VII José Antonio

La Semana Santa de 1934 la pasé en Sevilla. Era la primera vez que la República permitía su celebración. Me dispuse así a contemplar mi primera Semana Santa española.

La Virgen de la Macarena bajaba por las estrechas calles de Sevilla, conducida milagrosamente por los costaleros que la enhebraban a través de puertas y arcos como un hilo por la aguja. Delante de ella iba una compañía de soldados romanos que se detenían de cuando en cuando en alguna taberna para echarse un trago. Tomamos unas copas de anís con algunos miembros de aquella guardia pretoriana, y todos parecían de muy buen humor, charlando, riendo y contando chistes, como si en lugar de estar en una procesión religiosa se hubieran disfrazado para el Carnaval de Venecia.

Por fin, la Virgen llegó junto al Ayuntamiento y allí la Niña de la Puebla le dedicó sus mejores saetas. La Niña de la Puebla era ciega, y su aspecto poco agradable, pero en cuanto abría la boca tenía a todo el pueblo andaluz en un puño. Mientras subía y bajaba la voz de la Niña en la noche sevillana, yo me fijaba en otra niña que había junto a mí. Tenía la piel de aceituna, los ojos grandes y negros, los pechos redondos y altos y contemplaba la procesión con toda seriedad…, acompañada de su papá y su mamá. Y yo, mientras la miraba, me preguntaba qué sería de ella en cinco, en diez años, cuando fuera toda una mujer. ¿Sabría cuidar su figura haciendo deporte y ejercicio físico, o se abandonaría a la rutina del hogar y engordaría, como le había ocurrido a su madre? ¿Se interesaría por temas culturales, aprendería idiomas, o se dejaría llevar por la vida cotidiana dedicándose a parir hijos como había hecho su madre? Porque mi admiración, mi adoración por la mujer española chocaba siempre con su espíritu conservador y rutinario, anclado en tradiciones ancestrales. ¿Llegaría el día en que estas mujeres maravillosas dejaran atrás sus viejos prejuicios para integrarse de lleno en la vida moderna? Seguramente, pensaba yo para mis adentros en aquella noche sevillana, pero antes tendría que haber un gran derramamiento de sangre, porque está visto que el mundo no avanza sin revoluciones o guerras que obligan a hacer a la fuerza lo que no se está dispuesto a hacer de buen grado.

De pronto me sentí cansado y deprimido, abrumado por tanta flor, tanto incienso y tanta vela. Mi sangre anglosajona se revolvía contra todo aquello y decidí apartarme de las multitudes e internarme en el silencioso barrio de Santa Cruz, donde la encalada blancura de sus calles y la suave luz de sus faroles me devolvieron la paz.

De vuelta ya en el hotel, me encontré con un grupo de aviadores alemanes que acababan de llegar de Berlín, de donde habían despegado ese mismo día, y se dirigían por la costa africana hacia Sudamérica, adonde llegarían en un par de días… Me los encontré en el bar del hotel, tomando copas y hablando de sus plateados Heinkels, totalmente ajenos a la algarabía religiosa del exterior. La Edad Media y el siglo XX acababan de entrar en colisión en aquella noche sevillana.

A mi regreso a Madrid entablé amistad con la hija de la aristócrata inglesa Margot Asquith. Lady Elizabeth Asquith se había casado con el príncipe rumano Antoine Bibesco, embajador de Rumania en España, y vivían en Madrid desde 1929. Ocupaban, cuando yo los conocí, la magnífica mansión del príncipe Alfonso de Orleans, que se había ausentado de España al «estallar» la República. No solo tomaron la casa del príncipe, sino también todo el personal a su servicio. Me imagino la cara de sorpresa de los viejos criados acostumbrados a tratar con la realeza, al ver a sus nuevos señores tomando el té con Manuel Azaña. A mí me divertía mucho observar el rostro del mayordomo cuando su nuevo patrón le mandaba comprar El Socialista o El Heraldo de Madrid. Tenía poco que ver con el príncipe Antoine, pero me encantaba charlar con su mujer, que coincidía conmigo en la pasión por los acontecimientos que se desarrollaban en España. Ella sentía una enorme admiración por Manuel Azaña, que yo no compartía, pero en cambio concordábamos plenamente en nuestra debilidad por José Antonio Primo de Rivera, el hijo mayor del último dictador.

