La República obtuvo, desde luego, una gran victoria en las elecciones del 16 de febrero, pero estuvo a punto de convertirse en una victoria pírrica. Sabemos ya que en las horas que siguieron a la proclamación de los resultados, el general Franco estuvo presionando al presidente Pórtela Valladares para que no cediera el poder a los partidos del Frente Popular. Mantener a Pórtela como jefe de gobierno en aquellas circunstancias era lo mismo que efectuar un golpe de Estado. Afortunadamente, Pórtela Valladares no se dejó intimidar por las amenazas del Ejército.
Pero quizá no se haya hecho suficiente hincapié en el papel que jugó el propio Gil Robles en aquellas horas dramáticas que siguieron a la proclamación de los resultados. Ya hemos señalado cómo él alternaba gestos que parecían destinados a hundir a la República con otros dedicados a salvarla, dando, por así decirlo, una de cal y otra de arena… Había salvado a la República de la amenaza de la dictadura en octubre de 1934, como señalábamos anteriormente, y ahora se disponía de nuevo a salvarla. Como ya he dicho antes, mi impresión personal es que el cardenal Pacelli (el futuro papa Pío XII) estaba detrás de todo ello, liderando dentro de la Curia romana una corriente de opinión que se oponía a toda costa a una dictadura en España, que podía ser tan nefasta para la Iglesia católica como ya lo eran las de Alemania e Italia.
En todo caso, fui testigo involuntario de la toma de posición del líder de la CEDA en aquellas horas decisivas que siguieron a las elecciones. Yo había acudido al domicilio de Gil Robles el día después de las elecciones para conseguir una entrevista con él. Mientras aguardaba en un salón contiguo a su despacho, pude oír la voz del secretario de Robles que decía: «Pues sí, señores, anoche los monárquicos trataron de persuadir a nuestro jefe para que se sumara a un golpe de Estado del Ejército que anularía el resultado de las elecciones… Nuestro jefe estaba furioso y se opuso rotundamente. Les dijo que estaban locos si pensaban que él o su partido podían participar en aquella alocada aventura…». En aquel momento, el secretario se dio cuenta de que había dejado la puerta que comunicaba con el salón donde yo me encontraba ligeramente entornada y se dirigió hacia ella para cerrarla. Me moría de curiosidad por saber quiénes eran aquellos monárquicos que habían hecho tamaña oferta al líder de la CEDA, aunque me imagino que se trataba de Calvo Sotelo, de Goicoechea o quizá de los dos a la vez… También hubiera querido enterarme de si se trataba del mismo complot de Franco que pretendía mantener a Portela en el poder. Mi impresión es que los líderes monárquicos y el general Franco acudieron primero al líder de la CEDA, y solo al verse rechazados por Gil Robles decidieron hacerle la propuesta al presidente Portela.
Desde luego, la situación de Gil Robles en aquellos momentos no era envidiable. Estaba entre dos fuegos. El pueblo le acusaba de haber provocado la huelga revolucionaria de octubre de 1934, y la derecha y el Ejército de lo contrario, de haber abortado dos golpes de Estado, en octubre de 1934 y ahora, en febrero de 1936. Lo mejor que podía hacer era largarse durante un tiempo y eso es exactamente lo que hizo. Nombró a Enrique Jiménez Fernández, el líder de los cristiano-socialistas, como su sustituto al frente de la CEDA y se marchó a una villa cerca de Biarritz, donde pasó unas semanas recluido con su familia. Pero antes de marchar, y por si acaso, hizo público un comunicado en el que decía que la CEDA «se comprometía a respetar la voluntad popular».
Poco después de hacerse público el comunicado de Gil Robles, el propio Calvo Sotelo daba otro comunicado en el que señalaba que «si se produjera una situación de agitación o amenaza del comunismo en España, el Ejército intervendría para salvar la situación, ya que los políticos no parecían dispuestos a hacerlo… El Ejército no permitiría que España cayera en manos de la revolución roja». El punto de vista de ambos políticos en aquellos momentos quedaba así expresado en sus comunicados.
