Pero el corazón de la revuelta estaba en Asturias. En cuestión de días, casi de horas, los noventa mil mineros de la cuenca asturiana se habían apoderado de Oviedo, habían cortado las comunicaciones con el resto de España, por ferrocarril y carretera, en el puerto de Pajares, para después dirigirse a Gijón, Mieres y Trubia, donde se habían apoderado de una fábrica de armamento. Y así, en poco más de tres días, habían creado un pequeño Estado comunista (comunista-anarquista para ser más exactos) dentro del Estado español.
¿De dónde había salido aquella potente llamarada revolucionaria? Francamente, no lo sé ni creo que ahora mismo lo sepa nadie con certeza. Los mineros asturianos eran, desde luego, los obreros mejor pagados de España, si bien es cierto que trabajaban en unas condiciones deplorables. Un ingeniero de minas inglés, amigo mío, me había dicho: «He inspeccionado minas en todas las partes de Europa, incluso en Rusia, y desde luego nunca había visto condiciones de trabajo más infames que las de los mineros asturianos». La República había hecho mucho por ellos: había rebajado su horario laboral y subido los salarios, y ahora que la República estaba en peligro los mineros se echaban a la calle para defenderla.
Otro de los elementos que pudo jugar un papel decisivo en esta sorprendente revolución fue un periodista amigo mío llamado Javier Bueno. Personalidad brillante, hablaba cinco o seis idiomas y trabajaba en Madrid en un diario vespertino, La Voz. Pocos meses antes de la revolución asturiana, marchó a Oviedo para hacerse cargo de un periódico llamado Avance, publicado por los socialistas para la cuenca minera. Bueno, además de excelente periodista, era un fervoroso partidario de la causa revolucionaria, y es fácil imaginarse el impacto que debió de tener el rotativo, bajo su nueva dirección, en una población minera que no necesitaba sino la chispa que encendiera la llama.
Un tercer elemento que debe tenerse en cuenta era la propaganda comunista que parecía haberse concentrado en esta región de España. Los comunistas, que tenían una incidencia muy pequeña en el resto del Estado español, parecían haber volcado sus recursos y su propaganda en la región asturiana, pensando quizá que los mineros asturianos, más concienciados que los otros obreros del país, acabarían arrastrando a estos a la revolución.
Pero sigo pensando que la primera causa fue la decisiva, es decir, el deseo de defender la República contra viento y marea, la lucha contra unos poderes feudales que pretendían retrasar el reloj de España a la hora que marcaba el 14 de abril. Por esta causa común luchaban ahora los mineros, agrupados desde hacía unos meses en la Alianza de los Trabajadores, que unía a socialistas, comunistas y anarquistas en un solo movimiento. Era la primera vez que la izquierda se unía en España y aquello habría de tener en el futuro importantes consecuencias.
La primera reacción del gobierno Lerroux fue mandar tropas desde León, pero estas unidades fueron fácilmente detenidas por unas cuantas ametralladoras que los mineros habían situado en las alturas de Pajares. Naturalmente, uno piensa que habría sido bastante sencillo coger a los mineros por la retaguardia, pero seguramente ni los soldados ni los oficiales tenían mayor interés en un enfrentamiento armado con sus compatriotas.
Ante aquella difícil situación, el gobierno Lerroux no tuvo otra opción que echar mano de los dos generales más jóvenes y brillantes con los que entonces contaba el Ejército español. Me refiero, naturalmente, a Franco y a Goded, cuyas simpatías por la extrema derecha eran bien conocidas; pero aquello no parecía preocupar a Lerroux. Aunque Franco y Goded fueron nombrados simples «asesores» del ministro de la Guerra, puede decirse que ellos se hicieron cargo del ministerio mientras duró la rebelión, y desde allí implantaron su ley. Lo primero que hicieron fue cortar las comunicaciones telefónicas y telegráficas con el exterior e implantar una rígida censura en todo el país. Lo segundo, negar el permiso a todos los periodistas que pretendíamos desplazarnos a Asturias. Fue mi primer contacto con el general Franco. A continuación, volvieron su atención hacia la situación en Asturias. No tardaron en darse cuenta de que las tropas regulares que había en la Península no tenían la menor intención de presentar batalla a los mineros de Asturias. La solución estaba en Marruecos. A toda prisa, trajeron a la Península los diez mil soldados que componían el famoso Tercio de la Legión. Pero, pensando que esto no bastaría para aplastar la rebelión, trasladaron también algunos regimientos de tropas regulares marroquíes. Y así, mientras el crucero Libertad bombardeaba el puerto de Gijón, legionarios y moros desembarcaban en la costa asturiana.