Y es que en las comidas de la casa de los Bibesco pasábamos revista a todas las personalidades de la clase política española, y entre las personas que nos hallábamos allí reunidas siempre surgía el chispazo de la controversia y la discusión. Nunca como en aquel año de 1934 se había sentido la clase media española tan dividida, tan traída y llevada en direcciones tan opuestas. Azaña y sus amigos se habían situado «extramuros» de la República, pensando que su antiguo aliado Lerroux les había traicionado y conducía a la República hacia su destrucción. Lerroux entendía la República como una monarquía sin rey. Gil Robles y los católicos pretendían crear un Estado corporativo siguiendo el modelo austríaco, una especie de fascismo con ribetes clericales. José Antonio Primo de Rivera acababa de fundar Falange Española, siguiendo las coordenadas de un fascismo más ortodoxo. Onésimo Redondo había creado las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, un fascismo más radical. Añádanse a estos los partidarios de don Alfonso de Borbón, capitaneados por Antonio Goicoechea, y los tradicionalistas, representados por el distinguido conde de Rodezno, y se comprenderá la diversa, y contradictoria, oferta política a la que se veía sometida la clase media española.

Esta desunión de la clase media explica por qué, en ese año de 1934, cuando la derecha tenía el poder, no se produjo un golpe de Estado fascista. También hay que tener en cuenta las diferencias en el panorama internacional. Hitler estaba aún demasiado inmerso en los asuntos de su propio país para embarcarse en una aventura internacional, y Mussolini no se habría atrevido a lanzarse a semejante aventura sin la ayuda de Hitler.

De cualquier manera, el fascismo era ya una realidad patente en la España de 1934, y la verdad es que las dos personas que lo impulsaban no podían haber sido más seductoras y simpáticas: Serrano Suñer y José Antonio Primo de Rivera. Don Ramón Serrano Suñer, cuñado del general Franco, organizaba a un grupo de jóvenes católicos que se encuadraban bajo las siglas JAP, Juventudes de Acción Popular.

El primer mitin público de las JAP fue un auténtico fiasco. Se celebró en San Lorenzo de El Escorial, en la explanada de la lonja del monasterio, bajo una lluvia torrencial. A pesar de la gran cantidad de dinero que se gastó en publicidad y organización, a pesar de los trenes especiales que salieron de Madrid y otros puntos, solo concurrieron a él unas veinte mil personas. El mitin consistió en una misa de campaña y un discurso de Gil Robles. No podía verse ni una sola bandera republicana. Muchos jóvenes llevaban pantalones de color caqui y polainas. Se habían inventado un nuevo saludo militar, que consistía en cruzar el brazo derecho sobre el pecho. Había muchos campesinos pululando por aquel mitin de El Escorial y, cuando les preguntabas qué hacían allí y de dónde habían venido, algunos confesaban, con el mayor candor, que les habían mandado sus amos con todos los gastos pagados. El número de jóvenes que formaban parte de esta organización paramilitar no pasaría de ocho o diez mil, cifra realmente insignificante si se tiene en cuenta que procedían de todo el territorio nacional. No creo que aquello fuera capaz de quitar el sueño a ningún republicano.

Serrano Suñer al menos tenía dinero para su organización, pero José Antonio Primo de Rivera, ni eso. Alto, distinguido, bien hablado, cortés y amable con sus interlocutores, José Antonio era, a sus treinta años, una de las personas más encantadoras del Madrid de aquellos días. Yo me lo encontraba a menudo en los pasillos de las Cortes y estuve en varias ocasiones en las oficinas de su partido, situadas junto a la Castellana. Recuerdo que un día fui a pedirle un libro sobre su padre y él me dijo que no se había escrito ninguno. Realmente, los españoles son gente increíble. Resulta que alguien gobierna el país durante seis años y cuando le echan nadie se toma la molestia de escribir un libro sobre él. Hablábamos de estas cosas cuando nos cruzamos en el pasillo con un grupo de jóvenes discutiendo acaloradamente: «Ahí tiene usted a un grupo de españoles, señor Buckley —me dijo José Antonio señalándoles—, hablando, siempre hablando… ¡En este país es imposible organizar a la gente para que hagan un trabajo constructivo!».

José Antonio, además de ser diputado en Cortes, tenía un bufete de abogado. Uno de sus hermanos, Fernando, estaba en el Ejército, y el otro, Miguel, se había quedado en sus tierras de Jerez de la Frontera para ocuparse de los negocios familiares. José Antonio era el único que vivía en Madrid, pero no se trataba del clásico señorito madrileño. Persona retraída, aficionado a la literatura, y sobre todo a la poesía, era demasiado sensible para alternar en los círculos de la sociedad madrileña de aquellos días. Hablaba inglés con un acento encantador.

Lo que no me explico muy bien es qué hacía este hombre como líder de un partido fascista. Durante unos meses trabajé en la Embajada británica, que estaba situada frente a los locales de la Falange, y tuve ocasión de espiar los movimientos de José Antonio. Recuerdo que, a la hora de comer, solía salir del edificio precedido por un grupo de matones con gabardina y la mano en el bolsillo de la chaqueta, como si estuvieran en Hollywood, y después de echar un vistazo a la calle, que solía estar desierta a esas horas, se montaban en un Ford descapotable para escoltar a su «Jefe», que conducía un Chevrolet, hasta el chalé de Chamartín donde vivía.

