IX Viaje a ninguna parte

El Sud-Express Madrid-París es uno de los grandes expresos europeos, comparable al Orient Express, que atraviesa toda Europa, o al Train Bleu, que lleva a los parisienses hasta la Riviera. Todo el glamour europeo viaja en estos trenes, que apenas llevan vagones de tercera clase.

En los pasillos de estos trenes uno suele encontrarse con diplomáticos, algún que otro vendedor de automóviles que trabaja a comisión, grandes ejecutivos o empresarios, espías y traficantes de armas, algún trasnochado miembro de la vieja aristocracia e incluso periodistas internacionales, como es el caso de un servidor. Hay que reconocer que desde hace algún tiempo, una parte de la clientela tradicional de estos viejos trenes se está pasando a la aviación, simplemente porque hoy día todo corre prisa y uno ya no puede permitirse el lujo de pasarse varios días atravesando Europa. Pero mientras los vagones-restaurante de estos grandes expresos sigan sirviendo esas opíparas comidas y cenas, me imagino que la afición a ellos no decaerá.

Supongo que el Sud-Express sigue ocupando un lugar de privilegio entre los grandes trenes europeos simplemente porque su destino final es España, y España es —o era, antes de que comenzara la guerra— el país del amor y del romance… Pero en la realidad, poco tenía de «romance» el viaje en el Sud-Express, porque los viajeros, después de doce horas de viaje hasta llegar a la frontera española, debían descender del tren con todo su equipaje para subirse a otro que les conduciría hasta el interior del país. Resulta que a los ingenieros españoles se les ocurrió construir raíles de mayor anchura para hacer más cómodo el viaje para los viajeros, pero también para impedir una posible invasión europea por ferrocarril, supongo que en los tiempos en que los grandes movimientos de tropas se hacían en tren. Hoy en día, lo único que entorpecen esos raíles es la comodidad de los viajeros que van a España.

Pues bien, en la noche del 20 de octubre de 1934 se encontraba este servidor de ustedes en la estación de Príncipe Pío, en el andén del Sud-Express, a punto de partir rumbo a París. Por lo que yo podía observar, no habría más de cinco pasajeros en el tren aquella noche, acompañados, eso sí, por decenas de policías secretas que se paseaban, como estaba haciendo yo mismo, por el andén de la estación. Ya he dicho antes que el general Franco había impuesto una férrea censura a raíz de los sucesos de Asturias. Y no había manera de comunicarse con el mundo exterior ni por telégrafo ni por teléfono. El único modo de transmitir la noticia era llevarla en mano en aquel famoso tren que saldría dentro de pocos minutos.

¿Y cuál era la noticia? La noticia era que España estaba al borde de una dictadura militar. El presidente Alcalá Zamora estaba negociando desesperadamente con el Ejército para evitar el fusilamiento de los presos condenados a muerte tras la revolución de Asturias. Parece ser que insistía en que él era el presidente de la República y que solo a él correspondía dar el «visto bueno» a cada una de las ejecuciones. Naturalmente, Alcalá Zamora también reprochaba al Ejército la durísima represión en Asturias y las masacres indiscriminadas en Oviedo y otras poblaciones a manos de la Legión.

Durante tres semanas, el Ejército había tenido el poder real del país en sus manos y ahora que la revuelta había sido sofocada no estaba dispuesto a soltarlo. Las negociaciones de Alcalá Zamora habían dado pie a toda clase de rumores que circulaban por Madrid en aquellos días: «¿Sabes lo que dijo Goded anoche? ¿Sabéis el paradero del general Franco? ¿Es cierto que Alcalá Zamora ha enviado ya todos sus archivos personales a París?». Etcétera, etcétera. Alcalá Zamora se daba cuenta, demasiado tarde, de que al admitir a miembros de la CEDA en el gobierno había puesto en marcha una serie de acontecimientos y el país se le había ido de las manos…

