Aquella guerra tenía para mí escenarios muy diferentes y podía deparar muchas sorpresas. Una mañana me encontraba en el salón de una elegante casa madrileña, en compañía de una condesa, cuando el mayordomo interrumpió nuestra conversación para anunciar que la policía se encontraba en la puerta. Yo me puse algo nervioso porque, aunque conocía aquella familia, no sabía si su palacete madrileño podría esconder algún centro de espionaje fascista. Pero la visita de la policía resultó ser de lo más inocente: solo querían saber si la señora condesa podría alojar en su vivienda a unos refugiados que habían perdido la suya. Se trataba de un tranviario que se había quedado sin casa en la barriada de Cuatro Caminos después de ser bombardeada por la aviación fascista. La condesa se levantó y acompañó al tranviario y a su familia a las habitaciones que ocuparían en un extremo de la casa.
Aquella insólita visita al domicilio de una condesa se debía al encargo de un amiga mía, que me había pedido que la ayudara porque su marido estaba en la cárcel. La condesa parecía encantada de charlar con un periodista inglés. Me contó que conocía personalmente al rey Eduardo VIII, y por los detalles que me daba estoy seguro de que me decía la verdad.
Fui a ver a su marido, el conde, a la cárcel. Se le acusaba de haber pertenecido a la CEDA y a Falange y de haber contribuido con grandes aportaciones de dinero a la derecha. Mis amigos me aseguraban que se trataba de una familia liberal, así que no tengo idea de si todo aquello era verdad o mentira, y naturalmente el conde tampoco parecía muy dispuesto a aclarar mis dudas. Se le veía hundido, como si hubiera perdido la ilusión y las ganas de vivir. Las gestiones que pude hacer por él resultaron infructuosas, porque, en aquel Madrid bombardeado por los fascistas, la compasión que despertaba un conde en las autoridades era muy escasa.
A diferencia de su marido, la condesa parecía disfrutar de aquel bullicio que se había organizado en su casa, como si la guerra le hubiera dado nueva vida en lugar de quitársela. Cuando fui a verla para contarle el fracaso de mis gestiones para liberar a su marido, ella me dijo: «No te preocupes, Henry, que ya lo he arreglado con mis amigos anarquistas. Ellos me dicen que lo pueden sacar de la cárcel a escondidas y luego quizá tú puedas meterlo como refugiado en la Embajada británica». ¡Así era el Madrid de aquellos días: una condesa con amigos anarquistas, disfrutando de la insólita situación en la que se encontraba! Hay que señalar que la Junta que en aquellos momentos gobernaba —o trataba de gobernar— Madrid se componía principalmente de comunistas, socialistas y anarquistas, y que uno de aquellos anarquistas, Melchor Rodríguez, era el jefe de prisiones.
Tampoco pude conseguir acceso a la Embajada para cuando el conde fuera puesto en libertad. En este punto, tanto la Embajada británica como la de Estados Unidos eran muy estrictas: no aceptaban refugiados.
Creo que en esto se equivocaban. Una cosa es aceptar a oficiales rebeldes, como habían hecho otras embajadas, y otra muy distinta cerrarles la puerta a personas inocentes cuya vida corría peligro.
Se calcula que veinte mil personas encontraron refugio en las diferentes embajadas durante la guerra, y el gobierno de la República siempre respetó la inviolabilidad de los territorios que ocupaban. Caso aparte fue, desde luego, la ocupación de la de Finlandia, que se encontraba junto a la británica. Una noche oímos un tiroteo en la calle, y el propio embajador británico, Ogilvie-Forbes, nos informó de que había dado permiso a la policía de la República para entrar en la Embajada británica para poder cercar a las personas que se encontraban dentro de la legación de Finlandia. Resulta que los diplomáticos finlandeses habían regresado a su país al comenzar la guerra, pero habían dejado a un español para que se encargara de los asuntos de la legación. Este ciudadano español había montado un negocio y cobraba unas cien libras esterlinas por el derecho de admisión, además de una cuota diaria por el servicio de comidas. El negocio era tan próspero que habían llegado a apoderarse de los pisos adyacentes que en aquellos momentos se hallaban desocupados. Cuando la policía republicana pretendió entrar en la legación fue recibida por los disparos de la gente de derechas que en aquellos momentos la ocupaba. Muchas personas resultaron heridas antes de que la policía se hiciera dueña de la situación.