No creo que José Antonio dispusiera de más de mil hombres en todo Madrid. Pero, naturalmente, contaba con muchos miles de simpatizantes. A veces, cuando hablaba en las Cortes, parecía un líder obrero. Recuerdo una ocasión en la que, con encendida oratoria, habló de las mujeres andaluzas que trabajaban diez horas en el campo por una peseta. España, decía, tenía que ser totalmente reformada. No me extraña que el marqués de Eliseda, que había sido uno de los fundadores de Falange y había invertido mucho dinero en ella, se marchara indignado. Recuerdo otra ocasión en la que el líder socialista Indalecio Prieto había hecho un encendido elogio de las obras públicas realizadas bajo la dictadura de Primo de Rivera. José Antonio se levantó de su asiento y fue a estrecharle la mano. Gesto realmente insólito en unas Cortes en las que los diputados de izquierdas y derechas se miraban con verdadero odio, aunque luego, en los pasillos, confraternizaran bastante. José Antonio hacía lo contrario. Era capaz de ser muy efusivo en público con sus enemigos políticos, aunque después se mostrara reservado y distante.

No estoy tratando de hacer un panegírico de la figura de José Antonio. No puede ocultarse el hecho de que, aparte de sus simpatizantes y seguidores, tenía un número bastante considerable de matones a su servicio. En teoría, estos matones habían sido contratados para defender los locales de la Falange y la persona del líder, sobre todo cuando este actuaba en mítines y actos públicos. Pero en la práctica a estos matones se les iba la mano, y raro era el día en que no estaban mezclados en algún tiroteo, tratando de romper una huelga o alguna manifestación. Naturalmente, a veces los tiros se los llevaban ellos. En una ocasión, en abril de 1934, a la salida de la Cárcel Modelo, donde había estado prestando declaración, el coche de José Antonio fue alcanzado por una granada. El líder no sufrió daño alguno.

José Antonio estaba en contacto con otros líderes fascistas. Por esta época viajó a Roma, donde fue recibido por el Duce. Según contaba la prensa española, Mussolini le dijo que, en aquellos momentos, no veía ninguna esperanza para implantar el fascismo en España y… ¡mostró su admiración por Largo Caballero como líder de las masas españolas! También estuvo en Berlín, entrevistándose con Hitler. Sacó la conclusión de que aquel no era el momento para intentar un golpe de Estado fascista. Si su apoyo internacional era, en aquellos momentos, muy limitado, tampoco en España gozaba de muchas simpatías, especialmente entre los grandes terratenientes, por sus discursos sobre la reforma agraria, y la Iglesia, por sus críticas contra los excesos del clero. Y sin estos dos puntos de apoyo difícilmente se podía conseguir dinero en España para su organización.

No es fácil, después de lo que ha acontecido en los últimos años, dar una idea de lo que pasaba en Madrid en aquel año de 1934. Hubo tres huelgas generales, huelgas de periódicos, incluso una huelga de taxistas que llenaron las calles de Madrid de tachuelas para que nadie pudiera circular durante unas cuantas jornadas. Baste decir que nos solíamos aprovisionar con latas de judías en el piso en el que vivía para poder sobrevivir los días en los que cerraban las tiendas.

Continuaba la lucha soterrada por el control de la República.

Además, se producían nuevas divisiones entre los políticos de la clase media. Diego Martínez Barrio, un tipo alto y lleno de energía, antiguo linotipista que se había hecho con su propia empresa de publicaciones, decidió separarse de Lerroux y su partido, llevándose consigo a dos ministros del gabinete, así como a veinte diputados. Yo me encontraba en Sevilla cuando Martínez Barrio hizo su declaración secesionista y recuerdo que alzaba las manos y proclamaba: «¡Manos limpias, las mías!». Martínez Barrio era la figura más importante del Partido Radical después de Lerroux, así que el golpe para este fue considerable.

Si Largo Caballero despertaba la admiración del Duce italiano, pensé que ya era hora de conocerlo. Me entrevisté con él en una calurosa tarde del mes de agosto de 1934. En ese momento, Largo Caballero tenía sesenta y cinco años. Nacido en Madrid en 1869, no había ido a la escuela y había aprendido a leer y a escribir a los veinte años. En su juventud trabajó en la construcción, y su actividad política comenzó en 1917, ya que fue uno de los firmantes del manifiesto de la huelga general de aquel año. Aquello le valió una sentencia de por vida en un penal en Africa. Esta sentencia le fue conmutada, y un año después regresaba a Madrid, donde fue elegido diputado en Cortes en el año 1918. A partir de ese momento se convertiría en la figura más destacada del movimiento sindical español.

