Tan solo en dos ocasiones en toda mi vida me he sentido totalmente arrastrado por la pasión. La primera fue a raíz del levantamiento de los generales, en los días que siguieron al 18 de julio de 1936. La segunda, mientras contemplaba ese angustioso río sin retorno de miles y miles de refugiados que se dirigían hacia la frontera de Figueras en enero de 1939.
En aquellos calurosos días del mes de julio de 1936, yo iba por la vida en un estado de total embriaguez, como inmerso en una borrachera en la que no hacía falta el vino. Día y noche aporreaba las teclas de mi máquina de escribir y enviaba despachos a Londres que solían empezar con frases como: «Los hombres y las mujeres de España se han puesto en pie para defender hasta la muerte el régimen de libertades…», o bien: «La captura del cuartel de la Montaña pasará a la historia como una segunda toma de la Bastilla…», o esta otra: «De la misma manera que Cromwell se levantó en nuestro país para establecer el reino de la democracia, el pueblo español está luchando para que su país no caiga, de una vez por todas, en las garras del feudalismo». Eran frases inspiradas, a la vez, por la indignación y el entusiasmo, por la ira ante lo que estaba ocurriendo y por la esperanza en que el desenlace, al fin, habría de ser el justo.
Quería, sobre todas las cosas, contagiar esta santa ira y este fervor a mis lectores de fuera de España, convencido de que nadie en el mundo podía permanecer ajeno a lo que estaba ocurriendo en este país, la lucha titánica de un pueblo sin preparación y sin apenas armas contra un ejército que pretendía imponer su tiranía. Yo estaba convencido de que del resultado de aquella desigual y feroz contienda iba a depender no ya la suerte de España, sino la de Europa y la de todo nuestro Imperio. Porque la manera en que los alemanes habían ido penetrando en España en los últimos meses, infiltrándose en el gobierno con sus espías, enviando armas clandestinamente, controlando incluso la Asociación de la Prensa Extranjera en Madrid, hacían prever que España era la punta de lanza elegida por Alemania para controlar y finalmente destruir a las democracias europeas.
Después de ocho o diez días conseguí salir de ese estado de constante y permanente excitación. Estaba física y mentalmente agotado. Y además pensaba con toda mi santa inocencia que la partida estaba ganada. Recuerdo que en uno de mis despachos escribí en tono solemne: «Un golpe de Estado que no se ha hecho con el poder al cabo de veinticuatro horas está condenado al fracaso». Y sigo pensando que, al menos sobre el papel, tenía razón. Los generales rebeldes no tenían reconocimiento internacional. Contaban con pocos recursos económicos, su posición en los lugares que habían ocupado era bastante precaria y no disponían de una fuerza aérea importante. El gobierno de la República contaba con la sexta reserva de oro del mundo en orden de importancia y, puesto que era el gobierno legítimamente reconocido por todos los países, no tendría dificultades en adquirir el armamento que fuera necesario para hacer frente a los generales rebeldes. Sabía, además, que los alemanes no estaban aún en condiciones de entrar en combate a favor de los rebeldes. A pesar de la evidente militarización de la Alemania de Hitler, el Ejército alemán no disponía aún del cuadro de mandos, del armamento y los recursos suficientes para entrar en combate. Era en ese momento inferior al Ejército francés. Francia y Gran Bretaña, pensaba yo entonces, se cuidarían de impedir cualquier intervención de Alemania en España… ¡Qué equivocado estaba!
Voy a contar una pequeña anécdota que, a mi modo de ver, ilustra perfectamente lo que estaba ocurriendo en el terreno internacional en las semanas que siguieron al alzamiento. Una amiga mía, periodista alemana pero casada con un español, acreditada en Madrid, se había desplazado a Berlín y allí había cambiado su pasaporte republicano por uno expedido por la Junta de Burgos. Desde Berlín pensaba desplazarse a Londres, así es que acudió con el documento de la Junta a las oficinas consulares británicas de la capital alemana, creyendo firmemente que los británicos rechazarían un documento expedido por los rebeldes en Burgos. Todo lo contrario. El cónsul británico se mostró sumamente cortés y aseguró a mi amiga que con aquel documento podría viajar por las islas Británicas sin ningún problema. «Para los británicos —me contó más adelante mi amiga—, el documento de Burgos tenía exactamente la misma validez que el pasaporte expedido por el gobierno de la República… Al llegar a Londres —siguió contándome mi amiga—, quise saber qué pensaban los círculos más influyentes de la City sobre los acontecimientos en España… Todas las personas con las que hablé en el mundillo financiero londinense estaban perfectamente convencidas de la victoria final del general Franco, y todos me aseguraron que después de su triunfo no tendría dificultades en conseguir créditos en nuestro país… Regresé a Berlín y escribí una serie de artículos en los que decía que nada se oponía al triunfo final de Franco y su gente…». ¡Ella sí que tenía razón!