Yo trataba de enviar la noticia de aquel golpe de Estado que se estaba preparando y por eso me encontraba en la estación del Príncipe Pío, junto a mi colega Jay Alien, del Chicago Daily News. Jay iba con su perro Dollfuss, un pequeño teckel al que llamaba Dollfy, desde que el verdadero Dollfuss fue asesinado. El centinela que guardaba el paso al andén —el Ejército había tomado posiciones en toda la ciudad— nos dijo que hacía falta el pasaporte para acceder al andén. Jay no llevaba su pasaporte así que me tocó ir solo a buscar a alguna persona —viajero o empleado del tren— que llevara nuestras crónicas hasta la frontera de Hendaya, donde serían recogidas por una persona de nuestra confianza para telegrafiarlas de inmediato a París.

Aquello habría sido un juego de niños para Jay Alien, corresponsal internacional acostumbrado a verse en situaciones como esa, pero yo reconozco que me temblaban las piernas cuando subí a un vagón en busca del revisor: «¡Billete, por favor!», me espetó cuando lo encontré. «Verá usted —comencé a decirle—, yo realmente no voy a viajar en este tren…». No pude continuar porque detrás de mí había un guardia civil con su carabina de reglamento que me observaba con curiosidad. Me disculpé y bajé del tren a todo prisa mientras los dientes me comenzaban a castañetear. A todo esto, los mozos comenzaban a cerrar puertas y el tren estaba ya listo para salir. En un último y desesperado intento, me subí a otro vagón en busca de algún alma caritativa que quisiera hacerse cargo de aquellas cuartillas que llevaba en la mano. «¡Mozo!», comencé a gritar a la desesperada, porque el tren se había puesto ya en movimiento. Y efectivamente, vi un mozo a mi espalda que estaba preparando la cama de un general que se hallaba detrás de él, vestido con lo que parecía ser su uniforme de gala. El general me sonreía, pensando quizá que yo debía de ser su compañero de viaje. Se me congeló la mano y las cuartillas que llevaba en ella y, optando de nuevo por la huida, salté del tren cuando ya empezaba a coger velocidad. Regresé al lugar en el que se encontraba mi amigo con el rabo entre las piernas y con las miradas de todos aquellos policías que patrullaban el andén clavadas en mi cogote, o al menos así me lo parecía a mí en aquellos momentos. Al verme llegar cabizbajo, Jay comprendió lo que había pasado y me dijo: «¡No te preocupes… Esto se arregla con una buena cena!».

Y la verdad es que mi amigo tenía razón. Aquella noticia fue, como mi frustrada misión, un viaje a ninguna parte. Y la salvación de la República llegó del lugar más inesperado… Fue el propio José María Gil Robles el que convocó un rueda de prensa donde aseguró con toda firmeza: «En España no habrá dictadura… ¡La CEDA no va a permitir el fin del régimen parlamentario!». Entonces, y solo entonces, apareció de nuevo Alejandro Lerroux (que llevaba varios días sin decir esta boca es mía) y se «ofreció a salvar la democracia y la República»… Aquellos eran demasiados obstáculos para el Ejército, algunos de cuyos sectores no habían visto con buenos ojos la intervención de la Legión y de las tropas regulares moras por primera vez en la Península.

Quizá también influyera en el Ejército el hecho de que el momento de la huelga revolucionaria parecía haber pasado. A pesar de los masivos despidos en algunas empresas, los sindicatos en Madrid habían dado órdenes a sus afiliados de regresar a sus puestos de trabajo. Pero insisto en que la figura clave que solucionó aquella crisis y deshizo el golpe de Estado fue José María Gil Robles. ¿A qué se debió aquel repentino cambio de corazón, aquella emocionada declaración a favor de la República? Me imagino que el Vaticano no fue del todo ajeno a ello… Un Vaticano escarmentado por los sucesos de Austria y la muerte de Dollfuss, un Vaticano tan temeroso de un régimen comunista como de la aparición de un dictador fascista.