Y es que los rumores de un complot para llevar a cabo un golpe de Estado venían de antes de febrero de 1936. Un extranjero con muy buenas fuentes de información me había comunicado, ya en diciembre de 1935, que se había puesto en marcha una conjuración para dar un golpe de Estado, cuyos integrantes y bases de operación coincidían exactamente con los que, finalmente, se conocieron en julio de 1936. Si Portela o Gil Robles hubieran cedido, aquel complot se habría adelantado unos meses. Y pienso que quizá Portela y Gil Robles, sin quererlo, le hicieron un favor al general Franco al negarse a seguir sus pretensiones en febrero de 1936. Porque en aquellos momentos no había pretexto o razón alguna para dar un golpe de Estado. Los meses que siguieron le proporcionaron a Franco argumentos suficientes —huelgas, desórdenes, ocupación de tierras, quema de conventos y finalmente el asesinato de Calvo Sotelo— para llevar a cabo la intervención militar. Se me dirá que al Ejército no le hacían falta argumentos para realizar aquella intervención, pero eso entonces no era cierto. En febrero de 1936 el Ejército español estaba profundamente dividido. Aparte de un núcleo duro de oficiales que nunca habían dudado en expresar su desprecio hacia la República y su profunda admiración hacia los regímenes de Italia y Alemania, la mayor parte de los oficiales habrían dudado en sumarse a una rebelión pocos días después de que el país manifestara claramente su opinión en las urnas. Por eso decía antes que Portela y Gil Robles le estaban haciendo, sin quererlo, un favor a Franco postergando aquel golpe ya anunciado. Pienso que, en aquel momento, el grueso del Ejército no le habría secundado.
En esa ocasión decisiva, cuando el país necesitaba más que nunca un líder, no aparecía nadie para ocupar ese puesto. Portela Valladares había anunciado su dimisión para después de las elecciones, y tanto los socialistas como los comunistas renunciaban a entrar en el gobierno. No quedaban más que los republicanos de Azaña y los de Martínez Barrio para formar gobierno. Martínez Barrio ocuparía el puesto de presidente de la Cámara y el propio Azaña, a regañadientes, se encargaría de formar gobierno. Un gobierno a todas luces débil sin la presencia de los socialistas (a pesar de las protestas de Prieto, que pretendía entrar en él), que le habría dado mayor consistencia.
Un gobierno que desde el principio pareció ir a remolque de los acontecimientos. Un ejemplo. Antes de que Azaña pudiera redactar el proyecto de ley de amnistía para los presos políticos, estos ya salían a la calle liberados por los concejales de los ayuntamientos donde se encontraban las cárceles, de manera que Azaña tuvo que rectificar sobre la marcha y legalizar por decreto-ley una situación a todas luces irregular. La misma improvisación observamos en el ámbito laboral. El gobierno pretendía que todos los trabajadores despedidos a raíz de la huelga de octubre de 1934 fueran readmitidos en las empresas. Muchas de esas empresas habían contratado nuevos operarios, por lo que estos también podían hacer valer sus nuevos contratos, de manera que se creaba desde el propio gobierno una situación imposible de resolver. El periódico ABC, que había despedido a la mayor parte de los trescientos trabajadores que tenía en nómina, se veía ahora obligado a readmitirlos. Como en los últimos meses había estado contratando personal nuevo, se encontraba con un exceso de trabajadores y casi en bancarrota. El gobierno obligaba a las empresas a readmitir trabajadores cuando lo que las empresas buscaban en medio de aquella crisis económica era lo contrario, deshacerse de ellos. España se acercaba a la aterradora cifra de un millón de parados.
Los problemas del país se hacían cada día más acuciantes y el gobierno no estaba preparado para resolverlos. El teléfono de mi oficina sonaba a todas horas para darme noticias de violentos sucesos que se producían a lo largo y lo ancho de la geografía española.
El partido de José Antonio no había conseguido un solo escaño en las elecciones, pero sus matones intimidaban a todo el mundo. El 12 de marzo dispararon sobre Jiménez de Asúa, el abogado socialista que había conseguido la liberación de miles de prisioneros políticos de las cárceles donde se encontraban desde los sucesos de octubre de 1934. Asúa no murió en el atentado, pero sí el policía que le escoltaba.