La vida de los corresponsales de prensa no se hizo más fácil con la llegada a Madrid de las Brigadas Internacionales. Cada día recibíamos decenas de peticiones para que averiguáramos si tal o cual voluntario estaba muerto o herido. Al hijo del almirante Mackenzie lo dimos por muerto en varias ocasiones e incluso se celebraron sus funerales en Madrid. ¡Qué alegría fue verle entrar en mi oficina, y además tan buen mozo como resultó ser! ¿Y qué decir de Esmond Romilly, sobrino de Winston Churchill? ¡Menudos quebraderos de cabeza nos daba!
Recuerdo un día en que me encontraba en el hotel Palace, convertido entonces en hospital de emergencia. Estábamos en el salón de banquetes del hotel, aquel salón que yo conocía tan bien porque todos los partidos políticos —desde la extrema derecha a la izquierda— celebraban allí sus ágapes y convenciones. Ahora servían aspirinas en lugar de pollo con patatas y las engalanadas mesas se habían convertido en camas de campaña. Yo estaba visitando a un brigadista escocés que había caído en combate y le llevaba unos bombones para endulzarle aquel mal trago. Cerca de donde nosotros nos encontrábamos estaba el joven Romilly con otros cuatro o cinco brigadistas. Hablaban de la acción de su brigada en Boadilla del Monte, donde habían muerto cuatro o cinco de sus compañeros. De pronto, Romilly advirtió mi presencia y se dirigió hacia mí, increpándome: «¿Qué hace aquí este periodista? ¡Seguro que está aquí para espiarnos! ¡Lárgate de aquí ahora mismo!».
Comprendí el estado de excitación en el que se encontraba, recién llegado del frente, y le obedecí. Unos días más tarde me lo encontré frente a la Embajada británica y me pidió disculpas. Recuerdo que incluso le regalé un tradicional pudin de Navidad de los que por aquellos días nos llegaban a la Embajada. Pero le dije que se lo tendría que comer fuera, porque ninguna persona con uniforme podía entrar en el edificio. Así estaban las cosas entonces en mi país: aquellos jóvenes que tan generosamente luchaban por la democracia estaban proscritos, eran unos apestados que no podían entrar en sus embajadas, ni aun llamándose Churchill de apellido. Así premiaba mi país a aquellos héroes.
Y, efectivamente, héroes eran todos los jóvenes que conocí en aquellos turbulentos días en Madrid. Podían haber venido a España por los motivos más diversos: por puro idealismo, por escapar de su familia o incluso por escapar de la justicia. Pero a la hora de entrar en combate se convertían todos en héroes: llevaban armas anticuadas, estaban mal equipados, no sabían hablar español, pero todo lo suplían con su heroico comportamiento en las trincheras. Y debo decir en honor a la verdad que los alemanes eran los mejores. Se trataba de refugiados políticos que habían sufrido en sus propias carnes la miseria del campo de concentración, la amargura del exilio. Estaban ya curados de espanto y la muerte significaba muy poco para ellos, mucho menos que para franceses o británicos, que todavía valoraban su propia vida. Y lo mismo podríamos decir de los italianos, que se habían integrado en el batallón Garibaldi. Aquellos hombres ya habían probado los horrores del fascismo y, por tanto, estaban curtidos.
Sé muy bien que circulaban historias sobre los brigadistas, tachándolos de mercenarios o aventureros. Si los hubo, yo, desde luego, no los conocí. Conocí a jóvenes poetas como John Cornford o Tom Wintringham y a personas tan magníficas como el propio Romilly, Ralph Bates o Hugh Slater, ninguno de los cuales tenía el más remoto parecido con un delincuente o un simple aventurero. También circulaba el bulo de que había muchos judíos entre los brigadistas. Yo encontré muy pocos y esos pocos estaban siempre entre los mejores. Recuerdo a un joven de una familia adinerada de Frankfort que había escapado del terror nazi y se encontraba en un hospital de Madrid con una bala alojada en un pulmón.
Y mientras tanto, Franco seguía golpeando ciegamente con sus baterías la ciudad de Madrid. Recuerdo un comentario de un general alemán que escribía en Die Wehrmacht y que, visto desde el lado contrario, me parecía bastante exacto: «Nuestros bombarderos tenían la misión de destrozar la ciudad y desmoralizar a sus habitantes para preparar la entrada de las tropas de Franco, pero esta entrada nunca acababa de producirse». A mediados de enero de 1937 Franco varió su estrategia al darse cuenta de que era en terreno abierto donde sus tropas, altamente profesionalizadas, bien equipadas y apoyadas por la aviación alemana, tenían todas las de ganar. En lugar de atacar la ciudad solo por el Norte, abrió otros frentes en el Sur y estableció así un asedio casi total de la ciudad.