XVII La Telefónica

El moderno edificio de la Telefónica de Madrid es una construcción muy curiosa. Inspirada, sin duda, en los grandes rascacielos neoyorquinos, el arquitecto decidió rematar la construcción con una suerte de torre almenada, de manera que, contemplado desde cierta distancia, su imponente mole más bien parece la de un castillo que sobresale de la planicie gris urbana. Todos los corresponsales de prensa pasamos muchas horas en el interior de este imponente edificio. Desde la quinta planta telefoneábamos las crónicas a Londres que anteriormente habían pasado por la censura. A medida que el frente se acercaba a Madrid, pasábamos más y más horas en este edificio hasta que llegó el día en que podíamos observar los movimientos de tropas rebeldes desde su terraza. ¡Era como ser corresponsal de guerra desde tu propia butaca!

Así se convirtió la Telefónica en el centro del Madrid sitiado, en el punto de mira hacia el que apuntaban los cañones de los rebeldes. Aquel edificio levantado por la tecnología americana durante la época de Primo de Rivera, apadrinado por la International Telegraph and Telephone Corporation, tenía, sin embargo, un corazón muy español.

He aquí, me decía a mí mismo al contemplar la Telefónica, un edificio con toda la eficiencia americana, pero con un corazón español, que sabe vibrar ante la tragedia de este pueblo, que pone su sofisticada tecnología al servicio de un pueblo en lucha. Supongo que soy hijo de mi tiempo. Debo confesar que me gustan los trenes más modernos y sofisticados, los hoteles cómodos y eficientes, los coches americanos de última moda, parqué en el suelo de las casas… Pero quiero que todos estos inventos nos lleven hacia un mundo verdaderamente «feliz» y no al horror de ese «mundo feliz» que vaticina Aldous Huxley en su novela…

Ese mundo moderno estaba allí ante mis ojos, en el edificio de la Telefónica: me encantaba subir y bajar en esos ascensores que no hacían ruido y se desplazaban a gran velocidad, contemplar la automatización de aquellas máquinas que daban servicio a los cincuenta mil teléfonos automáticos que había entonces en Madrid, hablar con Londres a las cinco de la madrugada porque el servicio no se detenía… Y es que la Telefónica continuaba funcionando normalmente. Un comité de trabajadores se había hecho cargo de la dirección, pero la casa seguía funcionando a su ritmo habitual y prestaba servicio las veinticuatro horas del día, atendida por guapísimas madrileñas modosamente vestidas de negro con blusas de cuello blanco almidonado. Desde que comenzó la guerra no se había producido ninguna reivindicación por parte de los trabajadores de la empresa, que podían muy bien haberse aprovechado de las circunstancias para forzar una mejora de su situación laboral. Aquellas muchachas vestidas de negro seguían acudiendo a sus puestos de trabajo como si nada sucediera en el exterior para que la voz de Madrid se dejara oír en el mundo entero.

No se me olvidará nunca la tarde del 6 de noviembre de 1936, cuando la primera bomba de Franco cayó sobre el edificio. Los rebeldes habían instalado sus baterías en la Casa de Campo, de manera que toda la Gran Vía quedaba dentro de su radio de acción. Cuando oímos el estampido de la bomba contra las paredes del edificio, los corresponsales de prensa que nos hallábamos en la quinta planta nos dirigimos apresuradamente al sótano. Pero no lo hicimos por la escalera, sino que una de esas muchachas uniformadas de negro nos llevó en el ascensor. Mientras buscábamos refugio en las profundidades, el servicio de ascensor continuaba funcionando con normalidad. Cuando hice acopio del valor suficiente como para regresar a mi puesto de trabajo en la quinta planta, la telefonista me dijo que me había estado buscando por todas partes: «Pero ¿dónde demonios se había metido usted? ¡Tiene comunicación con Londres desde hace diez minutos y usted sin aparecer!». Avergonzado, casi reptando, me dirigí hacia la cabina telefónica. El censor, observando que mi estado de nervios estaba algo alterado, permitió que retransmitiera mi crónica a Londres sin pasar por la censura previa, aunque él, naturalmente, se mantuvo a la escucha. Una bomba había dañado la cuarta planta del edificio de la Telefónica en Madrid, pero el ritmo de trabajo de la plantilla no se había alterado ni por un instante, y, desde la encargada del ascensor hasta los que dirigían la censura, nadie había abandonado su puesto de trabajo… Esa fue la crónica que envió a Londres ese día este agitado corresponsal de prensa.

