El año 1935 fue un período de convalecencia política para España. Cincuenta mil de los sesenta mil presos políticos salieron de las cárceles españolas. Ninguna de las figuras más destacadas de la revolución de Asturias fue ejecutada, pero sí algunos hombres que no habían jugado un papel tan relevante en la revolución, entre ellos el sargento Vázquez. Resulta que Vázquez estaba destinado a la guarnición de Oviedo cuando estalló la revolución y decidió desertar para ayudar a los mineros asturianos, que por cierto andaban bastante escasos de estrategia militar, tal como se comprobaría unos días más tarde. Cuando se capturó a Vázquez, el Ejército se negó en redondo a concederle el indulto.
El socialista González Peña recibió una sentencia de treinta años después de que la pena de muerte le fuera conmutada, lo mismo que Lluís Companys y los miembros de su gabinete de la Generalitat. La sentencia más extraordinaria fue sin duda la que recibió Largo Caballero, que fue… ¡liberado por falta de pruebas! O sea, que después de haber interrogado a los sesenta mil presos políticos que estaban en prisión no se había encontrado prueba alguna contra Caballero… Lo cual demuestra muchas cosas, entre otras, que aquella huelga general revolucionaria —y no era lo único en España— se había planeado y organizado sin documento escrito alguno. Me imagino que Caballero daría instrucciones verbales a Araquistáin, y este transmitiría la información a los diferentes mandos y representantes sindicales. Caballero me contaba que, durante los días que duró la huelga, burlaba la vigilancia policial que había ante su domicilio vistiéndose con la ropa y la gorra de su chófer. En cualquier caso, fue arrestado en su domicilio el 14 de octubre y pasó varios días en comisaría prestando declaración sin que pudiera imputársele participación alguna en los sucesos que estaban ocurriendo en toda España. Hay que tener en cuenta que si aquella huelga revolucionaria hubiera triunfado, es más que probable que Caballero habría presidido un gobierno en el que habrían figurado republicanos de izquierda y socialistas como Araquistáin y Álvarez del Vayo.
Nunca he logrado averiguar cuáles fueron los entresijos de aquella huelga revolucionaria de 1934. Me consta, por ejemplo, que Lluís Vallesca, hombre de confianza de Companys, estuvo en Madrid aquel verano para negociar con Caballero un acuerdo entre socialistas y nacionalistas catalanes en la eventualidad de que la CEDA entrara en el gobierno de Lerroux. Pero está claro que no hubo coordinación alguna entre los socialistas de Madrid y el gobierno de Cataluña en lo que se refiere al momento escogido para iniciar la revuelta, ni menos aún en los objetivos a conseguir. Cuando estalló la rebelión catalana, Azaña se encontraba en Barcelona por casualidad, asistiendo al entierro de un amigo, y fue encarcelado por Lerroux durante unos meses. Recibió un trato muy duro, sobre todo teniendo en cuenta que aquel hombre había sido presidente de la República. Al salir de la cárcel, publicó un libro donde se hablaba mucho de sus sufrimientos en la prisión y muy poco de los del pueblo español en aquella rebelión de octubre.
La prensa de derechas se ensañó con Indalecio Prieto, acusado de huir hacia Francia en cuanto sonaron los primeros disparos en Madrid. Decía aquella prensa, con evidente regocijo, que aquel «toro» habría que lidiarlo en alguna plaza del sur de Francia. De hecho, Prieto permaneció algunos días oculto en Madrid y después fue conducido a la frontera por su amigo Hidalgo de Cisneros, que tenía pasaporte diplomático. Parece ser que cruzó la frontera en el maletero del coche de Cisneros, que los oficiales de aduana afortunadamente no revisaron. De todos modos, las huidas a Francia de Prieto eran ya proverbiales. En 1917 había sido el único líder socialista que consiguió salir de España después de la huelga del mes de agosto. En 1930, tras el pronunciamiento de Jaca, salió del país vestido de fraile benedictino. Cuenta la leyenda que el oficial de aduanas que revisaba los papeles de aquel fraile le pisó, sin querer, la sandalia y su pie desnudo, y el fraile soltó tal torrente de insultos e imprecaciones que dejaron boquiabierto al oficial ante aquel religioso tan malhablado.