Tenía yo un amigo periodista alemán que leía mis crónicas con benevolencia y me preguntaba si mis opiniones sobre la República y la guerra coincidían con las del lector medio británico. Pensaba mi amigo alemán que las únicas aficiones declaradas de los ingleses en aquellos días eran el golf y el cóctel antes de la cena. Recuerdo que yo me indignaba ante esta opinión aparentemente frívola. Mi amigo alemán desapareció pronto de Madrid en busca, sin duda, de climas más favorables para sus ideas. No volví a verle hasta dos años más tarde. Nos encontramos en Perpiñán. Yo salía de España con las últimas columnas de refugiados, hostigados por las tropas de Franco, y él regresaba al país que le había expulsado. Cenamos juntos y, después de hacer balance de aquellos dos años vividos desde campos opuestos, él concluyó: «Después de todo, yo tenía razón cuando te aseguraba que tus compatriotas no harían nada para defender la democracia en España».
El desencanto con la actuación de mi país en la guerra española llegaría más tarde. De momento, yo estaba inmerso en la sucesión de los acontecimientos, que reclamaban toda mi atención. En la noche del 19 de julio, el gobierno había tomado la única decisión que podía tomar si quería impedir el triunfo de los generales rebeldes: armar al pueblo. Me consta que la decisión de Casares Quiroga y sus ministros fue una de las más duras y difíciles de su vida política. Todos ellos eran hombres de Izquierda Republicana o de Unión Democrática, es decir, personas de talante liberal y de ideas tan moderadas que harían parecer extremista al propio Lloyd George. Aquellos hombres se enfrentaron en la noche del 19 de julio a la decisión más importante de su vida: no armar al pueblo significaba, inevitablemente, entregar el poder a los generales rebeldes, pero armarle suponía, de hecho, dar el poder al pueblo. Ambas soluciones repugnaban, sin duda, su conciencia de burgueses de clase media, pero, puestos en la encrucijada, no dudaron en apoyar la causa popular. Dieron la orden. Pocos minutos después salían del Ministerio de la Gobernación decenas de camiones cargados de armas que se dirigían a las sedes de los partidos políticos y a las centrales sindicales para distribuirlas entre sus seguidores. La multitud se había reunido, expectante, para saber si tendría ocasión de luchar por sus derechos. Al ver aparecer los camiones, la muchedumbre prorrumpió en el delirio. Los madrileños tendrían la oportunidad de defenderse a sí mismos.
Todo había comenzado con el vuelo, aparentemente inocuo, de unos turistas ingleses a las islas Canarias para tomarse unas vacaciones. El capitán Bebb, piloto inglés, había volado hasta el archipiélago en compañía del mayor Pollard y de dos gentiles damas a las que hacía pasar por turistas. Como se había convenido de antemano, Bebb había de transportar a Franco desde las Canarias hasta Melilla, donde se iniciaría el levantamiento. Franco, evidentemente, no se fiaba de sus propios hombres y había preferido contratar los servicios de un piloto inglés que, por cierto, recibió una condecoración del propio Franco al concluir la guerra.
El que debía ser comandante en jefe del levantamiento, el general Sanjurjo, había muerto en el aeropuerto de Lisboa al estrellarse su avión. Franco contaba con el apoyo del general Mola en Pamplona, donde se había sublevado al frente de los carlistas, y del general Queipo de Llano en Sevilla, que a duras penas había conseguido controlar gracias a los catorce mil carabineros que tenía a sus órdenes. También el general Cabanellas había triunfado en Zaragoza, cortando así las comunicaciones entre Madrid y Barcelona. Albacete había caído temporalmente en manos de los rebeldes, de manera que la capital de España se encontraba en aquellos momentos aislada del resto del país.
En Madrid la indecisión de los generales durante las primeras horas del levantamiento había hecho fracasar la rebelión. Un amigo mío que estaba cumpliendo el servicio militar en el cuartel de la Montaña me contaba cómo los oficiales se pasaban horas discutiendo sobre si debían levantarse o no. El general Fanjul, que había sido subsecretario en el Ministerio de la Guerra con Gil Robles, esperó nada menos que hasta la mañana del lunes 21 de julio para unirse al levantamiento. Para entonces era demasiado tarde. Los madrileños estaban ya armados y, además, con la moral muy alta al enterarse del triunfo de los militares leales y la milicia popular sobre el general Goded en Barcelona.