Detrás de Largo Caballero había una «eminencia gris». Pensador, publicista, editor, Luis Araquistáin había apoyado la causa de los aliados en la Gran Guerra y ahora compartía con Largo Caballero la misma antipatía hacia los bolcheviques. Por eso me hacía tanta gracia oír, en los cócteles de la diplomacia, los nombres de Araquistáin y Caballero como los líderes de una «revolución roja», cuando ni el uno ni el otro tenían absolutamente nada de revolucionarios. Lo que pretendían, en aquel tenso verano de 1934, era mostrar firmeza en sus posiciones. La entrada de la CEDA en el gobierno era para ellos una prueba de fuego. Si se dejaban dominar por la derecha, les ocurriría lo que pocos meses antes había pasado con los obreros austríacos, cuando fueron aplastados por Dollfuss. Los socialistas españoles habían aprendido muy bien la lección de sus camaradas austríacos y estaban dispuestos a no ceder terreno ante la presión de la derecha.

«No podemos consentir», me aseguraba Largo Caballero en aquella entrevista del verano de 1934, «que el Partido "Clerical" de Gil Robles entre a formar parte del Gobierno… Y no podemos consentirlo simplemente porque no son republicanos, porque no quieren que se les identifique con la República… Y si esto es así, ¿cómo demonios podemos aceptarlos en el gobierno?».

Como buen inglés, yo podía ver las dos caras del problema que centraba la atención política española en aquel verano de 1934. Por un lado, la CEDA había triunfado en las elecciones del año anterior y tenía legítimo derecho a formar parte del gobierno de la nación.

Pero también entendía que si en mi país un partido político decidiera no acatar la monarquía, no ondear la Union Jack y no interpretar nuestro himno nacional en los mítines y en los desfiles, tendría muchos problemas a la hora de entrar en el gobierno… Como poco se le exigiría una explicación ante las cámaras de su postura y una rectificación pública de los aspectos más formales de la cuestión (respeto a las instituciones, a la bandera y al himno nacional) antes de ser admitido a formar parte del gobierno.

La cuestión, en cualquier caso, era apasionante, y no pude por menos de preguntarle a Caballero qué harían en caso de que Gil Robles cumpliera su amenaza. «Eso es fácil de contestar —replicó el líder sindical—. Las masas saldrían a la calle, y no hay nada ni nadie que pueda detener a las masas cuando se levantan para luchar por sus derechos».

Aquellas palabras de Caballero parecían pintar una estampa de la Revolución francesa, pero eran difícilmente aceptables en pleno siglo XX, cuando dos soldados armados con una buena ametralladora podían mantener a raya a una muchedumbre de miles de personas. Naturalmente, no había que tomar sus palabras al pie de la letra… Con sus declaraciones, solo pretendía convencer al presidente de la República, Alcalá Zamora, de que la entrada en el gobierno de la CEDA traería consigo inevitablemente la violencia y el derramamiento de sangre… En aquellos momentos, el primer interesado en evitar que la gente se echara a la calle era el propio Largo Caballero. Y es que por aquel entonces no respondía para nada a su apodo de Lenin español… ¡Solo le faltaba el sombrero bombín, el traje oscuro y la pipa en la boca para ser confundido con un enlace sindical de los obreros ferroviarios británicos!

Una tarde del mes de julio estaba tomándome un café con el redactor jefe de El Debate cuando llegó la noticia de que Dollfuss había sido asesinado por los nazis, y aquella noticia sin duda daría mucho que pensar a los católicos españoles… Porque, aunque pudiera parecer lo contrario, había muchas cosas en común entre católicos y socialistas en aquel verano de 1934. Por un lado, Gil Robles se había casado y en su luna de miel había visitado la Alemania del Reich, dando pábulo a todo tipo de comentarios. Pero, por otro, el cardenal Pacelli, secretario de Estado en el Vaticano, ejercía una influencia cada vez mayor en la Iglesia española. Después de la muerte de Dollfuss, Pacelli insistía en que la Iglesia debía seguir un curso medio, apartándose de las pretensiones de la extrema derecha.

La situación de Robles no era fácil. Mientras Pacelli y el nuncio del Papa, Tedeschini, así como Angel Herrera, le aconsejaban prudencia, los aristócratas y los terratenientes que tanto habían contribuido a las arcas de la CEDA no se conformaban con que este partido se consolidara como el principal de la derecha. Aceptando tácitamente el régimen republicano, presionaban a Robles para que entrara a formar parte del gobierno. Por su parte, el gobierno de Lerroux parecía hacer méritos para su propia destitución, de manera que Robles se vio forzado, al regreso de su luna de miel, en agosto, a comenzar a mover piezas para formar nuevo gobierno.