Era difícil saber exactamente lo que ocurría en Asturias en aquellos primeros días de la revolución. Los periódicos nacionales tardaron en salir a la calle y cuando lo hicieron seguían fuertemente censurados por el gobierno, y así solo conocíamos su versión de los acontecimientos. Por otra parte, la prensa internacional concedía muy poca atención a la revolución asturiana, ocupada como estaba con el asesinato del ministro de Asuntos Exteriores francés, Barthou, que centraba la atención mundial.
Resultaba difícil precisar cómo una huelga general común a toda España había desembocado en una revolución en Asturias. Las primeras noticias que llegaron de allí, en la noche del 4 al 5 de octubre, ofrecían un panorama muy parecido al del resto de España. Enfrentamientos de los mineros con la policía en Gijón, Mieres, Laviana y Campomanes, que en algunos casos obligaron a la policía a retirarse a sus cuarteles. En Mieres, la batalla duró varios días. La primera noticia realmente inquietante que llegó de Asturias fue la emboscada que los mineros asturianos habían tendido a dos camiones repletos de guardias de asalto que se dirigían a Mieres a reforzar la guarnición. Aquello, más que un levantamiento espontáneo, obedecía a una estrategia premeditada. A partir de aquel momento, los acontecimientos comenzaron a precipitarse. Miles de mineros se dirigían a la capital, Oviedo, para capturarla. En su mayoría iban armados con pequeños paquetes de dinamita de la que sobresalía una mecha que encendían con la punta del cigarrillo y lanzaban al aire. Tenían aquellos petardos un aire de fiesta, y parecía poco probable que amedrentaran a una guarnición de mil soldados estacionada en Oviedo. Pero la guarnición permaneció acuartelada y las fuerzas de la policía, que controlaban el centro de la ciudad, se vieron impotentes para resistir el empuje de los mineros. Todavía no se ha determinado el número de mineros que participaron en el asalto a Oviedo, pero en cualquier caso no podían exceder de los cinco mil, ya que el resto estaba desplegado por toda Asturias, defendiendo los pasos de montaña o atacando los puestos de la policía.
Mientras tanto, los mineros habían tomado dos fábricas de armas, una cerca de Oviedo y otra en Trubia, y se habían hecho con unos quince mil fusiles máuser y algunas piezas de artillería, aunque les faltaran municiones.
Pero el problema más serio con el que se enfrentaban los mineros era el vacío de poder que había en su organización. Amador Fernández, líder del Sindicato Minero, se encontraba en Madrid cuando estalló la revuelta. Javier Bueno, el periodista de quien les he hablado, fue encarcelado en los cuarteles del Ejército poco después de estallar la revuelta. El poder, por pura lógica, recaía en el presidente del sindicato, Ramón González Peña, un socialista muy moderado sin ningún ribete revolucionario en su personalidad política. Me imagino el terror de este hombre al comprobar que la propia dinámica de los acontecimientos conducía de una situación de huelga general a una auténtica revolución. Aquella situación excedía por completo la capacidad política de Peña.
Su mayor mérito fue que hizo lo posible por contener a sus hombres. De todas formas, se cometieron excesos, como en cualquier revolución. En Mieres, los mineros mataron a quince ingenieros a quienes acusaban de haber maltratado a miembros de su organización. También asesinaron a varios sacerdotes. La prensa de derechas de Madrid empezó a hacer circular el bulo de que los sacerdotes eran torturados, algunos quemados vivos y otros exhibidos en los escaparates de carnicerías bajo el letrero de «carne de cerdo». Todos estos rumores fueron desmentidos por la comisión que se encargó de investigar los sucesos de Asturias. Uno de los sacerdotes que la prensa daba por muerto escribió una carta al director de ABC diciendo que se encontraba muy bien, gracias. Otra historia de «sacerdote quemado vivo» se quedó en «cuerpo de sacerdote incinerado después de haber sido asesinado». Naturalmente, todo esto no disculpa la violencia revolucionaria de los mineros, que mataron a un total de treinta civiles.
La sucursal del Banco de España en Oviedo cayó en poder de los mineros, que se hicieron con un capital de unos veinte millones de pesetas. Pero no les iba a servir de nada, porque sus compañeros anarquistas, por su cuenta y riesgo, habían abolido la moneda en muchas poblaciones de la cuenca y se dedicaban a hacer grandes hogueras con los billetes de banco. El comité revolucionario de cada pueblo distribuía vales que podían ser intercambiados por cualquier tipo de mercancía en las tiendas. Esto solo ocurría en aquellos pueblos dominados por los anarquistas, que se manifestaban a favor de un «comunismo libertario». En cambio, en los lugares donde prevalecían los socialistas y los comunistas, se mantuvo la libre circulación del dinero.
