El 9 de septiembre se reunía por primera vez en Londres el Comité de Supervisión del Tratado de No Intervención formado por representantes de veintiséis países. Aunque entonces no lo sospecháramos, ese tratado de infausta memoria habría de sellar la suerte de aquella guerra. Lo que entonces parecía una noticia alentadora acabaría siendo la peor de las noticias para la República.
Las informaciones que llegaban de la guerra tampoco inducían al optimismo. Irún caía en manos de Franco ante la pasividad de las autoridades francesas. Resulta que la República había mandado camiones de municiones desde Barcelona a través del sur de Francia para reforzar la guarnición de Irún. Pero el Frente Popular francés, que en principio había autorizado aquella expedición, se retractó y negó el permiso para que los camiones cruzaran de nuevo la frontera en Irún y así cayó esta población, cuando las municiones para su defensa se encontraban paralizadas a escasos kilómetros de distancia. Ocurría que los sindicatos franceses estaban empeñados en una lucha aparentemente más importante que la que tenía lugar en España: ¡la lucha por la semana de cuarenta horas! Huelgas, manifestaciones, todo les parecía poco a los trabajadores franceses para conseguir su objetivo… ¿Cómo podían molestarse en apoyar a sus camaradas españoles cuando luchaban por tan excelsa causa? ¿Qué importancia podían tener las masacres de obreros en España cuando su propio horario laboral estaba en juego?
Y lo mismo podríamos decir de los sindicatos británicos. El 11 de septiembre el Consejo de los Sindicatos realizó una consulta por correo a sus afiliados: más de tres millones de trabajadores británicos votaron en contra de la intervención en España y solo unos cincuenta mil a favor. Exactamente lo mismo ocurrió en el Congreso del Partido Socialista que se reunió en Edimburgo el 5 de octubre. A pesar del vibrante discurso de la escritora y militante socialista Isabel de Palencia, la moción a favor de la intervención en la guerra de España fue ampliamente derrotada.
El frente de Aragón resistía, pero poca ayuda se podía esperar de Cataluña mientras los anarquistas mantuvieran su hegemonía en esta tierra. Cataluña estaba más atenta a la revolución que a la guerra y bastante hacía con mantener una línea de frente relativamente estable en Aragón. El colapso de Extremadura había permitido un avance, que ya parecía imparable, del ejército nacional en dirección a Madrid.
Efectivamente, las tropas del general Yagüe, después de la sangrienta conquista de Badajoz, a la que antes nos hemos referido, continuaban su incontenible avance hacia Madrid. Contaba Yagüe con cincuenta o sesenta mil combatientes del Tercio y Regulares, todos procedentes de Marruecos y con un excelente equipo, disciplina y preparación. Contaban además con tanques y tanquetas y, sobre todo, con la recién llegada aviación alemana.
El 13 de agosto, Frank Kuklohn daba cuenta ya en su crónica del New York Times de que veinte aviones bombarderos Junker, acompañados de varios cazas, habían aterrizado en Sevilla para unirse a las tropas fascistas. Desde entonces, esta fuerza aérea se había visto incrementada con varios aparatos más.
Esa era la potente maquinaria de guerra que ascendía por el valle del Tajo, sin que la República pudiera oponer resistencia alguna. El 5 de septiembre se habían apoderado de Talavera de la Reina. Ningún obstáculo serio les separaba ya de Madrid. El gobierno enviaba columnas de sindicalistas que podrían haber hostigado a unidades más pequeñas, pero que nada podían hacer ante aquel ejército disciplinado que apenas detenía su avance cuando los avistaba en el horizonte.