El de Lerroux había tenido graves problemas con los nacionalistas. Para incrementar sus ingresos, Lerroux había decidido suprimir el concierto económico que permitía a los vascos recaudar sus propios impuestos para luego ceder una parte al gobierno de Madrid. Como protesta, los partidos nacionalistas vascos convocaron elecciones municipales, que, por otra parte, debían celebrarse por aquellas fechas, pero el gobierno Lerroux anuló dicha convocatoria. El conflicto entre el gobierno de la República y los partidos nacionalistas estaba servido. Las elecciones se celebraron sin el consentimiento del gobierno central, que se negó a reconocer a los concejales elegidos, en su mayor parte pertenecientes a partidos nacionalistas.

También había problemas en Cataluña, aunque fueran de índole muy distinta. El recién estrenado Estatuto de Autonomía de Cataluña permitía a los rabassaires —campesinos que daban una parte de la cosecha a los propietarios de las tierras que ellos cultivaban— a acceder a la propiedad de la tierra por medio del pago de una renta escalonada a lo largo de años. Los propietarios de las tierras habían protestado por aquel cambio en el statu quo y el gobierno Lerroux había decidido ponerse de parte de los propietarios, con lo cual no hacía sino echar leña al fuego. El problema del idioma también levantaba pasiones y Lluís Companys, presidente de la Generalitat, se había enfrentado al gobierno al defender el derecho de un abogado que había sido recusado por los propios magistrados a expresarse en catalán en la vista de un juicio.

Pero, más allá de estos aspectos puntuales, existía el temor, ampliamente compartido por nacionalistas vascos y catalanes, de que el gobierno Lerroux se dispusiera a ceder ante las pretensiones de la España feudal y abrir las puertas a una nueva dictadura. Lo mismo temían los socialistas. Estos, presintiendo que algo iba a suceder, comenzaban a prepararse para un otoño caliente. Una partida de cuatrocientos fusiles, treinta ametralladoras y abundante munición, destinada en principio a un intento de golpe de Estado en Portugal que nunca se produjo, fue desviada hacia España a bordo del barco Turquesa, que atracó en el puerto de Gijón. Lograron descargar solo una pequeña parte de las armas antes de que la Guardia Civil incautara el resto. Sin duda, exageraba el ministro del Interior, Salazar Alonso, cuando le comentaba a un periodista extranjero: «Hay en España un millón de socialistas, armados hasta los dientes, dispuestos a levantarse en cualquier momento para implantar el comunismo». A pesar del exiguo botín del Turquesa y de algunos fusiles y ametralladoras que habían pasado de contrabando desde Alemania, el arsenal de los socialistas no podía competir, en aquellos momentos, ni con la más modesta guarnición militar de provincias. Tenían, eso sí, una buena cantidad de revólveres que se fabricaban en España, pero con revólveres no se hace una revolución.

Circuló por aquellos días en Madrid el rumor de que los socialistas habían colocado cargas de dinamita en los sótanos del Ministerio de la Gobernación, con la idea de hacerlas explosionar si el ministro no dimitía. Yo, naturalmente, pensé que era un bulo. Pero unos días más tarde me pude enterar de que algo de verdad había en ello. Me encontraba en el cine con mi amigo el pintor Luis Quintanilla, afiliado al Partido Socialista, y en el descanso de la película le comenté la noticia.

«La dinamita —me dijo Quintanilla— no estaba en el ministerio, sino en casa del diputado socialista Morón. Un camarada en la policía nos dio el soplo de que iban a su casa a llevársela, y nosotros llegamos antes que ellos y la sacamos… Y ahí me tienes a mí —decía Quintanilla, muy divertido— cruzando la Gran Vía en taxi con media tonelada de dinamita dentro y, además, sin saber adonde llevarla… Por fin recibí órdenes de enterrarla en un depósito de la Ciudad Universitaria. La policía, que nos venía pisando los talones, se presentó allí poco después de que la escondiéramos».

La verdad es que esta historia de policías y ladrones me pilló por sorpresa. Una cosa es hablar de la revolución y otra sentirla tan cerca. Y lo que me parecía más terrible: si Quintanilla, Araquistáin, Negrín, personas cultas, en modo alguno extremistas, se armaban, algo muy serio estaba ocurriendo.

Recuerdo perfectamente bien la película que Quintanilla y yo estábamos viendo en el cine Callao aquella tarde. Se llamaba Éxtasis y la protagonizaba Hedy Lamar. La película había sido prohibida en diversos países, y en España la prensa católica había hecho lo imposible para que no se proyectara. El éxtasis en cuestión era una escena en la que Hedy Lamar se metía en la choza de un obrero ferroviario para dejarse seducir por él. Durante la escena de la seducción, la cámara solamente enfocaba la cara y una mano de la protagonista, pero aquello era suficiente para que los espectadores que llenaban el cine de bote en bote llegaran al delírium trémens… Una mujer que había junto a mí se reía histéricamente. Quizá España necesitara una revolución.