¿Qué puedo decir de Indalecio Prieto que no se haya dicho ya? Prieto es la figura de más peso —en todos los sentidos de la palabra— del ala derecha del Partido Socialista. Si Besteiro vive el socialismo desde las nubes de su educación y principios liberales, Prieto se apoya pragmático con los dos pies en la tierra. Además, Prieto es —rara avis en España— un hombre que se ha hecho a sí mismo, un hombre que ha adquirido el diario El Liberal de Bilbao, el mismo que solía vender en las calles cuando era niño. El Liberal, por cierto, continuaba siendo «liberal», aunque simpatizara a menudo con las ideas de los socialistas. Prieto tenía importantes contactos con los grandes industriales vascos y, a través de ellos, con los partidos nacionalistas. Tanto Prieto como Besteiro constituían, por tanto, esa cabeza de puente tendida entre liberales y socialistas sobre la que se asentaba la filosofía misma de la República española.
Prieto se había opuesto siempre a cualquier acción violenta, pero en aquel verano de 1934 se había involucrado personalmente en la formación de las milicias socialistas, aquellos jóvenes que llevaban camisas rojas y que se habían constituido en francotiradores al iniciarse la huelga revolucionaria del mes de octubre. Durante quince días oímos desde las azoteas sus esporádicos disparos, que habían quitado la vida a algunos madrileños y el sueño a todos.
También debo decir que Prieto era amigo de grandes proyectos, como el que realizó en Madrid cuando fue ministro de Obras Públicas, entre 1931 y 1932. Se trataba del llamado «Túnel de la Risa» que atravesaba la ciudad de Madrid por el subsuelo, uniendo la estación de Atocha, en el sur de la ciudad, con los suburbios de Chamartín en el Norte, donde pensaba construir una nueva estación. Prieto se proponía acabar la línea directa Burgos-Madrid y enlazarla con aquel «Túnel de la Risa», de forma que los pasajeros que vinieran del norte de España pudieran continuar viaje hacia Algeciras sin bajarse del tren. Se trataba de reducir el viaje entre París y los ferrys que llevaban al norte de África en muchas horas.
Para mí, como para tantos otros, constituía uno de los esfuerzos más serios que se habían proyectado para modernizar las comunicaciones en España. Por eso resultaba casi divertido leer los comentarios de la prensa de derechas —Informaciones, ABC, El Debate— en contra de ese «Túnel de la Risa», cuando insistían en que todo era una maniobra de Francia para transportar sus tropas lo más rápidamente posible al norte de África en caso de una guerra colonial. La prensa de derechas era en aquellos días decididamente ger-manófila, y pensaba que aquellos proyectos de Prieto y sus «amigos» franceses nos arrastrarían, tarde o temprano, a un conflicto con Alemania.
Algo de verdad había en todo esto. Francia llevaba tiempo proyectando una línea de ferrocarril transahariana que habría de acabar uniendo todos los países del norte de África y que se comunicaría con Europa a través de un túnel subterráneo bajo el estrecho de Gibraltar. El proyecto de Indalecio Prieto enlazaría, por tanto, con el proyecto francés. Lo que ocurría es que yo no conseguía ver qué consecuencias negativas podía tener el llevar la civilización y la tecnología europeas al norte de Africa. ¿No había llegado el momento de que las grandes potencias se unieran y realizaran estos proyectos en lugar de rivalizar y pelearse? ¿Cuál era la misión de las potencias coloniales, llevar la prosperidad a sus súbditos o el hambre, la miseria y la destrucción?
En cualquier caso, parecía increíble que la derecha española se opusiera a aquel proyecto de Indalecio Prieto, de vital importancia para incrementar el comercio y el turismo en España. Pero no hubo manera, y aquel proyecto nunca se llegó a completar. En lo que se refiere a los madrileños, el «Túnel de la Risa» habría transportado a los viajeros desde el corazón mismo de la ciudad hasta la cercana sierra del Guadarrama, permitiendo el acceso directo y rápido a uno de los lugares más hermosos del centro de la Península.