Los cambios políticos que se produjeron en Madrid aquel 5 de septiembre parecían llegar también demasiado tarde. Largo Caballero, pragmático y eficaz, se ponía al frente del gobierno para sustituir al débil José Giral. Álvarez del Vayo, con su amplia experiencia como corresponsal en muchas ciudades europeas, se ponía al frente de Asuntos Exteriores, sustituyendo al incompetente Augusto Barcia. Los socialistas habían puesto todas sus esperanzas en Indalecio Prieto, gran gestor que podría ayudar a rearmar al Ejército republicano como ministro de Aviación y Marina. El doctor Negrín, cercano a los comunistas, se incorporaba al gabinete como ministro de Finanzas, y dos miembros del Partido Comunista, Hernández en Educación y Uribe en Agricultura, entraban en el Gobierno. Ya sé que muchos de mis colegas le llamaron el «gabinete rojo», y quizá tuvieran razón… Pero no me cabe la menor duda de que, por primera vez en mucho tiempo, la República tenía a su frente un gobierno digno de tal nombre, dispuesto a aceptar la responsabilidad histórica de aquel momento. Lástima que llegara al poder con tantos meses de retraso…
Quizá sus integrantes fueran capaces de enfrentarse al caos que en aquellos días reinaba en Madrid. Cientos de personas eran ejecutadas en la capital de España sin haber sido sometidas a un juicio previo. Comités socialistas, comunistas o anarquistas se habían erigido en amos y dueños de aquel caos: confeccionaban listas negras de personas que debían ser arrestadas, las sometían a juicio secreto y sumarísimo y, si el veredicto era de culpabilidad, las ejecutaban en las afueras de la ciudad. La Pradera de San Isidro, a orillas del Manzanares, y la Ciudad Universitaria aparecían cada mañana llenas de cuerpos de personas asesinadas la noche anterior. Y lo peor es que muchas de estas muertes obedecían a ajustes de cuentas de tipo personal, que nada tenían que ver con razones políticas. Conocí uno de estos tribunales populares que tenía su sede en el Círculo de Bellas Artes de la calle de Alcalá. Me hice amigo de su presidente, un hombre con barba cuyo nombre no recuerdo, pero no se me permitió asistir a ningún juicio.
Me consta que tanto el gobierno Giral como el de Largo Caballero hicieron lo que pudieron para controlar a aquellos elementos que actuaban en nombre de partidos políticos o simplemente en nombre propio, pero poco pudieron hacer hasta que el propio gobierno dispuso de armas de fuego. La primera partida de armas llegó de Rusia a finales de octubre, y solo entonces pudo el gobierno comenzar a imponer su autoridad.
Naturalmente, aquel baño de sangre que se estaba produciendo en Madrid en el verano de 1936 tenía mucho que ver con lo que estaba sucediendo en el otro bando. Nos llegaban incesantes rumores de matanzas perpetradas por las tropas de Franco, y muchos de esos rumores, con el paso de los días, acababan por confirmarse. La matanza de Badajoz, donde fueron asesinadas más de mil doscientas personas después de conquistada la ciudad, había sido confirmada por el periodista Mario Neves desde Portugal. La matanza en un bando parecía alimentar a la del bando contrario, como la que ocurrió en la Cárcel Modelo de Madrid el 9 de agosto, cuando, a raíz de un incendio provocado en una de las alas de la cárcel, se procedió a sacar a varias decenas de presos al patio y a la ejecución sin juicio previo. La muerte de personalidades como Martínez de Velasco o Melquíades Álvarez, que habían jugado un papel relevante en la República antes de la guerra, hizo mucho daño a la causa republicana.
A veces las matanzas indiscriminadas las producían los propios milicianos al regresar a Madrid desde el frente. En este, aquellos hombres sin apenas instrucción militar se enfrentaban a tropas profesionales y sufrían tales estragos que al llegar a la capital decidían tomarse la justicia por su mano y organizaban auténticas cacerías de personas que consideraban fascistas.
Todavía hoy, cuando escribo estas líneas, cuatro meses después del final de la guerra, no he podido obtener cifras aproximadas de las personas asesinadas en Madrid en aquellos primeros meses del conflicto. Las autoridades franquistas las han calculado en unas cien mil. Sospecho que esta cifra es muy exagerada. Cada día llevaban al depósito de cadáveres de Madrid entre treinta y cien cuerpos. Si pensamos que un promedio de cincuenta personas fueron asesinadas en Madrid entre julio de 1936 y enero de 1937, los asesinatos en los primeros meses de guerra rondarían la cifra de diez mil solamente en la capital de España, lo cual ya me parece una auténtica barbaridad.
