De todas las ciudades españolas, Toledo es mi favorita, tal vez porque toda ella guarda una perfecta armonía encaramada en la pequeña colina que rodea el río Tajo. Tan poco espacio tenían sus constructores que tuvieron que apiñar casas y calles en el reducido espacio de la colina, de manera que ya no hubo sitio para adiciones y excrecencias más modernas. Algunos prefieren Sevilla, que es en España la ciudad espaciosa por excelencia. Yo pongo por delante el recogimiento físico de Toledo, quizá porque nos habla de otro recogimiento, el del alma.
He estado tantas veces en Toledo, he pasado tantos días felices allí, que no puedo resistir la tentación de recordar algunos. Recuerdo ese Viernes Santo de 1930 en que las imágenes religiosas y los penitentes de la procesión desfilaban entre los apuestos cadetes de la Academia Militar y los bizarros oficiales de la Guardia Civil en uniforme de gala. Recuerdo aquel otro día de 1932 en la que el cardenal Gomá se convertía en el nuevo primado de España tras la caída de su antecesor, el fanático cardenal Segura. En el séquito del cardenal había un sacerdote con el que estuve conversando: «Es un buen hombre —me dijo en voz baja—, ¡lástima que sea catalán!». Recuerdo finalmente aquella fría tarde del mes de enero en la que, después de comer perdices en la Venta del Aire, recorrí la ciudad de la mano de una amiga de Newcastle. Paseando por las frías calles nos encontramos frente a la catedral y decidimos subir a la torre. Desde allí, junto a las campanas, pudimos contemplar una prodigiosa puesta de sol invernal en la que los fríos tonos grises del cielo se fundían y confundían con la pizarra de los tejados y la plateada piedra de los muros de la ciudad. Y recuerdo también la botella de anís que nos bebimos en el autobús de regreso a Madrid para quitarnos el frío que se nos había metido en el cuerpo.
Toda esa España que yo atesoraba en el recuerdo había desaparecido de un plumazo. Ahora volvía a Toledo, pero era para enfrentarme a la tragedia de una ciudad dividida, en lucha consigo misma. Los militares que se habían encerrado en el Alcázar en los días que siguieron al 18 de julio continuaban defendiéndose en el histórico palacio. La verdad es que yo no sentía ninguna especial devoción por aquel edificio destruido y reconstruido varias veces en su historia. La última reconstrucción se hizo en el año 1887 y el arquitecto empleó por primera vez hormigón armado para sostener algunas de las bóvedas. Solo así se explica que el edificio permanezca aún en pie después de haber recibido el impacto de nueve mil obuses, quinientas bombas que dejaron caer los aviones y media docena de minas con las que se pretendió dinamitar el edificio desde sus cimientos.
Fui a Toledo en los primeros días del mes de agosto, cuando los rebeldes controlaban todavía la carretera de entrada a la ciudad con un nido de ametralladoras. Para entrar en Toledo teníamos que dar un rodeo por la plaza de toros. A pesar del peligro, las calles estaban llenas de una multitud inquieta, milicianos con grandes sombreros de paja a lo Sancho Panza (eran los campesinos), anarquistas con los pañuelos rojos y negros, soldados… El nerviosismo de la multitud era explicable porque en el recinto del Alcázar había más de un millar de hombres bien armados que, en cualquier momento podían efectuar una salida e irrumpir en la ciudad. Los atacantes se convertían en atacados. Lo sorprendente en esos primeros días del asedio no era que el Alcázar no hubiera caído en manos republicanas, sino todo lo contrario, que los militares del Alcázar no se hubieran hecho con la ciudad de Toledo.