Lo que ocurría en el edificio de la Telefónica no era la excepción, sino justamente la norma de lo que estaba sucediendo en todos los rincones de la capital de España. Esa es la razón por la que Madrid no cayó con la misma facilidad con la que había caído Toledo unas semanas antes. Las otras razones no me sirven. Hay quien dice que la llegada de las Brigadas Internacionales a la capital de España fue el elemento decisivo en la defensa de Madrid. El 8 de noviembre llegaban a Madrid mil quinientos hombres de la XI Brigada. Pero estos hombres, por muy bien pertrechados que estuvieran, poco podían añadir a los ochenta mil que se aprestaban a defender su ciudad. Además, las Brigadas Internacionales no estaban defendiendo los puentes de Toledo y Segovia, que fueron los puntos por donde Franco inició su ataque a la ciudad. A mi manera de ver, la suerte de la ciudad se decidió entre los días 7 y 11 de noviembre, demasiado pronto para que las recién llegadas Brigadas Internacionales tuvieran una influencia decisiva. Lo cual no quiere decir que, en los días que siguieron, no jugaran un papel importante en el frente de la Ciudad Universitaria, impidiendo que las tropas de Franco penetraran en la capital por la zona de Cuatro Caminos.

También se ha dicho que si Franco no hubiera permitido al general Yagüe desviarse de su camino para rescatar a los defensores del Alcázar de Toledo, habría conseguido tomar la capital de España por sorpresa. Pero lo que Franco tenía delante de sus ojos no era una ciudad indecisa, donde podía influir el factor sorpresa, sino una ciudad abiertamente hostil. Y esto lo pudo comprobar el sábado 7 de noviembre cuando inició su ataque sobre la capital de España. Contaba con quince mil hombres, según sus propios cálculos, o con sesenta mil, según fuentes gubernamentales. Yo no puedo precisar el número exacto. Madrid parecía entregado esa mañana de noviembre. El gobierno acababa de abandonar la ciudad. El jefe de policía también se había marchado. La censura en la Telefónica se había relajado tanto que podíamos mandar lo que quisiéramos. Las calles aparecían desiertas… ¿No eran todas esas circunstancias las más favorables para que la famosa «quinta columna» apareciera y abriera a Franco las puertas de la capital de España?

Franco había pasado las seis semanas transcurridas desde la caída de Toledo el 27 de septiembre reorganizando su ejército, preparándose para lo que él creía que sería el ataque final. Había recibido tanques italianos con sus correspondientes tripulaciones. Los alemanes le habían enviado artillería ligera. Miles de combatientes moros habían acudido a reemplazar las bajas que habían tenido. El punto débil del ejército rebelde, la aviación, había sido reforzado por unos cincuenta o sesenta bombarderos enviados desde Alemania. Por el contrario, la aviación republicana acababa de perder su último cazabombardero: «Nuestro último caza va a despegar mañana por la mañana», le había dicho el coronel Hidalgo de Cisneros a un colega mío una noche del mes de octubre. La esperanza de Cisneros estaba puesta en Rusia, que había decidido cumplir el Pacto de No Intervención con la misma escrupulosidad con que lo estaban haciendo Alemania e Italia. Rusia había prometido el envío de aviones y tanques que comenzaron a llegar a España en el mes de octubre. Con los primeros tanques rusos intentó el gobierno proteger el flanco sur de la capital, atacando a las tropas de Franco en la localidad de Seseña, cerca de Aranjuez, pero fueron barridos por los tanques italianos, bien apoyados por las tropas de infantería rebeldes, de manera que Franco se había plantado a las puertas de Madrid sin encontrar apenas resistencia. La capital apenas si había tenido tiempo de improvisar una mínima defensa.

En el mes de agosto, un grupo de arquitectos madrileños había elaborado un plan para la defensa de Madrid. El gabinete Giral lo había rechazado, argumentando que «las obras para la defensa de la capital desmoralizarían a la población madrileña…». Al contrario, el gobierno había proseguido con las obras de expansión del metro madrileño, con la instalación de los raíles para una nueva línea de tranvías en la calle del Príncipe Pío. Los únicos trabajos en las llamadas «líneas de defensa» de Madrid habían sido realizados por voluntarios de la población civil que acudían a centenares los domingos por la mañana para parapetar y excavar trincheras.