El primero en lamentar que no existieran rápidas comunicaciones entre Madrid y el sur de España era yo mismo. Mi amigo Jay Alien se había cansado de ser periodista en Madrid y había alquilado un chalé en Torremolinos, un pequeño pueblo al otro lado de la bahía de Málaga. Yo hice frecuentes viajes para visitarle en aquel año de 1934, y a lo largo de 1935, que fue un año sin grandes noticias políticas en lo que a España se refiere. En una ocasión pregunté por qué un expreso como el Madrid-Algeciras realizaba tantas paradas en su recorrido —contabilicé hasta nueve paradas en un trayecto de cincuenta kilómetros— y me dijeron que era cosa de los caciques andaluces, que presionaban a Renfe para que el tren se detuviera en los pueblos que ellos indicaran.
De todos modos, me encantaba despertarme en algún lugar de Andalucía, después de dejar atrás Córdoba, y contemplar, con el fresco aire de la mañana, a algún muchacho a lomos de un burro cantando alguna canción del Sur, tan parecidas, por sus tonos nasales, a las que había oído en el norte de África… Después, al entrar en las cantinas de las pequeñas estaciones, me enfrentaba con la dura realidad: niños sucios rodeados de moscas que corrían hacia mí pidiéndome comida y dinero. Recuerdo especialmente la estación de Boadilla, donde el expreso se dividía —unos vagones iban para Algeciras y los otros para Málaga—, llena de perros esqueléticos husmeándolo todo en busca de comida y cruzando una y otra vez las vías del tren sin poner atención en las maniobras de las máquinas, enganchando y desenganchando vagones. El hambre en Andalucía no se ocultaba, sino que afloraba a la superficie. Desde Boadilla descendíamos hacia Málaga pasando por los grandes embalses construidos por Primo de Rivera para llevar el agua a las tierras de Málaga. Y al llegar a Málaga, recuerdo que solía ir a una farmacia de la calle Larios, donde me atendía una joven andaluza, rubia por más señas, y allí estaba yo, pidiéndole cualquier cosa solo por ver su cara y oír su delicioso acento…
Mi primera visita a Gibraltar la hice desde Málaga con Jay Alien. Recuerdo todavía la impresión que me causó aquella colonia inglesa en el corazón de Andalucía, con los bobbies y sus famosos cascos, como si estuviéramos en el centro de Londres. El día que Jay y yo visitamos Gibraltar coincidió con la llegada de dos batallones de los Highlanders, unos procedentes de Palestina y los otros de Jamaica, y para celebrar aquel encuentro realizaron un gran desfile militar por el centro de la población. Las líneas de comunicación del Imperio se cruzaban en aquel peñón, y aquel espectáculo que se desarrollaba ante nuestros ojos, tan vistoso y tan marcial, daba fe de que el Imperio todavía existía, pero no de hasta cuándo seguiría existiendo. Por lo demás, Gibraltar es totalmente británico —con sus salones de té y sus tabernas— y nada tiene de español. Jay quiso saber dónde se dirigiría la tropa que aquella noche tenía permiso en Gibraltar, y le dijeron que tenían autorización para visitar la vecina población de La Línea. Jay, que nunca se quedaba callado, quiso saber si al volver de La Línea se realizaba algún control médico en Gibraltar, antes de que los soldados embarcaran de nuevo. Como buen americano, Jay se preocupaba mucho por las cuestiones sanitarias y decía que en el Ejército americano la sanidad se situaba siempre en primer lugar.
En los días de aquella Semana Santa también estuvimos en Málaga con mi amiga Lisa, una joven austríaca que había conocido en esa ciudad. Recuerdo presenciar con ella las procesiones religiosas y observar el entusiasmo y la devoción que despertaba el paso de las imágenes religiosas por el centro de la ciudad. Recuerdo también que, a medida que uno se iba alejando del centro y se internaba en los barrios más pobres, la devoción de la gente no parecía tan grande y las personas no se arrodillaban al paso de las imágenes.
Mientras tanto, en Madrid se produjeron varias «tormentas en un vaso de agua» (o en una taza de té, como decimos nosotros). En el mes de abril, el presidente de la República dijo aquello de que «no toleraría en España una República del Vaticano». Estas palabras en boca de Alcalá Zamora eran, cuando menos, sorprendentes.