Debo señalar aquí que en mis interminables caminatas por Madrid en aquellos días jamás vi un cuerpo en la calle. Cada día caminaba tres kilómetros desde el edificio de Telefónica hasta mi casa y en muchas ocasiones me dirigía hacia la línea del frente, pero apenas había constancia de personas asesinadas en la calle. Los cadáveres aparecían cada mañana, como ya he dicho, en dos lugares muy localizados: la Pradera de San Isidro y la Casa de Campo, pero en ningún momento tuve la sensación de que hubiera matanzas indiscriminadas o de que reinara el terror en la ciudad, como después se ha afirmado…
Si es imposible establecer una contabilidad de personas asesinadas en la República, ocurre lo mismo en el territorio controlado por Franco. Parece ser que cuarenta diputados fueron asesinados en la República y cuarenta en la España de Franco; ahora bien, no tengo idea de si esa paridad expresa algún equilibrio en lo relativo a la muerte de civiles en ambos bandos. Parece ser que la represión en Andalucía por parte del general Queipo de Llano fue particularmente sangrienta. En Granada fue asesinado Federico García Lorca, y sus amigos insisten en que murió a manos de la Guardia Civil, en represalia por aquel poema que les dedicó en su Romancero Gitano.
Y la pregunta que nos hacíamos aquellos días en Madrid era por qué el gobierno no paraba aquella masacre. La respuesta a esta pregunta es que había sido el propio gobierno el que había armado al pueblo en los primeros días de la guerra. Aquellas armas, que habían servido para sofocar la rebelión fascista con la toma del cuartel de la Montaña, servían ahora para estos asesinatos y matanzas indiscriminadas. No hay que olvidar que Madrid estaba prácticamente sin fuerza policial alguna. Las fuerzas de asalto o de la Guardia Civil que habían permanecido leales a la República estaban en el frente del Guadarrama, luchando contra los rebeldes. Y otro dato que debe tenerse en cuenta es la existencia de la llamada «quinta columna» de Madrid, es decir, la parte de la población que apoyaba a los fascistas. Se calculaba que un diez por ciento de la población de Madrid estaba a favor del golpe de Franco, lo que supone unas cien mil personas sobre una población de un millón. Los tribunales populares respondían a la necesidad de controlar a aquellas personas enemigas de la República, por más que en muchas ocasiones se excedieran en sus funciones.
Supongo que la única solución justa hubiera sido internar a todos aquellos facciosos en grandes campos de concentración, pero eso entonces resultaba imposible.
La situación internacional tampoco ayudaba a que aquella dramática situación se resolviera. Desde primeros de agosto, Francia y Gran Bretaña habían acordado no enviar armas a España, de manera que un gobierno legítimamente constituido como era el de la República española no solamente no recibía armas, sino que ni siquiera podía comprarlas.
Aquello parecía un «sálvese quien pueda» de las democracias europeas, dispuestas a suspender los principios mismos del derecho internacional con tal de no enfrentarse a las potencias del Eje. Los gobiernos de Alemania e Italia seguramente no daban crédito a sus ojos al ver cómo las democracias occidentales les allanaban el terreno. España primero y después Austria, Checoslovaquia y Rumania eran las piezas del dominó que iban derrumbándose hasta que la propia Francia quedara ya como una democracia aislada dentro de una Europa fascista. Quizá ni hiciera falta atacar a Francia, quizá sería ya para entonces la última pieza que caería del árbol como fruta madura. Mientras tanto, había que contemporizar con ingleses y franceses, asegurar que ellos estaban comprometidos en una cruzada contra el comunismo, insistir en que los intereses de las potencias coloniales serían salvaguardados, etcétera. Daba igual. Mi propio país había entrado en estado de coma profundo y nada ni nadie parecía interesado en despertarlo.