La población de Madrid, en buena lógica, debería haber estado totalmente desmoralizada cuando Franco llegó a sus puertas el 7 de noviembre de 1936. Hasta el presidente Azaña había abandonado la capital unos días antes para dirigirse a Barcelona. El comunicado de prensa emitido por su gabinete, en el que se decía que «el presidente se ha dirigido a Barcelona para continuar sus visitas al frente…», tampoco aclaraba demasiado las cosas. Daba la impresión de que había puesto pies en polvorosa sin importarle mucho hacia dónde se dirigía.

El gobierno abandonó la ciudad el día anterior al de la llegada de Franco. Había dado entrada a cuatro nuevos ministros, todos ellos anarquistas, Federica Montseny, Juan Peiró, Juan López y Juan García Oliver, para incluir a la Federación Anarquista Ibérica (FAI) y a la organización sindical anarquista CNT en el gobierno del Frente Popular. Antes de partir, Largo Caballero había encomendado al general Miaja la defensa de Madrid. Este y el general Pozas habían recibido dos sobres sellados con las últimas instrucciones. En estas instrucciones, el gobierno instaba a los dos generales a defender la ciudad, pero, caso de no poder hacerlo, les ordenaba un repliegue de tropas hacia Tarancón, en dirección a Valencia. Estaba claro que ni el propio gobierno tenía fe en la salvación de Madrid.

La capital tuvo que salvarse a sí misma. En la mañana del domingo 8 de noviembre fui al puente de Toledo para ver la situación. Los obuses silbaban por encima de la cabeza, sin saber muy bien de dónde venían y adonde iban. Supongo que procedían de algún punto de la Ciudad Universitaria y se dirigían contra las avanzadillas de Franco que se acercaban al río. Aquella mañana, los titulares de los periódicos de todo el mundo describirían «las últimas horas» de Madrid. La noche anterior había llamado a las oficinas de mi periódico londinense y me preguntaron con extrañeza: «¿Se puede saber desde dónde llama usted, Buckley?». Yo les contesté que desde el centro mismo de Madrid: «No puede ser —me dijeron—. Sabemos de buena tinta que las fuerzas de Franco han entrado ya en Madrid y están luchando en las calles del centro…». En vista de que aquel señor de Londres sabía más que yo, le colgué el teléfono. Al poco rato me llamó un amigo de París y me dijo con voz alarmada: «¿Se puede saber qué haces en Madrid? ¿No sabías que Franco considera que todos los corresponsales del lado republicano son "rojos" y que lo vas a pasar muy mal si te cogen?». Efectivamente, un corresponsal de prensa amigo mío había recibido una amenaza de muerte del gobierno de Burgos, anunciándole que sería fusilado si se le encontraba en Madrid. Hasta aquel momento no me había preocupado por mi seguridad personal, pero al recibir estas llamadas comencé a pensar en mi propio pellejo. Aquella misma mañana, varios periodistas habían abandonado la capital de España. En un momento de debilidad, cogí el teléfono y llamé a la Embajada británica para preguntar al encargado de negocios, Ogilvie-Forbes, si tenía algún coche disponible para viajar a Valencia. Me contestó que no tenía ninguno y que lo mejor que podía hacer era quedarme en Madrid.

Todos estos temores se disiparían a la mañana siguiente cuando, tal como decía antes, bajé hasta el puente de Toledo para comprobar la situación. Ante mis ojos desfilaban centenares de ciudadanos sin uniforme con un fusil en la mano y dos docenas de cartuchos en los bolsillos. Algunos de aquellos fusiles eran tan viejos que podían hacer más daño a quienes los disparaban que al enemigo. Muchos de aquellos hombres no habían utilizado un fusil en su vida. Habían sido convocados por sus respectivas organizaciones sindicales para luchar por la defensa de Madrid. Fueron ellos los que salvaron Madrid en las dos jornadas críticas y decisivas del 7 y el 8 de noviembre de 1936. La mayoría eran héroes desconocidos, tranviarios, taxistas, obreros de la construcción, vendedores, cuyos nombres no pasarán a la Historia aunque dejaran la piel en la defensa de su ciudad. Luchaban sin ningún tipo de servicio sanitario, sin recibir comida ni bebida, a veces sin órdenes de ningún tipo, porque en amplios sectores del frente no había oficiales que dirigieran a aquella abigarrada multitud. Y sin embargo consiguieron detener el avance de las mejores tropas del Ejército español, los famosos Tercios, las bien disciplinadas tropas moras, los fanáticos carlistas de Navarra. Su secreto era muy sencillo: aguantar a pie firme y no ceder terreno. Y así fue cómo las sucesivas oleadas de tropas que mandaba el general Franco se estrellaron contra la granítica muralla humana levantada por la resistencia popular.