La defensa del Alcázar se ha convertido ya en leyenda y, como en toda leyenda, hay aspectos que no se corresponden con la realidad. En contra de lo que se ha dicho, apenas había cadetes defendiendo el Alcázar porque la mayoría de los cadetes de la Academia Militar estaban de vacaciones el 18 de julio. La mayor parte de los defensores del Alcázar pertenecían a la Guardia Civil y habían acudido de todos los puntos de la provincia de Toledo, llamados por el gobernador, porque tenían, según dijo, que «defender la República». Cuando estuvieron todos reunidos en la capital de la provincia se encerraron en el edificio junto con el propio gobernador civil, algunos soldados y elementos fascistas. En ningún momento trataron de apoderarse de la ciudad. Antes de encerrarse se llevaron prisioneras a algunas mujeres pertenecientes a organizaciones de izquierda. Había un total de quinientas setenta mujeres y niños en el Alcázar. Resulta difícil de entender cómo una ciudad dominada por los militares y los curas era tan abiertamente hostil al alzamiento del 18 de julio, pero evidentemente ese era el caso. El coronel Moscardó, que estaba al mando del Alcázar, no tuvo otra opción que replegarse en su interior y el 22 de julio comenzaba su defensa.
Hablé con el gobernador civil y me aseguró que todos los tesoros artísticos de la ciudad habían sido protegidos y estaban bajo custodia. Me habló de algunos fusilamientos de fascistas que se habían producido junto a la sinagoga del Tránsito, pero evidentemente la atención de la población se centraba en el Alcázar, constantemente hostigado por los milicianos que lo rodeaban. Fui a Toledo una y otra vez, atraído y a la vez horrorizado por aquella singular situación, pensando incluso en el infierno que debían de soportar los que estaban dentro del Alcázar, constante e implacablemente bombardeado. En una ocasión, me encontraba en la plaza del Zocodover cuando vimos llegar los aviones. Yo puse pies en polvorosa, sabiendo que la aviación republicana era muy capaz de errar el tiro. Y efectivamente, la primera bomba cayó muy cerca de la plaza y mató a dos milicianos y mandó a mi colega Yindrich escaleras abajo en el edificio donde se encontraba. Desde el lugar donde yo me hallaba podía ver perfectamente las bombas que caían de los aeroplanos. Eran de aluminio y refulgían a la luz del sol. Ver caer una bomba es una sensación espantosa porque siempre da la impresión de que van derechas a por ti, aunque sepas muy bien que caerán quinientos metros más adelante.
En otra ocasión llegué a Toledo procedente del frente de Talavera, donde las cosas no marchaban bien para la República. Allí habíamos estado con el general Asensio, alto, elegante, bien vestido, no uno de esos oficiales que se ponen el mono azul. El enemigo avanzaba hacia la capital de la nación y Asensio defendía la carretera de Talavera a Madrid. Había preparado una maniobra para envolver al ejército atacante en cuanto llegara a Talavera. Asensio parecía olvidarse de que delante de él tenía un ejército entrenado y bien disciplinado, que difícilmente caería en la trampa que le quería tender. En su cuartel de Santa Olalla, Asensio me parecía un cínico que había decidido poner al mal tiempo buena cara. Pero tal vez me equivocara y creyera ingenuamente que con sus escasas e inexpertas tropas podía desbordar a enemigo tan poderoso. No lo sé.
Asensio nos prestó su vehículo para que inspeccionáramos el frente. Camino de la línea de frente nos encontramos con un grupo de milicianos que iban en dirección contraria a la nuestra. «¿Adónde vais?», les preguntamos. «Hemos perdido contacto con las otras compañías y vamos a ver si las encontramos», nos contestaron. Mentían y sabían que lo sabíamos. Estaban tan cansados y hambrientos que no les importaba. En el frente nos encontramos con una compañía de guardias de asalto. Los aviones pasaban rozando por encima de nuestras cabezas. Dos cazabombarderos en llamas caían a poca distancia de donde nos encontrábamos. Al regresar al cuartel general nos informaron de que habían apresado a uno de los pilotos y que era italiano. Se llamaba Vicenzo Patriarca, había participado en la guerra de Abisinia y había venido a España con otros oficiales italianos, haciendo escala en el norte de Africa. Era el primer piloto italiano apresado por la República. Fue enviado directamente a Madrid y todos los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia. Pero nada iba a hacer mella en la voluntad de los gobiernos democráticos que sabían muy bien lo que ocurría en España, pero que habían decidido lavarse las manos como Poncio Pilatos.