A la salida del cine, me dirigí con mi amigo Quintanilla al bar Los Italianos, junto a la Gran Vía, pero al entrar vi que había dos policías de paisano en la puerta. Me excusé y le dije a Quintanilla que tenía muchas cosas que hacer aquella tarde.

Nadie parecía interesado en evitar que, en aquella situación tan potencialmente explosiva, saltara la chispa. En la apertura de las Cortes después de las vacaciones veraniegas, el 1 de octubre, Gil Robles, cumpliendo su amenaza, presentó una moción de censura contra el gobierno, al que acababa de dejar en minoría. El día 3 de octubre se formó un nuevo gobierno con tres carteras para la CEDA. Se supo que el presidente Alcalá Zamora había puesto como condición, para que la CEDA entrara en el gobierno, que no podían «ocupar ningún ministerio clave», lo cual no deja de ser divertido. Equivale a decirle a alguien que es «suficientemente leal» a la República para ocupar el Ministerio de Agricultura, pero no para ocupar el de Gracia y Justicia… Alcalá Zamora actuaba en aquellos momentos como un funambulista que avanzara con pies de plomo sobre la tensa cuerda de la democracia sin caer ni a un lado ni a otro, sin darse cuenta de que intentando contentar a todos no iba, finalmente, a contentar a nadie.

Y el caso es que el nuevo ministro de Agricultura, Jiménez Fernández, catedrático de la Universidad de Sevilla y miembro del grupo cristiano-socialista dentro de la CEDA, era una persona moderada y respetable, que siempre había defendido dentro de su partido el interés de los obreros y que ofrecía la mejor imagen posible de su grupo político. Lobo con piel de cordero, pensaron muchos…

En cualquier caso, las izquierdas no estaban dispuestas a dar su brazo a torcer. Habían advertido que no tolerarían a ningún miembro de la CEDA en el gobierno y actuaron en consecuencia: convocaron una huelga general en todo el país, que debía comenzar en la noche del 4 al 5 de octubre. Ya sé que, como periodista, aquello no iba conmigo y me tenía que limitar a relatar los luctuosos sucesos que, sin duda, estaban a punto de producirse. Pero, por dentro, hervía de indignación… Podían haberse encontrado distintas salidas a aquella crisis de gobierno, pero nadie parecía interesado en buscarlas. El país se encaminaba hacia el desastre sin que ello pareciera preocupar lo más mínimo a los políticos que lo conducían.

Decidí que necesitaba un trago y me encaminé a Chicote, en plena Gran Vía madrileña, para aguardar acontecimientos. Chicote estaba muy tranquilo aquella tarde, y los señoritos y oficiales que solían frecuentarlo no se veían por ninguna parte. Demasiado tranquilo.

Estuve charlando con un colega australiano. Hablamos de la estupidez humana en general y de la española en particular, de la inconsciencia de la clase política, que parecía empeñada en conducir el país hacia el desastre y la barbarie… Alguien contó una anécdota del príncipe de Gales que iba como anillo al dedo a la situación en la que en aquellos momentos nos encontrábamos: «Un periodista amigo mío le preguntó en una ocasión qué opinaba su alteza sobre la civilización europea… "¿Civilización europea? —le contestó el príncipe— ¡Me parece una excelente idea!"».

Apareció un joven que pertenecía a la Falange de José Antonio y me dijo confidencialmente: «Tenemos a mil quinientos hombres armados en la calle y estamos dispuestos a aplastar cualquier intento de huelga general». Llamé a la redacción de El Sol y me dijeron que había manifestaciones en Barcelona. Llamé a El Debate y me dijeron que en Barcelona se había proclamado una república independiente y que Madrid estaba a punto de explotar.

Me dirigí al bar Marfil, que tiene unos grandes ventanales que ofrecían una magnífica perspectiva de la calle de Alcalá. Además de eso, servían una cerveza lager muy fría. Allí, sentados alrededor de una mesa, estaban Negrín, Araquistáin y Álvarez del Vayo leyendo la prensa de la tarde y poniendo cara de circunstancias. Me dirigí a ellos y le pregunté a Araquistáin, por decir algo: «¿Es cierto que habéis convocado una huelga general para la medianoche de hoy?». Araquistáin afirmó con la cabeza. «¿Y no hay nadie capaz de impedir esta locura colectiva?», insistí yo. «Eso díselo a tus amigos los curas», me contestó de mala gana Araquistáin. Araquistáin sabía que yo era católico y que tenía buenos contactos en El Debate. Podría haberle dicho que los católicos tampoco habían provocado aquella situación y que solo habían llegado a ella forzados por la extrema derecha. Pero ¿de qué habría servido?