Una y otra vez, con evidente heroísmo, los Tercios de la Legión trataban de abrirse paso por los suburbios de Carabanchel o intentaban franquear el río para tomar la estación del Norte. ¿Cómo es posible que no abrieran una brecha, que no encontraran el punto débil en aquella muralla humana que circundaba Madrid? Desde las alturas de la Telefónica, la almenada torre castellana, el comandante de la artillería republicana dominaba todo el campo de batalla y mandaba a sus baterías las órdenes precisas para que mantuvieran a raya al enemigo e impidieran que la muralla del castillo se agrietara y se viniera abajo.

Desde aquel momento comenzó una nueva vida para nosotros, los que vivíamos en Madrid. Hasta entonces, la ciudad había sido un lugar relativamente tranquilo donde se producía de cuando en cuando alguna incursión aérea, pero donde, por lo general, se podía comer y dormir con tranquilidad. De pronto nos encontrábamos en la línea del frente. La artillería y los aviones no dejaban de disparar.

A los rebeldes no les había hecho ninguna gracia quedarse a las puertas de la gran ciudad y estaban dispuestos a no dejarnos ni un minuto tranquilos. Comenzaron a lanzar bombas de quinientos y hasta de mil kilogramos que caían en el centro y los suburbios de la ciudad, evitando cuidadosamente el paseo de la Castellana, donde se encontraban la mayoría de las embajadas, y ciertos sectores de la ciudad donde vivía la gente adinerada. Recuerdo que en la noche del 17 de noviembre, yo me encontraba en la Gran Vía comprándole un periódico a un vendedor que parecía no haberse percatado de que Madrid estaba en guerra. Era una noche lluviosa, las nubes bajas ofrecían una aparente protección contra los ataques aéreos. De pronto se oyó el ruido inequívoco de una bomba que se dirigía hacia nosotros. Las bombas pesadas llevan una hélice en su parte posterior que les ayuda a mantener la dirección. Antes de que tuviéramos tiempo de buscar refugio, la bomba había hecho explosión a unos doscientos metros del lugar donde nos encontrábamos, en el mercado del Carmen. Eran las nueve de la noche. Durante cinco largas horas no hubo ni un minuto de descanso. Venían una y otra vez dejando caer su pesada carga de manera que hasta el poderoso castillo de la Telefónica temblaba ante aquel diluvio. Las bombas incendiarias iluminaban el cielo de Madrid, que ardía por los cuatro costados. Una bomba cayó en una de las bocas de metro de la Puerta del Sol y mató a decenas de personas que habían buscado refugio en ella. Las víctimas que conseguían salir al exterior se veían obsequiadas por una lluvia de cristales que caían de los edificios más cercanos. Un amigo mío que se encontraba en el lugar vio cómo un hombre moría decapitado por una lámina de cristal que le cayó encima. Una casa de ocho plantas apareció a la mañana siguiente partida por la mitad, como si una mano gigantesca la hubiese despedazado. Sus habitantes quedaron apresados por montañas de cemento de las que pocos pudieron ser rescatados con vida. Las casas que mejor ardían eran las más antiguas. La bomba incendiaria, después de explotar sobre el tejado, dejaba caer su carga de calcio líquido, que producía una llama blanca, sobre las vigas de madera de la techumbre, hasta que todo el edificio se convertía en una inmensa pira. De esta manera ardieron cinco grandes edificios en la Puerta del Sol. Y continuaron ardiendo durante días, sin que nadie se molestara en apagarlos. Aquellas escenas dantescas comenzaban a formar parte de la vida cotidiana.

Es imposible saber el número de personas que murieron aquellos días en Madrid. Las autoridades manifestaban que no podían dar cifras de muertos porque aquello era «secreto de guerra». La única manera de conocer la verdad era ir cada mañana al depósito de cadáveres y contar las víctimas de la noche anterior. Los muertos estaban dispuestos en mesas de mármol. En aquella memorable noche del 17 de noviembre ingresaron más de trescientos cadáveres, y no parece aventurado afirmar que al menos mil personas murieron en Madrid en aquel mes de noviembre víctimas de los bombardeos. Un día, mientras me entretenía contando el número de cadáveres que habían ingresado aquella mañana en el depósito, se me acercó un médico y, al saber que yo era inglés, me pidió en tono suplicante que hiciera todo lo que estuviera de mi parte para que mi gobierno intercediera ante el de Alemania para tratar de detener aquella devastación salvaje. Seguramente el médico habría pasado noches, quizá semanas, sin dormir. Sus manos, agotadas por el trabajo, le temblaban de la emoción. Yo le mentí y le dije que sin duda la opinión pública en mi país obligaría a mi gobierno a tomar cartas en el asunto… En cuanto pude, me zafé de él con buenas palabras.