Como represalia por esta acción, elementos de la izquierda anarquista entraron en la redacción del periódico fascista La Nación, saquearon las oficinas y quemaron a continuación tres iglesias madrileñas. Pero no solo era la capital de España la que se veía sacudida por estos sucesos: en Cádiz murieron once personas en enfrentamientos con la policía, en Granada los fascistas abrieron fuego contra una manifestación de trabajadores…
Por fin, el gobierno decidió poner a Falange Española fuera de la ley, pero, como siempre, actuaba demasiado tarde y a remolque de lo que iba sucediendo. De poco sirvió que el 17 de abril se decretara su disolución, o que el 28 de mayo se procesara a José Antonio Primo de Rivera, sentenciándolo a cinco meses de cárcel por un delito de tenencia ilícita de armas. Para entonces, los acontecimientos habían sobrepasado cualquier acción gubernamental y seguían ya su propia dinámica. La impotencia del gobierno se vio reflejada en el cierre de las Cortes durante un mes, tal como fue decretado por Portela. Manuel Azaña dimitió el 7 de abril y fue sustituido por Santiago Casares Quiroga, tan bienintencionado como su antecesor, pero igualmente inepto para llevar a cabo cualquier programa político. El único proyecto político del gobierno en aquellos días era el de su propia supervivencia.
A pesar de su disolución, o precisamente por ello, los fascistas no cejaban en sus tiroteos por las calles de Madrid. El 13 de abril asesinaban a don Manuel Pedregal, el juez que había dictado una sentencia de treinta años de cárcel contra el pistolero que mató a un vendedor de periódicos socialista… Y los socialistas, en represalia, asesinaron a un hombre en el desfile del 14 de abril, supongo que para celebrar el aniversario de la llegada de un régimen de libertad a España. Sin saberlo, porque iba vestido de paisano, los socialistas habían asesinado a un sargento de la Guardia Civil.
La réplica de los fascistas no se hizo esperar. ¡Menudo funeral organizaron por el guardia civil asesinado! Los pistoleros de todo Madrid se reunieron alrededor de aquel féretro y el cortejo fúnebre discurría por las calles y avenidas más céntricas de Madrid. Al llegar al paseo de la Castellana, fue saludado por una salva de disparos que procedían de los tejados donde se habían apostado francotiradores socialistas. Los guardias civiles que acompañaban al cortejo fúnebre sacaron sus armas y contestaron al fuego de los francotiradores, de manera que a lo largo de la Castellana se organizó una batalla campal. Los enlutados familiares y los políticos que habían acudido al entierro echaron cuerpo a tierra para resguardarse de aquella lluvia de balas. En medio del tiroteo, el cortejo fúnebre continuaba su camino hacia la Cibeles sin que nadie pareciera dispuesto a detener aquella masacre. Al llegar junto a las verjas del parque del Retiro, en la Puerta de Alcalá, el cortejo fue de nuevo tiroteado por jóvenes socialistas que habían tomado posiciones detrás de las verjas del parque. El nerviosismo más absoluto se había apoderado de los guardias civiles que acompañaban el féretro y que disparaban a su propia sombra. Yo seguía de cerca aquel accidentado entierro, pero al ver cómo se ponían las cosas en la Puerta de Alcalá, decidí buscar refugio en el bar más cercano. El resultado de aquel entierro fueron otros quince muertos, entre ellos Andrés Artela, primo de José Antonio. Quince me parecían muy pocos teniendo en cuenta los disparos que oí esa tarde.
Aquella refriega en el centro mismo de la capital de España tuvo el saludable efecto de obligar al gobierno a buscar responsabilidades en sus propias Fuerzas Armadas. Veinticinco oficiales de la Guardia Civil, algunos de alta graduación, fueron arrestados y acusados de pertenecer a la Falange. Muchos oficiales de la Guardia de Asalto también fueron relevados de sus cargos y sustituidos por personas afines a los republicanos o que, al menos, no hubieran expresado en público su repulsa hacia la República, que con bien poco se conformaba el gobierno en aquellos días.