La CEDA pretendió indignarse y sacó a sus ministros del gobierno… ¡pero solo fue para volver reforzada después de un mes de negociaciones! El nuevo gobierno tenía nada menos que cinco ministros de la CEDA, entre ellos el propio Gil Robles, que se hizo cargo del Ministerio de la Guerra. En cambio, uno de los perdedores de aquella crisis fue Jiménez Fernández, que se definía a sí mismo como «cristiano-socialista» y pretendía lanzar una reforma agraria en Extremadura y otras regiones del Sur. Los monárquicos habían denunciado a Jiménez Fernández en las Cortes, tachándole de «rojo». Así que Robles decidió prescindir de él, a pesar de ser el único ministro de la CEDA respetado por los partidos de la oposición.
En el mes de agosto, Robles creó otro pequeño revuelo al mandar tropas al estrecho de Gibraltar. En aquellos días el Parlamento británico debatía las sanciones que habrían de imponerse a Italia por la invasión de Etiopía, y se había hablado de la posibilidad de cerrar el estrecho —o al menos ejercer un control estricto de los barcos que lo cruzaran— para impedir el aprovisionamiento de las tropas italianas. Ni corto ni perezoso, Robles envió tres batallones de infantería que se desplazaron desde Málaga a Algeciras, y un regimiento de caballería desde Sevilla a Algeciras. Se trataba, naturalmente, de dar un toque de atención al gobierno de su majestad, y la prensa afín al gobierno lo subrayó indicando que «Gran Bretaña no puede tomar ninguna decisión con respecto al estrecho sin consultarla antes con el gobierno español».
En aquellos días del mes de agosto, el propio Robles se encontraba de vacaciones en San Sebastián, y al ser interrogado por los periodistas dijo que se trataba simplemente de unas «maniobras» y que, como ministro de la Guerra, estaba «reorganizando los emplazamientos del Ejército en el sur de España». Con aquella evasiva pretendía restarle importancia a los hechos. A mí se me ocurren dos comentarios al respecto. El primero, que Robles actuó a la ligera, porque las decisiones políticas y, sobre todo militares, no pueden basarse en simples «rumores». La segunda, que si Robles actuó como lo hizo fue por presiones del Vaticano, que defendía unos intereses de Italia aparentemente amenazados. O quizá las presiones para que Robles actuara de aquella manera vinieran directamente de Alemania, a través de los generales españoles —Goded o Franco— que le eran afines.
A pesar de este pequeño incidente, puedo asegurar que las relaciones entre la derecha española y el gobierno inglés eran entonces excelentes. Mis contactos en la Embajada británica me aseguraban que «un gobierno fuerte de derechas en España era la mejor garantía contra los bolcheviques», y cuando yo les preguntaba qué ocurriría si esa derecha se aliaba con Alemania e Italia, me contestaban que los «intereses económicos y comerciales de España la obligarían siempre a alinearse con las grandes potencias».
De todos modos, aquel estira y afloja continuaba entre bastidores. Parece ser que Anthony Edén había pedido al ministro de Asuntos Exteriores portugués, el doctor Montheiro, que intercediera en Madrid a favor de las sanciones de Gran Bretaña contra el gobierno italiano. El día en que Montheiro llegó a Madrid, El Debate atacaba en un editorial a la prensa portuguesa por sugerir que «España y Portugal debían realizar una política exterior común», lo cual era una manera de indicar que debían alinearse con las grandes potencias. El Debate reclamaba la «independencia» de España en su política exterior, deseo muy laudable pero ciertamente difícil en aquella coyuntura. En el banquete oficial que el gobierno ofreció aquella noche al ministro Monteiro había cinco sillas vacías, las de los cinco ministros de la CEDA.
Visité varias veces la Cárcel Modelo de Madrid, donde no había estado desde el año 1932, cuando le hice una entrevista a Ramiro de Maeztu, arrestado poco después del levantamiento de Sanjurjo. Maeztu era una persona encantadora, casado con una inglesa, con el único defecto de que se dejaba llevar por una causa que defendía con excesivo ardor. En su juventud había simpatizado con el anarquismo, y ahora, con el mismo entusiasmo suicida, defendía el catolicismo ultramontano.