Salí del bar y me dirigí hacia la Puerta del Sol. Antes de llegar a ella, escuché un disparo. Podía oír las contraventanas de todas las casas cerrándose apresuradamente. Los taxis desaparecían del centro de la ciudad y la gente, al salir de los cines, corría hacia las bocas del metro. La Guardia de Asalto, armada con fusiles, bayonetas y ametralladoras, se desplegaba por el centro de la ciudad tomando posiciones. Las sirenas no dejaban de sonar.

Al llegar a casa, cogí el teléfono para retransmitir mi crónica. Me hubiera gustado empezar con estas palabras: «La humanidad acaba de cometer esta noche en Madrid un nuevo acto de locura colectiva…», pero recordé que era periodista y no filósofo, y dije: «Una huelga general revolucionaria acaba de comenzar esta noche en Madrid, como protesta por la formación de un nuevo gobierno en el que, por primera vez, entra a formar parte el partido católico CEDA».

A partir de aquel momento, y durante tres semanas, apenas si comí o dormí. Es difícil resumir en pocas páginas los sucesos de aquel mes de octubre de 1934 y, sin embargo, aquellos días fueron decisivos, ya que en ellos quedaron demostrados una serie de hechos que habrían de marcar la política nacional e internacional en los años siguientes. A nivel nacional, se evidenció que la derecha feudal no estaba dispuesta a llegar a ningún pacto o entendimiento con la República. Habían colocado a los hombres de Gil Robles en el gobierno sin mostrar el menor respeto por los principios republicanos. A partir de ese momento, la izquierda sabía que no podía esperar ningún tipo de concesión de los poderes feudales. A nivel internacional, el papel de Alemania comenzaba a subir enteros. Sin duda, la visita de Gil Robles al Tercer Reich aquel verano había sido muy provechosa. Los planes expansionistas del Reich, las invasiones de Francia e Inglaterra, solo podrían realizarse con una España amiga que le facilitara bases para sus submarinos y sus aviones, puertos para sus barcos, etc. Los alemanes tardaron cinco años en asegurarse la amistad de España. Si en aquel octubre de 1934 la izquierda española hubiera cedido a las pretensiones de la derecha, Gil Robles podría haber instaurado en España un estado corporativo que habría servido de trampolín para que Alemania realizara sus planes en Europa.

Pero estamos aún en aquella noche del 4 de octubre. Recibí una llamada de mi corresponsal en Barcelona, Larry Fensworth. Me decía que el palacio de la Generalitat había sido bombardeado por las tropas del general Batet, a quien los catalanes, ingenuamente, creían que tenían de su lado. Conecté con Radio Asociación de Barcelona y, entre Els Segadors y El Cant de la Senyera, se podían oír llamadas de auxilio. La emisora retransmitía desde el interior del palacio bombardeado, y en aquellas circunstancias las notas de La Santa Espina adquirían una dimensión dramática… Aquello parecía una repetición del 13 de septiembre de 1713, cuando los patriotas catalanes sucumbieron ante las fuerzas absolutistas y centralistas del rey Felipe V.

Aquella «revuelta catalana» del mes de octubre era muy parecida a la de abril de 1931, cuando se proclamó la República catalana. Estaba dirigida por la clase media a través del partido Esquerra Republicana, los liberales de Lluís Companys y los separatistas de Estat Catalá. Como ocurriera en 1931, los partidos obreros se habían abstenido. En esta ocasión, a causa de la fricción que existía entre Companys y los anarquistas, que controlaban el movimiento obrero en Cataluña. El consejero de Gobernación del gabinete de Companys, llamado Dencás, había organizado a grupos de jóvenes en una asociación paramilitar llamada Escamots Verts, que se dedicaban a romper huelgas y manifestaciones de la clase obrera en el mejor estilo fascista. Y así se producía en Barcelona una curiosa situación. Mientras Companys y la Generalitat se enfrentaban al nuevo gobierno de Madrid sacando a la calle a sus mozos de escuadra, eran los propios anarquistas los que, por medio de francotiradores, se dedicaban a tirotear a la policía catalana. De nada servía la proclamación, desde los balcones de la Generalitat, de una República catalana independiente si a continuación no distribuía armas entre los miles de seguidores que se aglomeraban en la plaza de Sant Jaume. Companys había telefoneado al general Batet pidiendo que sus fuerzas apoyaran al gobierno catalán de la Generalitat. Después de pensárselo durante unas horas, Batet había proclamado la ley marcial en Barcelona y había enviado sus tropas contra los mozos de escuadra, que se habían desplegado en torno a la Generalitat.