La lucha por la capital, Oviedo, aún no había terminado. Los mineros penetraron hasta el interior de la ciudad, pero no habían conseguido hacerse con el barrio viejo en torno a la catedral. En la Torre Vieja, la Guardia de Asalto había instalado un nido de ametralladoras que mantenía a raya a los mineros. Estos, en su intento por llegar hasta la Torre Vieja de la catedral, habían incendiado el palacio arzobispal y a continuación habían dinamitado la catedral misma, penetrando por un boquete en la mismísima Cámara Santa.
Mientras proseguía el asedio a la Torre Vieja, el líder sindicalista González Peña, junto con el diputado socialista Teodomiro Menéndez, se dedicaban a salvar incontables vidas de una muerte segura a manos de los mineros. Teodomiro Menéndez era viajante de comercio, y yo le había oído en los pasillos de las Cortes contar con mucha gracia sus aventuras y lances amorosos. Como le ocurría a González Peña, tenía muy poca madera de revolucionario. Ambos fueron relevados de sus puestos y sustituidos por un comité formado por anarquistas y comunistas. El comité tampoco acababa de ponerse de acuerdo. Unos decían que debían proseguir la lucha en Oviedo hasta hacerse con el control de la ciudad. Otros abogaban por desplegar sus fuerzas por las colinas que circundan Oviedo para prevenir un ataque de las tropas que el gobierno enviaba desde Galicia.
En todo caso era ya demasiado tarde. El puerto de Gijón cayó en manos del Tercio el 17 de octubre, después de ser bombardeado. Por otra parte, las fuerzas del General López Ochoa habían pasado desde Galicia a Asturias sin encontrar resistencia. El día 18 había llegado hasta las afueras de Oviedo, donde se encontraban las tropas acuarteladas. Desde allí, López Ochoa reclamó la rendición de los mineros que se encontraran en la ciudad, prometiendo clemencia a todo aquel que depusiera las armas.
La entrada de la Legión y de las tropas marroquíes en la ciudad de Oviedo ha dado mucho que hablar. A pesar de que encontraron muy escasa resistencia, porque la mayoría de los mineros habían depuesto las armas, penetraron a sangre y fuego, como si se tratara de alguna expedición de castigo contra alguna cabila del Atlas. No solo mataban a los que llevaban armas, sino también a los que no las llevaban. El señor Gordon Ordás, miembro de la Comisión Investigadora, hizo una lista de cuarenta y ocho civiles no combatientes muertos. La lista le fue proporcionada por dos periodistas que habían llegado de Madrid, Luis de Sirval y Andrés Barbeito. Cuando los mandos de la Legión se enteraron de que había dos periodistas investigando en la recién conquistada Oviedo mandaron a sus hombres a detenerlos. Barbeito pudo huir a tiempo, pero Sirval fue apresado, encarcelado y posteriormente asesinado por un sargento búlgaro de la Legión.
En la prensa de Madrid se hablaba de «un millar de cadáveres incinerados por la Cruz Roja en Oviedo para evitar infecciones». Naturalmente, las incineraciones no solo se hacían para evitar infecciones, sino también cualquier tipo de investigación sobre las causas de la muerte. Un conocido fotógrafo madrileño logró un documento único sobre la incineración de los cadáveres. El lugar donde se llevaban a cabo las cremaciones era secreto militar, pero él pudo enterarse por medio de las prostitutas de un burdel frecuentado por legionarios, según me contaba luego en Madrid. Así fue como logró las fotografías de montañas de cadáveres que se vertían en un horno incinerador, que circularon por toda España.
El general López Ochoa, desde luego, no hizo honor a la palabra que había dado de clemencia para los mineros que depusieran las armas. En Mieres los legionarios fusilaron a sesenta mineros; en Campomanes, a ciento veinte. La cifra de mineros muertos en Oviedo es todavía una incógnita. Pero en cualquier caso, no resulta aventurado afirmar que el furor revolucionario de los mineros levantados fue un juego de niños comparado con la brutal represión de moros y legionarios.
