Hubo tres gobiernos en los últimos tres meses de aquel año de 1935, lo cual constituirá todo un récord, incluso para la República española… Cuando don Manuel Pórtela Valladares formó gobierno el 9 de diciembre de aquel año, era el número once desde 1933, es decir, desde que la derecha llegara al poder: Lerroux había presidido cinco gabinetes, el señor Chapaprieta dos, y el resto los habían presidido Ricardo Samper y Martínez Barrio. En la República de España se cambiaba de gobierno como de chaqueta, y aquella ligereza era, sin duda, causa, o síntoma, de la debilidad de la propia República.
Pero había otras razones para explicar aquel continuo seísmo político que se producía en España. Existe una ley muy antigua en este país según la cual cualquier persona que acepte una cartera ministerial recibirá una pensión anual de diez mil pesetas. Si una persona jura el cargo de ministro pero a las pocos días o a los pocas horas es cesado (lo cual ha sucedido en más de una ocasión), sigue percibiendo esa pensión de por vida. Se comprende entonces que una cartera es un seguro de vida para cualquier político español. Voy a poner un ejemplo para que se comprenda mejor este asunto.
Me tomé el trabajo de contar los ministros pertenecientes al Partido Radical en este bienio de gobierno de la derecha y contabilicé treinta y ocho. Teniendo en cuenta que el número de diputados radicales durante estos dos años ascendía a unos cien, se puede comprobar que el porcentaje es altísimo. Cualquiera de esos cien diputados podía tener justificadas esperanzas de que a él también le tocara la lotería…
Sin embargo, no todo el mundo se apuntaba a esta dinámica. En este sentido, cabe destacar la honradez de los socialistas, quienes —entre 1931 y 1933— mantuvieron a los mismos tres ministros (Prieto, Caballero y De los Ríos) a pesar de los numerosos cambios de gobierno que se produjeron en aquellos dos años… En esto los socialistas fueron inflexibles y no permitieron que otros miembros del partido se beneficiaran de esas pensiones que el Estado español tan dadivosamente concedía.
Particularmente sangrante fue, desde mi punto de vista, la caída del gobierno que presidía Joaquín Chapaprieta. Se debió simplemente a que ni los de la CEDA ni los monárquicos aceptaron el plan de reformas fiscales diseñado por el presidente. Este se proponía introducir algunas reformas en un sistema fiscal en el que solo se pagaban impuestos por unos ingresos superiores a las cien mil pesetas anuales, en el que la imposición por cantidades superiores a esta cifra era únicamente del tres por ciento, y en el que había tal cantidad de excepciones al reglamento que prácticamente nadie en el país pagaba impuestos. España era, en definitiva, un paraíso fiscal para la gente rica, un país —como alguien había dicho de Grecia— muy pobre pero lleno de ricos. No había más que asomarse a la Gran Vía madrileña cualquier noche y contemplar las grandes filas de cochazos y limusinas detenidos ante los bares de cócteles y los clubes nocturnos. Aquel era el país que el señor Chapaprieta pretendía comenzar a cambiar con su timidísima reforma fiscal, y por eso producía vergüenza ajena contemplar cómo aquel hombre era expulsado del gobierno.
Su sucesor, como ya he señalado antes, fue Francisco Pórtela Valladares, de cabello blanco y maneras elegantes, conocido como El Consorte porque estaba casado con una mujer que ostentaba el título de condesa. Pórtela era una persona mayor, de más de setenta años, cuya actividad política se había iniciado a principios de siglo en Barcelona, donde había sido gobernador civil. Parece ser que Pórtela había convencido al presidente Alcalá Zamora para formar un partido de centro, que él mismo presidiría, y poder así concurrir a las elecciones. Pórtela pertenecía al Partido Radical, pero siempre había actuado con cierta independencia. Con su partido de centro pretendía actuar de bisagra entre la izquierda y la derecha en las Cortes españolas. Los de la CEDA, naturalmente, no vieron con buenos ojos la iniciativa de Pórtela, pensando, con razón, que aquel partido de centro no haría sino quitarles votos a ellos. Para mayor escarnio, el gobierno de Pórtela no incluía a ningún miembro de la CEDA. El presidente se enfrentaba a una moción de censura que el propio Gil Robles presentaría en las Cortes cuando estas abrieran de nuevo sus puertas tras la pausa navideña. La disolución de la Cámara fue la única salida posible a aquella crisis política, y el país, en el nuevo año de 1936, se enfrentaba a unas elecciones que serían decisivas. La temperatura política subía a medida que se acercaba el mes de febrero, fecha en la que debían celebrarse.