Pero ya no conseguí permanecer tranquilo. Las palabras de aquel hombre me atormentaban. En la Ciudad Universitaria se luchaba no solamente por la República española, sino que estaba en juego el futuro de los países democráticos. Si el gobierno de mi país no quería entrar en liza, ¿no era el deber de todo ciudadano libre defender la libertad en la que nos habían educado? ¿Qué hacía yo contando cadáveres en el depósito madrileño o mandando unas noticias que no cambiarían para nada la postura cerril de mi gobierno? ¿Dónde estaba mi puesto, detrás de la máquina de escribir o detrás de un fusil, defendiendo las ideas en las que creía? Pensé en alistarme en las Brigadas Internacionales. Pero me faltó el valor. No soy una persona corpulenta y temía no poder aguantar los rigores del combate. Temía, sobre todo, la muerte que parece muy cercana cuando luchas en primera línea.

A pesar de la guerra, la vida en Madrid continuaba. Por todas partes se veía gente llevando sus enseres, mudándose de casa, abandonando su hogar destruido por las bombas o amenazado por encontrarse en la línea de fuego y buscando uno nuevo en los miles de viviendas abandonadas. Niños abandonados buscaban a sus padres por las calles de Madrid. Los hospitales, llenos a rebosar, eran frecuentemente bombardeados, sembrando el caos. En las estaciones de metro pasaban la noche tantas personas que era imposible salir o entrar en los trenes sin pisar los cuerpos de quienes estaban durmiendo. Una mujer ya mayor que trabajaba en la Telefónica me contó su historia. Vivía con su hija y sus nietos en un edificio junto al puente de Toledo. Aquel edificio había sido bombardeado en diecisiete ocasiones, pero ella no encontraba dónde ir con su familia y debía permanecer en él. Cada día tenía que desplazarse hasta la Telefónica, lo que en aquellas circunstancias suponía una hazaña. Pero ni ella ni ninguna de las personas con las que hablé durante aquellos días pensaban en la rendición. Se quejaban de la guerra, pasaban mucha hambre y, lo que es peor, pasaban mucho miedo, pero estaban convencidos de que luchaban por una causa justa y estaban dispuestos a proseguir la lucha.

A finales del mes de noviembre llegó a Madrid una comisión de investigación enviada por el Parlamento británico gracias al llamamiento de Álvarez del Vayo, que era entonces ministro de Asuntos Exteriores. Aquella colección de parlamentarios británicos, representantes de todas las tendencias dentro de la Cámara de los Comunes, parecía, sin embargo, extrañamente surrealista en aquel Madrid en guerra, como si un grupo de marcianos hubiera aterrizado de pronto en la capital de España. Recuerdo a Sefton Cocks (socialista), con una ligera cojera pero siempre de buen humor y dispuesto a entrar en las zonas de mayor peligro, o a Wilfred Roberts (liberal), un tipo intelectual, o al comandante James (conservador), que se dedicaba a medir los agujeros producidos por las bombas o a hacer preguntas técnicas sobre el armamento republicano. Les acompañaba Margarita Nelken, recién ingresada en las filas del Partido Comunista. Su fuerte personalidad y sus ideas chocaban con las de aquellos bienintencionados parlamentarios, y no me parecía la persona más indicada para actuar de cicerone en aquellas circunstancias… Claro que todo eso tampoco tenía la menor importancia. El único resultado positivo de la presencia de los parlamentarios británicos en Madrid fue que durante ocho o diez días prácticamente cesaron los bombardeos sobre la capital de España. Alemania, por aquellos días, se guardaba mucho de ofender al Reino Unido. Hitler pensaba entonces que podría necesitar en algún momento la ayuda de Gran Bretaña. Las noticias de la presencia de los parlamentarios ingleses en Madrid en la prensa mundial fue suficiente para que se suspendieran los bombardeos durante unos días y nos dieran una pequeña tregua.