Aquella misma mañana, el gobierno de Casares Quiroga había presentado su dimisión al presidente Azaña. Por la tarde, este encargaba la formación de un nuevo gobierno a Martínez Barrio, un republicano moderado, con el propósito de pactar con los generales rebeldes. Circulaba el rumor de que el propio Martínez Barrio había invitado a los generales rebeldes Mola y Cabanellas a formar parte de este nuevo gobierno, pero que ambos lo habían rechazado.
Los sindicatos y los partidos de izquierda estaban furiosos. En aquellos momentos en los que Madrid se levantaba en armas y el pueblo se disponía a la lucha, resulta que Azaña y Martínez Barrio pactaban con el enemigo. No tuvo más remedio que cambiar de planes el presidente Azaña y encargar la formación de un nuevo gobierno a su amigo el catedrático de Farmacia don José Giral. En cuestión de horas el gobierno había cambiado dos veces. Esto da idea de la radical inseguridad de los republicanos que en ese momento tenían el poder. Entre las dos opciones que se ofrecían ante ellos —resistencia total o rendición total a los generales rebeldes— habían escogido el camino de en medio, el de la negociación y el pacto con el enemigo, el único camino que, en aquellas circunstancias, no llevaba a ninguna parte. Porque Franco y los otros generales rebeldes interpretaban aquellas ofertas de paz como síntoma evidente de la debilidad del gobierno de la República y no hacían sino redoblar sus esfuerzos en el campo de batalla.
En la mañana del lunes 21 de julio me desperté, por primera vez en mi vida, al son de un insistente cañoneo. Algo se me encogía en el estómago al constatar que aquello ya no era el ruido de algún disparo de fusil que tantas veces me había perturbado el sueño en los últimos cuatro o cinco años de agitada vida madrileña. Aquello que oía desde mi cama en la cálida mañana de julio era evidentemente otra cosa. Me levanté y salí a la calle. Madrid parecía transformado. De la noche a la mañana, jóvenes de ambos sexos que pertenecían a diferentes organizaciones sindicales parecían haber adoptado un uniforme común: el mono azul. Habían confiscado gran cantidad de coches y se dedicaban a patrullar las calles de Madrid, sacando escopetas y pistolas por las ventanillas. A diferencia de octubre de 1934, los fascistas eran ahora los perseguidos y se refugiaban en los balcones y terrazas de los edificios, desde donde disparaban sus francotiradores.
Uno tenía que tomar sus precauciones cuando salía de casa. En aquella mañana del mes de julio me costó bastante llegar hasta la esquina. Allí me di cuenta de que la parroquia del barrio estaba en llamas. Le pregunté a un obrero quién la había incendiado. El obrero dio un repaso a mi traje burgués de americana y corbata antes de contestarme: «Camarada, los curas se han hecho fuertes en el interior y nos han disparado desde dentro… Pensamos que había llegado la hora de darles un escarmiento». Es difícil saber si fueron los curas o los obreros los que empezaron aquella refriega. Durante aquel día ardieron cinco o seis iglesias en Madrid.
Pero no eran las iglesias el centro de atención de los madrileños en aquella mañana. La batalla por la ciudad de Madrid se desarrollaba en los barracones del cuartel de la Montaña, situados en la parte alta de la ciudad, por encima de la estación del Norte. Allí, el general Fanjul se había hecho fuerte con una guarnición de ochocientos hombres a los que se habían unido unos trescientos civiles fascistas. La guarnición estaba indecisa sobre si debía o no efectuar una salida, y mientras se lo pensaba se había ido congregando en los alrededores del cuartel una variopinta muchedumbre de obreros y soldados, policías y poetas, militantes y curiosos que, sin conocimientos ni dirección alguna, se aprestaban a tomar aquella bastilla madrileña. Con la ayuda de unas piezas de artillería del siglo XIX y la colaboración de la aviación republicana, que de cuando en cuando dejaba caer una bomba sobre el cuartel, la muchedumbre irrumpió en su interior después de cuatro o cinco horas de asedio y arrasó todo lo que encontraba a su paso. Los soldados supervivientes de la guarnición se entregaron a los asaltantes y ios fascistas intentaron huir por el Parque del Oeste, pero allí les esperaba un nido de ametralladoras que segó la vida de casi todos. Los fascistas que se quedaron en el interior del cuartel fueron fusilados en el patio de armas.