Pero, en fin, en 1935 Maeztu ya no estaba en la cárcel y en su lugar se hallaban sus adversarios políticos. Al primero que divisé detrás de las rejas fue a Francisco Largo Caballero, a quien pregunté cómo le trataban en prisión: «No tengo nada que decir a la prensa», fue su lacónica respuesta… ¡La mejor entrevista de mi vida! En realidad, yo iba a ver a mi amigo Luis Quintanilla, que había sido arrestado porque en su domicilio encontraron a un líder socialista revolucionario que la policía andaba buscando. Quintanilla empleó su natural simpatía para congraciarse con el director de la cárcel, que le había permitido instalar su estudio en el interior de la celda que ocupaba, y así pasaba las horas pintando. Alguna influencia en la cárcel debía de tener porque, cuando le pasé la botella de whisky que había llevado para él, nadie nos dijo nada.
Detrás de las rejas, junto a Quintanilla, estaba Ogier Preteceille, uno de los editores de El Socialista, que además era corresponsal en Madrid de un periódico londinense. Preteceille me contó que, cuando le arrestaron, los guardias de asalto le habían aporreado diciendo: «Esto es para que aprendáis a no meteros en los asuntos de España». La prensa extranjera había resultado bastante malparada en ese bienio de gobierno de la derecha. Dos periodistas extranjeras, Ilse Wolff y Simone Tery, habían sido expulsadas del país. Reginald Calvert, de Reuters, fue encarcelado… Tampoco los intelectuales habían salido mejor parados. Allí, detrás de las rejas, estaba el estudioso portugués Ramos Oliveira, que se convertiría más adelante en un excelente agregado de prensa de la Embajada española en Londres.
¡Qué excelente novela hubiera podido escribir un novelista sobre las tres mil almas que en aquellos días albergaba la Cárcel Modelo de Madrid y que iban desde el idealista y soñador hasta el agitador político, desde el carterista hasta el asesino, desde el estraperlista hasta un grupo de jóvenes que acababa de ser arrestado en un local de la calle Jardines por mostrar una decidida preferencia por otros jóvenes de su mismo sexo! Largo Caballero se pasó doce meses en la cárcel antes de ser liberado sin juicio. Unas semanas antes de su liberación se le había permitido abandonar la cárcel para asistir al funeral de su mujer. El funeral se convirtió en un mitin político, y cerca de veinte mil personas habían acompañado a Caballero hasta el cementerio. Allí, junto a la tumba de su mujer, vi a varios jóvenes levantando el puño en alto. Era la primera vez que contemplaba el saludo marxista.
Quizá se hubiera usado antes en España, pero yo no lo observé hasta esa tarde del mes de septiembre de 1935 en el cementerio de Madrid. Unos minutos más tarde, el saludo se convertía en amenaza, cuando la multitud levantaba el puño frente al domicilio del presidente Alcalá Zamora. Y lo curioso es que uno de sus hijos, Luis, iba con nosotros en la manifestación. Este joven había sido procesado por ciertos comentarios que hizo a un oficial durante la revolución de Octubre cuando estaba en el Ejército. Parece ser que había devuelto la paga recibida como soldado durante el mes de la revolución al ministro de la Guerra, y todo ello había causado un cierto revuelo en círculos militares. Aquel desfile funerario era en realidad una muestra de solidaridad para con las víctimas de aquel sangriento octubre.
A todo esto estalló en España el famoso escándalo del «estraperlo», vocablo formado por la unión de los apellidos —Strauss y Perlowitz— de dos aventureros que habían venido a España a buscar fortuna. Strauss había inventado una nueva ruleta que en lugar de treinta y seis tenía solo doce números, para, con esta reducción, favorecer no solo la fortuna, sino también la destreza de cada jugador al arrojar los dados. Sea como fuere, los dos casinos que utilizaron este tipo de ruleta —San Sebastián y Mallorca— tuvieron que cerrar precipitadamente acusados de ganancias ilícitas. El escándalo adquirió dimensiones políticas al verse implicado Aurelio Lerroux, hijo de don Alejandro. Hacía pocos meses que la derecha había llegado al poder en la República y ya el fantasma de la corrupción planeaba sobre ella. Lerroux hubo de abandonar precipitadamente el gobierno, pero el escándalo había dañado ya no solo a los radicales, sino a toda la derecha, o quizá, para ser más exactos, a la clase media, una clase que ofrecía su imagen más frívola justamente en aquellos meses tan dramáticos que estaba viviendo el país.