En cualquier caso, Madrid se había convertido en el centro de la atención mundial. En un primer momento se había pensado que Franco entraría sin muchas dificultades en la capital de España, y muchos rotativos del mundo entero habían enviado a sus corresponsales más distinguidos para que describieran la caída de Madrid desde las posiciones que ocupaba el ejército franquista. Pero en vista de que la esperada «caída» no se producía, los sesenta o setenta corresponsales que estaban con las tropas franquistas se dispersaron. La noticia estaba dentro de la ciudad misma y éramos nosotros, los corresponsales «republicanos», los que teníamos que informar al mundo de los acontecimientos que allí se estaban produciendo.

En las últimas semanas habíamos estado durmiendo en la Embajada británica. Lo hacíamos en el suelo de los salones que otrora servían para celebrar grandes cenas y recepciones, y que ahora nos parecían mullidas camas por lo cansados que nos encontrábamos cuando nos tumbábamos sobre ellos a dormir al llegar la noche. Daba igual que bombardearan: puedo asegurar que dormíamos como angelitos. Naturalmente, lo hacíamos pensando que si Franco entraba de noche en la ciudad, como insistentemente se rumoreaba, aquel sería uno de los pocos lugares relativamente seguros para nosotros.

Todos compartíamos el temor de que Franco entrara en Madrid por la noche y tratara de tomar la ciudad por sorpresa, todos excepto el corresponsal más veterano, E. G. De Caux, del Times de Londres. Un día, mientras contemplábamos las posiciones de Franco con unos potentes prismáticos desde el Parque del Oeste, De Caux me dijo: «¿Sabes una cosa, Buckley? No veo por ningún lado los grandes movimientos de tropas que Franco necesitaría para adueñarse de una ciudad como Madrid. Una ciudad de un millón de habitantes no se puede tomar con un puñado de hombres. Franco tendrá que traer muchísimas más tropas si pretende hacerse con la ciudad». De Caux, zorro viejo en estas lides, sabía lo que se decía.

Los demás éramos jóvenes e inexpertos corresponsales de guerra, si bien este es un arte que no se aprende en ninguna escuela, sino día a día en las trincheras. Recuerdo a Geoffrey Cox, un neozelandés que buscaba con su penetrante mirada la verdad detrás de la superficie de los acontecimientos; a Sefton Delmer, australiano de origen irlandés que llenaba las primeras páginas del Daily Express de Londres con su prosa arrebatada y violenta; más delicado (nos asombraba a todos con sus pijamas de seda mientras acampábamos en la Embajada británica) era Stubbs Walker, del Daily Herald… Walker fue nuestra única baja en aquellos días: tuvo que marcharse a París para que le sacaran la muela del juicio.

Las noticias que, día a día, mandábamos sobre la desesperada resistencia de la ciudad eran, en realidad, mensajes de socorro para que el mundo entero se percatara de la tragedia que nosotros estábamos presenciando. Y estos mensajes eran «recogidos» por ciudadanos de Birmingham o de Amberes, de Aberdeen o de Dublín…, y estos ciudadanos se apresuraban, en muchos casos, a dar dinero para la causa republicana, un dinero que a ellos seguramente les hacía falta. Pero ¿qué podían hacer aquellas pequeñas donaciones privadas frente a los millones de dólares que le llegaban a Franco desde los gobiernos de Portugal, Alemania e Italia y de muchas compañías privadas de los Estados Unidos y del propio Reino Unido? A pesar de que la República controlaba las reservas de oro del Estado español, el gran capital estaba convencido, desde el principio mismo de la contienda, de que Franco sería el vencedor de aquel combate y ponía todos sus recursos a su disposición, seguro de que aquellas inversiones las recobraría con creces…

Y así, mientras los grandes rotativos proclamaban a bombo y platillo la ayuda de los ciudadanos demócratas de todo el mundo a la causa republicana, en cualquier trastienda de Londres, París o Nueva York un grupo de financieros se reunían con algún enviado del general Franco y acordaban créditos de miles de libras… y nadie se enteraba. Era una situación muy curiosa. Mientras Londres, con sus grandes rotativos, parecía apoyar la causa republicana, la City, destejiendo lo que otros tejían, volcaba sus recursos a favor del general, convencidos como estaban de que ello les reportaría las mayores ganancias…

Claro que todos los pecados llevan su penitencia. Antes de que este libro salga a la luz, los angustiosos acontecimientos que Madrid vivió en noviembre de 1936 se reproducirán en aquellos países que se autodenominan «libres». Libres de muchas cosas, pero no de un pecado que puede llegar a ser peor que todos los otros, el pecado de omisión.