El último día del año 1935 quedaba formado el Frente Popular, integrado por todos los partidos republicanos (excepto los radicales), los socialistas y los comunistas. En los partidos de derechas la división era patente. La extrema derecha quería aislar al partido de Gil Robles por el escaso éxito de su gestión en el poder y propugnaba la abstención. A solo diez días de las elecciones legislativas quedó formado el Frente Nacional, integrado por la CEDA y los partidos monárquicos. Esto situaba a la derecha en una cierta desventaja respecto a la izquierda, que había iniciado su campaña electoral varias semanas antes. Pero, y para compensar, el Frente Nacional disponía de abundantes fondos para su campaña electoral y se permitía el lujo, desconocido en los partidos de izquierda, de contratar un personal que la llevara a cabo. Desde luego, el despliegue de carteles y panfletos que realizaron en las calles de Madrid fue comparable al de las elecciones de 1933. Pero algo había cambiado respecto a las últimas. La derecha, al menos en parte, parecía haber perdido la confianza en sí misma. Un día, paseando por la calle de Alcalá, se me acercó un joven que me entregó un panfleto con la hoz y el martillo estampado en la portada. Al abrirlo me di cuenta de que se trataba, en realidad, de propaganda católica. Aquella manera de camuflar el producto que vendían me hizo pensar que la derecha no las tenía todas consigo.
En aquellos días, ninguno de nosotros éramos conscientes de la importancia trascendental de esas elecciones ni suponíamos que el mundo entero estaría pendiente de ellas y que constituirían motivo de discusión durante meses o incluso años. En la víspera de las elecciones me di una vuelta por un distrito de clase obrera, Cuatro Caminos. No pude ver un solo cartel del Frente Nacional. No es que la izquierda los hubiera arrancado de las fachadas, sino que la derecha no se había atrevido a pisar ese barrio para colocar su propaganda electoral, prueba de que la temperatura política del país había subido muchos grados en los últimos días.
Quintanilla me había dicho una noche mientras cenábamos juntos: «La victoria del Frente Popular será aplastante». Se estaba recuperando de los ocho meses que había pasado en la cárcel, pero mientras tanto había tenido un pequeño incidente. Un día, cuando se encontraba en el café Negresco tomándose una cerveza, se le acercó un joven y le entregó, de manera algo violenta, un panfleto de propaganda fascista. Ni corto ni perezoso, Luis cogió la botella de cerveza que tenía a mano y se la partió en la cabeza. Al infortunado joven hubo que darle varios puntos antes de que pudiera regresar a su casa. Ahora Quintanilla temía la venganza de los falangistas y había decidido tomar sus medidas de precaución. Una mañana, cuando le visité en el parque del Oeste, donde estaba realizando un gigantesco mural en honor de Pablo Iglesias, me di cuenta de que, entre los pinceles, escondía un revólver del calibre cuarenta y cinco.
Quintanilla no se equivocó en sus predicciones electorales. Yo contaba con que una mayoría del país apoyaría al Frente Popular, pero no subestimaba los obstáculos que la derecha pondría a un hipotético triunfo de la izquierda. El partido de Pórtela Valladares, que en teoría ocupaba el espacio del centro entre los dos grandes frentes de izquierda y derecha, en la práctica podía ayudar a Gil Robles colocando algunos de sus hombres en sus listas. Conocía también la línea directa que había entre el despacho de Gil Robles y la Jefatura de Policía, de manera que este podía ejercer un control directo sobre las fuerzas de seguridad del país. La derecha, desde luego, no se recataba en usar cualquier método para conseguir votos. En una compañía de seguros habían colocado ostentosamente en el vestíbulo un retrato del rey Alfonso XIII para que sirviera de constante recordatorio a los empleados que iban a votar en las próximas elecciones. En algunas oficinas concedían el día entero a aquellos empleados que se sabía votarían a la derecha. Conocía a un señor, dueño de varios edificios de apartamentos en Madrid, que llevaba a los porteros de estos edificios a votar en coche, asegurándose, naturalmente, de que a la hora de votar cogían una papeleta de derechas. También había muchas amas de casa que «acompañaban» a sus criados a los colegios electorales para «enseñarles» cómo se votaba.