Parece ser que el propio consejero Dencás, que lógicamente debería haber organizado la resistencia, al enterarse de que el presidente Companys resistía en el palacio de la Generalitat, decidió huir por unas alcantarillas. Aquella huida de Dencás por las cloacas se convirtió en la comidilla de la ciudad durante semanas. A mí no me parece nada mal utilizar las cloacas si esa es la mejor manera de huir, pero desde luego los catalanes no se lo perdonaron. De todas maneras, parece ser que cuando consiguió salir del país se fue a Italia, lo cual confirmaba las sospechas de los anarquistas catalanes de que Dencás estaba en contacto con el fascismo italiano. De cualquier manera, la resistencia de Companys dentro del palacio de la Generalitat no duró mucho. Rodeado por las tropas de Batet, decidió rendirse a las seis de la mañana, al comprobar que el general se disponía a bombardear el histórico edificio. El general Batet también hubo de emplearse a fondo contra la Unió de Botiguers, un sindicato de tenderos que era un foco importante para los nacionalistas. Ni corto ni perezoso, decidió bombardear el edificio y, al parecer, causó la muerte de una docena de personas.

Los anarquistas catalanes acabaron sumándose a la rebelión, pero tarde y de mala gana. Decidieron ocupar edificios portuarios y pabellones de la Feria de Muestras en Montjuich, pero, como digo, su corazón no estaba en esa lucha. El 6 de octubre sintonicé con una emisora catalana y pude escuchar un llamamiento de un portavoz anarquista para el retorno al trabajo de los obreros afiliados a la CNT. Aquella indecisión anarquista dio tiempo a Lerroux a llevar tropas y refuerzos policiales a Barcelona, que acabaron de sofocar aquella rebelión. Quedaba claro que los anarquistas eran siempre el factor sorpresa, ya que nunca se sabía cómo iban a reaccionar.

Mientras tanto, en Madrid, la lucha no cesaba. En las tres semanas que duraron los disturbios murieron cerca del centenar de personas, de las cuales una docena eran soldados o pertenecían a la policía. Parece ser que lo que los socialistas se proponían con esta tenaz resistencia era debilitar el nuevo gobierno. Se trataba de tener a la ciudad y al país en vilo por medio de disparos esporádicos de francotiradores desde las azoteas de las casas. La policía había arrestado ya a bastantes de estos jóvenes socialistas cuando, en la noche misma del 4 de octubre, realizó una redada en un local de Buenavista donde se distribuían armas y se llevó detenidos a más de cincuenta.

Pero los socialistas no eran los únicos jóvenes que se movilizaron en este octubre caliente de 1934. En la mañana del domingo día 5, José Antonio Primo de Rivera y cuatrocientos o quinientos seguidores marcharon por la calle de Alcalá y se situaron delante del Ministerio de la Gobernación, para ponerse a disposición de Alejandro Lerroux y su nuevo gobierno. ¡Había que ver a aquel viejo rebelde de la izquierda recibiendo ahora las aclamaciones de los fascistas! La multitud se mostraba hostil ante aquel desfile falangista, se oían abucheos y protestas, y la cosa podría haber llegado a más de no ser por la fuerte escolta policial que llevaban.

Algunos cafés habían desafiado la orden de cierre de los socialistas y se mantenían abiertos, atendidos por camareros que no pertenecían al sindicato. En uno de ellos, el café Colón, en el comienzo de la calle de Alcalá, se atendía a los clientes como siempre cuando se oyó una ráfaga de disparos de metralleta disparados desde un automóvil, y dos camareros caían muertos junto a las mesas. A partir de aquel momento, cerraron todos los cafés de Madrid.

Oficiales con uniforme empezaban a aparecer por las calles de Madrid, apoyando a la policía y a los guardias de asalto. Muchos de ellos eran oficiales que se habían retirado con el «plan Azaña» y que ahora volvían a tomar las armas. Al principio, la policía disparaba sin ton ni son contra las fachadas de los edificios de donde partían los disparos de los francotiradores socialistas. Tardaron una semana en dominar su nerviosismo y darse cuenta de que al disparar al vacío no hacían sino seguir el juego de los provocadores y aumentar la confusión. Se dedicaron entonces a localizar a los francotiradores y poco a poco la ciudad fue volviendo a la calma. Al cabo de unos días ya no era preciso ir corriendo por las calles, refugiándose en cada esquina, e incluso se podía dormir varias horas seguidas durante la noche, lo cual era de agradecer por parte de este, más que cansado, agotado corresponsal de prensa.

En el Norte, los vascos también habían ofrecido una tenaz resistencia. Habían levantado barricadas en las carreteras y las calles más importantes. Solo en San Sebastián hubo veinte muertos. Bilbao y su comarca minera estaba en huelga total. En Extremadura, los campesinos, conducidos por la diputada socialista Margarita Nelken, se habían enfrentado a la policía armados únicamente con sus guadañas. No tenían mucho que hacer contra las tropas que salían desde Madrid y se desplazaban con facilidad por todo el territorio nacional. ¿Para qué querrían, me preguntaba yo, la dinamita Quintanilla y sus amigos, si luego no la utilizaban para volar los puentes que habrían impedido el desplazamiento de tropas?