Desde Talavera nos dirigimos a Toledo. Era el domingo 16 de septiembre, una fecha importante en el asedio del Alcázar. El embajador de Chile en España, don Aurelio Morgado, se había presentado ante los viejos muros y, con un altavoz en la mano, había pedido una tregua a los defensores para poder evacuar a las mujeres y a los niños. Morgado era el portavoz del cuerpo diplomático con representación en España. Su oferta no obtuvo respuesta. Unos días antes, el coronel Vicente Rojo, del ejército republicano, entró en el Alcázar para hacer la misma oferta. Moscardó no permitió la evacuación de las mujeres y solo pidió un sacerdote para que diera la comunión, que le fue concedido.
La República se disponía a poner en práctica el último recurso que le restaba para conseguir la rendición del Alcázar. Los mineros asturianos habían excavado la pared occidental del edificio y se disponían a dinamitarla. Pero el capitán Barceló, que estaba al cargo de la operación, no actuó correctamente. Ordenó a toda la población civil y militar que abandonaran la ciudad mientras se efectuaba la explosión. La carga de dinamita abrió un gran boquete en el muro, pero los milicianos tardaron al menos veinte minutos en regresar a sus puestos y cuando lo hicieron se encontraron con que la brecha estaba bien cubierta por los defensores. Otro error fue encomendar el asalto a una banda de jovencitos que se encuadraban en el batallón La Pasionaria. Sin duda, esta misión debió realizarla la Guardia de Asalto que se encontraba acuartelada en el hotel Castilla.
Creo que, de todas mis experiencias en la guerra, nada me deprimió tanto como Toledo. Por un lado, me exasperaba la impotencia de los atacantes y, por otro, me horrorizaba pensar lo que estarían pasando los que estaban dentro, sobre los que a diario caían docenas de bombas. Naturalmente, todo podía haber concluido en pocas horas si el gobierno se hubiera decidido a usar gases lacrimógenos. Era la única forma rápida y efectiva de desalojar un gran edificio. Supongo que el gobierno no quiso hacer uso de los gases para no sentar un precedente de imprevisibles consecuencias en aquella guerra.
La última vez que fui a Toledo fue el sábado 26 de septiembre. Los rebeldes se habían apoderado de Maqueda y su castillo, en la intersección de la carretera de Talavera a Madrid. En Torrijos, entre Maqueda y Toledo, un oficial republicano se había apoderado de un vehículo y había ordenado al chófer a punta de pistola que se dirigiera hacia el territorio rebelde. Sus propios soldados le habían matado a tiros. Episodios como este se repetían entre los oficiales republicanos. El gobierno nunca podía estar absolutamente seguro de su lealtad.
Al recorrer las calles de Toledo por última vez me di cuenta de que era una ciudad perdida. Los aviones republicanos mantenían aún un último y desesperado enfrentamiento con los aparatos de Franco, que ya invadían el cielo. Junto al Alcázar, la Guardia de Asalto seguía intercambiando disparos con los defensores, pero sin poner el corazón en el asunto. A pocos kilómetros de la ciudad, en las montañas que rodean su flanco oeste, la lucha se había intensificado y el avance de los rebeldes era imparable.
Pocas horas después, el día 28 de septiembre, todo había concluido. Los rebeldes habían roto la línea gubernamental y entraban en la ciudad por veinte sitios distintos. Muchos jóvenes milicianos murieron tratando de defender una ciudad que ya no tenía defensa. El gobierno se olvidó de dar la orden de retirada cuando aún era posible. Cuando yo salí de la ciudad, el sábado 26 de septiembre, debió procederse a la evacuación de la población civil y militar. Eso habría evitado la pérdida de muchas vidas. La misma imprevisión se cometió con las obras de arte que el gobernador civil me había asegurado estaban tan bien custodiadas. Lo cierto era que una importante partida de cuadros de El Greco se había quedado atrás y que las personas a su cargo hubieron de ponerse a salvo pasando en barca de una a otra orilla del Tajo, cuando los rebeldes entraban ya por la Puerta de Bisagra. La orden de expedición de aquellos grecos estaría perdida en algún despacho gubernamental.
Los defensores del Alcázar sufrieron ciento cuarenta bajas, una cifra realmente insignificante si se tiene en cuenta las toneladas de bombas que los republicanos dejaron caer sobre ellos. No cabe duda de que se hicieron acreedores a la leyenda que se ha forjado en torno a ellos, ya que demostraron que su valor estaba realmente a prueba de bombas.