En los colegios electorales, era muy diferente ser interventor de izquierdas que de derechas. Los de derechas recibían un sueldo de quince pesetas, además de las comidas y un cigarro puro. La única recompensa que recibía un interventor de izquierdas era que, si su jefe se enteraba, le ponía en la lista negra de sus empleados. La diferencia económica entre las dos coaliciones era, como ya he señalado, abismal. En el Frente Popular solo el Partido Socialista disponía de recursos para aquellas elecciones, al tener acceso a las arcas de los sindicatos. Posiblemente también el Partido Comunista dispusiera de recursos ofrecidos por el Komintern, pero en todo caso serían muy limitados. La maquinaria electoral de la derecha exhibía en cambio un gigantesco retrato de Gil Robles colocado en un edificio de siete plantas de la Puerta del Sol.
La derecha ejercía todo tipo de presiones ideológicas sobre los electores. La única presión que la izquierda ejerció sobre el votante había sido organizar pequeñas manifestaciones callejeras en ciertos barrios con la esperanza de que las mujeres de aquellas zonas no salieran a la calle a depositar su voto. Pero esto había ocurrido solo en casos muy contados, porque en el día de las elecciones la policía había desplegado sus efectivos por las calles de las grandes ciudades españolas, y el número de incidentes durante la jornada electoral fue relativamente escaso. En total, se contabilizaron tres muertos y diecisiete heridos, lo cual habría constituido un verdadero descalabro en Inglaterra, pero que aquí, en España, y sobre todo teniendo en cuenta el grado de apasionamiento con que se seguían aquellas elecciones, se consideraba una cifra muy aceptable.
La ronda de colegios electorales que yo hice durante la jornada de votación me confirma la impresión de que, en general, las elecciones se desarrollaron con toda normalidad. Al contrario, lo que hay que destacar es la paciencia de los electores, que en muchos casos guardaban cola durante horas sin que se apreciaran defecciones en las largas filas. Estas colas se ocasionaban cuando había algún interventor quisquilloso que se obstinaba en comprobar minuciosamente la identidad de cada uno de los votantes. Presidiendo una de estas mesas pude ver la figura del duque de Alba, uno de los pocos aristócratas españoles que cumplían con sus obligaciones cívicas.
El Frente Popular consiguió una ventaja importante en la primera vuelta, que incrementó en la segunda. En el Frente Nacional, la CEDA mantuvo las posiciones que ya tenía en las últimas elecciones, mientras que los radicales de Lerroux prácticamente desaparecían como partido político. Los republicanos de Azaña consiguieron setenta y cinco escaños, que sin duda supuso una agradable sorpresa para don Manuel, aunque me imagino que muchos de aquellos escaños fueron un regalo de socialistas o comunistas.
Las cifras escuetas señalan que la derecha (Frente Nacional) y la izquierda (Frente Popular) se repartieron los casi nueve millones de votos depositados, pero el Frente Popular consiguió mayor número de escaños, al existir mayor cohesión entre los partidos que lo componían. Ya sé que los periodistas no debemos expresar nuestras opiniones personales, pero yo mantengo lo que he dicho anteriormente: si estas elecciones se hubieran celebrado en Inglaterra, por ejemplo, el triunfo del Frente Popular habría sido verdaderamente aplastante, por la sencilla razón de que en mi país la derecha no ejerce tanta presión social sobre el elector.
Por otra parte, es justo señalar que uno de los factores que jugó un papel más importante en la victoria del Frente Popular fue la decisión de muchos anarquistas de concurrir a las urnas. La República estaba amenazada de muerte, y muchos fueron los que, aun luchando contra sus principios, acudieron a votar. Otro factor que influyó decisivamente en el triunfo del Frente Popular fue el voto del desempleo. La huelga general de 1934 había provocado despidos salvajes en algunas empresas. Un banco llegó a despedir a cuarenta empleados. Conocí a un trabajador ferroviario de la estación del Norte al que se le ocurrió hablar bien de los mineros asturianos. Fue arrestado y poco después puesto en libertad sin cargos. Pero al acudir a su puesto de trabajo se le comunicó que había perdido empleo y sueldo. El periódico ABC despidió durante aquel mes de octubre a trescientos empleados. En la situación en la que se encontraba el país entonces, era difícil que aquellos hombres encontraran un nuevo puesto de trabajo. La derecha podría haberse mostrado más tolerante, sobre todo de cara a las elecciones. Porque no era difícil imaginarse a quién votaría aquella multitud de parados que había en toda España.
Los resultados electorales son bien conocidos: los republicanos moderados (Azaña y Martínez Barrio) consiguieron ciento sesenta y dos diputados; los socialistas, noventa y cuatro y los comunistas, diecinueve. El Frente Nacional (CEDA, monárquicos, tradicionalistas, agrarios), ciento cuarenta y cuatro, y los partidos de centro de Pórtela y Lerroux, cincuenta y ocho.