aunque cada una de las brigadas contaba, en teoría, con seiscientos hombres, en la práctica esta cantidad se reducía a cuatrocientos y en algún caso hasta los cien, de manera que cuando se anunciaba que en una operación habían participado las Brigadas XV y XVI era imposible adivinar cuántos efectivos reales habían entrado en combate.
Curiosamente, las primeras brigadas que combatieron en el frente del Jarama habían sido las italianas y las alemanas. Las italianas comandadas por Nicoletti, un líder antifascista muy conocido, y las alemanas comandadas por un polaco, el comandante Walter. Los ingleses estaban bajo las órdenes de Tom Wintringham, un hombre menudo y de apariencia insignificante, pero con gran coraje y excepcionales dotes de mando. También estaba allí la Brigada Dimitroff, compuesta de serbios, búlgaros y un sinfín de nacionalidades centroeuropeas que, según algunos, llegaba hasta la veintena. Es un misterio para mí saber cómo el general Gal, un húngaro según tengo entendido, se hacía entender en aquel guirigay.
El gobierno de la República, tolerante casi siempre a la hora de conceder pases para el frente a los corresponsales extranjeros, se mostró firme en aquella ocasión, y hasta cierto punto era comprensible, porque cualquier información que se pudiera proporcionar al enemigo sobre aquella delgada línea que defendía el Jarama podía resultar decisiva. Pero nuestro empeño en visitar aquel frente podía más que cualquier impedimento del gobierno. Usando unos viejos pases y contando un sinfín de mentiras, un grupo de corresponsales conseguimos acercarnos a un lugar en la línea del frente conocido con el nombre de la Casa Blanca. Aquella casa era, en realidad, una granja situada en la intersección de la carretera que va de Morata de Tajuña a San Martín de la Vega con la que sube desde el puente de Arganda y va hacia Chinchón. Aquella Casa Blanca había sido objeto de disputa desde el momento en que las tropas nacionales cruzaran el río Jarama e intentaran tomar los cerros que lo rodeaban. No tenían más que avanzar unos pocos metros más allá de la Casa Blanca, atravesar una meseta donde crecían los olivos y se encontrarían en las alturas que dominaban Morata de Tajuña, en perfecta situación para tomar el pueblo. Se luchaba por aquellos palmos de terreno, por aquellos olivares que separaban la Casa Blanca, tomada por los nacionales, y la vanguardia de las brigadas, a unos centenares de metros de distancia.
Sefton Delmer, el corresponsal del Daily Express que me acompañaba, conocía a Ludwig Renn, el escritor alemán de la XV Brigada, y a Gustav Regler, otro escritor germano, comisario político de aquella brigada. Nos los encontramos a los dos sentados bajo un olivo, al borde mismo de aquella endiablada meseta, junto con el comandante de la compañía, el mayor Hans. Este era un alemán alto y corpulento con una cálida sonrisa y un gran interés por aquella guerra. Pero nunca pude averiguar nada sobre su pasado y su familia porque, tal como me dijo, temía represalias de las autoridades nazis sobre su familia, que continuaba en Alemania. Por eso se hacía llamar simplemente Hans. Allí estaba Hans, con los mapas de la zona desplegados ante él y, desde luego, en aquella ocasión no había ninguna simpatía en su mirada. No podía ocultar sus suspicacias hacia aquellos periodistas «burgueses» que buscaban información. Por suerte, contábamos con la ayuda de Regler y Renn, que fueron los que convencieron a su jefe para que permitiera que visitáramos un puesto de observación que estaba justamente detrás de la primera línea de fuego republicana. Mientras tanto, la artillería republicana, situada a escasos metros de donde nos encontrábamos, continuaba hostigando las posiciones nacionales en tomo a la Casa Blanca.
Nunca se me olvidará la corta carrera que nos dimos para alcanzar aquel puesto de observación. Las balas enemigas —y las de nuestra propia artillería— silbaban sobre nuestras cabezas. Afortunadamente, no iban dirigidas hacia donde nos encontrábamos. El objetivo de la artillería de los nacionales estaba situado a nuestra derecha, de manera que sus proyectiles cruzaban en diagonal sobre nosotros. Y es que aquella línea de frente parecía un sacacorchos por las vueltas que daba. Cuando conseguimos llegar hasta el puesto de observación vimos que había cinco hombres, un español, un húngaro, un alemán, un polaco y un yugoslavo. Los artilleros eran franceses, de manera que todavía no sé en qué lengua se transmitían las órdenes, y me parecía un milagro que los proyectiles pudieran alcanzar las posiciones de los nacionales en torno a aquella Casa Blanca que contemplábamos en la distancia.