¡Mientras las huelgas revolucionarias convulsionaban al país, las clases más adineradas se divertían inventando nuevos juegos de ruleta!
El escándalo del estraperlo, que tuvo una enorme repercusión en la opinión pública, había perjudicado a la imagen de la derecha, pero, en cambio, había fortalecido a la República. Quiero decir con esto que, en aquellos momentos, un sentimiento prevalecía sobre los demás en España, un sentimiento de apoyo total e incondicional a la República democrática. Nunca quedó esto tan patente como en aquella mañana gris del mes de noviembre de 1935, cuando asistí a un mitin que daba el republicano Manuel Azaña.
Pocos políticos han conseguido reunir un número tan elevado de personas para escuchar sus palabras. Los asistentes a aquella reunión eran, desde luego, más de doscientos mil, y quizá llegaron a los trescientos mil. Y eso que los organizadores parecían haber hecho lo posible para desanimar al personal. El mitin se celebraba en un lugar extremadamente incómodo, un descampado llamado Campo de Comillas, cerca de Carabanchel, en las afueras de Madrid. La mayoría de los espectadores estaban tan lejos que ni siquiera podían ver al antiguo jefe del gobierno, y los altavoces funcionaban de una forma tan defectuosa que a menudo tampoco podían oírle. Se había hecho poca y mala publicidad del mitin y el gobierno, aunque había dado permiso para su celebración, estaba dispuesto a poner todas las trabas posibles para entorpecerla. La Guardia Civil había colocado controles en las carreteras, que se dedicaban a desviar muchos camiones que acudían desde los pueblos al mitin de Azaña. Y para colmo, a los organizadores se les había ocurrido cobrar la entrada, desde las quince pesetas que costaba la localidad de asiento más cara hasta la peseta y media que costaba la más barata. Ningún partido político había organizado aquella reunión y no existía presión alguna para que la gente acudiera a ella; al contrario, los patronos miraban con evidente desagrado a los obreros que asistieron. ¿Qué razón había, entonces, para que doscientas mil personas se concentraran en aquella mañana fría del mes de noviembre de 1935 en aquel descampado de Carabanchel? ¿Cuántos líderes europeos eran capaces, en ese momento, de convocar a tamaña multitud para que escucharan un simple discurso sin ningún aderezo, sin ningún desfile, espectáculo o parada militar que tanto encandilan a las masas?
Habían llegado desde los rincones más remotos del país, algunos habían viajado cientos de kilómetros en camiones abiertos bajo un cielo inclemente, y cuando el discurso hubo concluido, se subieron de nuevo a los camiones para emprender la misma ruta de regreso por inhóspitos caminos. Yo me senté junto a un amigo mío que había venido desde Egea de los Caballeros, en Aragón. Era el joyero de la localidad, apasionado defensor de las ideas republicanas. Más tarde recibiría una carta escrita en Egea que decía escuetamente: «Emilio murió el 6 de septiembre de 1936 a consecuencia de una enfermedad causada por los continuos desplazamientos a Madrid». Era la fórmula convenida, para evitar la censura, de decir que había sido fusilado. Junto con Emilio, cuarenta campesinos habían viajado aquel día de noviembre de 1935 desde Egea de los Caballeros al mitin de Madrid. Muchos pagarían cara tamaña osadía.
Aquellas doscientas mil personas que aguardaban pacientemente a que Azaña empezara su discurso representaban en realidad a veinte millones de españoles. Eran la presencia visible de una España ansiosa de escuchar de nuevo la voz de la persona que consideraban aún el símbolo de la democracia. Habían visto a Azaña fracasar en una ocasión, pero seguían confiando en él. Lo que aquella multitud esperaba, en aquella fría mañana del mes de noviembre en Carabanchel, es que se produjera un milagro. El milagro de oír que la democracia no había muerto y que, si estaba en peligro, los republicanos se hallaban dispuestos a salvarla. El milagro de oír a Azaña pronunciarse sobre un programa concreto, el compromiso solemne con todos sus electores de realizar todas aquellas reformas que no se habían realizado y que habían paralizado la marcha de la República: tierra para los campesinos que la necesitaban, nacionalización de aquellas empresas privadas que no eran competitivas, expulsión definitiva de la Iglesia católica del gobierno de la República, limpieza total en el Ejército español de aquellos elementos contrarios a la República, liquidación del cuerpo de la Guardia Civil y sustitución por otro cuerpo de policía que aceptara los principios de la República, educación para todos los españoles proporcionada por el Estado.