Pero lo que más sorprendía al observador en aquella primavera de 1936 no eran las refriegas y tiroteos que se producían en la ciudad, sino una suerte de inquietud general que se mascaba en el ambiente y que hacía que todo el mundo se hubiera puesto nerviosamente en marcha. Primero hubo desfiles para celebrar la victoria en las elecciones, después para pedir la amnistía, a continuación para conmemorar el Primero de Mayo. La gente se pasaba la vida desfilando por las calles de Madrid, vistiendo la camisa roja de las juventudes socialistas o la azul de los comunistas, marchando cada vez más acompasada y marcialmente, cantando o gritando consignas y eslóganes, reivindicando sobre todo el derecho a la marcha misma, una marcha que ya nada ni nadie podría detener. La gente se había echado a la calle, y ese fervor popular coincidía con una creciente influencia del comunismo en España. Desde la revolución de Asturias, los comunistas, a través de una organización llamada Socorro Rojo Internacional, habían distribuido gran cantidad de dinero entre los familiares de los mineros encarcelados, además de encargarse de su defensa proporcionándoles abogados. Eso hizo que el papel de los comunistas españoles subiera bastantes enteros, un partido que hasta entonces había tenido una incidencia relativamente pequeña en la vida política española. Pero, más que nada, el comunismo se presentaba entonces como la única opción política con ideas nuevas, capaz de sacar al país del marasmo al que los liberales de Manuel Azaña lo habían conducido.
Otra de las notas sorprendentes en aquel Madrid de 1936 fue una especie de «vuelta a la naturaleza», como si aquel espíritu revolucionario que flotaba en el ambiente se hubiera contagiado también de algún germen rusoniano. Para un madrileño, la naturaleza es todo aquello que puede contemplarse desde la terraza de un bar o, en el colmo de la aventura, desde una de esas barquillas que hay en el estanque del Retiro. Pero en aquella primavera de 1936 un extraño virus pareció apoderarse de la juventud madrileña, que se subía en los trenes los domingos por la mañana para hacer excursiones por la sierra. En pocos meses se abrieron seis nuevas piscinas en Madrid que se abarrotaban de público, como si todo fuera poco para las ansias de aire libre del personal.
Aquellas excursiones campestres acababan a veces de manera trágica. Una tarde de domingo, un grupo de jóvenes socialistas tirotearon a un grupo de fascistas en El Pardo e hirieron a uno de ellos. A su regreso a Madrid, los fascistas comenzaron a disparar indiscriminadamente desde un coche que marchaba a gran velocidad por la Gran Vía. Uno de los disparos alcanzó y dio muerte a una joven socialista que regresaba con sus compañeros de un día en el campo. La joven encontró la muerte sin saber de dónde le venía, ajena a los acontecimientos que la habían provocado.
Junto a Rusia, otro país comenzaba a hacerse presente en España. Me refiero, naturalmente, a Alemania. No había pasado inadvertido el viaje del general Sanjurjo a Alemania con el pretexto de asistir a la inauguración de los Juegos Olímpicos. Se sabía que había tenido contactos con Hitler y que había visitado la fábrica de armas Krupp. Volvió en el mes de junio acompañado por el coronel Beigbéder, que había sido alto comisario de España en Marruecos y llegó a ser ministro de Asuntos Exteriores en el primer gobierno de Franco. Beigbéder era la persona indicada para realizar el contacto con Hitler, porque conocía el alemán, había sido agregado militar en la Embajada española en Berlín y se había relacionado con los altos círculos del Ejército alemán. Los vínculos entre España y Alemania se incrementaban cada día. Comenzó a funcionar un servicio de vuelos diarios entre Stuttgart y Madrid. Los ferrocarriles alemanes habían abierto una oficina en la calle Alcalá. La agencia oficial de noticias alemanas, Deutsches Nachrichten Bureau, acababa de abrir unas grandes oficinas en uno de los mejores barrios de Madrid. Una asociación llamada Amigos de Alemania traía, clandestinamente, armas a España. Mussolini ayudaba a los fascistas españoles, pero en aquellos momentos estaba claro que Hitler movía sus peones con mucha más eficacia que su aliado italiano.