Cuando por fin logré penetrar en el interior del cuartel no me extrañó demasiado encontrarme con un pintor en el puesto de mando. Efectivamente, mi buen amigo el artista Luis Quintanilla se había hecho cargo de la guarnición. «Pero ¿qué haces tú de soldado?», le pregunté. «Ya ves, ¡gajes del oficio! —me contestó—. Queremos convertir el cuartel de la Montaña en un centro de acuartelamiento para milicianos y desde aquí pueden partir hacia cualquier punto de la ciudad donde sea necesaria su presencia». Quintanilla me enseñó el charco de sangre que había en el patio donde los fascistas habían sido fusilados. Me enseñó también la sala de oficiales totalmente destrozada por los asaltantes. Parece ser que algunos oficiales se habían refugiado en ella, perseguidos por el fuego de la multitud. A duras penas se consiguió salvar la vida del general Fanjul, cercado por un gentío que clamaba por su sangre. Quintanilla me contaba que hubo que llevar un coche blindado al interior del cuartel para que lograra salir de allí sin que la airada muchedumbre se tomara la justicia por sus propias manos. Claro que de poco le sirvió escapar de la muerte en el cuartel de la Montaña, porque pocas horas después se enfrentaba a un consejo de guerra. La defensa de Fanjul fue patética. Aseguró que se encontraba en el piso de una amiga francesa cuando le comunicaron la gravedad de la situación y que al llegar al cuartel no pudo controlar a sus propios oficiales. Fue sentenciado a muerte y ejecutado a la mañana siguiente. También en Carabanchel el regimiento a las órdenes del general rebelde García de la Herrán había sido sometido. Caía la noche y la situación en Madrid parecía estar firmemente en manos del gobierno. Pero a muy pocos kilómetros de la capital, las ciudades de Alcalá de Henares y Guadalajara habían caído en manos de los rebeldes y la suerte de Toledo permanecía incierta.
El fervor popular de aquel improvisado ejército no se agotó en el cuartel de la Montaña. Al contrario, los madrileños tomaron las armas y se aprestaron a conquistar nuevos objetivos militares con una temeridad y una inconsciencia que asustaban. Que asustaban no solo a los que les apoyábamos, sino seguramente también al enemigo que tenían enfrente. ¿Cómo explicar si no la caída de Guadalajara, bien defendida por el rebelde general Barrera? En el asalto a esa ciudad habían muerto nada menos que once muchachas pertenecientes a las Juventudes Socialistas, prueba de la alegre inconsciencia con que los milicianos entraban en combate. Solamente Toledo, con la guarnición encerrada en el Alcázar, parecía resistir esta tumultuosa oleada de entusiasmo popular. Albacete había caído de nuevo en manos republicanas, con lo que quedaban restablecidas las comunicaciones de la capital de España con el exterior. Y el avance fascista en la sierra de Madrid había sido detenido en Somosierra y en el Alto de los Leones por aquella misma legión de jóvenes inexpertos, muchos de los cuales cogían un fusil por primera vez en su vida. En esta primera semana en la que se salvó Madrid, Dios parecía estar de parte de los débiles.
Los extranjeros en la capital de España buscaban refugio en sus respectivas embajadas. En la británica se hacinaban más de trescientas personas. Sus empleados se habían desplazado a San Sebastián, donde todos los veranos se abrían oficinas durante los meses de calor. El cónsul se había ido de vacaciones y el embajador estaba ausente. Allí no había nadie para representar al gobierno de su majestad, ni siquiera para tener informado a ese gobierno. Todo parecía indicar que Londres aguardaba acontecimientos. Caso de un rápido triunfo del general Franco, no se habrían visto en la necesidad de pactar con el gobierno de Giral. El británico quería mantener las manos limpias para poder saludar con ellas al vencedor de lo que seguramente consideraba una engorrosa contienda.
En aquellos primeros días de la insurrección, ya Londres se había embarcado en su política de no intervención. De poco servía tener observadores en Madrid que informaran de los acontecimientos, que explicaran que José Giral no era un «monstruo del terror rojo», que hicieran ver que en la Embajada de Madrid se habían incautado documentos en los que se planeaba, con todo lujo de detalles, la intervención alemana en la guerra española. Londres «no sabía», «no veía» y «no oía» lo que estaba ocurriendo en España, y para llevar a cabo esta política sobraba, efectivamente, todo el cuerpo diplomático de la Embajada. Supongo que todos los imperios envejecen y deben llegar a su fin, pero era muy triste para mí, en medio de aquellos días de entusiasmo y fervor popular, sentirme un hombre joven de una nación ya caduca.