Para oír estas verdades tan simples se había desplazado aquella multitud desde todos los puntos de la Península. Lo más trágico de España, en los años que yo llevo viviendo en este país, es contemplar el espectáculo de unas multitudes, de unas masas, que buscan, que piden a gritos un líder que les conduzca hacia la plena democracia, esperando, siempre esperando que aparezca, esperando contra toda esperanza… Yo también, sentado entre aquella multitud, esperaba que se produjera el milagro, el milagro de contemplar a Manuel Azaña convertido en líder de masas, el milagro de ver que sus palabras arrastraban a multitudes, el milagro de ver que toda la tinta que llevaba aquel hombre en las venas se convertía por fin en sangre, que su pasión política estallara al fin en un discurso que galvanizara a unas multitudes que habían venido justamente a eso, a ser galvanizadas.
Pero la vida no está hecha de milagros. Azaña comenzó su discurso con voz monocorde hablando de las relaciones internacionales para adentrarse después en temas económicos, haciendo un sutil análisis de la política económica del gobierno, la inflación y la incidencia que todo ello tenía en las reservas de oro del Estado. Excelente discurso, sin duda alguna, para una reunión de economistas o para los postres de algún banquete de altos dirigentes empresariales… En el fondo, Azaña se tenía miedo a sí mismo, tenía miedo del entusiasmo que en aquellos momentos concitaba su persona. Sobre todo tenía miedo de arrastrar a aquellas multitudes tras de sí para luego no tener nada que ofrecerles. El liberalismo decimonónico que predicaba y que tanto impacto tuvo en los primeros días de la República había quedado ya desfasado, hueco de sentido. Lo que aquella gente buscaba era alguien que sacara a la República del atolladero en que se encontraba, que diera el empujón decisivo que el país necesitaba para pasar del siglo XIX al XX. En contra de lo que pensaba el señor Azaña, España, en aquellos momentos, no podía valerse por sí misma. No bastaba con aplicar un estricto programa de libertades públicas para que el país saliera adelante. Azaña, a pesar del respaldo popular que siempre había tenido, no supo crear un partido político en torno a él que fuera capaz de sacar el país de la angustiosa situación en la que se encontraba. Azaña era una persona culta, inteligente, sensible, producto del medio en el que había nacido. A mí no me cabe la menor duda de que este hombre en Francia o en Inglaterra habría tenido un brillante porvenir político. Pero, en España, sus innegables dotes personales no eran suficientes. Azaña habría tenido que vencerse a sí mismo, es decir, vencer los prejuicios de su propia clase, para convertirse en el líder popular que la gente buscaba en él, capaz de arrastrar al país por el sendero de un concepto nuevo, combativo y progresista.
Así que la gente regresó a sus hogares con las manos vacías. Ya no les quedaba un resquicio de esperanza para creer que las cosas cambiarían, que sus hijos irían a la escuela y que incluso llegarían a ir a la universidad, que habitarían en viviendas dignas y no en las chabolas que ahora ocupaban. Y aquella falta de esperanza en un futuro mejor traería consigo la violencia, disparos contra la Guardia Civil, incendios de iglesias… Y entonces las personas bienpensantes se echarían las manos a la cabeza, algunos oficiales se reunirían en los cuarteles para preguntarse hasta cuándo podían tolerar aquella situación, cómo podían permitir que aquellas hordas de salvajes pisotearan los principios de la civilización y la decencia…
Me marché del mitin de Azaña totalmente deprimido, pensando que este país no tenía solución. Solo me consolaba pensar que no estaba en la piel de Manuel Azaña, de un hombre que había tenido la salvación y la solución de los problemas de España en la punta de los dedos, pero que una vez más había dejado pasar la ocasión.