Aquella plácida planicie de olivares se convirtió, durante diez interminables jornadas, en escenario de una de las más encarnizadas batallas que he presenciado en toda la guerra. Gracias a nuestra amistad con Renn y Regler pudimos seguir aquellos combates casi al minuto, aunque a la mayoría de los comandantes de brigada no les hacía ninguna gracia vernos por allí. Claro que aquello no regía para Tom Wintringham, que nos proporcionaba toda la información posible. Así fue como el mundo entero pudo seguir al detalle la batalla por la colina del Pingarrón, tal como se conocía el lugar donde estaba situada la Casa Blanca. Me parece curioso reseñar aquí que al principio la censura no nos permitía referimos a las Brigadas Internacionales, sino simplemente a las «fuerzas de la República». Naturalmente aquello no se podía mantener en secreto durante mucho tiempo y pronto fue un «secreto a voces». Las propias redacciones de los periódicos en Inglaterra y otros lugares sustituían «fuerzas republicanas» por «Brigadas Internacionales».
Sigo sin tener noticia exacta de las fuerzas de las que disponía el general Aranda, pero un corresponsal de la España de Franco las cifraba en ochenta mil hombres. La República no podía contar con más de treinta mil en aquel frente que se extendía desde el puente de Arganda hasta la localidad madrileña de Ciempozuelos, lugar donde está ubicado el manicomio más importante de la provincia de Madrid, como es bien sabido. Con estos datos, parece increíble que la ofensiva del general Aranda fracasara. Solo puede explicarse si tenemos en cuenta que los nacionales habían abierto tres frentes en tres lugares muy distantes de la geografía española: en el Norte, la batalla por Bilbao había comenzado ya; en el Sur, la ofensiva se había centrado en la ciudad de Málaga, como ya hemos señalado; y naturalmente aquella feroz batalla del Jarama. Solo esta dispersión de las fuerzas nacionales puede explicar el escaso éxito que estaban consiguiendo en el frente de Madrid. Franco tenía que dividir la aviación de la que disponía entre estos tres frentes, mientras que el gobierno de la República había decidido concentrar toda su fuerza aérea en la defensa de Madrid. Esto suponía un cierto respiro para la aviación republicana, al menos en lo que a Madrid se refiere.
Suponía que la aviación de Franco «solo» era dos o tres veces superior a los escasos y menguados aparatos de la República.
La ventaja en aquel combate que ahora presenciaba estaba, desde luego, del lado de los nacionales. Disponía el general Aranda de un ejército profesional y disciplinado, bien apoyado por tanques, artillería y aviación alemana. Lo único que podía inclinar la balanza del lado republicano estaba en el terreno de lo espiritual, en aquella fe ciega de los brigadistas que habían depositado en la lucha toda su ilusión, como si su tierra estuviera allí mismo y no a miles de kilómetros de distancia. Se me dirá que también del lado nacional existía aquel fervor y entusiasmo, que también ellos luchaban por unos ideales. Sí, pero eran la excepción y no la regla. Me explico. Qué duda cabe de que el Tercio de la Legión, los requetés o incluso las tropas regulares de Marruecos podían mostrar igual entusiasmo y fervor en el combate que los brigadistas que tenían frente a ellos. Pero soy de la opinión de que el grueso del ejército de Franco 110 ponía el corazón en aquella lucha. Es decir, las tropas cumplían órdenes, se desplazaban a los lugares siguiendo instrucciones, pero creo que mostraban cierta apatía, como si atacar a sus propios compatriotas no acabara de ser plato de su gusto.
Podría contar muchas anécdotas de aquellos días vividos en el valle del Jarama. Recuerdo la historia que me contaban los supervivientes de una unidad británica, recién llegados al frente del Jarama para su bautismo de fuego. Una tarde vieron en la distancia y entre dos luces a un grupo de soldados que se dirigían hacia ellos con el brazo en alto y cantando La Internacional. Pensaron que se trataba de desertores del ejército nacional y acudieron a ellos con los brazos abiertos, para ser recibidos por los disparos de los fusiles y ametralladoras que guardaban bajo sus gabanes. O aquella historia que me contaba Jack Cunningham, comandante escocés que tuvo un momento de desfallecimiento y decidió retirarse con sus hombres a un lugar seguro detrás de la línea de fuego. Allí se encontró con el general Gal, que les lanzó tal arenga que aquellos hombres, medio muertos por el cansancio unos minutos antes, se levantaron como si hubieran resucitado y marcharon hacia la primera línea entonando canciones escocesas. Pronto toparon con una unidad de soldados moros que, al oír aquellos cánticos tan exaltados, salieron huyendo, pensando, sin duda, que se había perdido y se encontraban muy por detrás de las líneas enemigas, en pleno territorio de la República.
Contemplando el heroísmo de aquellos soldados británicos, no podía por menos de pensar que ellos estaban haciendo lo que los políticos —y los empresarios y los burócratas— se habían negado a hacer. Porque salvar la democracia en España era salvarla en todo el mundo civilizado. Claro que yo empezaba a dudar de si mi propio país pertenecía aún a ese «mundo civilizado».