Mientras tanto, el desasosiego aumentaba. Huelga de camareros, huelga incluso de toreros, capitaneados por Marcial Lalanda, que poco después se pasaría al bando de Franco. Los ascensores dejaron de funcionar en Madrid y hasta los sepultureros se negaban a continuar en sus puestos de trabajo. Desde Almería llegaban noticias de una historia truculenta: unos campesinos habían asesinado a un guardia civil después de una disputa sobre un terreno acotado. La Guardia Civil había reunido todos sus efectivos en aquella zona y se había dirigido hacia el poblado en cuestión, donde había perseguido y dado muerte a dieciséis campesinos. Parece ser que la mayoría murieron en una alcantarilla donde se habían refugiado.
Una organización clandestina llamada Unión Militar, de filiación fascista, había hecho circular una lista negra de veinte nombres a los que consideraba «elementos peligrosos que había que eliminar». El primer nombre de la lista era el de un tal capitán Faraudo. Una tarde, cuando paseaba del brazo de su esposa por la calle Alcántara, Faraudo fue asesinado de seis disparos en el pecho. El asesinato era obra de profesionales, ya que su mujer, que estaba junto a él, resultó ilesa. El capitán Faraudo era el responsable de las Milicias Socialistas.
El segundo hombre de la lista negra de la Unión Militar era el teniente Castillo, que pertenecía a la Guardia de Asalto. Se había casado hacía poco tiempo y unos días antes de la boda su novia recibió un mensaje que decía: «¿Para qué se casa usted con un cadáver?». En la noche del 12 de julio, cuando salía de su casa para incorporarse al servicio, fue ametrallado por unos hombres que le aguardaban en la puerta. Castillo no era, que yo sepa, un elemento extremista o subversivo. Solo se vanagloriaba de ser un buen republicano.
Los compañeros de Castillo recogieron su cuerpo y lo llevaron hasta la comisaría. Poco después se trasladaban al domicilio del líder monárquico José Calvo Sotelo. Eran altas horas de la madrugada. Le despertaron y le pidieron que les acompañara hasta la Jefatura de Policía «para ser interrogado». Decidió acompañar a los guardias a la Jefatura. Poco después, su cadáver era depositado en el cementerio.
La República pagaría muy cara aquella insensata acción criminal. Porque todo lo que había acontecido hasta aquel momento —la quema de iglesias, los enfrentamientos entre la Guardia Civil y los campesinos, incluso los tiroteos de los pistoleros fascistas— no tenía la magnitud de aquel crimen de Estado. Durante los últimos seis meses los fascistas habían buscado desesperadamente una justificación que legitimase el levantamiento ante la opinión pública. Ya la tenían.
Pienso, sin embargo, que la culpa no es solo de los asesinos del teniente Castillo, sino fundamentalmente de todo el gobierno de Casares Quiroga, que no supo, no pudo o no quiso controlar la situación. Siguiendo las pautas del gabinete Azaña, Casares Quiroga se limitaba a no hacer nada. La lista negra de la Unión Militar circulaba por todo Madrid sin que el gobierno se diera por enterado. La prensa madrileña había pasado semanas discutiendo sobre las maniobras subversivas del general Mola en Pamplona sin que el gobierno expresara el más mínimo interés en el asunto. Azaña había marcado la pauta de aquel laissez faire gubernamental cuando, contestando a las preguntas de un periodista, había afirmado: «El fascismo no tiene la menor importancia en España». El gobierno no servía ya para solventar ningún problema de orden público en España, así que los compañeros del teniente Castillo habían decidido tomarse la justicia por su mano. La derecha en España tenía en aquellos momentos dos figuras de personalidad relevante. Gil Robles había sido su dirigente más inteligente, pero no tenía la fuerza o el carisma de Calvo Sotelo, sobre todo en los debates parlamentarios o en los discursos que pronunciaba, que arrastraban a sus oyentes… El asesinato de Calvo Sotelo desencadenaría una serie de acontecimientos que ya no se detendría hasta tres años después.