El gobierno puso al frente de las labores policiales en la recién conquistada ciudad de Oviedo al comandante de la Guardia Civil Lisardo Doval, y a buen seguro que los prisioneros se echarían a temblar al oír su nombre. Alto, distinguido, Doval cuadraba perfectamente en la descripción del «caballero español», aunque sus métodos de trabajo no fueran precisamente «caballerescos». Se había ganado justa fama de duro en la represión de las huelgas y manifestaciones que se produjeron en Barcelona en 1921. Desde entonces había refinado sus métodos de tortura, y en Oviedo se dedicaba a sumergir en baños de agua helada durante horas a sus prisioneros o a quemarles los órganos genitales. Se trataba de conseguir información sobre el dinero que había desaparecido del Banco de España y de los siete mil fusiles sustraídos de la fábrica de armas. Querían también información sobre el lugar donde se escondían González Peña y los otros líderes. Para conseguir aquella información, Doval estaba dispuesto a torturar a sus prisioneros hasta la muerte, si fuera preciso.
La conmoción por la represión en Asturias fue tan grande que desde Gran Bretaña se desplazó una comisión de diputados para investigar el caso. Lerroux los recibió en Madrid muy cortésmente: «¿Quieren ustedes ir a Asturias? ¡Pues no faltaba más! Mi secretario les dará una carta de presentación para el comisario Doval». Y al día siguiente salía la expedición inglesa para Oviedo. Al llegar a la ciudad y entrar en un café, los diputados ingleses fueron recibidos con un gran abucheo. En seguida se presentó el comisario Doval en persona, quien les informó de que, para evitar mayores accidentes, debía acompañarles hasta la frontera. Cuando los periodistas madrileños le preguntaron a Lerroux si los diputados ingleses habían sido expulsados de Oviedo, este, con una sonrisa, les contestó: «¿Expulsados? ¡Pero qué dicen ustedes! Simplemente, el señor Doval, que velaba por su seguridad personal, se ha visto en la obligación de acompañarles a la frontera». Pocas semanas después de este incidente, Doval era trasladado a un nuevo destino y su sucesor, Angel Velarde, ponía en libertad a los más de mil presos que abarrotaban las cárceles.
Curiosamente, mientras escribía este capítulo en Inglaterra, en mayo de 1939, un informante español me comunica que Doval había llegado a Madrid en el mes de abril, poco después de que cayera en manos de Franco, pero que había muerto súbitamente de un disparo en la nuca… Alguien se había tomado la justicia por su mano.
De todas maneras, los sucesos de Asturias quedaron oscurecidos, en lo que a la prensa internacional se refiere, por el asesinato del rey Alejandro de Yugoslavia y del ministro de Asuntos Exteriores francés, Louis Barthou, en las calles de Marsella. Barthou acompañaba al rey Alejandro en su visita oficial a Francia y el asesinato se produjo poco después de su llegada a Marsella. Las consecuencias políticas de ese crimen fueron enormes, sobre todo en lo que se refiere a la figura de Barthou. Había sido uno de los pocos políticos europeos capaces de reaccionar ante la llegada al poder de Hitler y su partido en Alemania. Se oponía frontalmente a la idea de contemporizar con Hitler y no compartía la teoría de que el Ejército prusiano era indispensable como baluarte y defensa de la civilización occidental ante la revolución bolchevique. De hecho, tanto Italia como Alemania habían reconstruido sus ejércitos nacionales gracias a las generosas donaciones de los Aliados… Y ahora Barthou proponía un giro de ciento ochenta grados en la política exterior y ofrecía un pacto de los Aliados con los países del Este y los Balcanes. A ello obedecía, justamente, la invitación al rey Alejandro de visitar Francia y discutir las condiciones y el desarrollo de dicho pacto. Se comprende así toda la magnitud del asesinato de Marsella al situarlo en su contexto político. Las balas de los asesinos acababan de hacer trizas el primer proyecto de defensa de la Europa occidental contra la amenaza fascista.
Curiosamente, la gendarmería francesa, tan celosa de su labor en tantas ocasiones, había dejado al ilustre huésped y a su acompañante prácticamente sin protección aquella mañana en las calles de Marsella.
Por supuesto, antes de que las balas asesinas mataran a Barthou, ya lo habían hecho, verbalmente, los propios políticos franceses e ingleses que se mofaban de los temores del ministro francés: «Barthou está gagá», se comentaba en Londres en aquel verano de 1934. «¡Parece mentira que a sus años se deje influir por esa propaganda roja que no deja de decir pestes de Hitler!». O, tal como dijo un corresponsal cuando Barthou llegó a Londres: «Al dar su bendición en términos absolutamente vagos y platónicos al proyecto de Barthou, Londres no hacía más que darle sepultura».